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Capítulo 1

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QUÉ TE PARECE la noticia de que papá esté prometido con la reina de hielo? Isla le ha clavado las garras.

Andreas Karelis se detuvo en seco a pocos metros del helicóptero que lo había llevado a Louloudi, la isla privada de su familia, y miró fijamente a su hermana. Ella había echado a correr a través del jardín para reunirse con él. La estridente voz de Nefeli se había impuesto al ruido que hacían las aspas del rotor al ir perdiendo velocidad.

Desde el aire, la isla, que estaba parcialmente cubierta por campos de olivos y un bosque de cedros, parecía una esmeralda en medio del azul del mar Egeo. Los recuerdos más felices de la infancia de Andreas, en los que escapaba de las expectativas de sus padres como heredero de los Karelis, eran siempre en Louloudi. Tenía casas en California y en la Riviera francesa, además de un ático en Atenas, pero Louloudi era el único lugar al que consideraba su hogar.

–No he tenido noticias de Stelios –dijo secamente. Su hermana abrió los ojos de par en par.

Normalmente, Andreas ejercía un estricto control sobre sus sentimientos y nadie, ni siquiera Nefeli, que era la única persona a la que estaba muy unido, sabía lo que estaba pensando. Sin embargo, no le gustaban las sorpresas, tanto si eran buenas como si eran malas, y lo que su hermana acababa de decirle era ciertamente lo último.

–Pensé que papá te habría llamado por teléfono. Me dio la noticia cuando llegué. Mañana se publicará una nota de prensa para anunciar formalmente el compromiso de papá con Isla, pero él quería compartir la noticia primero con su familia. ¡Dios! –exclamó Nefeli. Su voz subió otra octava–. Ella es el ama de llaves y tiene la edad suficiente para ser su hija. ¿En qué está pensando papá?

Andreas se encogió de hombros para ocultar el violento desagrado que le producían los planes matrimoniales de su padre. La fuerza de su reacción lo sorprendió y le recordó que Stelios era libre para hacer lo que quisiera. Desgraciadamente, no había peor tonto que un viejo tonto, en especial si era un multimillonario viudo que se había quedado prendado de una mujer hermosa y mucho más joven que él.

Una cierta inquietud se apoderó de él cuando visualizó a la mujer que, aparentemente, era la prometida de Stelios. Resultaba innegable que Isla Stanford era muy hermosa. Una rosa inglesa de cabello rubio y cremosa piel. Sin embargo, poseía un aire intocable que a Andreas le producía rechazo. Él prefería a las mujeres muy seguras de su sexualidad y, precisamente por eso, la intensa atracción que había sentido hacía Isla en las pocas ocasiones en las que había coincidido con ella le había dejado absolutamente perplejo.

–Papá la ha traído a Louloudi y ella va a asistir a mi fiesta de cumpleaños este fin de semana –dijo Nefeli con gesto hosco. Entrelazó la mano con el brazo de su hermano mientras los dos se dirigían hacia la mansión–. Tienes que hacer algo, Andreas.

–¿Y qué me sugieres tú?

–¿Por qué no la seduces? Estoy segura de que podrías hacerlo fácilmente. Las mujeres siempre caen rendidas a tus pies y cuando papá se dé cuenta de que la reina de hielo solo había fingido estar interesada en él por su dinero, se librará de ella y todo volverá a la normalidad.

–No quiero correr el riesgo de congelarme –replicó él.

Andreas lanzó una maldición en silencio. No era que tuviera objeción a que su padre volviera a casarse, pero sinceramente no con ella. No con Isla. ¿Por qué no se podía casar su padre con una mujer de edad similar a la de él, una viuda que compartiera los últimos años de la vida de Stelios, en vez de con una rubia de aspecto frío, de inteligentes ojos grises y sonrisa de la Mona Lisa que distraía profundamente a Stelios?

Sus pensamientos retrocedieron dieciocho meses, cuando él acudió a la casa que su padre había comprado en Kensington poco después de la muerte de su esposa. La decisión de Stelios de mudarse a Londres había sido una sorpresa. Después de entregar el abrigo empapado por la lluvia y seguir al mayordomo hasta el salón, había tenido la intención de preguntarle a su padre por qué había elegido vivir en un país con un clima tan infernal.

Sin embargo, su pensamiento se quedó en blanco al ver a la mujer que estaba sentada cerca de Stelios en el sofá. Demasiado cerca. Aquel fue el primer pensamiento al verla, seguido por una imperiosa necesidad de apartarla de su lado. Ella se puso de pie, con la gracia y elegancia de una bailarina de ballet y rodeó el brazo de Stelios con la mano cuando él también se puso de pie. El hecho de que se mostrara tan protectora y solícita con su padre había molestado a Andreas.

–Andreas, por fin has encontrado tiempo para hacerme una visita.

El saludo de Stelios tenía una nota de crítica que Andreas había esperado. Apretó los dientes y dio un paso al frente para darle un beso a su padre en la mejilla.

–Me alegro de verte, papá.

Andreas apenas si se fijó en su padre. Estaba pendiente de la mujer. ¿Quién era? ¿La asistente personal de Stelios, tal vez? Su aspecto no daba pista alguna sobre el papel que desempeñaba en la vida de Stelios. Llevaba un vestido blanco, que tenía las mangas francesas y la falda con un ligero vuelo le cubría hasta por debajo de las rodillas. Un cinturón negro alrededor de la esbelta cintura y unos stilettos negros resultaban muy elegantes. Tenía el cabello del color de la miel y lo llevaba recogido en una coleta que le llegaba casi hasta la mitad de la espalda. Tenía el aspecto recatado de una monja, pero la curva de sus gruesos labios y los altos y firmes pechos sugerían una comedida sensualidad.

Andreas no podía apartar los ojos de ella. Cuando su padre habló, se sobresaltó.

–Permíteme que te presente a mi ama de llaves, la señorita Stanford. Isla, este es mi hijo Andreas.

–Es un placer conocerle –murmuró ella.

–El placer es mío, señorita Stanford.

La intención de Andreas había sido que su voz sonara con ironía, pero la palabra placer parecía flotar en el aire, marcando sus palabras con una ardiente pasión y algo parecido a un desafío. Se dio cuenta de que ella se sonrojaba y abría sorprendida los ojos. Andreas vio confusión reflejada en aquellas grises profundidades.

Había también otro sentimiento. Reconoció una ligera tensión antes de que sus largas pestañas, algo más oscuras que su cabello, bajaran y terminaran con aquella conexión entre ambos. El tiempo pareció detenerse durante un momento. Entonces, cuando ella volvió a cruzar su mirada con la de él, la expresión de su rostro era inescrutable.

Se volvió hacia Stelios.

–Voy a preparar té.

–Gracias, querida.

–Yo prefiero café –dijo Andreas muy secamente.

–Por supuesto.

Isla Stanford esbozó una cortés sonrisa que provocó que Andreas deseara terminar con tanta compostura. Deseaba desesperadamente descubrir si había calor debajo de tanto hielo y si los labios de aquella mujer encajarían la forma de los suyos propios tan perfectamente como había imaginado.

Cuando ella pasó a su lado, su delicado perfume torturó los sentidos de Andreas. Observó el contoneo de sus caderas y, sin poder contenerse, le preguntó:

–¿Necesita ayuda?

–Puedo sola, gracias –respondió ella.

Se había detenido en la puerta y lo miraba con las cejas arqueadas y una expresión de especulación que lo hizo sentirse como un muchacho inexperto.

–¿O acaso no confía que pueda hacer el café al estilo griego, Andreas?

Andreas dejó a un lado sus pensamientos y siguió a Nefeli al interior de la casa.

–Es mejor que te des prisa en cambiarte. Llegas más tarde de lo esperado. Papá ha organizado una cena formal esta noche para celebrar su compromiso con Isla –le dijo con gesto contrariado–. No me puedo creer que esté planeando casarse con ella. Está haciendo el ridículo. ¿Se te ocurre algo que pudiera conseguir que papá recupere el sentido común?

Andreas seguía pensando en la súplica de Nefeli cuando entró en su suite. Se duchó rápidamente y se puso un elegante esmoquin y camisa blanca. Habría preferido ponerse unos pantalones cortos y una camiseta para ir a la playa, pero no le iba a quedar más remedio que sentarse a cenar para celebrar el compromiso de su padre.

Se miró en el espejo y se mesó el revuelto cabello que, instantes antes, había tratado de domar con un peine.

En realidad, sí que se le ocurría algo que pudiera hacer que su padre cuestionara el compromiso con su ama de llaves. ¿Y si le revelara cómo había gozado Isla entre sus brazos cuando la besó en Londres hacía un mes? ¿Tendría Stelios tantas ganas de casarse con ella?

Andreas apretó la mandíbula al recordar la apasionada reacción de Isla. El modo en el que ella había abierto la boca bajo la de él y había dejado escapar un sensual gemido cuando él le introdujo la lengua entre los labios. Reconocía que había besado a Isla para satisfacer su curiosidad, pero ella había puesto a prueba su autocontrol de un modo que no había esperado. Tanto que había preferido acortar su viaje a Inglaterra y había regresado a California al día siguiente.

¿Había decidido Isla apuntar a un objetivo mayor? Stelios era el presidente de Karelis Corp, el negocio familiar que gestionaba la mayor refinería de petróleo de Europa. La empresa también tenía la mayor cadena de gasolineras de Grecia y poseía intereses navieros y bancarios. Andreas era el heredero del imperio empresarial de los Karelis, pero no tenía ninguna prisa por suceder a su padre. Él se había hecho una carrera como piloto de la liga mundial de Superbikes hasta que un grave accidente le había obligado a retirarse de las competiciones.

Ordenó a sus pensamientos a centrarse en el presente y dejó escapar una maldición antes de salir de su suite. Echó a andar por el pasillo y se detuvo frente a la puerta que daba acceso al apartamento privado de su padre y llamó. Si pudiera tener una conversación en privado con Stelios y su prometida antes de cenar, tal vez podría comprender mejor la razón de tan repentino compromiso. No hubo respuesta, por lo que, después de esperar unos segundos, Andreas abrió la puerta y miró en el salón. La puerta que conducía al dormitorio estaba cerrada. El pensamiento de que Stelios estuviera allí con Isla le provocó una sensación muy corrosiva en la boca del estómago.

La puerta del dormitorio se abrió y antes de que Andreas tuviera tiempo de retirarse, el mayordomo salió.

–Pensaba que mi padre y la señorita Stanford podrían estar ahí dentro –explicó Andreas.

–Kyrios Stelios está abajo en el salón. Me ha pedido que venga a por sus gafas –contestó Dinos mientras le mostraba un estuche–. La habitación de la señorita Stanford es la de al lado, pero ya está en el salón también con tu padre.

Eso significaba que Stelios e Isla no compartían dormitorio allí. Andreas salió de la suite y descendió la escalera de mármol. Le parecía un comportamiento poco usual en una pareja que acababa de anunciar su intención de casarse. En realidad, todo lo referente a aquel repentino compromiso resultaba extraño, en especial porque su padre no le había mencionado su intención de casarse durante el último encuentro que tuvieron hacía un mes.

Andreas se dijo que, en realidad, no era asunto suyo si Stelios hacía el ridículo con su hermosa y joven ama de llaves. Si admitía que la pasión había surgido entre Isla y él, podría ser que su padre no lo creyera o que intentara acusarlo de causar problemas. La relación entre ambos nunca había sido muy fluida, en especial después de que Stelios se hubiera visto obligado a elegir entre su esposa y su familia y su amante.

Andreas tenía doce años cuando su padre admitió que había estado viendo a otra mujer en Inglaterra y que tenía intención de romper su matrimonio por ella. La madre de Andreas había quedado destrozada y Andreas se había jurado que jamás volvería a hablar con su padre a menos que él abandonara a su amante y regresara junto a su esposa e hijos. Había esperado que tomando partido por su madre se ganaría su amor, pero ella había seguido tratándole con el mismo desinterés que siempre le había mostrado. Su padre había permanecido casado, pero, a partir de aquel momento, había tratado con frialdad a su hijo Andreas.

Helia Karelis había muerto hacía dos años por una sobredosis de somníferos. Su autopsia había reflejado que había sido un trágico accidente, pero Andreas estaba seguro de que su madre había sabido lo que hacía cuando se tomó un montón de pastillas. También lo estaba de que su madre jamás había superado la traición de su esposo, aunque había ocurrido muchos años atrás. La infelicidad matrimonial de su madre le había demostrado a Andreas que era una locura enamorarse. Evitaba los dramas emocionales de la misma manera que cualquier persona cuerda tomaría medidas de precaución para no entrar en contacto con el virus del ébola.

En cuanto a Isla… Andreas se encogió de hombros. No podía explicar por qué en Londres se había sentido como un adolescente en su primera cita. No era su estilo, por lo que confiaba en que cuando la volviera a ver, la viera como la cazafortunas que sospechaba que era. El modo en el que ella había respondido a su beso, con una dulce pasión que había estado a punto de hacerle creer que era inexperta en temas del amor, debía de haber sido una actuación.

Entró en el salón, donde ya se estaba sirviendo el cóctel previo a la cena y se detuvo en seco. El salón estaba lleno de invitados, entre los que, aparte de los familiares, reconoció a varios representantes de alto rango de la industria petrolífera y miembros del consejo de dirección de Karelis Corp. Esto le sorprendió, dado que se suponía que era tan solo una reunión familiar. Entonces, vio a Isla y sintió que la sangre le rugía en las venas.

Aquella era una Isla muy diferente a la decorosa ama de llaves que había conocido en la casa de su padre en Kensington. Aquella noche, iba vestida de rojo, con un atractivo diseño de corte sirena y resplandecientes joyas alrededor de la garganta, que atraían la atención al ligero abultamiento de los senos sobre el escote del vestido. Llevaba el cabello rubio recogido en lo alto de la cabeza, dejando al descubierto la delicada línea del cuello. El carmín rojo que había elegido aquel día enfatizaba el grosor de sus labios.

Andreas bajó la mirada y vio que el vestido le llegaba hasta la mitad del muslo y que sus largas piernas lo parecían aún más por las delicadas sandalias de alto tacón que llevaba puestas. Isla Stanford era la fantasía de todo hombre y Andreas no era una excepción. Ella lo miró y, en el instante en el que las miradas de ambos se cruzaron, Andreas vio que un ligero rubor le teñía las mejillas. El modo en el que ella tragó saliva le dijo a Andreas que ella era tan consciente como él de la corriente eléctrica que ardía entre ellos. Él le miró la boca, tan jugosa, tan roja y tan atrayente, y sintió que el deseo cobraba vida por debajo de sus pantalones.

Durante un instante, Andreas se olvidó de que Isla asistía a la fiesta como prometida de su padre. Un sentimiento de posesión se apoderó de él y cruzó el salón, decidido a reclamar a la mujer que había ocupado sus pensamientos con demasiada frecuencia en aquellos últimos meses. Isla y él tenían un asunto pendiente.

Sin embargo, justo en aquel momento, su padre terminó de hablar con otro invitado y rodeó la cintura de Isla con el brazo. Andreas entornó la mirada y se detuvo enfrente de la desigual pareja.

–Por fin has llegado –dijo Stelios en tono irritado–. Esperaba que lo hubieras hecho hace varias horas. Estábamos a punto de empezar a cenar sin ti.

–Buenas noches, papá –replicó Andreas secamente–. Señorita Stanford… Perdón si llego tarde. Dije que llegaría en algún momento de la tarde, pero no especifiqué la hora. Además, ignoraba que se iba a celebrar una cena de gala.

–Bueno, al menos ya estás aquí –repuso Stelios–. Espero que nos des la enhorabuena. Isla ha accedido a ser mi prometida.

Aunque Andreas ya lo sabía gracias a la advertencia de su hermana, ver el anillo de compromiso en el dedo de Isla lo llenó de furia. Tenía que ser una broma. Aquel hombre de cabello gris y rostro arrugado no podía casarse con una belleza que tenía que ser al menos cuarenta años más joven que su futuro esposo.

Miró a Isla y notó que a ella le temblaba ligeramente el labio inferior. La tensión sexual se reflejó en sus grandes ojos grises, pero ella se apresuró a ocultarla bajo las espesas pestañas. Isla era suya, maldita sea. Sin embargo, era el brazo de su anciano padre el que le rodeaba la cintura y era el anillo de Stelios el que ella llevaba en el dedo.

–¿Y bien, Andreas? –le animó su padre–. Veo que te sorprenden mis noticias, pero estoy seguro de que estarás de acuerdo conmigo en que soy un hombre muy afortunado al tener una prometida tan hermosa.

Andreas calculó grosso modo que el valor del anillo rondaría las seis cifras.

–Enhorabuena –dijo. Entonces, miró a Isla–. Pareces haber encontrado la gallina de los huevos de oro.

Deseo ilícito

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