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Prólogo

A diario se escuchan quejas por la multitud de reglas: enredan por igual tanto al autor que quiere componer como al aficionado que quiere juzgar. Yo no pretendo aquí aumentar su número. Mi intención es bien diferente, a saber, aligerar la carga y allanar el camino.

Las reglas se han ido multiplicando por las observaciones hechas en torno a las obras; deben simplificarse reconduciendo esas mismas observaciones a principios comunes. Imitemos a los verdaderos físicos, que reúnen experiencias [II] y, luego, sobre ellas fundamentan un sistema, que las reduce a principio.

Poseemos muchas observaciones: es un fondo que, de día en día, ha ido en aumento desde el nacimiento de las artes hasta hoy. Sin embargo, ese fondo tan rico, más que servirnos, nos incomoda. Se lee, se estudia, se quiere saber: todo se escapa, porque hay un número infinito de partes que, sin ninguna conexión entre ellas, no son más que una masa informe, en vez de constituir un cuerpo regular.

Todas las reglas son ramas que parten de un mismo tronco. Si se retrocediera hasta su origen, se encontraría un principio lo suficientemente simple como para ser comprendido allí mismo [III] y lo suficientemente amplio como para abarcar todas esas pequeñas reglas de detalle: basta el sentimiento para conocerlo, pues su teoría no hace más que entorpecer al espíritu, en vez de iluminarlo. Este principio atraería de golpe a los verdaderos genios y les eximiría de mil vanos escrúpulos para no someterlos más que a una sola ley soberana que, una vez bien comprendida, sería la base, el compendio y la explicación de todas las demás.

Yo sería muy feliz si esta intención se pudiera encontrar, siquiera esbozada, en esta pequeña obra, que no he emprendido más que para aclarar mis propias ideas. La poesía es la que la ha hecho nacer.

Yo había estudiado a los poetas [IV] como se estudian habitualmente, en las ediciones llenas de anotaciones. Me creía bastante instruido en esta parte de las bellas letras como para pasar pronto a otras materias. Sin embargo, antes de cambiar de objeto, he creído tener que poner en orden los conocimientos que había adquirido y caer en la cuenta de los mismos.

Y, comenzando por una idea clara y distinta, me pregunté qué es la poesía y en qué se diferencia de la prosa.

Creía que la respuesta era sencilla: resulta fácil sentir esa diferencia; pero no se trataba en absoluto de sentir: yo quería una definición exacta.

[V] Entonces caí en la cuenta de que, en el juicio de los autores, lo que me había guiado era una especie de instinto, antes que la razón: sentí los riesgos que había corrido y los errores en que podía haber caído por no haber reunido la luz del espíritu con el sentimiento. Me hacía más reproches porque me imaginaba que esta luz y sus principios debían encontrarse en todas las obras en que se ha hablado de poética; y la distracción era lo que me había llevado a no observarlas mil veces. Vuelvo sobre mis pasos: abro el libro de Rollin y, en el artículo sobre la poesía, encuentro un discurso muy sensato sobre su [VI] origen y su destino, que debe estar por completo al servicio de la virtud. Se citan allí los bellos pasajes de Homero y se ofrece la más certera idea de la poesía sublime de los libros sagrados. Sin embargo, lo que yo buscaba era una definición.

Recurramos a los Daciers, a los Bossus, a los D’Aubignacs: consultemos de nuevo las observaciones, las reflexiones y las disertaciones de escritores célebres, aunque no encontraremos más que ideas parecidas a las respuestas de los oráculos: obscuris vera involvens. Se habla de fuego divino, de entusiasmo, de arrebatos, de dichosos delirios, todo grandes palabras, que sorprenden al oído y nada le dicen al espíritu

[VII]. Tras tantas investigaciones inútiles y no atreviéndome a entrar solo en una materia que, vista de cerca, parecía tan oscura, se me ocurrió recurrir a Aristóteles, de cuya poética había escuchado tantas alabanzas. Yo creía que todos los maestros del arte lo habían consultado y copiado, pero la verdad es que muchos no lo había siquiera leído y casi nadie había sacado nada de él, excepción hecha de algunos comentadores que, no habiendo construido más que un mínimo sistema –el necesario para esclarecer aproximadamente el texto–, no me ofrecían sino inicios de ideas; y éstas eran tan difuminadas, veladas y oscuras que casi perdí la esperanza de encontrar en algún pasaje la respuesta precisa [VIII] a la cuestión que me había propuesto y que, en principio, tan fácil me había parecido de resolver.

En cualquier caso, me había impresionado el principio de la imitación, que el filósofo griego establece para las bellas artes: había advertido su adecuación para la pintura, que es una poesía muda. Al respecto, cotejé las ideas de Horacio, de Boileau y de otros grandes maestros; añadí muchos rasgos que habían escapado a otros autores sobre esta materia; tras el examen, se vio verificada la máxima de Horacio: ut pictura poësis. Se vio que la poesía era, en todo, una imitación, al igual que la pintura. Fui más lejos: traté de aplicar el mismo principio [IX] a la música y al arte del gesto y me asombró lo bien que se adecuaba. Ese es el origen de esta pequeña obra, en la que se observa que la poesía debe ocupar el rango principal, tanto por su dignidad, como por haber sido la ocasión de la misma.

La obra está dividida en tres partes. En la primera se examina cuál puede ser la naturaleza de las artes, cuáles son sus partes y sus diferencias esenciales; también se muestra que, por la cualidad misma del espíritu humano, la imitación de la naturaleza debe ser su objeto común; y, además, se ve que no se diferencian más que por el medio que utilizan para llevar a cabo esa imitación [X]. Los medios de la pintura, de la música, de la danza son los colores, los sonidos, los gestos; el de la poesía es el discurso. Así, por un lado se ve la trabazón íntima y la especie de fraternidad que une a todas las artes,1 todas hijas de la naturaleza, al proponerse el mismo fin y regularse por los mismos principios; por otro, sus diferencias particulares, lo que las separa y las distingue.

Después de haber establecido la naturaleza de las artes a partir de la naturaleza del genio de la persona que las ha producido, era natural [XI] pensar en las pruebas que se podían extraer del sentimiento, tanto más cuanto el gusto es el juez nato de todas las bellas artes y que la misma razón no establece sus reglas más que a partir de su relación con el mismo y para agradarle; y si se veía que el gusto era acorde con el genio y concurría en la prescripción de las mismas reglas para todas las artes en general y para cada una en particular, eso sería un nuevo grado de certeza y de evidencia a añadir a las primeras pruebas. Eso es la materia de una segunda parte, en la que se prueba que el buen gusto en las artes es absolutamente conforme a las ideas establecidas en la primera [XII] parte; que las reglas del gusto no son más que consecuencias del principio de imitación, pues si las artes son esencialmente imitadoras de la bella naturaleza, se sigue que el gusto de ésta debe ser esencialmente el buen gusto en las artes. Esta consecuencia se desarrolla en varios artículos, en los que se intenta exponer qué es el gusto, de qué depende, cómo se pierde, etc. Y todos estos artículos se convierten siempre en pruebas del principio general de la imitación, que lo abarca todo. Estas dos partes contienen las pruebas de razonamiento.

Hemos añadido una tercera, que incluye las que se extraen [XIII] del ejemplo y de la conducta misma de los artistas: es la teoría verificada por la práctica. El principio general es aplicado a las especies particulares y la mayoría de reglas conocidas quedan referidas a la imitación y forman una especie de cadena, por la que el espíritu capta, a la vez, las consecuencias y el principio, como un todo perfectamente ligado y cuyas partes, todas, se sostienen mutuamente.

Así, al buscar una única definición de la poesía, es como esta obra se ha formado casi sin proponérselo y mediante una progresión de ideas, la primera de las cuales ha sido el germen de todas las demás.

1. Etenim omnes Artes quae ad humanitatem pertinente, habent quodam commune vinculum, et quasi cognatione inter se continentur. Cicerón, Pro Archia Poeta.

Las bellas artes reducidas a un principio único

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