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Hace un par de horas, Railway Expressman me ha traído a mi apartamento de Palm Beach, en un cajón de madera, la recién publicada Enciclopedia Internacional de Bellas Artes. He firmado el albarán, he subido tres grados el termostato del aire acondicionado, he ido a la cocina a por un martillo y he abierto el cajón con el lado del sacaclavos. Veinticuatro preciosos volúmenes encuadernados en bocací, con papel texturizado con barbas. Seis laboriosos años de preparación, más de dos mil quinientas ilustraciones (cuatrocientas treinta y seis láminas a todo color) y cada uno de los artículos, perfectamente documentados, escritos y firmados por una autoridad destacada en ese campo concreto de la historia del arte.

Dos de esos artículos eran míos y otros críticos también mencionaban mi nombre, James Figueras, en tres artículos más. Al citarme, reforzaban la credibilidad de sus propias opiniones.

En mi limitado mundo visionario, el de la crítica de arte, en el que menos de veinticinco hombres (y ninguna mujer) se ganan el pan como críticos profesionales (los reseñadores de prensa no cuentan), que se me citara en calidad de experto en aquella enciclopedia definitiva era sinónimo de éxito, de éxito con mayúsculas. Lo pensé un instante. ¿Solo veinticinco críticos profesionales entre una población de más de doscientos millones de personas? Esa era sin duda una cifra pequeña de hombres capaces de mirar una obra y entenderla, y después interpretarla por escrito para que los interesados pudieran compartir la experiencia estética.

Para Clive Bell, el arte era «una forma significativa». No se lo discuto, pero él jamás llevó su tesis a su conclusión lógica. ¡Es el crítico quien hace que la forma sea significativa para el espectador! Dentro de siete meses, cumpliré treinta y cinco años. Soy el experto más joven con artículos firmados en la nueva Enciclopedia y, en ese momento, caí en la cuenta de que, si vivía lo suficiente, muy posiblemente me convertiría en el mayor crítico de arte de Estados Unidos, y quizá del mundo entero. Con delicadeza, fui sacando del cajón de madera los pesados volúmenes y los alineé sobre mi escritorio.

La colección completa, para los suscriptores que la adquirieran con antelación a la fecha prevista de publicación (y casi todas las universidades, escuelas universitarias y grandes bibliotecas públicas aprovecharían la oferta de prelanzamiento), costaba trescientos cincuenta dólares, más gastos de envío. Tras su lanzamiento, costaría quinientos, con la posibilidad de recibir también un volumen anual por solo diez dólares más (con el mismo papel excelente y la misma encuadernación irresistible).

Huelga decir que, puesto que mi especialidad es el arte contemporáneo, mi nombre aparecerá en todos los anuarios.

Hacía meses que había leído las pruebas de imprenta, claro, pero releí despacio mi artículo de mil seiscientas palabras sobre el arte y el párvulo con la clase de satisfacción que cualquier trabajo profesional bien hecho proporciona al lector. Era un resumen muy condensado de mi libro, El arte y el párvulo, que, a su vez, era una revisión de mi tesis para el máster de Columbia. Aquel libro me había catapultado como crítico y a la vez había sido un fracaso. Y digo que había sido un fracaso porque dos facultades de Pedagogía de dos grandes universidades lo habían adoptado como libro de texto para clases de Psicología Infantil, lo cual denotaba que los docentes en cuestión no habían entendido mi tesis, ni sabían nada de niños o de psicología. No obstante, el libro me había permitido escapar de la enseñanza de la historia del arte y dedicarme plenamente a la crítica.

Thomas Wyatt Russell, director editorial de Fine Arts: The Americas, que había leído y entendido mi libro, me ofreció un puesto en la revista como columnista y redactor, con un estipendio de cuatrocientos dólares al mes. Y Fine Arts: The Americas, que pierde más de cincuenta mil dólares al año a manos de la fundación que la sostiene, es seguramente la revista de arte más exitosa publicada en Estados Unidos, y en cualquier parte, en realidad. Lo cierto es que cuatrocientos dólares es una suma miserable, pero que mi nombre apareciera en el directorio de aquella prestigiosa revista era el trampolín que necesitaba en ese momento para vender artículos como crítico independiente a otras revistas de arte. Los ingresos que obtenía de esta última fuente eran irregulares, como es lógico, pero con la miseria que tenía garantizada al mes me bastaban (siempre que me mantuviera soltero, algo que me proponía sin duda) para evitar la enseñanza, que detestaba, y el frío confinamiento del trabajo en museos, única alternativa que nos restaba a los que decidíamos titularnos en Historia del Arte. Siempre quedaba la publicidad, claro, pero uno no invierte deliberadamente su tiempo en el estudio en profundidad de la historia del arte que precisa la titulación para dedicarse después a la publicidad, por mucho dinero que se gane en ese campo.

Cerré el libro, lo dejé a un lado y alargué el brazo para coger el tercer volumen. Me temblaron los dedos, un poco, al encender un cigarrillo. Sabía por qué me había detenido tanto en el artículo sobre el párvulo, aunque me fastidiara reconocerlo. Durante un buen rato (me dije que solo esperaba a terminarme el cigarrillo), fui físicamente incapaz de abrir el libro por la página de mi artículo sobre Jacques Debierue. Todo el mal que Dorian Gray había hecho se reflejaba en el rostro del retrato que escondía; en mi caso, a veces me preguntaba si habría un proyector en marcha encerrado en algún armario, mostrando una y otra vez los sucesos de aquellos dos días de mi vida. El mal, como todo lo demás, debía adaptarse a los tiempos, y yo no soy un diletante finisecular como Dorian Gray. Soy un profesional, y tan contemporáneo como el sol abrasador de Florida que veo por mi ventana.

A pesar del aire acondicionado, sudaba tan profusamente que tenía mis pobladas patillas empapadas y apelmazadas. Allí, en aquel hermoso volumen, estaba por fin la amarga verdad sobre mí mismo. ¿Le debía mi éxito y mi reputación actuales a Debierue, o me debía Debierue los suyos a mí?

«Si te produce dolor, no te gustará», escribió John Heywood. Pensar en Debierue me dolía, desde luego, y el dolor no me gustaba, ni tampoco yo mismo. Pero nada, nada en este mundo, iba a impedirme leer mi artículo sobre Jacques Debierue...

Una obra maestra

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