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ОглавлениеGloria Bentham no sabía absolutamente nada de arte, pero esa particularidad no le había impedido convertirse en exitosa marchante y propietaria de una galería en Palm Beach. Sostener la suya, y poco más, donde había treinta galerías abiertas a pleno rendimiento durante «la temporada» era un logro nada desdeñable, si bien el floreciente movimiento artístico de los últimos años había hecho posible que se vendiera casi cualquier objeto por sumas considerables. No obstante, para un marchante es más importante tener don de gentes que saber de arte. Y Gloria, flaca, modesta, sencilla, tenía la paciente habilidad de saber escuchar, rasgo que a menudo se confunde con la comprensión.
Mientras conducía rumbo norte por la A1A desde Miami, en dirección a Palm Beach, por no pensar en otras cosas, pensé en Gloria, pero sin gran satisfacción. Había tomado la ruta más larga y lenta en lugar de la autovía de Sunshine porque necesitaba esa hora de más que me supondría para ordenar mis pensamientos sobre lo que iba a escribir sobre el arte de Miami y por evitar durante otra hora el problema, si es que aún podía considerarse eso, de Berenice Hollis. Nada es sencillo, y la razón por la que soy buen crítico es que he aprendido el oscuro y hondo secreto de la crítica. El pensamiento, el proceso de pensar y el ser pensante son la misma cosa. Y si eso es así, y yo, desde luego, vivo como si lo fuera, el ser que pinta, la pintura y el proceso de pintar también son lo mismo. Nada ni nadie es sencillo jamás, y Gloria se había mostrado impaciente, demasiado impaciente, por que yo volviera a Palm Beach para asistir a la inauguración de su nueva exposición. No era una exposición importante ni original, solo lógica.
Exponía conjuntamente obras naífs de arte haitiano y el trabajo de un joven pintor de Cleveland llamado Herb Westcott, que había pasado un par de meses en Pétionville, Haití, pintando escenas locales. El contraste dejaría en mal lugar a Westcott, porque él era profesional y a su lado los primitivistas, que no eran nada profesionales, parecerían buenos. Gloria vendería las obras de los haitianos con un margen de ganancia del seiscientos por ciento y, aunque casi todos los compradores devolverían sus adquisiciones al cabo de una semana o así (no todo el mundo es capaz de convivir con una pintura haitiana autóctona), seguiría obteniendo beneficios. Además, a aquellos coleccionistas que no soportaran el arte naíf, la técnica de Westcott les parecería tan superior a la de los haitianos, que sin duda vendería en una exposición conjunta unas cuantas pinturas más de las que habría logrado vender en un monográfico sin la ventaja comparativa.
Al pensar en Gloria había logrado no pensar, por poco tiempo, en Berenice Hollis. Había encontrado para el problema de Berenice una solución no del todo excesiva, que a veces confiaba —y otras no— en que funcionara. Ella era una profesora de Inglés (de último curso de secundaria) de un instituto de Duluth, Minnesota, que había cogido un avión para pasar unas semanas de soleada convalecencia en Palm Beach después de que le extirparan un quiste de la base de la columna vertebral. No había sido una cirugía compleja, pero había acumulado días de baja y se los había tomado. Su clara piel sonrosada se había ido tornando azafranada y después de un color arce dorado. La cicatriz del coxis había pasado del rojo vivo al gris, para terminar convirtiéndose en una grisalla levemente fruncida.
Nuestro romance había pasado por tonos y matices similares. Yo la había conocido en la Four Arts Gallery, donde cubría una exposición itinerante de Toulouse-Lautrec, y ella se negaba a volver a Duluth. A mí me parecía estupendo (sinceramente, no habría podido animar a nadie a volver a Duluth), pero había cometido el error de dejarla mudarse a mi casa, imprudencia que en su momento me había parecido una gran idea. Era una pueblerina grande (fornida sería más acertado), de figura madura, ojos azul aciano y una maraña de pelo de color trigo que le caía por la espalda. Salvo por la cicatriz del tamaño de una chincheta que tenía en el coxis y que apenas se apreciaba, su trasero bronceado de agradable perfume era perfecto. Sus ojos azules parecían de terciopelo, gracias a las lentillas. Pero no era de tan buen conformar como yo había pensado al principio, sino simplemente vaga. Mi funcional apartamento ya era condenadamente pequeño para una persona, así que no digamos para dos, y ella era un estorbo constante. Viéndola arreglada para salir o para ir a una fiesta, nadie hubiera creído que fuera tal desastre convivir con Berenice: la ropa tirada por las sillas, las toallas húmedas y los bikinis por el suelo; el baño que apestaba a sales, polvos, perfume y potingues, una mezcla de olores tan penetrante que tenía que taparme la nariz mientras me afeitaba. El estado de la cocina, alargada y estrecha como las de los antiguos vagones de tren, era incluso peor. Jamás lavaba una taza, un plato, una cazuela o una sartén, y una vez la pillé tirando la grasa del beicon por el fregadero.
El desorden podía soportarlo. El principal inconveniente de tener a Berenice en casa a todas horas era que yo tenía que escribir mis críticas en el apartamento.
Me había servido de toda mi capacidad de persuasión para convencer a Tom Russell de que me dejara cubrir la llamada Gold Coast durante la temporada. (En Palm Beach, la «temporada» oficial empieza en Nochevieja con una aburrida cena de gala en el Everglades Club y termina más o menos el 15 de abril.) Cuando Tom accedió por fin, se negó a pagarme dietas. Tuve que sobrevivir en Palm Beach con mi estipendio mensual y pagarme el vuelo con parte de mis escasos ahorros (el resto tuve que invertirlo en un coche de doscientos cincuenta dólares). Subarrendando mi piso de renta controlada en el Village por casi el doble de lo que yo estaba pagando, conseguí salir adelante. A duras penas.
Yo trabajaba el doble y escribía material mucho mejor que en Nueva York para demostrarle a Tom Russell que la Gold Coast era un incipiente centro artístico estadounidense abandonado durante demasiado tiempo por las revistas especializadas. No era el caso, de momento, pero se apreciaban ciertos indicios de progreso. La mayoría de los pintores nativos de Florida aún andaban pintando palmeras y marinas impresionistas, pero un número considerable de reputados artistas de Nueva York y Europa habían descubierto Florida también, y aquellos últimos ya exponían en galerías desde Jupiter Beach hasta Miami. Así que durante la temporada había eventos de sobra para llenar mi columna de «Breves» sobre nuevas exposiciones, y al menos un artista importante exponía el tiempo necesario para que yo lo honrara con uno de mis análisis en profundidad. En Florida se mueve dinero durante la temporada y los artistas exponen en cualquier lugar donde haya movimiento suficiente para que se vendan sus obras.
Con Berenice merodeando por el minúsculo apartamento a todas horas, no podía escribir. Andaba por ahí descalza, discreta y sigilosa como un ratón de sesenta y cinco kilos, hasta que yo protestaba. Entonces se sentaba en silencio, plácidamente, sin leer, sin hacer nada, salvo contemplar amorosa mi espalda mientras yo trabajaba delante de mi Hermes. Me desquiciaba.
—¿En qué piensas, Berenice?
—En nada.
—Eso no es verdad, piensas en mí.
—¡Qué va! Anda, sigue escribiendo, que yo no te molesto.
Pero sí que me molestaba y no me dejaba escribir. Estaba tan callada que no la oía ni respirar, pero me tenía aguzando el oído todo el tiempo para intentar oírla. Me hacía falta cierta preparación mental, pero (como en el fondo soy un poco hijoputa) terminaba pidiéndole, de buenas maneras, que se fuera. Se negaba. Luego se lo pedía de muy malas maneras. Ella no quería discutir conmigo, pero tampoco accedía a marcharse. En esas ocasiones, ni siquiera me respondía. Se me quedaba mirando, muy seria, con sus ojos celestes muy abiertos (y las lentillas deslizándose por ellos), las lágrimas cayéndole a mares, reprimiendo, o esforzándose por reprimir, aquellos sollozos cargados de congoja que me hacían polvo. Me iba del apartamento, para no volver, y regresaba a las pocas horas, me reconciliaba con ella una vez más y pasábamos una hora desatada en el catre.
Y yo no avanzaba con mi trabajo. El trabajo es importante para un hombre. Ni siquiera una Helena de Troya puede competir con una máquina de escribir Hermes como la mía. Por maravillosa que sea, una mujer no es más que una mujer, mientras que dos mil quinientas palabras son un artículo. Desesperado, le lancé a Berenice un ultimátum. Le dije que me iba a Miami y que, cuando volviera, veinticuatro horas después, quería que se hubiera largado de una vez de mi apartamento y de mi vida.
Ahora volvía a casa, setenta y dos horas más tarde, tras haber ampliado el plazo en dos días para mayor seguridad. Suponía que la encontraría allí. Quería encontrarla allí y, paradójicamente, que se hubiera ido para siempre.
Aparqué en la calle, subí la capota del Chevy, un descapotable que tenía siete años, y me dispuse a cruzar el patio embaldosado hasta la escalera de caracol encalada de la entrada. Cuando subía, oí el teléfono de mi apartamento, en la segunda planta. Me detuve y esperé a que sonara tres veces más. Berenice era incapaz de dejar sonar el teléfono cuatro veces sin cogerlo y así supe que se había marchado. Antes de que me diera tiempo a abrir la puerta, se cortó la llamada.
Berenice se había ido y el apartamento estaba limpio. No inmaculado, claro, pero al menos se había molestado en ordenarlo. Había lavado y guardado los platos, y fregado sin mucho entusiasmo el suelo de linóleo.
Apoyado en la máquina de escribir que tenía en la mesita plegable de al lado de la ventana, encontré un sobre cerrado en el que había garabateado JAMES.
Queridísimo James:
Eres un capullo, pero me parece que eso ya lo sabes. Aunque todavía te quiero, te olvidaré. Espero no olvidar nunca las cosas buenas. Vuelvo a Duluth, no vengas a buscarme.
B.
Si no quería que fuera a buscarla, ¿por qué me decía adónde había ido?
En la papelera había tres hojas arrugadas, borradores de aquella nota. Pensé en leerlos, pero cambié de opinión. Prefería quedarme con la versión definitiva. Arrugué la nota y el sobre y los tiré también a la papelera.
Experimenté una honda sensación de pérdida, acompañada de un súbito ataque de rabia. El apartamento aún olía a Berenice y sabía que su mezcla femenina de almizcle, sudor, perfume, polvos fuertes, jabón de lavanda, aliento a beicon, mucosidades, perchas acolchadas, vinagre y todas las demás cosas agradables de ella perdurarían eternamente en el apartamento. Me compadecí de mí mismo y de Berenice, y al mismo tiempo sentí una especie de euforia por haberme librado de ella, aun siendo consciente de que las próximas semanas serían terribles porque la echaría de menos una barbaridad.
Aún tenía tiempo de sobras hasta el evento en la galería de Gloria. Me quité el polo, los mocasines (con los pies) y me senté a la mesita plegable que me hacía de escritorio para repasar mis anotaciones sobre Miami. No había perdido el tiempo en los tres días que había pasado en el condado de Dade.
Me había alojado en casa de Larry Levine, en Coconut Grove. Larry era un litógrafo al que había conocido en Nueva York, y su esposa, Paula, era una excelente cocinera. Lo compensaría con una pequeña mención a sus nuevas litografías de animales en mi columna de «Breves».
Tenía notas de sobra para un artículo de dos mil quinientas palabras sobre la exposición medioambiental titulada «Gótico sureño» a la que había asistido en North Miami, y una pieza sobre las gafas de Harry Truman que sería un buen comienzo para mi columna de contraportada. Larry me había dado la idea.
Un mecánico de South Miami, gran admirador de Truman, había escrito a Lincoln Borglum, que había terminado las esculturas colosales del monte Rushmore a la muerte de su padre, para preguntarle cuándo iba a incluir la cabeza de Harry Truman en el conjunto. Lincoln Borglum, que por lo visto tenía más sentido del humor que su difunto padre, Gutzon, le había contestado, muy ocurrente, que no iba a poder hacerlo porque era demasiado difícil replicar las gafas del presidente. El mecánico, un tipo llamado Jack Wade, se había tomado en serio la respuesta de Borglum y le había hecho las gafas él mismo.
Eran unas lentes inmensas, de más de ocho metros de extremo a extremo, con la montura de acero recubierto de bronce dorado esmaltado. Estaban hechas tomando como modelo las ventanas de un tren eléctrico Twindex, de esas con doble acristalamiento y una cámara de aire entre los dos cristales.
—La cámara de aire impedirá que se empañen en los días fríos —le explicó Wade.
Yo había hecho con la Polaroid tres fotografías en blanco y negro de Wade y las gafas, y una había quedado lo bastante nítida como para ilustrar mi columna. Las lentes eran un extraordinario trabajo de artesanía y yo le había sugerido al señor Wade que se las vendiera a alguna óptica para usarlas con fines publicitarios. La propuesta no le había sentado nada bien.
—¡No, por Dios! —me respondió con rotundidad—. ¡He construido esas gafas para que se las pongan al señor Truman cuando su busto del monte Rushmore esté terminado!
Sonó el teléfono.
—¿Dónde estabas? —me preguntó la voz chillona de Gloria—. Te he estado llamando toda la tarde. Berenice me ha dicho que te habías marchado y que a lo mejor no volvías nunca.
—¿Cuándo has hablado con ella?
—Esta mañana, hacia las diez y media.
La noticia me cayó como una bomba. Si hubiera vuelto a las veinticuatro horas, a las cuarenta y ocho, a las sesenta..., me la habría encontrado allí. Había sido de lo más oportuno, pero seguía notándome aquella punzada.
—He estado en Miami, trabajando. Es Berenice la que se ha ido y no va a volver.
—¿Una pelea de enamorados? Venga, cuéntaselo todo a Gloria.
—No me apetece hablar de eso, Gloria.
Ella se rio.
—¿Vas a venir a la inauguración?
—Te dije que iría. ¿Tan importante es el arte haitiano de segunda para que me hayas estado llamando todo el día?
—Westcott es un buen pintor, James, de verdad. Un dibujante de primera.
—Seguro que sí.
—Suenas raro. ¿Te encuentras bien?
—Perfectamente. Y sí, voy a ir.
—De eso quería hablarte. Joseph Cassidy también vendrá, porque quiere conocerte. Me lo ha dicho. Sabes quién es el señor Cassidy, ¿no?
—¿No lo sabe todo el mundo?
—No, todo el mundo no. ¡No todo el mundo lo necesita! —Se rio—. Pero nos ha invitado, a ti y a mí y a algunos más, a cenar en su casa después de la inauguración. Tiene un ático en el Royal Palm Towers.
—Sé dónde vive. ¿Por qué quiere conocerme?
—No me lo ha dicho. Pero es el mayor coleccionista que ha visitado jamás mi pequeña galería y, si pudiera conseguir su patrocinio, no necesitaría ningún otro...
—Entonces no le vendas nada de ningún nativo, ni ningún Westcott.
—¿Por qué no?
—No le interesa el arte convencional. No intentes venderle nada. Espera a que hable con él y ya te sugeriré yo algo.
—Gracias, James.
—No hay de qué.
—¿Vendrás con Berenice?
—No me apetece hablar de eso, Gloria.
Cuando colgué, la oí reír.