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Pese a lo mucho que detesto la palabra «gorrón», no hay otra que defina mejor aquello en lo que me había convertido durante mi estancia en la Gold Coast. En Palm Beach existen varios niveles sociales durante la temporada que nada tienen que ver con los grupos sociales, fruto incómodo de los grupúsculos de WASP (Blancos AngloSajones Protestantes) y judíos de Miami y Miami Beach. En Lauderdale, como es lógico, la clase adinerada es claramente WASP.

Yo no pertenecía a ninguno de esos grupos, pero los frecuentaba todos como consecuencia de mi profesión. Conocía a gente en exposiciones de arte donde solían servirse copas y, como era joven, soltero y tenía un oficio aceptable, a menudo me invitaban a cenas, cócteles, partidos de polo, paseos en barco, resopones y barbacoas. Esas invitaciones, que conducían a nuevas presentaciones, solían generar otras invitaciones a cenas. Además, a algunos de los artistas de la Gold Coast, como Larry Levine, por ejemplo, los había conocido en Nueva York.

Después de dos meses en Florida, tenía muchos conocidos, o contactos, pero ningún amigo. No devolvía ninguna de las invitaciones a cenar y tenía que evitar los bares, clubes nocturnos y restaurantes en los que pudieran acabar endosándome la cuenta. El hombre que no invita nunca no hace amigos.

Aun con todo, tenía la sensación de que a mis diversos anfitriones y anfitrionas les compensaba mi presencia en sus hogares. Aguantaba con cordialidad a los tostones, era un hombre más en las cenas en las que hacían falta jóvenes solteros heterosexuales y, cuando estaba de buen humor, era capaz de contar anécdotas o sacar adelante conversaciones que estaban en punto muerto.

Tenía dos chaquetas de vestir: una de brocado de seda roja y otra estándar de lino blanco. La blanca tenía una mancha de pintalabios, de cuando Berenice, achispada, me había mordido el hombro al volver de una fiesta. Así que no me quedaba otro remedio que ponerme la roja de brocado.

Mientras recorría a pie las seis manzanas que separaban mi apartamento de la galería de Gloria, especulé sobre la invitación de Joseph Cassidy a cenar. Una invitación de carácter social no habría sido del todo inusual, pero ella me había dicho que quería conocerme, y eso me intrigaba. Cassidy no solo era famoso como coleccionista, también era un célebre abogado criminalista. Precisamente había podido reunir su colección de arte gracias a los enormes ingresos que generaba su ejercicio de la abogacía en Chicago.

Poseía una de las colecciones de arte contemporáneo privadas más exquisitas de Estados Unidos y la conclusión a la que llegué, que me pareció razonable en ese momento, fue que quizá quisiera contratarme para que le hiciera un catálogo. Y aunque el motivo de su interés por verme no fuera ese, estaba decidido a proponérselo (que yo supiera, no se había publicado ningún catálogo de su colección). La tarea resultaría tan rentable para mí como para Cassidy, en más de un sentido. Yo podría ganar un dinero extra, pasar unos meses en Chicago, escribir algunos artículos sobre el arte y los artistas de la zona, y firmar aquel catálogo daría cierto impulso a mi carrera.

Cuanto más pensaba en la idea, más me entusiasmaba, pero al llegar a la galería mi entusiasmo ya se había esfumado después de caer en la cuenta de que no podía lanzarle aquella propuesta. Si me lo proponía él, genial, pero yo no podía pedirle trabajo a un hombre en un evento social sin que mi dignidad se viera comprometida.

¿Y qué más podía ofrecerle a un hombre de la posición de Cassidy? Mi amor propio (por no decir mi machismo[*]), desmesurado y a menudo falso, sin la menor duda, era algo innato, formaba parte de mi herencia de padre puertorriqueño, o eso suponía yo. Pero estaba ahí, en todo caso, y había dejado escapar muchas oportunidades por pensar primero, para mis adentros, qué habría hecho mi padre en circunstancias similares.

Cuando llegué a la galería, ya me había quitado la idea de la cabeza.

Gloria trató de cubrir como pudo su prominente dentadura con sus finos labios y me condujo al bar agarrándome demasiado fuerte del brazo derecho.

—¿Conoces a este hombre, Eddy? —le dijo al barman.

—No —contestó Eddy sacudiendo la cabeza con solemnidad—, pero sé lo que bebe. —Me sirvió sesenta mililitros de Cutty Sark sobre dos cubitos de hielo y me acercó el vaso de papel.

—Gracias, Eddy.

Eddy cubría el turno de día del Hiram’s Hideaway en South Palm Beach, pero era un barman popular y lo contrataban muchos anfitriones para sus fiestas nocturnas durante la temporada. Solía toparme con él una o dos veces a la semana en distintos lugares. Hoy en día, todos necesitamos un extra, creo yo. Un trabajo normal y algo más. Gloria, por ejemplo, no habría podido pagar el elevado alquiler de la galería en temporada si no subarrendara el local algunas tardes para lecturas de poesía y sesiones de terapia grupal. Ella también detestaba aquellos grupos. Esas personas que necesitaban que les leyeran poesía o que se torturaban con la terapia de grupo eran todos unos fumadores empedernidos, según ella, que nunca usaban los ceniceros que les proporcionaba.

Eddy trabajaba en una mesita plegable tapada con una sábana. Había whisky, bourbon, ginebra y vermut para los martinis, y un recipiente de plástico lleno de cubitos de hielo detrás de la mesa. Me aparté para que otros pudieran acercarse y cogí de la mesa del vestíbulo mi catálogo de multicopista. Gloria recibía junto a la puerta a los que iban llegando, los llevaba a la mesa para que firmaran en su libro de invitados y luego al bar improvisado.

Sus inauguraciones no eran nada exclusivas. Además de a sus elegidos de siempre, daba invitaciones a los relaciones públicas de los hoteles de Palm Beach para que las repartieran entre aquellos huéspedes que, a su juicio, tenían madera de hipotéticos compradores. Los incautos sobre los que recaía el «honor» de recibir invitaciones impresas para un evento privado, entusiasmados con la idea de poder codearse con la «genuina» sociedad de Palm Beach en la inauguración de una exposición de arte, de vez en cuando compraban alguna pintura. Y cuando lo hacían, Gloria le enviaba al jefe de relaciones públicas del hotel donde se hospedaban una chaqueta deportiva o unos pantalones Daks. En consecuencia, el público que asistía a los eventos de la galería de Gloria solía ser variopinto. Había incluso un par de adolescentes de la Escuela Preuniversitaria de Palm Beach, bolígrafo en mano, escudriñando nerviosas las obras de los nativos y tomando notas en sus cuadernos Blue Horse.

Por el catálogo, supe que Herbert Westcott tenía veintisiete años, se había graduado en Western Reserve y había estudiado también en la Art Students League de Nueva York. Había expuesto su obra en Cleveland, en la Art Students League y en Toronto, Canadá. Un tal Theodore L. Canavin, de Filadelfia, había coleccionado parte de su obra. Aquella exposición, que reunía su trabajo más reciente realizado en Haití durante los últimos tres meses, era la primera de Westcott en solitario. Levanté la vista del catálogo y vi enseguida al artista. No era alto, uno setenta y tres, estaba bastante bronceado y lucía una barba corta de color castaño claro. Vestía un traje de chaqueta de seis botones color azul pálido, zapatos blancos y camisa rosa claro sin corbata. Andaba escuchando con disimulo lo que decía una pareja de mediana edad sobre la más voluminosa de sus obras, una escena del mercado de Puerto Príncipe que era dos tercios cielo amarillo limón.

Dibujaba bien, como decía Gloria, pero los colores se le habían solapado al dejar que la pintura chorreara para dar a sus composiciones un aire desenfadado. Los churretes, legado desastroso de Jackson Pollock, eran una imprudencia. Tenía talento, no cabía duda, pero el talento es el comienzo de un artista. Sus haitianos y haitianas eran de distintos tonos de color chocolate en vez de negro, algo en lo que yo no habría reparado de no ser por las pinturas haitianas que había en la pared de enfrente, cuyas figuras eran verdaderamente negras.

La docena de pinturas nativas haitianas que Gloria había conseguido reunir eran sorprendentemente buenas. Hasta tenía un Marcel temprano, de 1900, más o menos, tan discretamente distinto de los nativos contemporáneos (con tanto rojo y amarillo intenso) que hipnotizaba. La escena del Marcel era típicamente haitiana: una treintena de personas practicando el vudú, con una cabra aburrida, muy cómica, como centro de atención, pero la pintura estaba hecha en gris, negro y blanco, no con colores primarios. Marcel, recordé entonces, había sido uno de los primeros nativos que había pintado sus lienzos con plumas de pollo porque no podía comprarse pinceles. Su pintura costaba solo mil quinientos dólares y alguien se llevaría una ganga si la adquiría...

—James... —Gloria me agarró del codo—. Quiero presentarte a Herb Westcott. Herb, este es el señor Figueras.

—¿Cómo está? —dije yo—. Gloria, ¿de dónde has sacado el Marcel?

—Luego te lo cuento —me contestó—. Habla con Herb. —Dio media vuelta con su largo y pecoso brazo derecho extendido hacia un anciano tembloroso de mejillas sonrosadas.

Westcott se acarició la barbita.

—Perdone que no lo haya reconocido, señor Figueras. Gloria me había dicho que venía, pero pensaba que llevaba barba...

—Por la foto de mi columna. Tendría que cambiarla, supongo, pero es una buena foto y aún no tengo otra. Llevé barba durante un año más o menos y luego me la afeité. No debería quitarse usted de la suya, señor Westcott... —Bajó la mano enseguida y se movió incómodo—. Hice el cálculo y descubrí que la barba añadiría seis semanas más a mi vida, seis semanas de afeitados que me ahorraría, siete si lo hacía con maquinilla eléctrica. Pero no merecía la pena. Como usted, no conseguía dejar de tocármela y me picaba el cuello todo el tiempo. El secreto, dicen, está en no tocársela nunca. Y si usted ya ha adquirido ese hábito, señor Westcott, su barba está condenada.

—Entiendo —contestó tímidamente—. Gracias por el consejo.

—No se preocupe —añadí—, seguramente está más guapo sin ella.

—Eso es lo que me ha dicho Gloria. Deme esto —dijo cogiéndome el vaso de papel—, le traeré otra bebida. ¿Qué estaba tomando?

—Eddy ya lo sabe.

Me volví para seguir examinando el Marcel. Quería marcharme. La salita de techo alto, que parecía más pequeña según se iba llenando, estaba atestada de seres vociferantes y no me apetecía hablar con Westcott de sus pinturas. Por eso le había comentado lo de la barba. Su obra no era nada original y él lo sabía sin que yo se lo dijera. La exposición entera, incluido el Marcel, no daba más que para una nota breve, me dije mientras doblaba el catálogo y me lo metía en el bolsillo del pantalón, salvo que buscara desesperado más relleno con el que llegar a una columna decente de unas dos mil palabras.

Gloria estaba junto al bar, en compañía de otra decena de invitados sedientos. El pobre Westcott, que estaba pagando las copas, rondaba por la barra improvisada tratando de captar la atención de Eddy. Aproveché la ocasión para huir al vestíbulo y salir a la calle. Por fin estaba en Worth Avenue a última hora de la tarde, camino de casa. Si el señor Cassidy quería conocerme, que le pidiera mi teléfono a Gloria y me llamase para concertar una cita.

En Florida, el atardecer no duraba mucho. Cuando llegué a mi edificio de apartamentos de estucado ocre de antes de la Gran Depresión, una mansión de los años veinte dividida más tarde en pequeñas viviendas, estaba tan desanimado que me dolía la cabeza. Me quité la chaqueta, me senté en un banco de hormigón situado a la sombra de un taray en el patio y me fumé un cigarrillo. La brisa marina era cálida y suave. Unos pájaros trasnochadores gorjeaban furiosos mientras intentaban encontrar cobijo en el árbol ya atestado que se alzaba sobre mi cabeza. La sensación de vacío que me inundaba por dentro me alcanzó los ojos, pero no llegó a desbordar. La anciana señora Weissberg, que vivía en el número 2, avanzaba cojeando por el caminito de baldosas hacia el banco en el que me había sentado. Para no tener que hablar con ella me levanté bruscamente, subí las escaleras y calenté en el horno durante treinta minutos un plato mexicano precocinado, me comí la mitad y me fui a la cama. Me dormí enseguida y no soñé nada.

Una obra maestra

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