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Capítulo 4
Empieza la investigación (1898)

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Marian seguía recordando el pasado. Su llegada a la mansión y cuándo conoció al señorito.

Apostada a los pies de la fría escalera, Marian no podía apartar la mente de lo que había sucedido aquella noche. ¡Lo habían asesinado! De pronto un murmullo de voces, la apartaron un instante de sus pensamientos.

—Marian ha llegado la policía. Dicen que nos van a interrogar a todos. Han ido a hablar con la señora. Está en el salón pequeño, en el grande están preparando el ataúd del señorito para su velatorio —le contaba Grace con tristeza en su rostro —La señora ha preguntado por ti. Deberías ir con ella, seguro que te necesita en estos duros momentos.

—Sí Grace, ya voy. Esta noticia me ha trastornado bastante. ¡Qué pena del señorito! —dijo levantándose desolada y caminando a paso lento y apesadumbrada hacia el salón.

Desde la puerta, Marian pudo observar a la señora afligida en el sillón y dos policías preguntándole y tomando notas. El policía mayor era el qué preguntaba y llevaba la investigación, el policía más joven lo acompañaba. Con sigilo Marian se aproximó a la señora y sin necesidad de cruzar ninguna palabra, ambas se abrazaron y lloraron desconsoladamente durante un rato. La señora la instó a sentarse junto a ella.

—Marian, ellos son los agentes que están investigando el crimen —le informó Margaret, mientras se secaba las lágrimas—. Agentes, ella es Marian, mi ama de llaves y persona de confianza. Lleva con nosotros muchísimos años. Señores, pueden seguir preguntándome.

Marian los miró, eran dos policías con su impoluto uniforme negro de chaqueta estrecha con muchos botones y su sombrero redondo. Imponían respeto, uno era mayor de unos cincuenta años y otro más joven de unos treinta. Los dos se hallaban de pie interrogando a la señora.

—Buenos días Marian. Cuando terminemos de preguntar a la señora, le haremos a usted también unas preguntas. Debemos encajar todas las piezas. Cualquier pista por simple que parezca, nos puede ayudar a encontrar al asesino.

—Señor agente, estoy a su disposición. Pregúnteme lo que necesite —dijo Marian sentándose junto a la señora Margaret y cogiéndole la mano en señal de apoyo.

—Señora Margaret, díganos como era su hermano. Nos han dicho que de joven le gustaba mucho el juego y la vida nocturna. ¿Seguía con esa vida? ¿Podría estar metido en algo ilegal?

—Mi hermano de joven se divertía como cualquier chico de su edad. Tras la guerra, maduró mucho. Siempre ha sido un hombre bueno y responsable. Yo no creo que estuviese metido en nada fuera de la ley.

Margaret recordó de pronto en su mente un episodio, que pasó siendo su hermano muy joven. Tenía que reconocer que había sido mujeriego, además de gustarle el juego. Una noche hace muchos años, llegó a la casona algo bebido. Su hermana lo sorprendió, venía acompañado por una joven de vida alegre que él traía a su alcoba. Margaret despidió a la chica al instante y le regañó bastante a su hermano. Le dijo que jamás faltase el respeto a la familia, ni al techo que lo albergaba.

—Hermana, no seas así. Déjala que pase la noche conmigo. Ya soy un hombre, tengo mis necesidades. Esta casa es también mía —le respondía Jacob enfadado y algo ebrio.

—Jacob, no olvides que Samwel tiene un prestigio que hay que preservar. Con sus responsabilidades y sacrificios. Sus leyes son rigurosas, pero hay que respetarlas. Eso nos los inculcaron nuestros padres y hay que cumplirlas. Puedes tener las mujeres que quieras, pero siempre fuera de estas paredes. La mujer que traigas aquí, deberá ser tu prometida o tu esposa, recuérdalo siempre —le recriminó seriamente su hermana.

Desde entonces, muchas veces salió al pueblo, volvía tarde algo bebido y oliendo a perfume de mujer, pero sin ningún compromiso serio que se supiese. Y no volvió a llevar a ninguna mujer a la mansión. El día que la llevase sería una dama distinguida y respetable con la que se casaría, como le había exigido su hermana. Hacía un par de años que había terminado la guerra. El señorito Jacob se alistó al ejército, volvió siendo sargento de la milicia. Lo habían herido en el frente, no de gravedad, pero si necesitaba cuidados médicos. La metralla le había atravesado la pierna derecha y cojeaba bastante. Tuvo que dejar el ejército para rehabilitarse de sus heridas. Pasaba largos ratos sentado en la biblioteca, con la pierna en alto y se untaba un ungüento para aliviar la inflamación. Ahora apenas salía, ya no se escuchaba nada sobre sus juergas, ni nada de sus conquistas, ni amoríos. Margaret recordó lo que un día le dijo:

—Hola, hermano, ¿cómo estas hoy? —le preguntó cuándo él reposaba en la biblioteca.

—Ya ves hermana, aquí descansando la pierna, para no variar.

—Deberías salir al pueblo un rato. Eres joven y me apena verte aquí tan solitario.

—No me apetece Margaret, el dolor al andar se acrecienta y me acobarda. Yo aquí me entretengo leyendo y escribiendo, no te preocupes lo sobrellevo bien.

—La guerra te ha cambiado mucho hermano. Has madurado bastante, pero aquí encerrado no vas a encontrar una esposa —le bromeaba Margaret y él le sonreía.

Ella lo adoraba, deseaba que él sentase la cabeza con una honorable dama. No era bueno que un hombre estuviese solo. Él era un buen hombre y lo veía ahora tan dolorido y solitario, que se entristecía mucho de él.

Margaret con los ojos entrecerrados suspiró al recordar en su mente el pasado y abriendo los ojos dirigió la vista hacia el policía, que esperaba su respuesta.

—Señor agente, mi hermano siempre ha sido un señor. Digno merecedor de su ilustre apellido —exclamó con fuerza y orgullosa de su hermano.

—Nos han dicho que usted encontró a su hermano con vida. Alguna pista que nos pueda ayudar. ¿Le dijo algo sobre quién le disparó? —le interpeló el agente mayor.

—El me intentaba hablar, pero dado su grave estado no le entendía nada —Margaret rompió a llorar sin consuelo—. Solo escuché que nombraba a gente de aquí. A Marian, a Evelyn, a Betty, a Taylor. Él notaba que se moría y con mucho esfuerzo trataba de contarme cosas. Pero se ahogaba y apenas le salía la voz. Además, se desmayó varias veces causado por el dolor y la hemorragia —Margaret no podía controlar el llanto al recordar ese duro momento—. He pensado mucho sobre lo que decía, pero no saco nada en claro de lo que me contó. Con todo el dolor de mi corazón, no puedo ayudaros en eso.

—Le había comentado si tenía algún enemigo. O, ¿alguien que le hubiese amenazado?

—Que yo sepa no tenía enemigos que lo pudiesen asesinar. Él se dedicaba a prósperos negocios que tenía en la ciudad. ¡Dios mío, esto es increíble! —gritaba sin poderlo creer—. Desde que mi marido murió, él venía aquí algunas temporadas. Revisaba las bodegas, me acompañaba y disfrutaba del relax del campo. Nunca me insinuó que pudiese temer por su vida. —informó Margaret a los policías, mientras Marian le acercó agua para que bebiese y se relajase un poco, estaba ojerosa y apenada—. Es cierto que estaba metido en la política. Era senador como usted sabe, pero él era muy pacífico y no operaba al borde de la ley. Hace poco me contó que no se dejó amedrentar por unos empresarios. Lo querían chantajear con una importante cantidad de dinero. Le pagaban miles de libras según me dijo. A cambio él les daba licencia para trabajar en una línea del ferrocarril, saltándose todos los trámites legales. Jacob no negociaba con la ilegalidad y se negó. Les dejó claro que la empresa debía reunir unos requisitos y si no era así no había trato. Al no salirse con las suyas, estos señores se enfadaron y tras una fuerte bronca, fueron desalojados del edificio.

—¿Sabe quiénes eran esas personas? —insistió el policía mayor ante esa pista.

—No lo sé. Puede preguntarle a su secretaria, en la ciudad. Ella podrá informarle mejor de todo lo que sucedió —se le notaba agotada y decaída.

—¿Sabe si su hermano tenía armas que no estuvieran guardadas bajo llave?

—Mi hermano había participado en varias ocasiones en cacerías aquí en la comarca. Esos rifles y escopetas sí están bajo llave —le contestó mirando al agente, que anotaba todo lo que ella decía—. También tiene en su despacho un arcón donde guarda un par de pistolas pequeñas, que eran de mi marido. Ese arcón no tiene llave.

—¿Podemos comprobar que todo está completo y que no falta ninguna?

—Por supuesto agentes. Le diré a George que os acompañe al despacho.

—Gracias señora. Marian ahora le preguntaremos a usted. ¿Cuántos años hace que conocía al señorito Jacob?

—Hace unos veinticinco años. Al año de llegar yo a trabajar aquí, el señorito volvió herido de la guerra y siempre que iba con los niños a la biblioteca, él estaba allí leyendo y conversaba con nosotros.

—¿Sabe si alguien tenía motivos para matarlo? ¿Vio o escuchó algo raro anoche?

—No sé quién ha podido hacerle eso. Él era una buena persona. Respetaba y se daba a respetar. Era un buen patrón —Marian intentaba controlar sus emociones y no romper a llorar—. Señor esta noche solo he escuchado el ruido de los truenos y los quejidos de mi hija que ha estado de parto toda la noche.

—¿Evelyn ya ha dado a luz? —preguntó Margaret mirándola sorprendida.

—Sí señora. Ha tenido un lindo bebé que se llama Jeremy. Están bien los dos. ¡Qué día más triste ha ido a nacer mi nieto! —dijo Marian sollozando sin poder aguantar las lágrimas.

—¡Cuánto me alegro que estén bien! —Margaret con gesto compungido exclamó—. ¡Cuánto le hubiese gustado a Jacob conocerlo! ¡Pobre hermano mío!

Marian con un nudo en la garganta, sentía como se deslizaban las lágrimas por sus mejillas.

—Marian, ¿sabe o escuchó en alguna ocasión si el señorito se dedicaba a temas ilegales?

—No agente. Nunca escuché nada al respecto —contestó con amargura.

—Señoras vamos a seguir investigando y preguntando al servicio. Mi compañero va a tomarles las huellas dactilares a todos ustedes. Además del personal fijo, ¿había anoche trabajadores eventuales?

—No, ahora en invierno el trabajo escasea y no tenemos trabajadores extras. Cuando empieza la primavera y la recolecta, si contratamos a hombres del pueblo. Ellos van y vienen a diario, no se quedan a dormir. Ahora solo está el personal fijo.

—De acuerdo. Ya le iremos informando de los indicios que encontremos.

—Gracias agentes. Por favor, encuentren al asesino de mi hermano y que pague por ello.

Los agentes salieron de la sala dejando a las dos mujeres solas.

—Marian necesito descansar un rato. Estoy agotada y me cuesta creer que mi hermano ya no esté con vida. No me hago a la idea de esta tragedia. Nos quedan días de mucho dolor —le manifestó la señora, mientras se levantaba del sillón—. Voy a estar en mi alcoba, hasta que preparen a mi hermano. Si hay alguna novedad, avísame.

Cuando la señora se fue, Marian siguió sentada en el sillón. Y pensar que tan solo a unos metros yacía Jacob sin vida. Ahora George y el médico lo estaban amortajando. Ella necesitaba despedirse de él, había sido muy bueno con ella. Se encontraba sin fuerzas. Todo aquello parecía mentira, una pesadilla. Con el corazón palpitante y los ojos inundados en lágrimas seguía sin creer la dura realidad de lo sucedido. Entrecerró los ojos y volvieron a su mente los recuerdos de todos los momentos vividos con el señorito Jacob, años atrás.

Los secretos de la mansión Samwel

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