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Capítulo 1
La tragedia (1898)

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Era noche cerrada cuando un rápido y sesgado rayo iluminó el cielo invernal. Iba acompañado del ruido ensordecedor de un trueno. Si alguien con un fino oído no hubiese prestado atención al trueno, ni a los quejidos y gritos de una mujer dando a luz en ese mismo momento, habría podido escuchar con claridad, las voces de hombres discutiendo y el sonido de un disparo mortal.

Dicho suceso estaba ocurriendo en la mansión Samwel, una de las más prestigiosas de la campiña inglesa. Dentro del condado de Devon, en el corazón de Inglaterra como algunos le llamaban. La comarca estaba llena de lugares históricos, con majestuosos monumentos y extraordinarios jardines de variada vegetación multicolor. Cerca de Tiverton, una ciudad de dicho condado, se encuentra la mansión Samwel.

En la planta baja de la mansión, al fondo de la cocina, había un pasillo por el cual se accedía a los aposentos de la servidumbre femenina. Allí, en una humilde habitación estaba Evelyn, tendida en la cama, gritando cada vez que le venía el dolor de las contracciones del parto. Junto a ella estaba Marian, su madre, que la tranquilizaba cogiéndole con cariño la mano cada vez que su hija se la apretaba por los fuertes dolores. También las acompañaba Betty, la cocinera de la mansión, que iba a asistir a Evelyn. Ella hace algunos años ya había estado presente en un parto y sabía bien cómo debía atenderla en estos momentos. El parto duró toda la noche. Evelyn era primeriza y eso hacía que el proceso fuese más lento.

La pequeña habitación se hallaba iluminada por la tenue luz de un candil colgado junto a la cama y una vela tintineante sobre la mesita. En un rincón de la alcoba había un cubo de latón con leña ardiendo, calentando la pequeña estancia. Betty había traído toallas limpias y una palangana con agua para calentarla sobre la lumbre cuando llegase el momento.

—¡No puedo más, qué dolor! Uff, ya vienen otra vez

¡Aaahhh! —gritaba Evelyn, mientras respiraba con fuerza, sin dejar de moverse.

—Ánimo, hija mía, aguanta ya queda poco. Ya verás, cuando tengas a tu bebé en tus brazos, todo este sufrimiento habrá merecido la pena —la confortaba Marian, subiéndole las enaguas para que no se las manchase.

Marian recordaba en ese momento, cuánto pasó ella en el parto de Evelyn.

Tras largas horas de dolores, mientras iba dilatando muy despacio, casi al amanecer Evelyn dio a luz a un lindo varón, que pesó unos tres kilos y al que llamó Jeremy.

No habían podido avisar al médico. El pueblo más cercano se hallaba lejos y la noche estaba muy fría y lluviosa. Era peligroso cabalgar una noche así, por esos oscuros e inhóspitos caminos. Cuando se presentó el parto ya todos descansaban. Marian solo pudo avisar a Betty, que dormía en la habitación de al lado, para que la ayudase cuando llegase el alumbramiento. Por suerte, todo se había resuelto satisfactoriamente. Una vez que lavaron al bebé lo acostaron junto a su madre, que emocionada lo arropó entre sus brazos.

—Madre, mire que pelo tan negro tiene. ¿A que es guapo su nieto? —dijo Evelyn ensimismada mirando a su pequeño, ya más relajada.

—Sí hija, se parece a ti. Tiene tus mismos ojos y mira que labios, es un bebé precioso —afirmaba Marian emocionada y besando a los dos —. ¿Ves cómo merecía la pena el esfuerzo? Ser madre es lo más bello del mundo, aunque el parto sea muy doloroso. Ahora debes descansar un rato, tienes que estar agotada.

—Sí madre, estoy fatigada y muy dolorida, pero contenta. Mi hijo nació sano y todo ha salido bien. ¡Hola Jeremy, mi niño bello, soy tu mamá! Mira pequeño ella es la abuela Marian y la tía Betty, vas a tener tres mujeres para cuidarte —le contaba Evelyn a su bebé como si él la escuchase—. Parece mentira que una cosita tan pequeñita te haga tan feliz.

—Ya verás cuando vaya creciendo y empiece a hablar y a cogerlo todo, nos va a volver locas a las tres —bromeó Betty también emocionada.

—Tía Betty, quiero darle las gracias por estar siempre a mi lado y ayudarme a tener a mi bebé. Aunque no tenga mi apellido, usted es mi familia. Será la tía abuela de mi Jeremy.

—Es todo un honor, tesoro. Sabes que para mí eres mi sobrina y si a ti te adoro, imagina a este pequeñín. Gracias al cielo que estáis bien los dos. Ahora debemos descansar un rato, que ya mismo amanece y tengo que volver al trabajo. Marian si me necesitas, avísame.

Jeremy nació sano y fuerte como su madre. Marian lloraba enternecida, con su nieto en los brazos. Era tan feliz en esos momentos. No obstante, veía a su hija sola y dolorida y eso le apenaba. El padre de la criatura no estaba a su lado. Ni en el parto, ni en los meses de gestación. Ahora tenía que sacar sola a su hijo adelante, con lo joven que era. Había tenido mala suerte. Pero Evelyn no estaba sola la tenía a ella en cuerpo y alma.

Ya al amanecer, cuando Evelyn y Jeremy dormían rendidos, Marian, más tranquila y entusiasmada tras asearse, se puso el uniforme, se recogió el pelo en un moño, se puso un chal de punto que ella misma había tejido, sobre los hombros y salió para dar la buena nueva a los demás. Al llegar a la escalera central escuchó mucho alboroto. Todo el mundo iba corriendo de un lado para otro. “Ya se han enterado”, pensó, “pero, ¿por quién?”. Solo lo sabía Betty y esta le dijo a Marian que “la alegría de dar la noticia le tocaba a la abuela”. Era imposible que ninguno lo supiese, porque el parto les había pillado en plena noche. No había dado tiempo de avisar a nadie en la casa. Al fijarse con más detenimiento en las caras de las asistentas, las notó tristes y preocupadas, entonces Marian se dio cuenta que algo malo había ocurrido.

—Buenos días, Grace —saludó Marian a la doncella—. ¿Qué ocurre que hay tanto revuelo?

—¡Ay Marian! Algo horrible. Una desgracia muy grande —dijo Grace sollozando.

—¿Le ha pasado algo a la señora? ¡Cuéntame, dime algo! —preguntó nerviosa.

—No, a la señora no. Ha sido al señorito Jacob, que ha muerto esta madrugada.

—¿Cómo que ha muerto? —preguntó casi gritando, sin poder creer lo que escuchaba, mientras se agarraba a Grace—. No puede ser, ¿qué le ha pasado?

—Esta noche lo han asesinado. Se lo ha encontrado George, el jardinero, qué al escuchar un disparo, acudió al cobertizo y lo halló malherido en el suelo.

—¡Ay Dios! No, no. ¿Quién lo ha matado? ¿Por qué? —interrogaba Marian en voz alta y moviéndose como loca con las manos en la cabeza.

—George, el jardinero, halló al señorito moribundo y le mandó avisar a la señora Margaret y también a ti, Marian. Me ha dicho que fue a avisarte, pero no estabas en tu alcoba.

Marian no daba crédito a lo que escuchaba. Nadie en ese terrible momento con los nervios de la tragedia pensó que, al no estar en su habitación podría estar atendiendo a su hija. Claro ellos no sabían nada. El parto se había adelantado unos días antes de la fecha prevista.

La doncella le contó a Marian que la señora Margaret acudió al lado de su hermano, nada más avisarla. Jacob le hablaba con mucha dificultad y con la respiración entrecortada. La señora no entendía lo que su hermano con tanto esfuerzo le contaba. Apenas le salía un ápice de voz, casi como un suspiro. Esos minutos fueron eternos y angustiosos para la señora, viendo desangrarse a su hermano ante sus ojos y no pudiendo hacer nada para salvarlo.

—René, el vinicultor, galopó veloz a avisar al médico del pueblo, pero los caminos estaban intransitables con tanta lluvia y se demoraron bastante —le contaba con tristeza la doncella a Marian—. Cuando este llegó ya estaba agonizando sobre un charco de sangre y murió al instante, sin que pudiera hacerse nada por él. Dice George que le pareció entender que nombraba a varios de nosotros. Y a Alfred lo han herido en la cabeza y no recuerda nada.

—Grace ,¿vieron quién mató al señorito? —preguntó mientras asimilaba los acontecimientos. Su corazón palpitaba con fuerzas y se sentía desfallecer. Ella lo apreciaba bastante, era su amigo.

—Parece ser que habían venido hombres a buscarlo y tras discutir con ellos, le habían disparado. Aunque no se sabe si ha sido uno o varios. Solo fue un disparo, pero muy certero. La bala por desgracia penetró en el pecho reventándole el pulmón y desangrándose en el suelo. Todo esto lo sé, porque George, el jardinero me lo ha contado hace un rato. La señora podrá darte todos los detalles. Han avisado a la policía, debe estar ya de camino.

Pobre Jacob, el proyectil le quitó la vida en solo unos minutos, en su propia casa y cuando todos aparentemente dormían. Que amargos habrían sido sus últimos momentos.

Marian al enterarse de la fatídica noticia, palideció de golpe y tuvo que sentarse en la escalera para no caer. Se quedó helada y un sudor frío recorría todo su cuerpo, estaba temblando. Se sentía desfallecer, las piernas le flaqueaban. Qué injusto era todo, mientras el señorito perdía la vida, bajo el mismo techo esa misma noche nacía otra criatura. No podía creer lo que escuchaba, parecía un mal sueño, una horrible pesadilla. Estuvo paralizada un buen rato. Seguía sin reaccionar sentada en la fría escalera de servicio. Las lágrimas no dejaban de caer por su rostro y su corazón latía con ritmo acelerado. Hacía tanto que lo conocía, había compartido tantos momentos con él y al final no había podido ni despedirse del señorito Jacob. Él no merecía ese fin. Había sido muy bueno con ella. Estaba rota de dolor y desconsolada.

Con lo afable que era el señorito. Era generoso con los empleados, buena persona y buen patrón, ¿quién y por qué lo había asesinado? Se preguntaba una y otra vez Marian en su cabeza.

Además, en que mal día había nacido su nieto Jeremy. Un día de tragedia. Un día de luto en la mansión. Siempre se recordaría en cada cumpleaños la muerte del señorito. “Eso era un mal augurio”, pensó mientras seguía llorando sin consuelo.

Marian era el ama de llaves de la casa desde hacía veinticinco años. La señora Margaret era la dueña de la casona. Tanto ella como sus hijos le tenían mucho aprecio a ella y la adoraban. Marian era seria, entregada y responsable en su trabajo, gracias a eso, se había ganado el cariño y respeto de todos, tanto de los señores como del servicio.

Marian seguía sentada en el frío y duro peldaño de la escalera, asimilando la trágica noticia. Aún no se encontraba con fuerzas para ir a velar a Jacob, ni a hablar con la señora. Necesita relajarse y asimilar la tragedia. Con las manos tapándose la cara, entrecerró los ojos llorosos y su mente voló a cuando ella era una jovencita, cuando tenía quince años y recordó su llegada a la mansión y sus comienzos en ella. ¡Cuántos momentos vividos junto a esta familia!

Los secretos de la mansión Samwel

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