Читать книгу Placeres violentos - Chloe Gong - Страница 8
Tres
ОглавлениеEn el momento en que Juliette entró velozmente en el corredor, acomodándose el último palillo en el cabello, sabía que había llegado demasiado tarde.
En parte era culpa de la criada por no despertarla cuando se suponía que debería haberlo hecho y en parte culpa suya por no levantarse al alba, como había estado intentando hacerlo desde su llegada a Shanghái. Esos fugaces momentos justo cuando el cielo se estaba iluminando, y antes de que el resto de la casa se despertara en medio del estruendo cotidiano, eran los minutos más tranquilos que uno podía encontrar en esta casa. Las mañanas en que comenzaba el día lo suficientemente temprano para atrapar un soplo de aire frío y una bocanada de silencio absoluto en su balcón eran sus favoritas. Podía deambular por la casa sin que nadie la molestara, entrar en la cocina y recibir de los cocineros cualquier cosa que le apeteciera probar, para luego ocupar el asiento que deseara en la mesa vacía. Dependiendo de qué tan rápido masticara, incluso podía pasar un rato en la sala de estar, con las ventanas abiertas de par en par dejando entrar los cánticos de las aves madrugadoras. Por otra parte, los días en que no conseguía salir tan rápido de las cobijas, equivalían a sentarse malhumorada a desayunar con el resto de la familia.
Juliette se detuvo ahora frente a la puerta de la oficina de su padre, maldiciendo en un susurro. Hoy no había sido sólo una cuestión de evitar a sus parientes lejanos. Hubiera querido fisgonear una de aquellas reuniones de Lord Cai.
La puerta se abrió velozmente. Juliette dio un paso atrás, tratando de parecer natural.
Definitivamente demasiado tarde.
—Juliette —Lord Cai la miró con el ceño fruncido—. Es muy temprano. ¿Por qué estás despierta?
Juliette acomodó las manos debajo de la barbilla, la viva imagen de la inocencia.
—Escuché que teníamos un ilustre visitante. Pensé en venir a presentar mis saludos.
El mencionado visitante arqueó una ceja. Era un nacionalista, pero el que fuera realmente ilustre o no, era algo difícil de determinar, así vestido únicamente con un traje occidental sin las condecoraciones que su uniforme militar del Kuomintang exhibiría en el cuello. La Pandilla Escarlata había mantenido una relación de amistad con los nacionalistas —el Kuomintang— desde su fundación como partido político. Últimamente, las relaciones se habían vuelto aún más cercanas con el propósito de combatir el ascenso de sus “aliados” comunistas. Juliette llevaba en casa sólo una semana, y ya había visto a su padre tener al menos cinco reuniones diferentes con los consternados nacionalistas que buscaban el apoyo de los gánsteres. Todas las veces había llegado demasiado tarde para entrar a la reunión sin avergonzarse por su demora, y entonces había debido conformarse con permanecer a la espera tras la puerta para atrapar retazos de la conversación.
Los nacionalistas tenían miedo, eso ya lo sabía. El incipiente Partido Comunista de China animaba a sus miembros a unirse al Kuomintang como una muestra de cooperación con los nacionalistas, pero en lugar de demostrar cooperación, la creciente influencia de los comunistas dentro del Kuomintang estaba comenzando a amenazar el control de los nacionalistas. Tal escándalo se había convertido en la comidilla del país, especialmente en Shanghái, un lugar sin ley y una ciudad que era lugar de nacimiento y muerte de muchos gobiernos.
—Es muy amable de tu parte, Juliette, pero el señor Qiao debe apurarse para acudir a otra reunión.
Lord Cai hizo un gesto a un sirviente para que condujera al nacionalista hasta la puerta. El señor Qiao se retiró el sombrero con un gesto cortés y Juliette sonrió forzadamente, tragándose un suspiro.
—No sería mala idea que me permitieras asistir a una reunión, Bàba —dijo tan pronto como el señor Qiao se perdió de vista—. Se supone que estás enseñándome.
—Puedo enseñarte gradualmente —respondió Lord Cai, sacudiendo la cabeza—. No deberías involucrarte en política todavía. Es un asunto muy aburrido.
Pero era un asunto relevante si la Pandilla Escarlata pasaba tanto tiempo recibiendo las visitas de estas facciones. Especialmente si la noche anterior Lord Cai apenas había parpadeado cuando Juliette le comunicó que el heredero de los Flores Blancas había entrado en su muy céntrico club burlesque, y se había limitado a responderle que ya estaba enterado del asunto y que hablarían de ello por la mañana.
—Vamos a la mesa del desayuno, ¿de acuerdo? —dijo su padre. Colocó la mano en la nuca de Juliette, guiándola por las escaleras como si existiera el riesgo de que ella saliera corriendo—. También podemos hablar de lo sucedido anoche.
—Va a estar delicioso el desayuno —murmuró Juliette. En realidad, la algarabía durante las comidas matutinas le producía dolor de cabeza. Había algo en particular en las mañanas en esta casa que inquietaba a Juliette. Sin importar de qué hablaran sus parientes, sin importar lo mundano que fuera —como sus especulaciones sobre el aumento de los precios del arroz— sus palabras destilaban intrigas y mordacidad implacable. Todo lo que discutían parecía más apropiado para horas tardías de la noche, cuando las criadas se retiraban a sus habitaciones y la oscuridad se extendía por los pisos de madera pulida.
—Juliette, cariño —gritó una tía en el momento en que ella y su padre se acercaban a la mesa—. ¿Dormiste bien?
—Sí, Ā yí —respondió Juliette destempladamente, tomando asiento—. Dormí muy bien.
—¿Te volviste a cortar el cabello? Seguro que sí. No recuerdo que fuera tan corto.
Como si sus parientes no fueran lo suficientemente molestos, había tantos de ellos entrando y saliendo de la casa Cai como para que Juliette se interesara de verdad por alguno de ellos. Rosalind y Kathleen eran sus primas más cercanas y sus únicas amigas, y eso era todo lo que necesitaba. Todos los demás eran simplemente un nombre y un parentesco que tenía que recordar en caso de que necesitara algo de ellos algún día. Esta tía que parloteaba en su oído ahora mismo era demasiado lejana para ser útil en cualquier situación en el futuro, tan lejana que Juliette tuvo que detenerse un segundo para preguntarse por qué estaba presente en la mesa del desayuno.
—Por amor de Dios, dà jiê, deja respirar a la chica.
La cabeza de Juliette se alzó bruscamente, sonriendo ante la voz que había intervenido desde el extremo de la mesa. Pensándolo bien, sólo había una excepción a su apatía: el señor Li, su tío favorito.
Xiè xiè, murmuró.
El señor Li simplemente levantó su taza de té para agradecer, con un brillo en los ojos. Su tía resopló, pero dejó de hablar. Juliette volteó en dirección a su padre.
—Entonces, Bàba, anoche —comenzó—. Si le damos crédito a las habladurías, uno de nuestros hombres se encontró en los puertos con cinco de los Flores Blancas y luego se degolló con sus propias manos. ¿Qué puedes inferir de todo esto?
Lord Cai hizo un ruido premeditado desde la cabecera de la larga mesa rectangular, luego se frotó el puente de la nariz y suspiró profundamente. Juliette se preguntó cuándo habría sido la última vez que su padre había dormido toda la noche sin que lo interrumpieran las preocupaciones y las reuniones. Su agotamiento era invisible para el ojo inexperto, pero ella podía notarlo. Ella siempre lo notaba.
O tal vez simplemente estaba cansado de tener que sentarse a la cabecera de esta mesa y escuchar los chismes de todos a primera hora de la mañana. Antes de que Juliette se marchara de la casa, la mesa del comedor era redonda, como deberían de ser las mesas chinas. Sospechaba que la habían cambiado con el propósito exclusivo de dar gusto a los visitantes occidentales que pasaban por la casa Cai para las reuniones, pero el resultado era caótico: los miembros de la familia no podían hablar con quien prefirieran hacerlo, como podrían haberlo hecho si todos estuvieran sentados en círculo.
—Bàba —insistió Juliette, aunque sabía que él todavía estaba pensando. La cuestión es que su padre era un hombre de pocas palabras y Juliette era una chica que no podía soportar el silencio. Incluso cuando todo estaba agitado a su alrededor, con el personal entrando y saliendo de la cocina, una comida en marcha y la mesa dando lugar a varias conversaciones a volúmenes oscilantes, no podía soportar que su padre dejara su pregunta en el aire, en lugar de responder de inmediato.
El asunto era que, aunque la complaciera ahora, Lord Cai sólo estaba fingiendo estar preocupado por una supuesta locura. Juliette podía darse cuenta: se trataba de un juego de niños que se sumaba a la ya monstruosa lista que requería la atención de su padre. Después de todo, ¿a quién le importarían los rumores de extrañas criaturas que surgían de las aguas de esta ciudad cuando los nacionalistas y los comunistas también se estaban rebelando, las armas preparadas, con ejércitos listos para entrar en acción?
—¿Y eso fue todo lo que Roma Montagov reveló? —Lord Cai preguntó finalmente.
Juliette se estremeció. No pudo evitarlo. Había pasado cuatro años rehuyendo ante el mero pensamiento de Roma y por ello escuchar su nombre en voz alta, nada menos que pronunciado por su propio padre, se sentía como algo inapropiado.
—Sí.
Su padre tamborileó lentamente sobre la mesa con los dedos.
—Sospecho que sabe más —continuó Juliette— pero fue prudente.
Lord Cai volvió a sumirse en el silencio, permitiendo que el ruido a su alrededor se acallara, elevándose primero para descender después. Juliette se preguntó si su mente estaba en otra parte en ese mismo momento. Después de todo, se había mostrado terriblemente indiferente ante la noticia de la presencia del heredero de los Flores Blancas en su territorio. Dada la importancia que tenía para la Pandilla Escarlata la guerra entre clanes, esto únicamente demostraba cuánto más trascendental había pasado a ser la política, si Lord Cai apenas prestaba atención a la infracción de Roma Montagov.
Sin embargo, antes de que su padre tuviera la oportunidad de volver a hablar, las puertas batientes de la cocina se abrieron de golpe y el sonido rebotó con tanta fuerza que la tía sentada junto a Juliette dejó caer su taza de té.
—Si sospechamos que los Flores Blancas tienen más información que nosotros, ¿qué estamos haciendo simplemente hablando del asunto aquí sentados?
Juliette apretó los dientes y se secó las gotas de té que habían salpicado su vestido. Era Tyler Cai quien había entrado, el más irritante entre sus primos hermanos. A pesar de tener la misma edad, era como si él no hubiera crecido en absoluto durante los cuatro años de ausencia de Juliette. Aún seguía haciendo bromas burdas y esperando que otros se arrodillaran ante él. Si él pudiera, exigiría que el globo girara en la dirección contraria simplemente por pensar que ésa sería una forma más eficiente de hacerlo, por poco realista que eso sonara.
—¿Tienes el hábito de escuchar a escondidas tras las puertas en lugar de entrar? —se burló Juliette, pero su comentario mordaz no fue apreciado. Sus parientes se levantaron de un salto al ver a Tyler, y se apresuraron a buscar una silla, a traer más té, a buscar otro plato, probablemente uno grabado en oro y con incrustaciones de cristal. A pesar de la posición que tenía Juliette como heredera de la Pandilla Escarlata, nunca la mimarían de tal manera. Ella era una chica. Desde el punto de vista de sus familiares, sin importar cuán legítima fuera, nunca sería lo suficientemente buena.
—Me parece simple —continuó diciendo Tyler. Se deslizó en un asiento, reclinándose como si estuviera en un trono—. Ya es hora de que mostremos a los Flores Blancas quién realmente tiene el poder en esta ciudad. Exijamos que entreguen la información que con la que cuentan.
—Tenemos mayor cantidad de integrantes, un armamento superior —intervino un oscuro tío, respaldando a Tyler mientras se acariciaba la barba.
—Los políticos se pondrán de nuestro lado —añadió la tía junto a Juliette—. Tienen que hacerlo. No soportan a los Flores Blancas.
—Una batalla territorial no es prudente…
Por fin una voz sensata en esta mesa, pensó Juliette, volteando hacia el mayor de sus primos segundos, quien acababa de hablar.
—… pero con tu experiencia, Tyler, quién sabe cuánto más podríamos hacer avanzar nuestras líneas territoriales.
Juliette apretó los puños. Me apresuré a sacar conclusiones, se dijo, apartando la vista de aquel primo.
—Esto es lo que debemos hacer —comenzó Tyler con entusiasmo. Juliette lanzó una mirada a su padre, pero éste parecía contento con concentrarse en lo que comía. Desde el regreso de Juliette, Tyler había estado buscando todas las oportunidades para eclipsarla, ya fuera en una conversación o mediante comentarios indirectos. Pero en todas las ocasiones Lord Cai había intervenido para silenciarlo, para recordar a estas tías y tíos en la menor cantidad de palabras posible quién era la verdadera heredera, para manifestar que ese favoritismo mostrado hacia Tyler no los llevaría a ninguna parte.
Sólo que esta vez Lord Cai permaneció en silencio. Juliette no sabía si se estaba absteniendo porque consideraba que las tácticas de su sobrino eran ridículas o porque en realidad estaba tomando en serio lo dicho por Tyler. Su estómago se retorció, ardiendo con ácido de sólo pensarlo.
—… y las potencias extranjeras no podrán quejarse —continuó Tyler—. Si estas muertes han sido autoinfligidas, es un asunto que podría afectar a cualquiera. Es un asunto de nuestra gente, que necesita nuestra ayuda para defenderlos. Si no actuamos ahora y recuperamos la ciudad por su bien, entonces ¿qué papel cumplimos? ¿Sufriremos otro siglo de humillaciones?
Los presentes en la mesa manifestaron su aprobación por distintos medios. Gruñidos de alabanza; pulgares arrugados y llenos de cicatrices que se alzaban; palmaditas en el hombro de Tyler. Sólo el señor Li y su padre permanecieron callados, sus rostros se mantuvieron neutrales, pero eso no era suficiente. Juliette arrojó sus palillos, rompiendo las finas varitas de porcelana en cuatro pedazos.
—¿Quieres entregarte tú mismo en el territorio de los Flores Blancas? —dijo ella poniéndose de pie y alisándose el vestido—. Adelante. Haré que una criada desenrede tus tripas cuando las envíen de vuelta en una caja.
Con sus parientes demasiado conmocionados para protestar, Juliette abandonó la cocina. Su corazón latía con virulencia a pesar de su comportamiento tranquilo, temerosa de que tal vez en esta ocasión había ido demasiado lejos. Tan pronto como estuvo en el pasillo, se detuvo y miró por encima del hombro, viendo cómo se cerraban las puertas de la cocina. La madera de esas puertas, importada de alguna nación lejana, estaba tallada con caligrafía tradicional china: poemas que Juliette había memorizado mucho tiempo atrás. Esta casa era un espejo de su ciudad. Era una fusión de Oriente y Occidente, incapaz de abandonar lo antiguo pero desesperada por imitar lo nuevo, y al igual que la ciudad, la arquitectura de esta casa no lograba compaginar los distintos elementos.
Las hermosas, pero mal ajustadas puertas de la cocina se abrieron de nuevo. Juliette apenas se estremeció. Había estado aguardando este momento.
—Juliette. Necesito hablar contigo.
Era Tyler, quien la había seguido, con el ceño fruncido. Tenía la misma barbilla puntiaguda de Juliette, el mismo hoyuelo que aparecía en momentos de desconcierto en la esquina inferior izquierda del labio. El que se parecieran tanto era algo que superaba el entendimiento de ella. En todos los retratos de la familia, a Juliette y Tyler siempre los acomodaban juntos, dispuestos como si fueran gemelos en lugar de primos. Pero ellos nunca se habían llevado bien. Ni siquiera en la cama plegable para los niños, cuando jugaban con pistolas de juguete en lugar de armas reales, y Tyler nunca fallaba uno solo de los perdigones de madera que apuntaba a la cabeza de Juliette.
—¿Qué pasa?
Tyler se detuvo. Se cruzó de brazos:
—¿Cuál es tu problema?
Juliette puso los ojos en blanco.
—¿Mi problema?
—Sí, tu problema. No es divertido cuando te niegas a escuchar mis ideas…
—No eres estúpido, Tyler, así que deja de actuar como tal —lo interrumpió Juliette—. Odio a los Montagov tanto como tú. Todos los odiamos, tanto que lo llevamos grabado en la piel. Pero ahora no es el momento de librar una guerra territorial. No con nuestra ciudad desmembrada por los extranjeros.
Transcurrió un instante.
—¿Estúpido?
Tyler no había entendido en absoluto lo que Juliette había tratado de implicar y ahora se sentía ofendido. Aquel primo era como un chico con piel de acero y corazón de cristal. Desde que perdió a sus dos padres siendo demasiado joven, se había convertido en un falso anarquista Escarlata, pretencioso por el simple hecho de serlo, de comportamiento salvaje al interior de la pandilla, y dado que los similares se atraen, sus únicos amigos eran aquellos que trataban de establecer una conexión con los Cai saltando escalones y de la manera más expedita posible. Todos parecían andar en puntitas a su alrededor, satisfechos con lanzarle golpes coreografiados y permitir que se sintiera poderoso cuando rechazaba cada uno de esos fingidos puñetazos, pero si alguien le conectara una patada repentina, de inmediato se derrumbaría.
—No creo que defender nuestro modus vivendi sea estúpido —prosiguió diciendo Tyler—. No creo que reclamar nuestro país a esos rusos…
El problema era que Tyler pensaba que su manera de ver las cosas era la única correcta. Juliette desearía de todo corazón no encontrarlo culpable siempre. Después de todo, Tyler era como ella; quería lo mejor para la Pandilla Escarlata. Sólo que en su mente, él era lo mejor para el futuro de la Pandilla Escarlata.
Juliette no quería seguir escuchando. Giró sobre sus talones y comenzó a alejarse.
Hasta que su primo la sujetó de una muñeca.
—¿Qué clase de heredera eres?
Más veloz que un rayo, Tyler la estrelló contra la pared. Mantuvo una mano apretada contra la muñeca izquierda de ella y el resto de su brazo extendido contra la clavícula, empujando con la suficiente fuerza para que se interpretara como una amenaza.
—Déjame ir —bufó Juliette, sacudiéndose de su agarre— ahora mismo.
Tyler no cejó.
—Se supone que la Pandilla Escarlata es tu prioridad. Nuestra gente debe ser tu prioridad.
—Mira quién lo dice.
—¿Sabes lo que creo? —Tyler respiró hondo, sus fosas nasales se dilataron, las profundas arrugas salpicaron su rostro con absoluto disgusto—. He escuchado los rumores. No creo que odies a los Montagov en absoluto. Creo que estás intentando proteger a Roma Montagov.
Juliette se quedó completamente estática. No fue el miedo lo que se apoderó de ella, ni ningún tipo de intimidación que Tyler hubiera intentado provocar en ella. Era indignación, y en segundo lugar una ira ardiente, muy ardiente. Ella haría pedazos a Roma Montagov antes de volver a protegerlo.
La mano derecha de la joven se alzó bruscamente —puño cerrado, muñeca firme, nudillos apretados— e hizo un contacto perfecto y centrado con la mejilla de su primo. En el primer instante él no pudo reaccionar. Un instante en el que Tyler simplemente se quedó parpadeando, con los rasgos de su pálido rostro temblando por la conmoción. Luego tropezó, soltó a Juliette y giró la cabeza para mirarla, con el odio fijo en las órbitas de sus ojos. Una línea roja apareció en la superficie de su pómulo, resultado del reluciente anillo de Juliette que había rasgado su piel.
Pero eso no era todo.
—¿Qué yo estoy protegiendo a Roma Montagov? —repitió ella.
Tyler se quedó helado. No había tenido la posibilidad de moverse, apenas si había logrado dar un mínimo paso atrás, antes de que Juliette sacara de su bolsillo un cuchillo. Lo presionó justo sobre el corte en el pómulo de su primo y susurró:
—Ya no somos niños, Tyler. Y si vas a amenazarme con acusaciones escandalosas, tendrás que responder por ellas.
Una risa suave.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —preguntó Tyler con voz ronca—. ¿Vas a apuñalarme en pleno pasillo? ¿A diez pasos de la mesa donde todos desayunan?
Juliette presionó el cuchillo más profundamente. Un chorro de sangre empezó a manar por la mejilla de su primo, escurrió hasta las líneas de su propia palma, goteando en seguida a lo largo de su brazo.
Tyler había dejado de reír.
—Soy la heredera de la Pandilla Escarlata —dijo Juliette. Su voz era ya tan afilada como su arma—. Y créeme, tángdì, te mataré antes de permitir que me arrebates mi lugar.
En ese momento empujó a Tyler fuera del alcance de la hoja del cuchillo, que ahora brillaba con destellos escarlatas. No dijo más, no ofreció más respuesta que una mirada difusa.
Juliette dio media vuelta, y al hacerlo sus zapatos de tacón produjeron surcos en la alfombra. En seguida se alejó de allí.