Читать книгу Pirómano - Chloe Hooper - Страница 8
ОглавлениеImaginémonos el grabado de un cuento de hadas. Árboles negros y rectos que se elevan en perfecta simetría con su punto de fuga, el suelo cubierto de un espeso manto de nieve blanca. En esos cuentos los bosques son lugares peligrosos, las cosas no son lo que parecen. Aquí, en esta plantación maderera, también hay una amenaza en el ambiente. Los árboles, tiznados, arden. El humo se eleva por los troncos carbonizados y las hojas chamuscadas. La nieve, manchada de un gris pálido, es ceniza. Si apoyas mal el pie puedes hundirte en ella y quemarte. Estos bosques están señalizados con una cinta policial como escenario de un delito y vigilados por dos agentes uniformados.
En el cruce de dos carreteras cualesquiera, el agente Adam Henry está sentado en su coche, intentando comprender el misterio. A un lado de Glendonald Road, la plantación maderera está intacta: espléndidos pinos de California, todos sembrados al mismo tiempo, creciendo en impecables líneas verdes. En el otro lado, cerca de donde la carretera forma una T con una pista llamada Jellef ’s Outlet, se alzan filas de Eucalyptus globulus, el clásico eucalipto azul cultivado en todo el mundo para hacer papel de impresora. Hasta donde alcanza la vista, todos negros. En algún lugar cerca de allí, el sábado 7 de febrero de 2009, hacia las 13.30, se inició un incendio, y a media tarde del domingo sigue activo a varios kilómetros de distancia.
El agente Henry acababa de tener una niña. La primera, y había salido del hospital hacía apenas una semana. La noche antes había tenido que abandonar su baja por paternidad para acudir a una reunión a las seis de la mañana. Había llamado a todo el mundo de la Patrulla de Incendios y Explosivos de la Policía de Victoria. Los últimos días había hecho un calor increíble, y el sábado había sido el peor día, con temperaturas de unos 45 ºC y un viento asesino del norte de cien kilómetros por hora. Esa tarde, y toda la noche, el fuego había asolado grandes extensiones del norte, el noroeste, el noreste, el sureste y el suroeste del estado. A Henry lo habían enviado al este, a dos horas de Melbourne, para supervisar la investigación de un fuego iniciado a cuatro kilómetros del pueblo de Churchill, de cuatro mil habitantes. Como no podía ser de otro modo, la investigación se llamó Operación Winston.
Con un compañero, recorrieron la M1 hasta el valle de Latrobe. A las dificultades de conducir por entre el humo se le añadía el sopor por el madrugón. Por la radio iban actualizando la cifra de muertos: primero cincuenta, luego cien. Hablaban de pueblos enteros arrasados. Cuando llevaban una hora de camino, los policías se encontraron con el primer control de carretera. El denso bosque del Parque Estatal Bunyip estaba en llamas, pero la policía de tráfico los dejó pasar a una carretera desierta. La siguiente hora viajaron solos por una vía que solía estar llena de tráfico.
En el exterior vieron una serie de pueblos entre los vastos campos de cultivo de Gippsland; luego llegaron a una región de extracción de carbón. Al acercarse a la fuente de energía, las torres de alta tensión eran cada vez más frecuentes, y sus cables formaban olas sobre las montañas. Al trazar una curva más allá de Moe, Henry vio las torres de refrigeración y las nubes de vapor de la primera central eléctrica y luego, pasada otra curva, un valle dominado por las ocho enormes chimeneas de otra central, la de Hazelwood. La carretera lindaba con una gran mina de carbón abierta. Una serie de caminos descendían hasta las profundidades de su negro núcleo —los restos carbonizados de un pantano de treinta millones de años— donde las excavadoras, que en comparación con la veta parecían de juguete, escarbaban sin descanso la tierra.
Unos kilómetros al sur de la autopista, tomaron la salida a Churchill. El pueblo había sido construido a finales de los años sesenta como barrio dormitorio para los trabajadores de la compañía eléctrica. Trazaron anchas calles en los prados azotados por el viento, y erigieron una esbelta estatua anodizada que seguía siendo el único monumento público. Era como un estilizado puro dorado, de treinta metros de altura, un homenaje al gran hombre de Estado que había dado nombre a la población.
Los agentes no se detuvieron. Sobre las negras colinas se veía el humo que amenazaba al pueblo, y antes de que el peligro aumentara, querían llegar al lugar donde suponían que se localizaría el origen del incendio. Si este había sido provocado, la policía necesitaba demostrar la conexión entre el punto de ignición y las víctimas, algunas de las cuales tal vez estarían a kilómetros de distancia, en lugares a los que aún resultaría peligroso acceder.
Una vez superado el último control de carretera, Henry aparcó y se quedó observando: a un lado de la carretera, una especie de paisaje nórdico idílico; al otro, una extensión negra. Estaban en el eje que separaba ambos mundos.
Salieron del coche y se encontraron con un silencio inquietante. No se oía el canto de los pájaros, ni el zumbido uniforme de los insectos. El aire era fresco, cargado de un penetrante humo de eucalipto. No era un olor desagradable. Al otro lado de la cinta policial, Henry vio al químico de la policía especialista en incendios.
Quizá por efecto de los muchos años pasados buscando pistas entre la ceniza y los escombros, George Xydias tenía los hombros caídos y el cuello algo curvado. Había investigado fuegos accidentales y fuegos provocados; explosiones en coches, barcos, camiones, aviones; y, tras los atentados de 2002, en clubes nocturnos de Bali. Había estado en tantos escenarios calcinados que por el olor podía distinguir el tipo de vegetación o de material de construcción que se había quemado, y —para exasperación de los miembros de su laboratorio, a los que ponía en evidencia con su meticulosidad— a veces incluso el porcentaje de combustible que había quedado sin quemar.
Ataviados con uniformes blancos de un solo uso, Xydias y su ayudante hablaban con Ross Pridgeon, un hombre tímido y sarcástico con gafas y una desgreñada melena de cabello castaño. Aquella mañana, Pridgeon, investigador local de incendios forestales del Departamento de Sostenibilidad y Medio Ambiente, había sido el primero en examinar el escenario. A ambos lados de la pista Jellef ’s Outlet, entre las rectas hileras de llameantes eucaliptos azules, había encontrado dos fuegos provocados separados entre sí cien metros.
Pridgeon le mostró al equipo policial congregado cómo había llegado hasta el lugar donde se unían ambos incendios. Siguiendo la Jellef ’s Outlet trescientos metros más allá, las llamas habían pasado del lado este al oeste, elevándose por las copas de los árboles. Ahí era donde había aparecido la cabeza del fuego, que además tenía dos frentes en expansión. Las copas de los eucaliptos habían quedado arrasadas, y las hojas negras restantes estaban secas, tiesas en dirección al viento del sábado. Flexibles hasta cierta temperatura, las hojas de eucalipto eran como miles de dedos inmóviles que señalaban la dirección que había seguido el fuego, lo cual dejaba claro que si los agentes entraban en la zona quemada y retrocedían en dirección opuesta, podrían llegar al lugar de origen. El suelo calcinado crujía bajo los pies. Henry pisó con cuidado para evitar alterar las pruebas. Era un hombre atractivo, de treinta y seis años, complexión atlética y paso decidido. Había sido seleccionado para jugar en la liga profesional de fútbol australiano pero una lesión le había hecho cambiar de planes. Un día, cuando trabajaba en la división de transporte urbano, investigando casos de violaciones y agresiones en el transporte público, tuvo que acudir a una estación de tren a la que habían prendido fuego. Mientras contemplaba la escena, aún con rescoldos, Henry se quedó impresionado al ver el método racional que aplicaba la Unidad Antiincendios para analizar las cenizas. Pidió el traslado y pasó los años siguientes aprendiendo lo que podía llegar a hacer el fuego, y las respuestas que se podían encontrar entre sus restos.
Este fuego había sido tan intenso que era como introducirse en un libro de texto sobre investigación de incendios forestales. Los árboles quemados desprendían calor, y en torno a las ramas el humo flotaba bajo. Siguiendo las pistas más sutiles, Henry y sus compañeros se abrieron paso por entre el humo.
El fuego es un extraño artesano. Puede biselar ramas, limando la madera por el lado del origen y afilando la parte de atrás a medida que avanza; puede dejar las ramas de un árbol como la piel de un cocodrilo, cubriéndolas de escamas negras en el punto del impacto. La ceniza blanca es señal de una combustión completa, y los objetos afectados directamente pueden parecer más claros; los hombres dieron con una valla que tenía una mayor cantidad de ese hollín pálido en un lado, y siguieron por allí. Las rocas y las ramas más grandes suelen proteger material combustible más fino, como las pajitas: sabían que en los lugares donde estas últimas no estaban quemadas, debían moverse en dirección opuesta. Los investigadores analizaron la profundidad de la capa quemada de la madera, y también el ángulo de llama, otro indicador de la dirección del fuego: el patrón de calcinamiento de la parte de un tronco orientada hacia el origen del fuego era bajo, mientras que en los lados y la parte trasera del tronco la marca de quemadura de las llamas presentaba un ángulo marcado.
Echaron a caminar en perpendicular al avance de la cabeza del fuego hasta que encontraron rastros del flanco del incendio. Aquí, en la periferia del fuego, los árboles no estaban tan quemados: en algunos puntos, el material combustible, que en el centro del incendio habría quedado destruido, aparecía intacto. Los hombres cruzaron al otro lado y encontraron el otro flanco del incendio. Avanzando en zigzag, adelante y atrás, acercándose con lentitud, resiguieron una forma en V hasta la punta y llegaron hasta lo que se conoce como área de confianza. Paradójicamente, aquí las señales eran más desconcertantes. Las hojas no apuntaban todas en la misma dirección: en su fase incipiente, el fuego aún no había establecido su trayectoria. Los daños estaban más cerca del suelo. Los objetos habían ardido de forma desordenada. El fuego había nacido muy cerca de allí.
Más allá había indicios claros de un frente de retroceso, en el que las primeras llamas habían retrocedido, intentando extenderse hasta quedar acorraladas por el viento. Las señales de combustión eran menores: todavía quedaba material de combustión fino, y el ángulo quemado era regular y horizontal. Los investigadores empezaron a poner banderas para marcar el perfil del lugar donde se había encendido el fuego.
Ya habían ardido 26.000 hectáreas; sin embargo, tras una hora estudiando y fotografiando los indicios, podían limitar con sus banderas una zona de ocho metros cuadrados, a cuatro metros del camino de la plantación. No había restos de ningún mecanismo incendiario —a veces los investigadores encuentran restos de artilugios hechos con cerillas o bengalas de fiesta atadas a un lastre—, pero con las explosivas condiciones del día anterior, es probable que al pirómano le haya bastado un encendedor. Un pequeño movimiento con un dedo y habría saltado la chispa que desencadenaría todo aquel terror.
Y como en tantos otros casos, el segundo incendio se había iniciado a un paseo del primero.
Unas horas antes, un agente de policía local se había encontrado con Ross Pridgeon y le dijo que el equipo que había acudido en un primer momento a luchar contra las llamas había visto dos incendios ardiendo en paralelo. Pridgeon condujo a Henry y a los otros investigadores a una zona a unos metros de Glendonald Road, en el lado este de la Jellef ’s Outlet. Allí también identificaron la cabeza del fuego y luego siguieron los flancos, marcando la periferia y retrocediendo hasta el lugar de origen. Resultó que el segundo incendio había nacido justo detrás de un cartel que prohíbe arrojar basuras, considerado en la zona como una invitación para descargar la basura allí mismo. Había tres bicicletas, o los restos retorcidos de sus cuadros, junto a los restos quemados de un montón de neumáticos viejos y otras piezas de coches, televisores, colchones, sofás, un cochecito de bebé, juguetes..., los excedentes domésticos de la gente que no puede o no quiere pagar por dejar su basura en los depósitos de chatarra. Nada de aquello podía encenderse de forma espontánea. Los investigadores buscaron restos de botellas de cristal, que, actuando como una lupa, podrían haber encendido la hierba seca: no había ni rastro. No había recipientes de comida basura, ni porno, ni latas de pintura de las que usan los chavales para esnifar —a veces después de colocarse van haciendo el payaso con cerillas por el bosque—. No habían caído rayos, en las inmediaciones no había maquinaria pesada; no habían caído líneas eléctricas, y nadie habría acampado en aquel lugar.
¿Podía ser que una brasa del primer incendio hubiera creado el segundo? Xydias creía que en los primeros quince o veinte minutos de ignición esa «salpicadura» era casi imposible. Para ello, una brasa habría tenido que viajar hacia atrás, contra un viento abrasador, y luego de lado hasta llegar al lugar del segundo incendio. Las pruebas hacían pensar que impulsados por el intenso viento caliente de noroeste dos frentes de alta intensidad habían avanzado con rapidez hacia el sureste. Se habían encendido por separado, en unas condiciones ideales para crear un incendio monstruoso.
Doce años de sequía habían convertido en combustible los troncos del sotobosque de la plantación, las hojas caídas e incluso la materia orgánica del suelo. El pirómano no tuvo necesidad de echar ningún combustible entre los eucaliptos. Cada árbol había creado su propia pira. Cada verano sueltan corteza, ramas y hojas, y cada año que no hay incendios, los montones van aumentando de tamaño, liberando toxinas que impiden el crecimiento de nuevas plantas que pongan en peligro sus reservas de combustible. No hay ninguna otra planta en el planeta a la que le guste el fuego como al eucalipto: para vivir necesita arder. En Estados Unidos llaman «árboles de gasolina» a los Globulus. Las llamas liberan gases que actúan como propulsor, haciendo que estas se extiendan por las copas. Y la corteza, que se desprende como una cinta, crea ríos de fuego que viajan kilómetros y kilómetros arrastrados por el viento.
Los indígenas australianos gestionaban en su favor esta tendencia pirófila del árbol. Entre los ganaderos europeos apareció una subcomunidad de incendiarios destructores. Durante generaciones, eso ha sido un secreto a voces. En muchas poblaciones rurales, cada verano, justo cuando llegan los vientos del norte procedentes del desierto, había alguien que parecía lanzarse a una campaña desenfrenada. No fue hasta hace relativamente poco que declararon el valle de Latrobe «zona caliente» debido al alto índice de incendios provocados. Era como si en este lugar el gusto por las llamas estuviera tanto en el ADN de determinados lugareños como en las plantas.
Ross Pridgeon también había pasado gran parte del fin de semana anterior persiguiendo a un pirómano. Durante aquellos dos días, cada vez que la policía y los expertos en incendios llegaban a un foco, lo hacían media hora después de que lo hiciera el pirómano. Y nada más llegar, Pridgeon recibía un mensaje sobre el siguiente. La temperatura había alcanzado los 45 ºC. Muy pronto tuvieron ocho incendios ardiendo en torno a los matojos de la zona de Delburn, veinte kilómetros al oeste de Churchill. Tres de los focos se habían unido creando un gran incendio, que había destruido cuarenta y cuatro casas y quemado 6.500 hectáreas de bosque, sobre todo público.
En vista de la terrible previsión meteorológica para el 7 de febrero, la HVP —la empresa maderera propietaria de aquella franja de bosque— ya tenía a sus agentes patrullando por la zona, y la policía había estado vigilando los movimientos de los pirómanos más conocidos de la región. A pesar de ello, una vez más, Pridgeon y Xydias se encontraban tomando fotografías del escenario, de la orientación de las hojas y los patrones de carbonización. Escrutaron el suelo buscando, por ejemplo, la cabeza quemada de una cerilla asomando por entre la ceniza. Los expertos en incendios no iban a especular sobre quién había provocado aquel incendio. Cuando se les presentaba un trabajo, no querían saber los rumores del lugar sobre el incendiario X o Y. Solo les interesaban las pruebas, implacables y reveladoras.
Henry, por su parte, no había hecho más que empezar. Se calcula que solo se atrapa al 1 % de los pirómanos. A medida que iba acercándose al lugar de origen de la primera llama, sentía como si se alejara cada vez más. El caos repentino que muestran los indicadores es lo que hace que el área de confianza también sea denominada área de confusión. En ese punto, donde tienen lugar los primeros momentos de ignición, las pruebas revelan el poder transformador de lo que está a punto de suceder.
La media hora siguiente, Henry iba a recorrer un kilómetro en coche con Xydias por Glendonald Road, y en los escombros de lo que había sido una casa encontraría los restos calcinados de dos hermanos. «Porque cenizas he comido por pan, y con lágrimas he mezclado mi bebida». El salmo 102 era una de esas cosas que los maristas no habían conseguido enseñarle. Pondría vigilancia policial hasta que llegara el resto del equipo forense el lunes por la mañana. Aunque aún faltaban un par de horas para anochecer, ahora mismo era muy peligroso adentrarse demasiado en aquel caos. A los lados de la carretera aún había árboles en llamas, con las ramas a punto de caer.
En lugar de eso, Henry decidió ir a informar a la comisaría central de la región, en Morwell, y después se iría a dormir al motel del pueblo, situado en una casa de ladrillo marrón, donde viviría los meses siguientes. Pequeñas pastillas de jabón envueltas en plástico, leche en tetrabrik en el minibar, una fotografía de su recién nacida guardada en el teléfono... Su mundo en miniatura, ordenado y predecible.
Cien años antes, Henry Lawson había escrito que un incendio provocado es la expresión de una maldad «aterradora para todos los que han visto de qué es capaz. Nunca sabes cuándo estás a salvo».1
Mientras los científicos inspeccionaban el terreno en busca de rastros de lo que hubiera podido usar el pirómano para iniciar el fuego, Henry se quedó en el área de confusión y se preguntó por qué. Le habían enseñado a buscar en primer lugar el motivo. Luego al responsable. ¿De qué se trataba? ¿Era un acto de venganza? ¿Algo hecho al azar? ¿El incendiario viviría cerca? ¿O alguien contra quien iba lanzado el ataque? Muchos defensores del medio ambiente habían protestado por la muerte lenta del bosque; con la privatización de los montes Strzelecki, gran parte de los eucaliptos de montaña y las acacias negras restantes habían sido eliminados para plantar en su lugar monocultivos de pinos y eucaliptos azules.2 ¿Sería por la emoción, por una sensación de poder? ¿Sería una psicosis?
Quien hubiera hecho aquello, ¿era consciente de que en un día así el incendio lo arrasaría todo hasta donde alcanza la vista? ¿O lo había hecho precisamente por ese motivo?
Los científicos no son dados a antropomorfizar. Sin embargo lo hicieron, sin proponérselo estaban describiendo a una bestia: «costado», «cabeza», «espalda» o «trasero», «brazos de fuego», «lengua», «cola». El humo bajo aún flotaba en torno a los árboles quemados. Era como si un duende hubiera visitado el bosque y hubiera dejado una chispa minúscula, una llamita que había engendrado ese monstruo, que había desarrollado una lengua, una cabeza, unos costados y unos brazos de fuego, extendiéndose kilómetros y kilómetros, haciéndose con todo lo que se le antojaba.
¿Quién, y por qué?