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Madre sin nombre

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En las historias bíblicas pocas veces se nombraba a las madres. No sabemos cómo se llamó la madre del Rey David, pero es él mismo quien le rinde tributo: “Hijo de tu sierva”. Los siervos no exigen nada para sí, no reclaman lugares ni honores.

Mi madre, también llamada Anna -aunque todos le decían Tania- era sierva de Dios, ella lo sabía, por eso nos sirvió a todos sin esperar nada. Tenía una historia casi paralela a mi suegra. Infancia dura, su familia había llegado de Ucrania (con pasaporte polaco) destinados con falsas promesas al sur de Mendoza, un desierto que los inmigrantes transformaron en un vergel.

Pero los comienzos fueron casi de terror. Las promesas del gobierno se evaporaron y vivieron en trincheras de tierra, por varios años. Sí, se cavaron pozos tapados con cañas y pichanas (yuyos) helándose en invierno, ardiendo de calor en verano. Allí cocinaban, nacían niños, buscaban lejos el agua. Sobrevivieron milagrosamente sanos por la fe inquebrantable de mis abuelos Felipe y Natalia Skorojod. Luego tuvieron su parcela de tierra en la Colonia Media Luna, donde muchos eslavos se instalaron y lo primero que edificaron fue un sencillo templo.

Tengo los recuerdos más hermosos de mi niñez cuando los domingos íbamos caminando “al culto” acicaladas por mis tías, por esa sombra a rayas de los álamos perfumados, saludando a los hermanos que se nos adelantaban en “sulkys”. Vienen a mi memoria las melodías de los himnos que se oían a la distancia, ¡a capella! Teníamos un alto sentido de lo sagrado del momento, yo sabía que Dios estaba allí.

Mi madre apenas sabía leer, por su sufrida niñez, sin juegos y sobrecargada de responsabilidades, trabajando duro en la finca, cuidando a sus hermanitos. Pero nos incentivó mucho al estudio, negándose muchas cosas para que no nos faltara nada para nuestra educación.

Antología 6: Camino al Cielo

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