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“¡Cáncer, hasta aquí llegaste. Ahora, retrocede!”

Esta es la síntesis de las 126 páginas de un libro poderoso que acaba de publicarse y que, sin duda alguna, llenará de fe a mucha gente afectada por este mal.

Por la pastora Silvina Fernández Bonifetto

El Espíritu de Dios me habló elocuentemente en varias oportunidades diciendo: “Ya te sané”, “Pelearé por ti”, “Te daré la fuerza de un búfalo”, “Vendrán personas necesitadas a ti, solo dales amor”, “Abre tu boca, yo la llenaré”. Y cierta vez, señalando con su mano mi estómago, un profeta me dijo: “De ahí ya te sané.”

Yo tomaba cada palabra, la guardaba en mi corazón, pero en esos momentos no tenía ningún síntoma, no me dolía absolutamente nada, disfrutaba de un cuerpo totalmente sano. De manera que continuaba con mi rutina diaria cargada de actividades y olvidé temporalmente lo que el Espíritu Santo me había revelado.

Un año después comenzaron los síntomas: sangrado menstrual intenso, períodos menstruales que duraban más de una semana, presión baja, dolor pélvico. Me diagnosticaron un fibroma en el útero, no canceroso, con masa voluminosa que requería una cirugía. Inicié varios estudios médicos y entre ellos una prueba de Papanicolaou para detectar el tipo de VPH que puede causar cáncer de cuello uterino.

Obviamente en su momento yo no había entendido la profundidad divina de cada palabra profética pronunciada para mí hasta el día en que recibí la dura y cruel noticia. Aquella mañana nos presentamos mi esposo y yo en la clínica donde me realizarían la cirugía. La secretaria nos dijo que el médico nos esperaba en su oficina porque tenía algo que decirnos. Entramos al consultorio poniendo toda nuestra confianza en Dios. Mientras el profesional buscaba las palabras para darnos la inesperada noticia, el Espíritu Santo se adelantó, y resonaron en mi corazón las palabras que Él había hablado tiempo atrás.

El médico, tratando de suavizar la noticia, dijo: - Lo bueno es que llegaron los estudios del Papanicolaou antes de la operación.

Le pregunté: - ¿Tengo cáncer?

– Sí -respondió- en el útero, bastante avanzado.

Respondí: - Correcto. ¿Qué tengo que hacer? ¿Cuál es el paso para seguir?

- Una biopsia.

-Ok.

A partir de entonces todo cambió

Mi madre, una guerrera de Dios, nos esperaba en el auto. No pude evitar frente ella la expresión de mis ojos a punto de soltar un río de lágrimas, y le dije: “Por el momento no hay operación. Tengo cáncer, mamá”. Sin lugar a duda la noticia era fuerte, pero mi madre recordó lo que había pasado anteriormente en una situación similar con mi hermana Lorena, que había recibido una sanidad que vino de Dios. Y dijo: “No acepto el cáncer en mi hija”. Quedamos en silencio. En ese momento nadie lloró, ni hizo reclamos a Dios por ese cáncer porque sabíamos que, si algo había en mi cuerpo afectándome la salud, Dios lo había permitido y los caminos de Él no son como los nuestros.

Cuando se recibe un diagnóstico semejante uno se siente diferente y experimenta una mezcla de emociones y pensamientos. Pero a la vez, como persona de fe puede sentir una fortaleza que le permite orientar sus pensamientos hacia el propósito de la enfermedad, la propia capacidad de recuperación, y la paz y la tranquilidad que provienen de una plena confianza en Dios. Se proyectan ideas más claras acerca de las prioridades de la vida propia y la de quienes ama.

Una experiencia dura, un propósito divino

El cáncer, como cualquier dolencia, no discrimina. Jesús enseñó claramente a sus discípulos que las enfermedades no siempre se deben al pecado: “Y le preguntaron sus discípulos, diciendo: Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego? Respondió Jesús: No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él”. (Juan 9:2-3)

Jesús no condenó a este hombre ni a su padre por su ceguera. En lugar de ello se refirió a la existencia de un propósito supremo. Cuando se comprende esto, surge entonces la pregunta: ¿para qué será este milagro?

Así es posible plantear respuestas productivas para el reino de Dios: disfrutar de los seres amados, dedicándoles más tiempo; agradecer cada día; minimizar los problemas; prestar más atención a los sentimientos; estar dispuesto a los cambios; tener mayor intimidad con Dios; ser amables, humildes, sencillos, generosos, bondadosos; edificar la fe, el amor, la esperanza; servir, perdonar más fácilmente, celebrar las buenas noticias...

Para eso, es importante posicionarse correctamente en el lugar de batalla, identificando al verdadero enemigo y su sutil estrategia.

El poder de la palabra

Al pasar los días mi espíritu se fortalecía, y mi fe crecía por el poder de cada palabra que se había impartido sobre mi vida. ¡Qué inestimablemente valiosa es la Palabra de Dios, cargada del poder restaurador que jamás falla! Ella me equipaba para la feroz batalla que me había sobrevenido, proveyéndome una energía palpable. Solo necesitaba exponerme continuamente a ella para comprobar que, como dice Hebreos, es viva y eficaz. Poderosa en acción, ella fue a la vez el alimento y la ayuda que me fortaleció y direccionó hacia el propósito de mi enfermedad con excelentes resultados.

Recibí entonces otra de palabra de parte de mi padre espiritual, el apóstol Víctor:

“En aquellos días Ezequías cayó enfermo de muerte. Y vino a él el profeta Isaías hijo de Amoz, y le dijo: Jehová dice así: Ordena tu casa, porque morirás, y no vivirás. Entonces él volvió su rostro a la pared, y oró a Jehová y dijo: Te ruego, oh Jehová, te ruego que hagas memoria de que he andado delante de ti en verdad y con íntegro corazón, y que he hecho las cosas que te agradan. Y lloró Ezequías con gran lloro.

Y antes que Isaías saliese hasta la mitad del patio, vino palabra de Jehová a Isaías, diciendo: Vuelve, y di a Ezequías, príncipe de mi pueblo: Así dice Jehová, el Dios de David tu padre: Yo he oído tu oración, y he visto tus lágrimas; he aquí que yo te sano; al tercer día subirás a la casa de Jehová. Y añadiré a tus días quince años, y te libraré a ti y a esta ciudad de mano del rey de Asiria; y ampararé esta ciudad por amor a mí mismo, y por amor a David mi siervo. Y dijo Isaías: Tomad masa de higos. Y tomándola, la pusieron sobre la llaga, y sanó. (2 Reyes 20:1-17)

El rey buscó a Dios con ropas ásperas como muestra de su angustia y humildad, y en su enfermedad Ezequías me enseñó que la oración era uno de los mejores preparativos para morir. Con ella me fortalecía en Dios, sin saber que Él me estaba preparando para realizar lo que había determinado para mi vida. Las palabras de Dios para Ezequías “He oído tu oración y he visto tus lágrimas” (38:5) fueron un maravilloso recordatorio de que Dios oía y contestaría mis súplicas.

El permanente apoyo de mi esposo

El día que mi esposo Milton y yo reconocimos nuestra necesidad de un Dios verdadero y poderoso para transformar y hacer todo de nuevo, nuestro amor se encaminó hacia sus propósitos eternos.

Durante mi lucha contra la enfermedad, sentí siempre el amor fuerte y puro de mi esposo, dispuesto a permanecer unido a mí por más difíciles que fueran las circunstancias. Cuando el amor es verdadero, es sufrido, permanece constante a pesar de los obstáculos, la incertidumbre, los interrogantes y hasta la pregunta “¿Por qué ella y no yo?” Yo sentía que esas eran algunas de las cosas que pasaban por la cabeza de Milton, aunque él solo dijera: “Nuestro Dios te va a sanar”.

Un día escuché -sin que él lo supiera- sus sollozos desde mi habitación. Mi espíritu se estremeció pues en esos momentos difíciles urgía mi necesidad de sentirme amada. Pero en ese instante reaccioné, y comprendí que no era la única afectada por el cáncer; también existía un esposo y padre de seis pequeños niños que luchaba por ser fuerte y enfrentar una batalla que incluía la real posibilidad de la separación definitiva.

Esa era la dura realidad: un cáncer avanzado, niños pequeños, mis 34 años, tantos sueños incompletos… Pero no es por vista que se llega al cumplimiento de la palabra, sino a través de la fe en el Dios de lo imposible. “Y dijo: Jehová es; haga lo que bien le pareciere”

El milagro sobrenatural

El Apóstol Víctor, mi padre espiritual, comenzó a elevar una oración al trono de Dios y de repente escuché que decía: “Silvina, yo veo en tus manos una bandera blanca que significa victoria, tómala”. En aquel momento, sin dudarlo, miré hacia arriba y dije: “Señor Jesucristo, toda tu Gloria, unción y poder que está en este lugar, la quiero yo” y con una voz que salió de lo más profundo de mi ser expresé con una fe llena de convicción, humildad, de despojo de un sistema mental de esclavitud: “sáname”. Así aceptaba un milagro sobrenatural. Pronuncié esa oración con todas mis fuerzas.

Al instante sentí una extraña sensación. Parecía que me estiraba como una cinta elástica bajo una poderosa unción del Dios viviente. Mi cuerpo comenzó a saltar, no lo podía dominar y en medio de esa tremenda experiencia escuché decir al apóstol Víctor: “Pastora Lidia, Dora, sigan sosteniéndola porque se puede caer, ella está débil”.

Pero mi cuerpo estaba fuera de control. Comencé entonces a sentir entre mis piernas un líquido que me estaba empapando. Lo primero que procesó mi mente fue: “Es una hemorragia y me estoy manchando frente a esta multitud”. Pero no me importó nada. Lo que yo estaba viviendo era glorioso. Sentía que estaba bajo el poder del Rey de reyes, Señor de señores, a través de una fe rendida por completo a su sanidad. Mi cuerpo seguía saltando, de tal manera que a una de esas mujeres que trataban de sostenerme, a causa de la fuerza que tenía que hacer, se le rompió el cierre de la falda. (Suelo decirle: “No fue culpa mía, fue el exceso de peso”).

Luego caí de rodillas al piso, mi rostro estaba mojado en lágrimas de gozo y no paraba de repetir: “Te amo, Jesús, te amo, te amo, te amo, te amo y si me quieres añadir un día, una semana, un mes, un año, lo que sea de vida, será para que yo te sirva con todas mis fuerzas, con mis recursos, con todo lo que me des para administrar. El día que no te sirviera, levántame, llámame a tu presencia porque quiero que mi testimonio sea un altar a Ti, Señor”. Ese fue el contrato que hice con el Rey de reyes ese día, mientras me encontraba de rodillas.

Cuando levanté mi mirada vi al pastor Claudio con una sonrisa y el dedo pulgar hacia arriba, como diciéndome, “Todo está bien”. Tan pronto me puse de pie noté que ya no sentía dolor alguno. De hecho, tenía fuerzas, energías para caminar, correr, sentía que estaba sana. ¡Era un milagro! Lo sentía en mi cuerpo, en mi alma, en mis emociones; no me interesaba saber cómo había ocurrido la intervención divina. ¡Lo único que sabía era que estaba totalmente sana!

(Breve síntesis del libro “¡Cáncer, hasta aquí llegaste. Ahora,retrocede!”, de la pastora Silvina Fernández, de Paraje Itín (Chaco). Una lectura muy recomendada para quienes quieran conocer los detalles de su extraordinaria experiencia de sanidad.)

Silvina Fernández reside en Itín, Campo Hermoso, provincia de Chaco, en la República Argentina. Está casada con Milton Bonifetto y tienen seis hijos: Maximiliano, Luciano, Santiago, Emanuel, Cristal y Patricio, quienes ya los han bendecido con nietos. Bajo la cobertura de los apóstoles Mariel y Víctor Béliz del Ministerio Aliento de Vida pastorean la iglesia en Itín. La pastora Silvina es presidente de la Fundación “Jóvenes desafiando el cambio”, equipando y formando una generación con pensamientos renovados para manifestar el gobierno del Padre hasta lo último de la tierra.

E-mail: silvinaanalia.fernandez@yahoo.com

WhatsApp: +54 (93731) 51-8185


Antología 6: Camino al Cielo

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