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“Todavía me avergüenza contarlo”

Soy Profesor de Educación Física. Mi historia comienza cuando le fallé moralmente a mi señora, a mis hijas, a mi familia.

Por Christian Mark

El número 38

¿Solo un número? No. Fueron los días más difíciles de mi vida. Treinta y ocho días preso, o privado de la libertad, como quieran llamarlo; treinta y ocho días en donde mi vida se transformó. Parecía una pesadilla de la que no podía escapar. Intentaba salir, pero era imposible; ahí estaba, sin vuelta atrás.

Hasta que un día desperté y volví a la realidad; cruda realidad, pero a la vez maravillosa. ¿Maravillosa? No estoy loco, lo pensé bien al escribir esta palabra... ¡maravillosa! Ustedes se preguntarán cómo es posible que después de semejante experiencia pronuncie esta palabra.

Las cosas fueron así: oscuridad, abismo, desesperación, vergüenza, arrepentimiento y.... ¡JESÚS! Ahí empieza lo maravilloso, lo asombroso, lo sobrenatural. Todo eso despertó en mí el deseo de conocerlo, hablar con Él, pedirle perdón, llorar, contarle mis pecados, confiar en Él, sentir su mano sacándome del fondo de ese abismo oscuro, sentir que me perdonaba, me escuchaba, me contenía y me guiaba hacia lo inimaginable... DIOS.

Lo acepté como Señor y Salvador de mi vida en el piso húmedo de un calabozo, acostado sobre un colchón que, obviamente, no era de resortes ni nada por el estilo, solo cucarachas y soledad como testigos fieles. Nadie me guio en la oración de fe, sólo estábamos Él y yo. Le abrí mi corazón, le pedí perdón a Él y a mi familia, le confesé mis pecados, y empecé a confiar, a creer, a esperar. A entender que Él me daba otra oportunidad.

Mi vida anterior estaba vacía, no tenía sentido sin su presencia y entonces morí... Maté al viejo Marcelo y nací, así literalmente, como nace un bebé, indefenso, desprotegido, desnudo ante su magnífica presencia. Era el principio de una nueva vida, una nueva historia, un nuevo ser... ¿Podría decir que era hijo de Dios? Algo así... no entendía muy bien lo que me estaba pasando, pero al transcurrir los días y ver sus milagros, sus cuidados, sus caricias, su presencia, me sorprendía cada día más.... ¿Milagros? Sí... milagros, que vi, presencié, viví en carne propia y no creo estar loco...

Pero eso es algo que va a quedar prendido en mí para siempre, guardado en mi corazón, como recordándome cada día de mi vida cómo fue que conocí a Jesús y cómo Él cambió mi vida.

¿La única manera?

Creo y acepto que era la única, como digo siempre tratando de explicar lo que pasó: "Dios me dio semejante cachetada que me tiró al lugar más profundo y oscuro". ¿Cachetada? ¿O caricia? Dios es bueno, por eso busca la manera de que el hombre reaccione. Estoy seguro de que quiso llamar mi atención varias veces, trató de hablarme, pero yo no escuchaba más allá de mis propias palabras. Estaba sumergido en mi ego, mi autoengaño, mi soberbia, creyendo que era el artífice de mi propia historia... y caí.

En lo más profundo de mi caída Jesús me extendió su mano y me dio la gran oportunidad en mi vida. Y me aferré de esa mano tan fuertemente que volví a ver la luz, a tener esperanzas, a vivir... A veces pienso que no fue la mejor manera de atraerme, pero creo que fue la única.

Yo no creía en Él, mejor dicho, no le creía a Él. Vivía según mis pautas, no era el mejor esposo, el mejor padre, ni hablar de ser el mejor cristiano, estaba lejos... muy lejos, hasta que morí, sí, morí.

Nacer de nuevo

La necesidad de estar en su casa, de llorar, de pedirle perdón, de aceptar que por ahí alguien pensara que me aferraba a Dios por conveniencia... ¿Conveniencia? No voy a negar que me confundió por un momento, pero yo estaba seguro de que llegué a Dios por necesidad, sólo eso, necesidad de Él.

Y un jueves fui al templo y lloré, lloré, lloré... y un domingo fui con mi familia y lloré, lloré, lloré... Y así pasaron sucesivos jueves y domingos y acá estoy, esperando el día de reunión para visitar su casa.

Luego llegó un hermano, Walter, que me discipuló y me enseñó lo que es ser hijo de Dios. Y poco a poco fui entendiendo, aprendiendo y enamorándome cada vez más de Dios.

El bautismo: 17 de Enero de 2020

Todavía recuerdo el momento exacto en que le pregunté a Walter: ¿Ya me puedo bautizar? Él sonrió y me dijo: ¡Sí! ¡Ya estás preparado! Y así fue, un domingo me bauticé: Millones de sensaciones. Escuché al pastor, a Walter... y no pude contener las ganas de tomar el micrófono y hablar a los hermanos, contarles mi experiencia, agradecer a mi familia, especialmente a mi esposa. Y lloré, lloré, lloré y ahí me di cuenta de que había cumplido otro paso hacia el camino que había... ¿elegido? Diría mejor: el camino que Dios me preparó.

Queda pendiente casarme en mi Iglesia, pero lo dejo a criterio de mi esposa, a sus tiempos, a nuestra restauración, a que vuelva a creer en mí, porque no debe ser fácil sentirse defraudada como se sintió ella.

¿Y ahora?

A partir de mi entrega al Señor tuve la contención de los hermanos, de la familia, del pastor, pero pronto llegó el paso siguiente: enfrentar a la sociedad... ¡Fue muy duro! Recuerdo mi primera salida a solas.

Tenía que ir a la consulta con el psicólogo. Llegué a un centro médico colmado de gente. Entré, pregunté y me informaron que me había equivocado. Mi psicólogo atendía en otro lugar, a solo 20 metros de distancia. ¡Lo que me costó recorrer esos pocos metros! Caminé con la mirada pegada al piso y cuando llegué, para mi alivio no había nadie, sólo el profesional que me esperaba... Sin embargo, ¡cuántos nervios para explicar lo que me había pasado!

Cuando salí del consultorio tenía que cargar nafta. No me animaba a bajar del auto. Pensé en darle la llave al playero, pero me dije: ¡Fuerza, Marcelo! Y bajé. Abrí el tanque... y ¡corrí a sentarme en el auto! Era mi primer contacto con la realidad post cárcel, post macana, y ¡sobreviví!

Una eternidad de cinco meses

Estuve cinco meses sin ir a trabajar, tres meses con carpeta psicológica y luego las vacaciones, ¡toda una eternidad! Gracias al Señor cobré mi sueldo durante cuatro de esos cinco meses. Mi mundo era mi casa, mi auto, mi moto, mi familia, la Iglesia, reuniones con hermanos.

Hasta que llegó el momento en que Pablo, mi psicólogo, me dijo: Marcelo, ya es tiempo de darte el alta, te veo bien. El tiempo me había demostrado que Pablo era un profesional extraordinario. ¿Ya? ¿Podré seguir viniendo, aunque sea una vez al mes? Sonrió y me dijo: ¡Sí, tranquilo!

Entonces… otra prueba de fuego: ¡a trabajar! ¿Pero dónde? No podía imaginarlo. Hasta que me comunicaron cuál era el lugar que me habían asignado: el Centro de Designaciones Docentes de Secundario, muy poco conocido para mí. Y la incógnita de no saber con qué y con quiénes me iba a encontrar, qué ambiente me esperaba, si me irían a aceptar, en fin, miles de preguntas sin respuesta, una vez más. Le pedí a Dios que me acompañara y que tomara el control de la situación, y como de costumbre, ¡no me falló!

En el trabajo

Apenas me presenté, el jefe me dijo en nuestra primera charla: Hola Marcelo, mirá, no te vamos a exponer, así que vas a ocupar ese escritorio al lado de los nuestros, separado del público por una puerta. Acá somos como una familia, así que espero que te sientas bien.

Buen comienzo. Las cosas claras desde el principio, Silvio es así. Luego me presentó a Normita y a Ema, mis compañeras del turno mañana, y a Sole y a Vane del turno tarde. Ellos me simplificaron todo; entre charlas, mate y trabajo, me aceptaron tal cual soy y estamos aprendiendo a conocernos.

Guadalupe

Dentro de mi horario, los martes y jueves voy a dar Educación Física en el Programa Guadalupe, un centro de rehabilitación para gente con problemas de alcoholismo y drogas. Todo nuevo. Y entonces a empezar de nuevo... Buena gente, buenos operadores, buen clima y entender que ellos y yo, de alguna manera, nos estamos recuperando de algo feo que no queremos volver a experimentar nunca más.

Así fueron transcurriendo los días y fui conociendo cada caso en particular y sintiendo cariño por el lugar. Al fin y al cabo, todos cargamos con un peso extra que pretendemos sacarnos de encima.

Propósito

Mi vida laboral se encaminaba bien. Dios se encargó de ir acomodando todo; no sólo conservó mi trabajo, sino que lo duplicó.

Ahora venía otro paso: mi inserción en la sociedad. Temía cómo me verían los demás. Yo era mi juez, implacable, acusador, que me condenaba a mí mismo; esto no me dejaba relacionar con las personas fuera de mi entorno. Pero Dios también se encargó de eso. Aunque caminaba por la calle sin que nadie me acusara ni señalara, tenía que perdonarme a mí mismo.

Cuando empecé mi relación con Dios y a concurrir a la Iglesia, me preguntaba qué haría yo allí, le pedía que me indicara en qué le podía ser útil, que me mostrara el camino, que me dijera cuál era su propósito para mi vida. ¿Y saben qué? ¡Lo hizo!

Ministerios

En las pocas ocasiones en que yo había acompañado a mi esposa a la Iglesia, me aburría enormemente al escuchar cantar esas canciones que no entendía y ver gente cantando con tantas ganas, bailando, saltando... “Están todos locos -pensaba-, jamás haría algo así”. ¿Qué decidió Dios? Hoy toco la batería en el grupo de alabanza, ¡y jamás había tocado un instrumento! Así es nuestro Señor.

Mi esposa se congrega hace 22 años. Recuerdo cuando le tocaba ir al merendero o al comedor, a la a oración o a evangelizar, y pasaba todo el día allí, yo le decía: ¡Qué ganas de morirte de frio (o de calor)! ¿No querés que te arme una carpita y te quedas a vivir en la Iglesia?

Hoy sirvo en el comedor, les hago juegos a los chicos del barrio. ¡Solo Dios puede transformar nuestras vidas de una manera tan radical! No sólo eso, participo del grupo de hombres para limpiar el templo, hice el taller de música, realicé campamentos a Sierra de la Ventana con los hermanos, cada 15 días nos juntamos a compartir la Palabra y comer algo rico, soy miembro del grupo de alabanza... hasta nos ofrecieron ser ujieres a mi señora y a mí, pero oramos y el Señor nos dijo que no estábamos preparados todavía para esa importante función.

En fin, nuevos proyectos, como el de participar de este libro, poder llegar a muchas personas y ser de testimonio para que sepan que se puede cambiar con la ayuda de Dios. Seguir fortaleciendo mi familia. Casarme en la Iglesia (lo hicimos sólo por civil hace 21 años). Poder ayudar a otros matrimonios junto a mi señora para evitar que se divorcien, porque ahora sé -desde mi experiencia- que el perdón sincero existe.

El proceso continúa, falta resolver la causa penal y saber si conservo o no mi trabajo según el fallo; lo más importante, seguir por este camino hacia el cielo y estar junto a mi familia, porque gracias a eso pude sanar y hacer pública mi historia. Por falta de espacio no puedo contarla aquí en su totalidad, pero prometo un libro dedicado a ello, en el que voy a contar día por día lo que viví estando privado de la libertad.

Todo esto no hubiese sido posible sin el perdón de Dios y de la magnífica mujer que privilegió la familia antes que todo y siguió adelante, pese a sus desiertos y luchas.

Christian Mark vive en la provincia de La Pampa, Argentina. Hijo de Dios, padre de dos princesas y esposo de una bella mujer de fe. Juntos forman una hermosa familia cimentada en Cristo. Mientras necesita conservar el anonimato, Christian anhela que su testimonio sirva para que muchas personas experimenten el perdón y el amor del Señor y crean que hay segundas oportunidades. En su próximo libro se verá reflejado todo lo vivido en sus días de oscuridad, incertidumbre, pecado, hasta llegar a conocer a Jesús, detallando día por día su transformación dentro de una Alcaldía.


Antología 6: Camino al Cielo

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