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CAPÍTULO I LA LIBRERÍA ENCANTADA
ОглавлениеSi alguna vez viajáis a Brooklyn, ese barrio con soberbias puestas de sol y magníficas estampas de cochecitos de bebé propulsados por diligentes maridos, es muy probable que tengáis ocasión de dar con una callejuela tranquila donde hay una librería formidable.
Dicha librería, que desempeña sus funciones bajo el inusual lema de «El Parnaso en casa», está ubicada en una de esas confortables y antiguas construcciones de piedra marrón que han hecho las delicias de generaciones de fontaneros y cucarachas. El propietario se ha visto en mil apuros para remodelar la casa, a fin de adecuarla al negocio, que comercia exclusivamente con libros de segunda mano. No existe en el mundo una librería de segunda mano más digna de respeto.
Eran casi las seis de una fría tarde de noviembre, con rachas de viento que azotaban el pavimento.
Un joven caminaba con paso indeciso por Gissing Street, deteniéndose de vez en cuando para mirar los escaparates como si no tuviera muy claro adónde ir. Delante de las cálidas y relumbrantes vitrinas de una rôtisserie francesa, el joven se puso a comparar el número grabado en el portal con una nota que llevaba en la mano. Luego continuó andando durante unos minutos hasta que llegó a la dirección que buscaba. El letrero sobre la entrada llamó de inmediato su atención:
el PARNASO EN CASA
R. & H. MIFFLIN
¡BIENVENIDO, AMANTE DE LOS LIBROS!
ESTA LIBRERÍA ESTÁ ENCANTADA
Bajó a trompicones los tres peldaños que conducían a la morada de las musas, se acomodó el cuello del abrigo y miró a su alrededor.
Era un sitio muy distinto a todas aquellas librerías que solía mirar desde fuera con cierto desdén. Dos plantas de la vieja casa se habían transformado en una sola: el espacio de abajo estaba dividido en dos pequeños nichos; arriba, una estantería llena de libros cubría el muro entero hasta el techo. El aire era denso por la deliciosa fragancia del papel añejo y el cuero mezclada con el recio bouquet del tabaco. Entonces se halló frente a un gran anuncio enmarcado:
***
ESTA LIBRERÍA ESTÁ ENCANTADA
por los espectros de tanta gran
literatura como hay en cada metro de estantería.
No vendemos baratijas, aquí somos sinceros.
Amantes de los libros: seréis bienvenidos
y ningún dependiente os hablará al oído.
¡Fumad cuanto queráis, pero usad el cenicero!
Busque, amigo, busque cuanto guste,
pues bien claros están los precios.
Y si quiere preguntar algo, hallará al dueño donde
el humo del tabaco se torne más espeso.
Compramos libros en efectivo.
Tenemos eso que usted busca,
aunque usted no sepa aún cuánto lo necesita.
La malnutrición del órgano lector es una enfermedad seria.
Permítanos prescribirle un remedio.
R. & H. MIFFLIN
propietarios.
***
La tienda tenía una cálida y confortable oscuridad, una especie de suave penumbra interrumpida aquí y allá por conos de luz amarillenta provenientes de bombillas eléctricas cubiertas con pantallas verdes. Había una omnipresente nube de humo que se retorcía y dilataba al pie de las lámparas de cristal. Al pasar por un estrecho corredor entre los dos salones, el visitante notó que algunos de los compartimentos se hallaban totalmente a oscuras; en otros rincones donde sí había lámparas vio mesas y algunas sillas. En una esquina, bajo un letrero que decía ENSAYO, un caballero ya mayor, iluminado por el suave brillo de una bombilla eléctrica y con una expresión de éxtasis y fanatismo dibujada en el rostro, leía. Pero no había ni una sola bocanada de humo a su alrededor, así que el recién llegado concluyó que no se trataba del propietario.
A medida que el joven se acercaba a la trastienda, el efecto general que le producía aquel lugar se hacía más y más fantástico. En algún tejado remoto se escuchaba el tamborileo de la lluvia. Por lo demás, el silencio era total, habitado solamente (o eso parecía al menos) por las obsesivas espirales de humo y el animado perfil del lector de ensayos. Aquello parecía un templo secreto, un lugar destinado a extraños rituales. La garganta del joven parecía constreñida por la mezcla de agitación y tabaco. Sobre su cabeza se alzaban las torres de estanterías, más oscuras a medida que se acercaban al techo. Vio una mesa con un rollo de papel amarillento y una cinta, con los que evidentemente se envolvían los libros. Pero no había señales del dependiente.
«En efecto, este lugar podría estar encantado quizás por el encantador espíritu de Sir Walter Raleigh, patrono de los fumadores, pero no por la presencia de sus propietarios, según parece», pensó.
Mientras buscaba entre los rincones vaporosos y azules de la tienda, sus ojos repararon en un círculo lustroso que emitía un extraño brillo, similar al de un huevo. Era algo redondo y blanco que brillaba bajo el resplandor de una lámpara colgante, una isla resplandeciente en medio de aquel turbio océano de humo. El joven se acercó y descubrió que se trataba de una cabeza calva.
Aquella cabeza, comprendió entonces, era el remate de un hombre bajito y de ojos penetrantes, bien recostado sobre el respaldo de una silla giratoria, en una esquina que parecía ser el centro neurálgico de aquel establecimiento. El enorme escritorio estaba cubierto por montículos de libros de todas clases, junto a latas de tabaco, recortes de periódicos y cartas. Una vieja máquina de escribir, que tenía un cierto aire de clavicordio, se hallaba medio enterrada bajo las hojas de un manuscrito. El hombrecito calvo fumaba su pipa y leía un libro de cocina.
«Disculpe», dijo el visitante, con voz agradable, «¿es usted el propietario?»
El señor Roger Mifflin, el propietario del Parnaso en casa, levantó la mirada y el visitante vio que aquel hombre tenía unos ojos azules rebosantes de entusiasmo, una barba roja bien recortada y un convincente aire de originalidad.
«Soy yo», dijo el señor Mifflin. «¿Qué puedo hacer por usted?»
«Me llamo Aubrey Gilbert», dijo el joven. «Represento a la Agencia de Publicidad Materia Gris. Me gustaría hablar con usted sobre las ventajas de poner en nuestras manos la publicidad de su negocio: podemos preparar un anuncio con gancho y publicarlo en medios de gran difusión. Ahora que ha terminado la guerra, debería poner en marcha una campaña constructiva para expandir su negocio.»
El rostro del librero se iluminó con una sonrisa. Dejó su libro de cocina sobre el escritorio, expulsó una larga bocanada de humo y miró al joven con alegría.
«Querido amigo», dijo, «yo no hago publicidad.»
«¡Imposible!», gritó el otro, como quien se horroriza ante un gesto gratuito de indecencia.
«No en el sentido que usted le da a la palabra. Por suerte para mí, de esos asuntos se encargan los publicistas más versátiles de todo el gremio.»
«Supongo que se refiere a Whitewash & Gilt», dijo el señor Gilbert con gesto pensativo.
«En absoluto. Los que se encargan de mi publicidad son Stevenson, Browning, Conrad y cía.»
«No me diga», dijo el agente de Materia Gris.
«Nunca había oído hablar de esa agencia. Aun así, dudo que sus anuncios tengan más gancho que los nuestros.»
«Me parece que no me ha entendido. Quiero decir que la publicidad la hacen los propios libros que vendo. Si vendo a alguien un libro de Stevenson o de Conrad, un libro que lo aterra o lo deleita, ese hombre y ese libro se convierten en mi publicidad viviente.»
«Pero ese tipo de publicidad boca a boca está totalmente obsoleta», dijo Gilbert. «Así no se puede conseguir difusión. Debe hacer prevalecer su marca ante el público.»
«¡Por los huesos de Tauchnitz!», gritó Mifflin.
«Dígame una cosa, ¿iría usted a ver a un doctor, un especialista en medicina, para decirle que debería anunciarse en diarios o revistas? La publicidad de un doctor son los cuerpos que cura. Mi negocio se anuncia gracias a las mentes que consigo estimular. Y déjeme decirle que el negocio de los libros es muy distinto a otros. La gente no sabe que quiere los libros. Usted, por ejemplo. Basta con mirarlo un instante para darse cuenta de que su mente padece una tremenda carencia de libros y, sin embargo, ahí sigue, dichosamente ignorante. La gente no va a ver a un librero hasta que un serio accidente mental o una enfermedad los hace tomar conciencia del peligro. Entonces vienen aquí. Hacer publicidad sería más o menos tan útil como decirle a alguien sano que vaya al médico. ¿Sabe por qué la gente lee ahora muchos más libros que antes? Porque la terrible catástrofe de la guerra les ha hecho ver que sus mentes están enfermas. El mundo entero estaba padeciendo toda clase de fiebres, desórdenes y enfermedades mentales y no lo sabía. Ahora nuestras angustias se han vuelto demasiado evidentes. Todos leemos con hambre y ansia, intentando comprender, una vez que han terminado los problemas, qué les sucede a nuestras mentes.»
El pequeño librero se había levantado de su silla y el visitante lo miraba con una mezcla de perplejidad y regocijo.
«Por supuesto», dijo Mifflin, «el hecho de que usted haya creído que valía la pena venir hasta aquí me produce interés. Refuerza mi convicción en el esplendoroso futuro que le aguarda al negocio de los libros. Sin embargo, le diré que ese futuro no reside meramente en sistematizarlo como un negocio. Reside más bien en dignificarlo como una profesión. De nada vale mofarse del público porque desea libros de mala calidad, baratijas y engañifas.
¡Médico, cúrate a ti mismo! Que el librero aprenda a conocer y apreciar los buenos libros; sólo así podrá enseñar al cliente. El apetito por las buenas lecturas está más generalizado y es más persistente de lo que usted podría imaginarse, aunque todavía de una manera inconsciente. La gente necesita de los libros, pero no lo sabe. Generalmente las personas no saben que los libros que necesitan ya existen.»
«¿Y por qué no dárselos a conocer a través de la publicidad?», preguntó el joven de manera bastante aguda.
«Querido amigo, comprendo el valor de la publicidad. Pero en mi caso sería inútil. No soy un negociante de mercancías, sino un especialista en ajustar cada libro a una necesidad humana. Entre nosotros: no existe tal cosa como un ‘buen libro’, en un sentido abstracto. Un libro es ‘bueno’ sólo cuando encuentra un apetito humano o refuta un error. Un libro que para mí es bueno a usted podría parecerle una porquería. Mi gran placer es prescribir libros para todos los pacientes que vengan hasta aquí deseosos de contarme sus síntomas. Algunas personas han permitido que sus facultades lectoras hayan decaído tanto que lo único que puedo hacer es colgarles un letrero que diga Post Mortem. Aun así, muchos tienen todavía la posibilidad de recibir tratamiento. No hay nadie más agradecido que un hombre a quien le has recomendado el libro que su alma necesitaba sin saberlo. Ninguna publicidad sobre la faz de la tierra es tan potente como la gratitud de ese cliente.» Continuó: «Y le daré otra razón por la cual no hago publicidad. En estos días, en los que todo el mundo quiere imponer su marca, como usted dice, no hacer publicidad es la cosa más original y deslumbrante que se puede hacer para llamar la atención. El hecho de que yo no haga publicidad fue lo que le trajo hasta aquí. Y todo aquel que viene a la librería cree haberla descubierto por sí mismo. Después, esa persona va y habla a sus amigos sobre este asilo libresco atendido por un chiflado y una lunática; y con el tiempo esos amigos acaban viniendo para ver de qué va todo esto».
«A mí me gustaría volver en algún momento y curiosear un poco», dijo el agente publicitario. «Me gustaría que usted me recomendara algún libro.»
«Lo primero que se necesita es adquirir cierto sentido de la piedad. El mundo lleva 450 años imprimiendo libros y la pólvora sigue teniendo mayor circulación. ¡Da igual! La tinta del impresor es más explosiva: acabará ganando. Sí, tengo aquí unos pocos de eso que podríamos llamar buenos libros. Porque ha de saber que sólo hay unos treinta mil libros realmente importantes en el mundo. Supongo que cerca de cinco mil fueron escritos en inglés y otros cinco mil han sido traducidos ya a nuestra lengua.»
«¿Abre por las tardes?»
«Hasta las diez en punto. Muchos de mis mejores clientes son de los que se pasan el día entero en su trabajo y sólo pueden visitar las librerías de noche. He de decirle que los auténticos amantes de los libros son, por lo general, miembros de las clases más humildes. Un hombre apasionado por los libros tiene muy poco tiempo o paciencia para hacerse rico urdiendo estratagemas para timar a los demás.»
La pequeña calva del librero brilló bajo la luz de la bombilla que colgaba sobre la mesa. Sus ojos eran serios y brillantes, su barba roja y bien recortada se erizaba como un alambre. Llevaba una astrosa chaqueta marrón estilo Norfolk a la que le faltaban dos botones.
«Un poco fanático», pensó el visitante, «pero muy entretenido.» «Muy bien, señor», dijo en voz alta, «encantado de conocerlo. Vendré en otra ocasión. Buenas noches.» Y desanduvo el pasillo en dirección a la puerta. Cuando ya estaba cerca de la salida, el señor Mifflin encendió un reflector que colgaba del cielorraso, de modo que el joven se halló de pronto frente a un enorme tablero repleto de notas, anuncios, circulares y pequeñas anotaciones escritas en tarjetas con una letra muy esmerada. Una de ellas llamó su atención:
R
Si su mente necesita fósforo pruebe con Trivia,
de Logan Pearsall Smith.
Si su mente necesita una bocanada de aire fresco, azul
y purificador desde las colinas y los valles de prímulas,
pruebe La historia de mi corazón, de Richard Jefferies.
Si su mente necesita un tónico de hierro y vino
y una historia estremecedora de principio a fin
pruebe los Cuadernos de Samuel Butler
o El hombre que fue jueves de Chesterton.
Si necesita «algo más irlandés», y desea solazarse
irresponsablemente en la rareza humana, pruebe
Los semidioses, de James Stephens. Es mejor
de lo que uno espera o merece.
Es bueno darle un vuelco total a la mente y luego,
como un reloj de arena, dejar que las partículas
caigan en la otra dirección.
Alguien que ame la lengua inglesa puede divertirse
a lo grande con un diccionario de latín.
ROGER MIFFLIN
Los seres humanos prestan muy poca atención a lo que se les dice a menos que ya sepan algo al respecto. El joven no había oído hablar de ninguno de estos libros prescritos por el especialista en biblioterapia.
Estaba a punto de abrir la puerta cuando Mifflin apareció a su lado.
«Verá usted», dijo con cierto pudor, «me ha interesado mucho nuestra charla. Esta noche estoy solo, mi mujer se fue de vacaciones. ¿Le gustaría quedarse a cenar conmigo? Justo estaba buscando algunas recetas nuevas cuando entró usted.»
El joven se mostró sorprendido, y no menos encantado, con aquella invitación tan inusual.
«Vaya, es usted muy amable», dijo. «No me gustaría causarle ninguna molestia.»
«¡Todo lo contrario, amigo!», gritó el librero. «Detesto comer solo y tenía la esperanza de que apareciera alguien. Procuro tener invitados para la cena cuando mi esposa no está en casa. Debo quedarme, como ve, para cuidar del negocio. No tenemos servicio, así que estoy obligado a cocinar. La verdad: me divierto mucho. Ahora, encienda usted su pipa y póngase cómodo durante unos minutos mientras preparo la cena. Haga como que ha vuelto a mi guarida.»
En una mesa de libros, a la entrada de la tienda, Mifflin dejó un letrero que decía:
PROPIETARIO CENANDO.
SI DESEA ALGO, HÁGALA SONAR
Junto al letrero puso una vieja campana y luego condujo al joven publicista hasta la trastienda.
Detrás de la pequeña oficina en la que aquel extraño comerciante había estado revisando sus libros de cocina, una estrecha escalera conducía a la galería superior. Justo detrás, unos pocos peldaños se abrían a las dependencias domésticas del inmueble. El visitante siguió a Mifflin hasta un pequeño salón, a la izquierda, calentado por las brasas que ardían bajo la antigua chimenea de mármol amarillento. Encima de la repisa había una colección de ennegrecidas pipas y una lata de tabaco. En la pared, un lienzo de gran tamaño representaba con enfáticos óleos una aparatosa caravana azul tirada por un robusto animal blanco; un caballo, evidentemente. El suntuoso escenario del fondo resaltaba la poderosa técnica del pintor.
Las paredes estaban atestadas de libros. Dos sillas cómodas y algo destartaladas fueron arrastradas hasta la rejilla de hierro de la chimenea. Un terrier de color mostaza se hallaba echado tan cerca de las brasas que un ligero olor a pelo chamuscado se dejaba sentir en el ambiente.
«Éste es mi gabinete», dijo el anfitrión. «Mi capilla para el sosiego. Quítese el abrigo y póngase cómodo.»
«De verdad», insistió Gilbert, «no quiero molestarlo con…»
«¡Tonterías! Ahora siéntese y encomiende su alma a la Providencia y a la cocina. Voy a ponerme manos a la obra con la cena.»
Gilbert sacó su pipa y, lleno de júbilo, se preparó para disfrutar de una velada inusual.
Se trataba de un hombre joven con buenas cualidades, amable y sensible. Era consciente de sus limitaciones en asuntos literarios, pues había ido a una excelente universidad donde los clubes de juerguistas y las funciones de teatro le habían dejado muy poco tiempo para leer. Aun así, se consideraba un amante de los buenos libros, pese a que, por lo general, los conocía de oídas. Tenía veinticinco años y ya era empleado de la Agencia de Publicidad Materia Gris.
El pequeño salón en el que se hallaba era simple y llanamente el santuario del librero, el lugar que albergaba su biblioteca privada. Gilbert miró con curiosidad las estanterías. Casi todos los volúmenes estaban magullados, envejecidos. Evidentemente habían sido elegidos, uno por uno, en humildes cajones de segunda mano. Todos revelaban las marcas del uso y la meditación.
El señor Gilbert tenía esa seria obsesión por la autosuperación que ha cegado las vidas de tantos jóvenes –una pasión que, no obstante, es recomendable para quienes se sienten frustrados por una carrera universitaria y el ostentoso emblema de una fraternidad–. De repente se le ocurrió que resultaría provechoso hacer una lista de algunos de los títulos de la colección de Mifflin, como guía para sus propias lecturas. Sacó una libreta de notas y empezó a anotar los libros que lo intrigaban:
Las obras de Francis Thompson (3 vols.)
Historia social del tabaco: Apperson
El camino a Roma: Hilaire Belloc
El libro del té: Kakuzo
Pensamientos alegres: F. C. Burnand
Plegarias y meditaciones del Doctor Johnson
Margaret Ogilvy: J. M. Barrie
Confesiones de un matón: Taylor
Catálogo general de Oxford University Press
La guerra de la mañana: C. E. Montague
El espíritu del hombre: editado por Robert Bridges
El centeno romaní: Borrow
Poemas: Emily Dickinson
Poemas: George Herbert
La casa de las telarañas: George Gissing
En ésas estaba, y justo empezaba a pensar que, por el bien de la publicidad (que es una amante celosa), más le valía dejar allí la lista, cuando su anfitrión entró en el salón con gesto ansioso, los ojos como dos bolas de luz azul.
«Venga, señor Gilbert», dijo en voz alta. «La cena está servida. ¿Quiere lavarse las manos antes de pasar a la mesa? En ese caso, venga por aquí, dese prisa, que los huevos se enfrían.»
El comedor al que fue conducido el invitado delataba un toque femenino que no era visible bajo el humo de las dependencias comerciales y el gabinete. En las ventanas había alegres cortinas de cretona y macetas con geranios. Bajo una lámpara con pantalla de seda, en tonos cálidos, se hallaba la mesa ya bien puesta, con la plata y la porcelana. En un decantador de cristal tallado brillaba oscuro el vino tinto. El diligente instrumento de la Publicidad experimentó dentro de sí una agitación espiritual inconfundible.
«Siéntese, señor», dijo Mifflin, levantando la tapa de una bandeja. «Éstos son los huevos Samuel Butler, un invento mío, la apoteosis del fruto de la gallina.» Gilbert recibió el invento con evidente entusiasmo. Un Huevo Samuel Butler, para que las amas de casa tomen nota, podría resumirse como una pirámide cuya base es una tostada, los cimientos principales una tira de beicon, luego un huevo bien escalfado, una capa de champiñones, otra de pimiento rojo cortado en tiras; y todo ello empapado en una salsa rosa caliente cuya receta prefiere el inventor guardar en secreto. El chef librero añadió al plato unas patatas fritas y sirvió a su invitado una copa de vino.
«Es un California Catawba», dijo Mifflin, «uno de esos vinos donde la uva y el sol han cumplido su cometido con mucho agrado y poca inversión. ¡Le auguro un próspero futuro en el oscuro arte de la publicidad! ¡Salud!»
La psicología y el misterio del arte de la publicidad dependen del tacto, una percepción instintiva del tono y el acento que ha de producirse en rapport con el estado de ánimo de quien escucha. El señor Gilbert era consciente de ello e intuyó que muy posiblemente su anfitrión se sentía más orgulloso de su caprichosa vocación de gourmet que de su sagrada profesión de librero.
«¿Es posible, señor», dijo Gilbert en elocuente estilo johnsoniano, «que haya podido preparar un plato tan delicioso en tan pocos minutos? No estará bromeando, ¿o sí? ¿O es que existe un pasadizo secreto entre Gissing Street y las cocinas del Ritz?»
«¡Oh, esto no es nada! ¡Debería probar la comida de la señora Mifflin!», dijo el librero. «Yo soy sólo un aficionado que coquetea con el oficio de la cocina durante la ausencia de su esposa. Ahora se ha ido a visitar a su primo en Boston. A veces se cansa del tabaco de este establecimiento… No la culpo. De modo que una o dos veces al año le viene bien respirar el aire puro de Beacon Hill. Durante su ausencia tengo el privilegio de explorar los rituales de la limpieza del hogar. Lo encuentro bastante relajante después de las incesantes emociones y transacciones de mis jornadas en la tienda.»
«Siempre imaginé», dijo Gilbert, «que la vida en una librería sería apacible y tranquila.»
«En absoluto. Vivir en una librería es como vivir en un depósito de dinamita. Esas estanterías están cargadas con los más temibles explosivos del mundo: los cerebros humanos. Puedo pasarme toda una tarde lluviosa leyendo: mi mente alcanza entonces tales estados de pasión y ansiedad por los problemas mortales que puedo perder mi humanidad. Es terriblemente nocivo para mis nervios. Rodee usted a cualquier hombre con los libros de Carlyle, Emerson, Thoreau, Chesterton, Shaw, Nietzsche y George Abe… ¿Se imagina la excitación que experimentaría? ¿Qué sentiría un gato si lo obligaran a vivir en un cuarto tapizado de hierba gatera? ¡Enloquecería!»
«La verdad es que nunca había pensado en ese aspecto de la venta de libros», dijo el joven. «Aun así, ¿cómo es que las librerías parecen santuarios de calma y serenidad? Si los libros son tan provocadores como usted afirma, uno esperaría que el librero profiriera chillidos propios de un hierofante en pleno éxtasis, interrumpiendo el silencio de su negocio con unas castañuelas.»
«Oh, amigo mío, ¡olvida el fichero! Los bibliotecarios inventaron ese artilugio para apaciguar la fiebre de sus almas, tal como yo me refugio en los ritos culinarios. Los bibliotecarios enloquecerían, al menos aquellos que son capaces de concentrarse, si no contaran con el frío y tranquilizador medicamento del fichero. ¿Más huevos?»
«Gracias», dijo Gilbert. «¿Quién era ese tal Butler en honor al cual ha bautizado usted un plato?»
«¿Cómo?», chilló Mifflin, agitado, «¿no ha oído hablar de Samuel Butler, el autor de El destino de la carne? Estimado joven, cualquier persona que muera sin haber leído ese libro, y también Erewhon, habrá echado por la borda deliberadamente sus posibilidades de entrar en el Paraíso. Pues el Paraíso en el otro mundo es una cosa incierta, mientras que aquí en la tierra existe sin duda un cielo, el cielo en el que entramos a vivir cuando leemos un buen libro. Sírvase otro vaso de vino y permítame…»
(Aquí Mifflin prosiguió con una explicación entusiasta de la perversa filosofía de Samuel Butler, que por respeto a mis lectores prefiero omitir. El señor Gilbert tomó notas de la conversación en su libreta, y me complace decir que su corazón se vio confrontado con su propia iniquidad, pues unos días más tarde el señor Gilbert fue visto en la Biblioteca Pública pidiendo un ejemplar de El destino de la carne. Después de consultar en cuatro bibliotecas y ver que en todas ellas el libro había sido prestado, se animó a comprar un ejemplar, cosa de la que nunca se arrepentiría en toda su vida.)
«Con tanta charla he descuidado mis deberes como anfitrión», dijo Mifflin. «Nuestro postre consiste en una crema de manzana, pan de jengibre y café.» El hombrecillo recogió los platos vacíos a toda prisa y trajo lo anunciado.
«Me ha llamado la atención ese letrero junto al aparador», dijo Gilbert. «Espero que me deje ayudarlo a fregar los platos esta noche.» Y señaló un letrero colgado cerca de la puerta de la cocina que decía:
LAVAR LOS PLATOS SIEMPRE
DESPUÉS DE CADA COMIDA
AHORRA MUCHOS ESFUERZOS
«Me temo que no siempre obedezco ese precepto», dijo el librero mientras servía el café. «La señora Mifflin suele ponerlo ahí cada vez que se va de viaje para recordármelo. Pero como dice nuestro amigo Samuel Butler, quien empieza por ser un tonto en las cosas pequeñas acaba siendo un tonto en las grandes. Yo tengo una teoría muy distinta sobre los platos sucios y me permito ponerla en práctica con gran indulgencia.
»Antes consideraba que lavar los platos era una tarea indigna, una especie de labor odiosa que había que llevar a cabo con el ceño fruncido y férrea templanza. Cuando mi mujer se fue de viaje la primera vez, instalé un atril y una lámpara junto al fregadero. Así podía leer mientras mis manos ejecutaban automáticamente sus elementales gestos de limpieza. Convertí a los grandes espíritus de la literatura en compañeros de mi suplicio y me aprendí de memoria buena parte del Paraíso perdido, así como pasajes enteros de Walt Mason, mientras remojaba y restregaba ollas y sartenes. Solía hallar consuelo en dos versos de Keats: Las agitadas aguas que en su sagrado empeño / purifican las humanas costas de la tierra… Pero entonces una nueva concepción del asunto me asaltó de repente. Para un ser humano es intolerable continuar ejecutando una tarea como una condena, bajo un yugo. No importa de qué se trate, uno debe espiritualizar sus obligaciones de alguna manera, romper en pedazos la vieja idea de las labores y reconstruirla más cerca de los deseos del corazón. ¿Cómo conseguiría hacer algo así con el acto de lavar los platos?
»Rompí unas cuantas piezas de la vajilla mientras reflexionaba sobre el asunto. Entonces se me ocurrió que allí encontraría la relajación que necesitaba. Dado que tanto me angustiaba verme rodeado todo el día de vociferantes libros, libros que no paraban de gritarme sus conflictivas y encontradas opiniones sobre las glorias y agonías de la vida, ¿por qué no convertir el momento de lavar los platos en mi bálsamo y mi cataplasma?
»¡Cuando uno logra ver un hecho fastidioso desde un nuevo ángulo, es sorprendente cómo todos sus contornos y bordes cambian súbitamente de forma! ¡De pronto mi sartén empezó a brillar con una especie de halo filosófico! El agua tibia y llena de jabón se convirtió en una noble medicina que conseguía poner a circular la sangre caliente acumulada en la cabeza. El acto doméstico de lavar y secar vasos y platos se volvió un símbolo del orden y de la limpieza que el hombre impone sobre el mundo caótico que lo rodea. Resolví quitar el atril y la lámpara.»
Después de una pausa continuó:
«Señor Gilbert, no se burle de mí si le digo que he desarrollado toda una filosofía de la cocina de mi propia invención. Considero la cocina el auténtico santuario de nuestra civilización, el epicentro de todo aquello que nos resulta agradable en la vida. El fulgor rústico del fogón es tan hermoso como una puesta de sol. Una jarra bien lustrosa o una cuchara reluciente es tan limpia, rotunda y hermosa como cualquier soneto. El trapo de secar los platos, bien enjuagado y escurrido y puesto a secar en el patio trasero es un sermón en sí mismo. Las estrellas nunca se ven tan brillantes como desde la puerta de la cocina después de haber vaciado el congelador, cuando todo queda bien limpito, como dicen los escoceses.»
«Una filosofía con mucho encanto, sin duda», dijo Gilbert. «Y ahora que hemos terminado de cenar, insisto en que me deje echarle una mano con los platos. Estoy deseoso de probar su panteísmo del fregadero.»
«Querido amigo», dijo Mifflin, posando una mano en el hombro de su impetuoso invitado, «se trata de una filosofía pobre que no permite eventuales negligencias de mi parte. No, no, amigo. No le pedí que cenara conmigo para hacerle lavar luego los platos.»
Dicho lo cual condujo al joven de vuelta al salón.
«Cuando lo vi entrar», dijo Mifflin, «temí que se tratara de un periodista buscando una entrevista. Hace algún tiempo vino a vernos un joven reportero y los resultados fueron muy decepcionantes. Se aprovechó de la buena voluntad de la señora Mifflin y le sonsacó cierta información. Luego nos sacó a ambos en un libro llamado La librería ambulante, que ha sido un auténtico tormento contra mi persona. En ese libro se me atribuye un buen numero de observaciones superficiales y edulcoradas sobre el oficio de librero que a la postre han resultado fastidiosas para el negocio. Me alegra decir que, sin embargo, tuvo unas ventas insignificantes.»
«No he oído hablar de ese libro», dijo Gilbert.
«Si realmente le interesa el oficio debería venir alguna de estas tardes a una de las reuniones del Club de la Mazorca. Una vez al mes un grupo de libreros se reúne aquí para discutir asuntos de interés libresco relacionados con las tuzas de la mazorca y la sidra. El grupo está compuesto por toda clase de libreros: uno de ellos es un fanático y dice que todas las bibliotecas públicas deberían ser demolidas. Otro cree que las películas acabarán con el negocio de los libros. ¡Menuda tontería! Desde luego, todo lo que estimule la mente de las personas, cualquier cosa que avive su curiosidad y las alerte, aumentará también el apetito por los libros.»
Hizo una nueva pausa y continuó:
«La vida de un librero es muy desmoralizante para el intelecto. Está rodeado de incontables volúmenes; le será imposible leerlos todos, así que pica de uno y de otro. Su mente se llena gradualmente de fragmentos misceláneos, opiniones superficiales y mil cosas aprendidas a medias. Casi inconscientemente empieza a discriminar la literatura de acuerdo a lo que la gente le pide. Empieza a preguntarse si Ralph Waldo Trine no será de verdad tan bueno como Ralph Waldo Emerson, si J. M. Chappel no será tan relevante como J. M. Barrie. Ése es el camino que conduce al suicidio intelectual.
»Sin embargo, es preciso reconocerle algo al buen librero: es un ser tolerante. Se muestra paciente con todas las ideas y teorías. Rodeado, sepultado bajo el torrente de las palabras de los hombres, está siempre dispuesto a escucharlos a todos. Incluso al agente comercial del editor, a quien escucha con indulgencia. Está deseoso de dejarse engañar por el bien de la humanidad. Espera sin cesar el nacimiento de los buenos libros.
»Mi negocio, como puede ver, es muy distinto de la mayoría. Sólo vendo libros de segunda mano. Sólo compro libros que considero que tienen una razón honesta para existir. Mientras el juicio humano sea capaz de discernir, intentaré mantener mis estanterías libres de basura. Un médico nunca comerciaría con remedios de curandero. Yo no comercio con libros de charlatanes.
»El otro día ocurrió algo muy cómico. Hay un señor muy rico, un tal Chapman, cliente habitual de mi negocio…»
«¿Se refiere acaso al señor Chapman, de la compañía Chapman Daintybits?», preguntó Gilbert, sintiendo que por fin ponía los pies en terreno firme.
«Ése mismo, creo», dijo Mifflin. «¿Lo conoce?»
«Ah», dijo el joven con tono reverencial, «he ahí un hombre que puede hablar de las virtudes de la publicidad. Si está interesado en los libros es precisamente gracias a ella. Nosotros nos encargamos de todos sus anuncios. Yo mismo he escrito varios. Hemos transformado las ciruelas Chapman en una piedra angular de la civilización y la cultura. Yo personalmente ideé ese eslogan que dice Ciruelas como las nuestras, ningunas y que aparece en las revistas más importantes. Las ciruelas Chapman son famosas en todo el mundo. El Emperador del Japón las come una vez a la semana. El Papa también. Y, por si fuera poco, acabamos de saber que treinta cajas de ciruelas irán a bordo del buque George Washington durante el viaje del presidente para la Conferencia de Paz. Los ejércitos en Checoslovaquia se alimentaron básicamente de ciruelas. En la oficina tenemos la firme convicción de que nuestra campaña de las ciruelas Chapman contribuyó al triunfo en la guerra.»
«El otro día leí un anuncio; quizás fue usted quien lo escribió, ¿no?», preguntó el librero. «El que decía que los Relojes Elgin habían ganado la guerra. En todo caso, el señor Chapman ha sido uno de mis mejores clientes desde hace mucho. Oyó hablar del Club de la Mazorca y, aunque no es librero, nos rogó que le permitiéramos asistir a las reuniones. Nosotros aceptamos encantados y ahora el señor Chapman participa en nuestras discusiones con gran fervor. Más de una vez nos ha deleitado con sus agudos comentarios. Ha desarrollado tal entusiasmo por la forma de vida de los libreros que el otro día me escribió acerca de su hija (es viudo). La chica había estado asistiendo a una escuela de señoritas distinguidas donde, según él, le habían llenado la cabeza con ideas absurdas, inútiles y presuntuosas. Dice él que los conocimientos de la chica acerca de la utilidad y la belleza de la vida son comparables a los de un perrito faldero. En lugar de enviarla a la universidad, el señor Chapman me ha preguntado si la señora Mifflin y yo podríamos traerla aquí y enseñarle a vender libros. Quiere que su hija piense que se está ganando el derecho a quedarse aquí, pero planea pagarme en privado por el privilegio de alojarla con nosotros.
El señor Chapman cree que estando rodeada de libros podría acabar aprendiendo algo sobre la vida. A mí este experimento me pone más bien nervioso, aunque se trata de un cumplido para nuestro negocio, ¿no cree?»
«Claro que sí», dijo Gilbert, emocionado, «¡menudo anuncio se podría hacer con eso!»
En ese instante sonó la campana de la tienda y Mifflin acudió de un salto. «A esta hora de la noche suele haber movimiento», dijo. «Me temo que tendré que bajar a atender el negocio. A algunos de mis clientes habituales les gusta verme para cotillear sobre libros.»
«No sabe cuánto he disfrutado la cena», dijo Gilbert. «Volveré uno de estos días a husmear en sus estanterías.»
«Muy bien y, por favor, no divulgue el asunto de la jovencita», dijo el librero. «No quiero que esto se llene de pretendientes que puedan alterarla. Si la chica se enamora de alguien en esta tienda sólo será de Joseph Conrad o John Keats.»
De camino hacia la puerta, Gilbert vio a Roger Mifflin charlando animadamente con un hombre barbudo que parecía profesor universitario. «¿El Cromwell de Carlyle?», decía. «¡Sí, por supuesto!
¡Aquí mismo! ¡Oh, vaya, qué extraño! ¡Juraría que estaba aquí!»