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CAPÍTULO II EL CLUB DE LA MAZORCA

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La Librería Encantada era un lugar muy agradable, especialmente por las noches, cuando sus espacios, habitualmente en penumbra, se alegraban con el brillo de las lámparas encendidas entre las filas de libros. Muchos transeúntes que pasaban por allí bajaban las escaleras por pura curiosidad. Otros, visitantes asiduos, se presentaban con esa confortable alegría propia de cualquiera que entra en su club social. Roger tenía la costumbre de sentarse al fondo del local, en el escritorio, con su pipa y sus lecturas, pero si cualquier cliente comenzaba una conversación, el hombrecillo contestaba rápidamente. El león de la conversación sólo fingía dormir en su interior. No era difícil verlo saltar a la menor provocación.

Cabe mencionar que todas esas librerías que abren por las noches suelen estar llenas en las horas posteriores a la cena. ¿Acaso los auténticos amantes de los libros son gente nocturna, de la que sólo se atreve a salir cuando la oscuridad y el silencio y el fulgor de las luces cálidas induce irresistiblemente a la lectura? Ciertamente, la noche tiene una afinidad mística con la literatura y es extraño que los esquimales no hayan escrito grandes libros. Desde luego, para muchos de nosotros una noche del invierno ártico resultaría insoportable sin O. Henry o Stevenson. O, como Roger Mifflin declaraba durante su etapa de entusiasmo por Ambrose Bierce, las auténticas noctes ambrosianae son las noctes ambrose bierceianae.

Pero Roger cerraba puntualmente la librería a las diez en punto. A esa hora, en compañía de Bock (su perro color mostaza, bautizado así en honor a Bocaccio), hacía una ronda por el local, revisando que todo estuviera en su sitio; vaciaba los ceniceros, echaba la llave en la puerta principal y apagaba las luces. Entonces se retiraba a la trastienda, donde la señora Mifflin se hallaba por lo general tejiendo o leyendo. Ella ponía al fuego una olla de chocolate y antes de irse a la cama los dos esposos charlaban o leían durante media hora.

En ocasiones, Roger daba un paseo por Gissing Street antes de volver a la trastienda. Pasar todo el día entre libros tiene un efecto más bien agotador en la mente y a Mifflin le gustaba ver cómo el aire fresco barría las calles oscuras de Brooklyn mientras él meditaba sobre algo que había estado leyendo, acompañado en todo momento por Bock, que olisqueaba y trotaba de ese modo tan peculiar con el que trotan los perros viejos en la oscuridad.

Cuando la señora Mifflin no estaba en casa, sin embargo, la rutina de Roger era ligeramente diferente. Después de cerrar la tienda regresaba a su escritorio y, con aire furtivo y un tanto avergonzado, sacaba del fondo de un cajón una carpeta sucia que contenía un puñado de notas y un manuscrito. Aquél era su esqueleto en el armario, su pecado secreto. Eran los andamios de su libro, en el que había estado trabajando a lo largo de los últimos diez años, asignándole, tentativamente, diferentes títulos: Notas sobre literatura, La musa en muletas, Los libros y yo o Lo que todo joven librero debe saber. Había comenzado mucho tiempo atrás, en los días de su odisea como traficante rural de libros, con el título de Literatura entre granjeros, pero aquello acabó ramificándose hasta que (al menos por la cantidad) dio la impresión de que el mismísimo Ridpath tendría que proteger sus laureles de linóleo. En su estado presente, el manuscrito no tenía ni comienzo ni fin, pero sin duda había crecido desenfrenadamente por la mitad, con cientos y cientos de páginas llenas con la letra menuda de Roger. El capítulo sobre Ars Bibliopolae, o el arte de vender libros, según esperaba el autor, se convertiría en un clásico para las generaciones futuras de libreros. Sentado frente al desorden de su escritorio, acariciado por una cortina de humo de tabaco, Roger repasaba el manuscrito, comparando, interpolando, reescribiendo y luego consultando los volúmenes de sus estanterías. Bock rezongaba bajo la silla, y el cerebro de Roger empezaba a reverberar. Casi siempre acababa dormido sobre sus papeles para luego despertar sobresaltado, hacia las dos de la madrugada, hora en la que se arrastraba con gran irritación hasta su cama vacía.

Contamos todo esto sólo con el ánimo de explicar por qué Roger se estaba quedando dormido en su escritorio la noche en que Aubrey Gilbert lo visitó en su librería. Una corriente de aire frío pasó como un riachuelo de montaña sobre su cabeza calva y Roger se despertó. La tienda estaba a oscuras, salvo por la brillante luz eléctrica que alumbraba la mesa. Bock, cuyos hábitos eran más regulares que los de su amo, había regresado a la cocina, donde tenía su lecho, improvisado en la caja que alguna vez ocuparan los volúmenes de la Enciclopedia Británica.

«Qué raro», pensó Roger. «¿Habré olvidado cerrar la puerta?» Caminó hasta la entrada y encendió el grupo de lámparas que pendía del techo. La puerta estaba abierta, pero todo lo demás parecía normal. Bock, al escuchar sus pasos, trotó desde la cocina, sus pequeñas garras tamborileando sobre el suelo de madera. Luego miró a Roger con la actitud paciente y expectante de un perro acostumbrado a las excentricidades de su amo.

«Supongo que me estoy volviendo distraído», dijo Roger. «Debí de dejarla abierta.» Cerró la puerta y puso el pestillo. Entonces vio que el perro estaba olfateando la sección de historia, situada en la parte delantera de la tienda, a mano izquierda.

«¿Qué ocurre, viejo?», preguntó Roger. «¿Quieres algo para leer en la cama?» Encendió la luz de aquella sección. Todo parecía normal. Hasta que notó que un libro sobresalía un par de centímetros fuera de la uniforme hilera de lomos. Roger tenía la costumbre de alinear bien los libros, y casi todas las noches, a la hora de cerrar, solía pasar la mano por los lomos de los volúmenes para nivelar cualquier irregularidad provocada por los clientes poco cuidadosos. Estiró la mano con la intención de volver a poner el libro en su sitio, pero se detuvo en seco.

«Qué raro», pensó. «¡El Oliver Cromwell de Carlyle! La otra noche lo estuve buscando y no lo encontré cuando vino ese profesor a preguntar por él. Quizás estaba cansado y lo pasé por alto. Será mejor que me vaya a la cama.»

El día siguiente era una fecha especial. No sólo porque coincidía con Acción de Gracias y la reunión mensual del Club de la Mazorca, que se celebraría esa misma tarde, sino porque la señora Mifflin había prometido que aquel día volvería a casa desde Boston, a tiempo para hornear una tarta de chocolate para los libreros. Se decía que algunos de los miembros del club asistían religiosamente a las reuniones atraídos sobre todo por la tarta de chocolate de la señora Mifflin y el barril de sidra que su hermano, Andrew McGill, enviaba desde Sabine Farm cada otoño, y no tanto por las conversaciones literarias.

Roger se pasó toda la mañana limpiando la casa, preparando el regreso de su esposa. Sintió un poco de vergüenza al descubrir el revoltijo de migajas y cenizas de tabaco que se había acumulado en la alfombra del comedor. Se preparó un almuerzo frugal con chuletas de cordero y patatas asadas y se regocijó con un epigrama culinario que le vino a la mente: «Lo que importa no es la comida que comemos en sueños, sino las vituallas reales que nos llenan el buche cada día». Le pareció que aquello podía pulirse un poco y cambiar la sintaxis, pero percibió allí el germen de algo ingenioso. Roger tenía el hábito de elaborar esta clase de ideas cuando comía a solas.

Un rato después, mientras estaba atareado lavando los platos en el fregadero, se vio sorprendido por el contacto de dos competentes brazos que lo rodearon. Un delantal de guinga rosa le tapó toda la cabeza. «Mifflin», dijo su esposa, «¿cuántas veces tengo que decirte que te pongas el delantal cuando laves los platos?»

Se saludaron con la cariñosa y sentida simplicidad de quienes congenian en un matrimonio maduro. Helen Mifflin era una criatura más bien gorda y saludable, rebosante de buen humor e inteligencia, bien alimentada tanto de alma como de cuerpo. La mujer besó la cabeza calva de Roger, le puso el delantal envolviendo aquel cuerpecillo de gamba y se sentó en una butaca de la cocina a observar cómo su marido acababa de secar las tazas de porcelana. Sus mejillas estaban frías y rozagantes por el aire helado, su rostro despedía la serena satisfacción de quien ha pasado unos días en la confortable ciudad de Boston.

«Pues bien, querida», dijo Roger, «ahora sí se puede decir que es un Día de Acción de Gracias. Has vuelto del viaje tan oronda y rellenita como El libro de versos del hogar

«Me lo he pasado en grande», dijo ella, acariciando a Bock, que se había acercado a sus rodillas, embebido en la misteriosa y familiar fragancia con que los perros identifican a sus amigos humanos. «Ni siquiera he oído mencionar un solo libro en estas tres semanas. Ayer pasé por la librería Old Angle, sólo para saludar a Joe Jillings, quien diceque todos los libreros están locos pero que tú eres el más loco de todos. Quiere saber si ya estás en bancarrota.»

Los ojos azules de Roger centellearon. Colgó la última taza en la estantería de la porcelana y encendió su pipa antes de responder.

«¿Qué le has dicho?»

«Le dije que nuestra librería estaba encantada, cosa que supuestamente no forma parte de las condiciones habituales del negocio.»

«¡Te has atrevido! ¿Y qué te dijo Joe?»

«¡Encantada por dos locos! ¡Eso dijo!»

«Bueno», dijo Roger, «si la literatura cae en bancarrota estaré encantado de caer con ella. Hasta entonces seguiremos firmes. A propósito, pronto nos encantará con su presencia una distinguida damisela. ¿Recuerdas que te conté que el señor Chapman quiere enviarme a su hija para que trabaje en la librería? Bien, aquí está la carta que me llegó esta mañana.»

Escudriñó en el bolsillo y extrajo un papel que la señora Mifflin leyó en voz alta:

Querido Señor Mifflin:

Me complace mucho que usted y la señora Mifflin estén dispuestos a participar en el experimento de recibir a mi hija como aprendiz. Titania es una chica realmente encantadora y si conseguimos sacarle de la cabeza todas esas tonterías que aprendió en la escuela para señoritas, sin duda alguna se convertirá en una buena mujer. Ella ha tenido (por mi culpa, no por la suya) la desventaja de haber sido criada, o más bien, malcriada, con todos sus caprichos y deseos siempre satisfechos. Por gentileza con ella misma y con su futuro marido, si es que llega a casarse, quiero que aprenda lo que significa ganarse la vida. Tiene casi diecinueve años. Le he dicho que si hace el esfuerzo de trabajar en la librería durante un tiempo la llevaré de viaje a Europa por un año entero.

Como ya le he dicho, quiero que piense que de veras se está ganando su salario. Por supuesto, no quiero que la rutina sea demasiado dura para ella, pero sí que ella se haga una idea de lo que significa enfrentarse a la vida por cuenta propia. Si usted le paga diez dólares a la semana y deduce de ellos la manutención, yo le pagaré veinte dólares, en privado, por su amabilidad a la hora de asumir la responsabilidad de cuidarla y vigilar sus progresos junto a la señora Mifflin.

Mañana por la noche asistiré a la reunión del Club de la Mazorca y entonces podremos ultimar los detalles.

Por suerte, a Titania le encantan los libros y creo de veras que ella está ansiosa por comenzar esta aventura. Ayer, mientras hablaba con una amiga, oí que le decía que este invierno estaría encargada de no sé qué «labores literarias». Ésa es la clase de tonterías que quiero verla superar. Cuando la escuche decir que ha conseguido trabajo en una librería, entonces sabré que está curada.

Cordialmente,

George Chapman

«¿Y bien?», dijo Roger ante el silencio de la señora Mifflin. «¿No crees que puede ser interesante ver cómo reacciona una jovencita inocente ante los problemas de nuestra tranquila existencia?»

«¡Roger, eres un ingenuo!», gritó su esposa. «La vida dejará de ser tranquila con una chica de diecinueve años rondando por la librería. Podrás engañarte a ti mismo, pero a mí no me engañas. Una chica de diecinueve años no reacciona ante las cosas; antes bien, ¡explota! Las cosas no reaccionan en ninguna parte, salvo en Boston y en los laboratorios químicos. ¿Eres consciente de que estás metiendo una bomba de tiempo en el polvorín?»

Roger pareció dudar por un momento. «Recuerdo algo en La presa de Hermiston acerca de una chica que era un “artefacto explosivo”», dijo. «Pero no veo que pueda ocasionar ningún daño estando aquí. Ambos hemos demostrado ser inmunes a la fatiga en el combate. Lo peor que podría pasar es que ella se hiciera con mi ejemplar de Conversaciones hogareñas en la época de la Reina Isabel. Recuérdame que debo guardar ese libro bajo llave, por favor.»

Esta obra maestra secreta de Mark Twain era uno de los tesoros favoritos del librero. Ni siquiera a Helen le había permitido leerlo, si bien ella había juzgado atinadamente que no sería de su agrado y, aunque sabía perfectamente dónde lo guardaba Mifflin (junto a su póliza de seguros, algunos bonos del Estado, una carta firmada de Charles Spencer Chaplin y una fotografía de la propia Helen tomada durante la luna de miel), nunca había hecho el más mínimo intento de hojearlo.

«Bien», dijo Helen, «con o sin Titania, los señores de la Mazorca querrán su tarta de chocolate esta noche. Será mejor que me ponga manos a la obra. Sé bueno y lleva mi equipaje al piso de arriba, Roger.»

Una reunión de libreros es uno de esos cónclaves a los que vale la pena asistir. Los miembros de este antiguo gremio poseen consignas y maneras tan definidas y particulares como las de los estafadores profesionales o cualquier otro negocio. Suelen tener, si se me permite decirlo así, las cubiertas gastadas, pues se trata de hombres que renuncian al lucro mundano para perseguir una noble causa muy mal remunerada. Son quizás un poco amargados: una conducta humana de lo más apropiada para enfrentarse a los cielos inescrutables. El prolongado trato con los agentes comerciales de las editoriales ha avivado su suspicacia hacia los libros elogiados entre los platos de una copiosa cena. Cuando el agente comercial invita a cenar a un librero, no es raro que la conversación derive hacia la literatura sólo cuando quedan unos pocos guisantes en el plato. Pero, como dice Jerry Gladfist (que tiene una librería en la calle 38), los agentes comerciales están allí para satisfacer una profunda necesidad, pues de vez en cuanto invitan a una de esas cenas que ningún librero estaría dispuesto a permitirse.

«Bien, caballeros», dijo Roger una vez que los invitados se hubieron reunido en su pequeño gabinete, «es una tarde fría. Acercaos al fuego. Bebed toda la sidra que queráis. La tarta está sobre la mesa: mi esposa ha vuelto de Boston sólo para hacerla.»

«¡A la salud de la señora Mifflin!», dijo el señor Chapman, un hombre silencioso que tenía el hábito de escuchar atentamente a los demás. «Espero que no le importe ocuparse de la librería mientras nosotros celebramos esta reunión.»

«En absoluto», dijo Roger.

«Vi que ponían Tarzán de los monos en el cine de la calle Gissing», dijo Gladfist. «Grandiosa. ¿La habéis visto?»

«Prefiero leer El libro de la selva», dijo Roger.

«Me tenéis harto con ese discurso sobre la literatura», dijo Jerry en voz alta. «Un libro es un libro, incluso si el autor es Harold Bell Wright.»

«Un libro es un libro si uno lo disfruta», corrigió Meredith, de la gran librería de la Quinta Avenida.

«A mucha gente le gusta Harold Bell Wright, así como a muchos les gusta comer callos. Ambas cosas me harían mucho daño. Pero seamos tolerantes.»

«Su argumentación es una sucesión de non sequitur», dijo Jerry, inusualmente locuaz por efecto de la sidra.

«Eso es un golpe bajo», se burló Benson, comerciante de incunables y primeras ediciones.

«Lo que quiero decir», prosiguió Jerry, «es que no somos críticos literarios. No es nuestro negocio decidir lo que es bueno y lo que no. Nuestro trabajo simplemente consiste en suministrar al público los libros que quiere y cuando quiere. Cómo la gente llega a desear un libro no es asunto nuestro.»

«Dices que éste es el peor negocio del mundo», intervino Roger afectuosamente, «pero eres la clase de persona que lo echa a perder. ¿Opinas entonces que incrementar el apetito de la gente por los libros no tiene nada que ver con el trabajo?»

«Apetito es una palabra muy fuerte», dijo Jerry.

«En cuanto a libros se refiere, el público apenas es capaz de apreciar las dietas blandas. Los alimentos sólidos no le interesan. Si intentas obligar a un enfermo a engullir un roast beef acabarás matándolo. Deja que el público decida por sí solo y dale gracias a Dios cuando tienes ocasión de quedarte con algo de su dinero.»

«Vayamos a lo más básico», dijo Roger. «No tengo pruebas en las que…»

«Nunca las tienes», interrumpió Jerry.

«En todo caso apostaría a que el negocio ha hecho más dinero con el American Commonwealth de Bryce de lo que jamás podría hacer con todos los libros de Parson Wright juntos.»

«¿Y qué? ¿Por qué no quedarse con las dos opciones?»

Este careo inicial fue interrumpido por la llegada de otros dos invitados, a los que Roger entregó sendos vasos de sidra, les señaló la tarta y la cesta con pretzels y encendió su pipa. Los recién llegados eran Quincy y Fruehling; el primero era empleado en el departamento de libros de un enorme centro comercial y el segundo, propietario de una librería en el distrito judío de Grand Street (una de las librerías mejor surtidas de la ciudad, aunque poco conocida entre los amantes de los libros de la parte alta de la isla).

«Y bien», dijo Fruehling, con su barba espesa y sus brillantes ojos oscuros relumbrando encima de sus mejillas huesudas y frescas, «ponednos al tanto de la discusión.»

«Lo de siempre», dijo Gladfist, sonriendo. «Mifflin confunde la metafísica con la mercancía.»

MIFFLIN: «En absoluto. Sólo digo que es un buen negocio vender únicamente lo mejor».

GLADFIST: «Te equivocas de nuevo. Debes elegir tu stock de acuerdo a tus clientes. Pregúntale a Quincy. ¿Qué sentido tendría para él llenar sus estanterías con Maeterlinck y Shaw cuando la clientela del centro comercial quiere a Eleanor Porter y a Tarzán? ¿Acaso un tendero rural vende los mismos puros que aparecen en la carta de vinos de un hotel de la Quinta Avenida? Claro que no. Él ofrece los puros que le gustan a sus clientes, los puros a los que están acostumbrados. El negocio de los libros debe seguir las reglas ordinarias del comercio». Mifflin: «¡Al cuerno con las reglas ordinarias del comercio! Me instalé aquí, en la calle Gissing, justamente para escapar de ellas. Se me fundirían los plomos del cerebro si tuviera que ceder a las sucias estipulaciones de la oferta y la demanda. A mi entender, la oferta crea la demanda».

GLADFIST: «En todo caso, viejo amigo, todo el mundo tiene que ceder a la sucia y mezquina exigencia de ganarse la vida, a menos que tengas quien te financie».

BENSON: «Desde luego, mi línea de negocios no es estrictamente igual a la vuestra, pero en mi larga experiencia como vendedor de incunables he dado con una idea que podría serviros. El deseo del cliente de marcharse con su dinero suele ser inversamente proporcional al beneficio permanente que espera obtener de lo que compra».

MEREDITH: «Eso suena casi a John Stuart Mill».

BENSON: «Pero podría ser cierto. Cualquier parroquiano preferiría pagar mucho más por diversión que por un poco de cultura. Pensad en cómo un hombre puede soltar cinco pavos por un par de entradas para el teatro o gastarse dos dólares semanales en cigarrillos sin siquiera pensarlo. Pero dos o cinco dólares a cambio de un libro le parecen un auténtico atraco. El error que habéis cometido en la venta al por menor es intentar convencer a vuestros clientes de que los libros son artículos de primera necesidad. Hacedles creer que son bienes de lujo. ¡Eso los seducirá! La gente debe trabajar tan duro en esta vida que las necesidades le producen vergüenza. Un hombre preferirá mil veces usar un traje hasta dejarlo reducido a harapos antes que fumar un cigarrillo manoseado».

GLADFIST: «No está mal tu teoría. Aquí el amigo Mifflin dice que soy un cínico materialista, pero, rayos, creo que soy mucho más idealista que él. Yo no me paso el día haciendo propaganda, intentando engatusar a los pobres inocentes para que compren la clase de libro que yo creo que deberían leer. Cuando los veo allí tan indefensos, entrando a la librería sin la más mínima idea de lo que quieren o lo que vale la pena leer, me niego a aprovecharme de su fragilidad. En ese momento están a merced del vendedor y pueden llegar a comprar cualquier cosa que éste les recomiende. En cambio, el hombre honorable, de espíritu elevado (es decir, como yo mismo), se precia de no encandilarlos con ninguna cosa llamativa sólo porque crea que deben leerla. Dejad que los incautos deambulen y agarren lo que puedan. Dejad que la selección natural haga su trabajo. A mí me parece fascinante observarlos, ver su indefensión a flor de piel y estudiar la extraña manera que tienen de elegir. Casi siempre compran un libro bien porque les parece que la cubierta es atractiva, bien porque cuesta un dólar con quince centavos en lugar de un dólar con treinta; o porque dicen que leyeron una reseña. La tal reseña a menudo resulta ser un anuncio. Creo que uno de cada mil clientes debe de saber cuál es la diferencia entre una y otro».

MIFFLIN: «¡Vuestra doctrina es cruel, abyecta y falsa! ¿Qué pensarías de un médico que, al ver a un grupo de personas con una enfermedad tratable se negara a aliviar sus sufrimientos?»

GLADFIST: «Sus sufrimientos (como tú los llamas) no son nada comparados con lo que serían los míos si tuviera mis estanterías atestadas de libros que nadie quisiera comprar, salvo dos o tres esnobs. ¿Qué pensarías de un público abyecto que pasara día tras día frente a mi tienda, dejando a su cultivado propietario morir de hambre?».

MIFFLIN: «Tu enfermedad, Jerry, es que te consideras a ti mismo como un simple comerciante. Lo que trato de decirte es que el librero presta un servicio público. Debería tener una pensión del Estado. La honorabilidad de la profesión debería obligar al librero a hacer todo lo posible por divulgar los buenos libros».

QUINCY: «Creo que olvidáis hasta qué punto los que vendemos libros nuevos estamos a merced de los editores. Tenemos que tener en stock las novedades, a pesar de que la mayoría es sólo basura. Por qué tanta basura sólo Dios lo sabe, pues casi ninguno de esos libros idiotas se vende».

MIFFLIN: «¡Oh, he ahí un misterio, ciertamente! Aunque tengo una buena explicación. En primer lugar, el material de buena calidad no abunda. En segundo lugar, la ignorancia de los editores, muchos de los cuales no son capaces de distinguir un buen libro de uno malo. Es un asunto de flagrante negligencia en la selección de lo que publican. Una gran fábrica de medicamentos o un fabricante de mermelada gastan enormes sumas de dinero en estudios químicos para analizar los ingredientes que se usarán en sus medicinas o en hacer acopio y selección de la fruta. Y aun así todos me dicen que la sección más importante de una editorial, el acopio y selección de manuscritos, es la menos apreciada y la peor remunerada. Una vez conocí a un lector de una editorial: era un chico recién salido de la universidad que no podía distinguir un libro de la insignia de una fraternidad. Si una fábrica de mermelada contrata a un químico experimentado, ¿por qué un editor no cree conveniente contratar a un experto analista de libros? Hay unos cuantos por ahí. Mirad al tipo que lleva la sección de libros del Pacific Monthly, por ejemplo. Ése sí que sabe».

CHAPMAN: «Creo que exagera el valor de esos expertos. Suelen ser unos faroleros. Una vez tuvimos uno en la fábrica y hasta donde pude ver nunca se enteró de nada, salvo cuando empezamos a perder dinero».

MIFFLIN: «Según he podido observar a lo largo de mi vida, hacer dinero es la cosa más fácil del mundo. Todo lo que hay que hacer es ofrecer un producto honesto, algo que los demás necesiten. Luego hay que mostrarles que uno lo tiene y enseñarles que lo necesitan. Derribarán tu puerta, ansiosos por conseguirlo. Pero si empiezas a darles lingotes de oro, si empiezas a venderles libros construidos como un edificio de apartamentos, todo mármol en la fachada y ladrillo por detrás, estarás cortando tu propio cuello o tu propio bolsillo, lo que vendría a ser lo mismo».

MEREDITH: «Creo que Mifflin tiene razón. Ya sabéis qué clase de librería es la nuestra: la típica tienda de la Quinta Avenida, fachada reluciente y plateada y columnas de mármol que brillan con la luz indirecta como abedules bajo la luna. Cada día vendemos cientos de dólares en fruslerías, que es lo que la gente pide. Pero sin duda lo hacemos a regañadientes. En nuestra librería es común que se desprecie a los clientes llamándolos bobos, pero la verdad es que, en el fondo, esta gente quiere buenos libros, sólo que esas pobres almas no saben cómo conseguirlos. Sin embargo, Jerry no deja de tener algo de razón. Disfruto diez veces más cuando logro vender un ejemplar de El deleite de coleccionar libros, de Newton, que cuando vendo un ejemplar de, digamos, Tarzán; pero es un mal negocio imponer nuestros gustos privados entre los clientes. Lo único que se puede hacer es lanzarles pistas con mucho tacto, si se da la ocasión, para que elijan lo que vale la pena».

QUINCY: «Eso me recuerda algo que ocurrió el otro día en nuestro departamento de libros. Entró una chica elegante y dijo que había olvidado el título del libro que quería; sólo sabía que trataba de un joven criado por unos monjes. Me quedé perplejo. Le enseñé El claustro y el hogar, Campanas del monasterio, Leyendas de las órdenes monásticas y varios más, pero ninguno le sonaba. Entonces una de las vendedoras oyó nuestra conversación y lo adivinó de inmediato. Por supuesto era Tarzán».

MIFFLIN: «Eres un simple. Perdiste la ocasión de presentarle a Mowgli y a los bandarlog».

QUINCY: «Tienes razón. No lo había pensado».

MIFFLIN: «Me gustaría daros algunas ideas sobre la publicidad. Hace unos días vino a verme un joven de una agencia que quería convencerme para poner anuncios en los periódicos. ¿A alguno de vosotros le parece rentable?».

FRUEHLIN: «Claro, pero depende de para quién. La cuestión es si resulta rentable para el que paga el anuncio».

MEREDITH: «¿Qué quieres decir?»

FRUEHLIN: «¿Alguna vez habéis pensado en el problema de lo que yo llamo publicidad tangencial? Me refiero a la publicidad que beneficia más a tu competidor que a ti mismo. Un ejemplo: en la Sexta Avenida hay una estupenda tienda de delicatessen, una tienda más bien cara. Bajo la llamativa luz del escaparate siempre encuentras un gran surtido de todas las confituras y delicias imaginables. Al pasar por delante de la tienda uno no puede evitar babear. Entonces, decides comer algo. Pero no allí, ¡de ningún modo! Caminas un poco más por la misma calle y entras al Automat o al Crystal Lunch. El compañero de la tienda de delicatessen paga el elevado precio de ese hermoso escaparate, pero son los otros quienes se benefician de él. Pasa lo mismo en nuestro negocio. Vivo en un distrito obrero, donde la gente no puede permitirse pagar sino los mejores libros (Meredith me dará la razón si digo que sólo los ricos pueden mantener a los pobres). La gente lee los anuncios en los periódicos y las revistas, anuncios pagados por librerías como la de Meredith, y luego vienen a la mía a comprarlos. Creo en la publicidad, pero mi política es que los demás paguen los anuncios».

MIFFLIN: «Supongo entonces que tal vez seguiré aprovechándome de los anuncios de Meredith. No había pensado en eso. Aunque creo que algún día pondré un pequeño anuncio en el periódico, una cosa pequeña y discreta que diga: El Parnaso en casa. Buenos libros. Compraventa. Esta librería está encantada. Será divertido ver qué efecto tiene».

QUINCY: «En la sección de libros de una tienda por departamentos no hay muchas opciones de beneficiarse de esa publicidad tangencial, como la llama Fruehling. Cuando el buitre encargado de la decoración de interiores pone unos pocos ejemplares de un Kipling encuadernado en hule prensado o un ejemplar de Historias de Knock-Kneed en el escaparate para exhibir un tocador Luis XVIII, la disposición del espacio va en contra de los intereses de nuestra sección. El verano pasado me pidió algo de ese tal Richard Madner o no sé qué, con la intención de poner un detalle atractivo en un arreglo de muebles para porches. Pensaba que se trataría de las óperas de Richard Wagner, así que empecé a buscarlas. Luego me di cuenta de que se refería a Ring Lardner».

GLADFIST: «Ése es el asunto. No me cansaré de decirte que el trabajo de librero es imposible para cualquier hombre que ame la literatura. ¿Cuándo ha hecho algún librero una auténtica contribución a la felicidad del mundo?».

MIFFLIN: «El padre del doctor Johnson era librero».

GLADFIST: «Sí, y no tenía dinero para costear la educación de Samuel».

FRUEHLIN: «Existe otro tipo de publicidad tangencial que me interesa. Tomad, por ejemplo, una pintura de Coles Philips para alguna marca de medias de seda. Por supuesto, el foco de atención de la imagen está puesto en las medias de la hermosa chica; pero siempre hay algo más, un automóvil o una casa de campo o una silla Morris o un parasol, de modo que el anuncio resulta efectivo no sólo para las medias sino también para el resto de cosas. De vez en cuando Phillips pone libros en sus pinturas, cosa que espero beneficie al negocio del libro en la Quinta Avenida. Un libro que se ajuste al espíritu tan bien como una media de seda se ajusta a una pantorrilla es una venta segura».

MIFFLIN: «Sois todos unos burdos materialistas. Os lo digo de verdad, los libros son depósitos del espíritu humano, que es lo único en este mundo que permanece. Esto dijo Shakespeare: Ni el mármol ni el áureo monumento de los príncipes / perdurará como este poderoso verso. Por los huesos de los Hohenzollern, ¡tenía toda la razón! ¡Pero, esperad un momento! Hay algo en el Cromwell de Carlyle que acabo de recordar».

Excitado, Mifflin salió corriendo del despacho y los miembros del Club de la Mazorca se sonrieron unos a otros. Gladfist limpió su pipa y se sirvió otro vaso de sidra. «No se puede resistir a su hobby», se burló. «Me encanta atormentarlo.»

«Hablando del Cromwell», dijo Fruehling, «ése es un libro que nadie suele pedirme. Pero el otro día vino un caballero preguntando por un ejemplar y para mi disgusto no tenía ninguno. Me precio de tener esa clase de cosas en stock, así que llamé a Brentano para ver si podía dejarme uno: me dijeron que acababan de vender el único que les quedaba. ¡Alguien debe de estar promoviendo la obra de Thomas! Quizás lo citan en Tarzán o alguno ha comprado los derechos para el cine.»

Mifflin volvió a entrar, con aspecto más bien abatido.

«Algo raro está ocurriendo», dijo. «Tenía la total certeza de que ese ejemplar del Cromwell estaba en la estantería porque lo vi allí anoche. Y ahora no está.»

«Es algo típico», dijo Quincy. «Ya sabéis que algunos clientes de las librerías de segunda mano, cuando se encaprichan con algún libro pero no tienen manera de comprarlo, lo esconden en alguna otra estantería con la esperanza de que sólo ellos puedan encontrarlo después. Es muy probable que alguien haya hecho eso con su ejemplar del Cromwell

«Tal vez, aunque lo dudo», dijo Mifflin. «La señora Mifflin dice que ella no lo ha vendido. La he despertado para preguntárselo. Se había quedado dormida tejiendo en el escritorio. Supongo que está cansada después del viaje.»

«Lástima. Quería oír la cita de Carlyle», dijo Benson. «¿Qué decía, más o menos?»

«Creo que la tengo anotada en un cuaderno», dijo Roger, buscando en una estantería. «Sí, aquí la tengo.» Y leyó en voz alta: «Las obras de los hombres, así estén enterradas bajo una montaña de guano e indignos excrementos, jamás perecen, no pueden perecer. Cuanto de Heroísmo y Vida Eterna hay en el hombre y en su vida se añade con gran exactitud a las Eternidades y perdura para siempre como una nueva porción divina de la Suma de las Cosas... Ahora bien, amigos míos, el librero es una de las claves en esa máquina sumatoria universal, pues colabora en la polinización entre hombres y libros. El deleite que obtiene con su vocación no necesita estímulo alguno, ni siquiera unas hermosas pantorrillas pintadas por Coles Phillips.»

«Roger, querido amigo», dijo Gladfist, «tu inocente entusiasmo me recuerda la historia favorita de Tom Daly sobre el cura irlandés que reprende a su rebaño por su afición al whisky. El whisky, decía, es el azote de esta congregación. El whisky, que le roba al hombre el seso. El whisky, que os empuja a disparar contra vuestros patrones… ¡pero sin dar en el blanco! Así, pues, mi querido Roger, tu entusiasmo te empuja a disparar contra la verdad pero ni siquiera te acercas al objetivo.»

«Jerry», dijo Roger, «eres como el árbol del upas.

¡Hasta tu sombra es venenosa!»

«En fin, caballeros», dijo el señor Chapman, «la señora Mifflin estará deseosa de que la releven en su puesto. Propongo que demos por concluida la sesión. Sus conversaciones son siempre deliciosas, aunque a veces me queda un poco de duda respecto a las conclusiones. Mi hija va a convertirse en librera, así que estaré pendiente de sus opiniones acerca del negocio.»

Mientras los invitados atravesaban la librería rumbo a la puerta, el señor Chapman llevó a Roger a un lado. «¿Seguimos adelante con la idea de enviarle a Titania?», preguntó.

«Por supuesto», dijo Roger. «¿Para cuándo?»

«¿Mañana le parece demasiado pronto?»

«Cuanto antes mejor. Tenemos un pequeño cuarto en la planta de arriba. Pienso amueblarlo especialmente para ella. Envíela mañana por la tarde.»

La librería encantada

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