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CAPÍTULO III LLEGA TITANIA
ОглавлениеLa primera pipa después del desayuno es un rito de cierta importancia para los fumadores inveterados, así que Roger aplicaba la llama con esmero a la boca de la pipa, al pie de las escaleras. Soltó una enorme bocanada de humo apestoso y azul que caracoleó a su paso mientras subía los peldaños, la mente trabajando ansiosamente en la agradable tarea de acondicionar el cuarto vacío para la nueva empleada. Luego, en lo alto de la escalera, se dio cuenta de que se le había apagado la pipa. «Esto de llenar y vaciar la pipa, encenderla una y otra vez», pensó, «parece quitarles mucho tiempo a los asuntos verdaderamente importantes. Ahora que lo pienso, casi toda la vida se va en fumar, en ensuciar platos y lavarlos, en hablar y escuchar a los demás hablar…»
Esta teoría le pareció tan atinada que volvió a bajar las escaleras para contársela a la señora Mifflin.
«Vete de una vez a arreglar ese cuarto», dijo ella, «y no intentes obsequiarme con elucubraciones peregrinas a estas horas de la mañana. Las amas de casa no tienen tiempo para filosofar después del desayuno.»
Roger se divirtió preparando el cuarto de huéspedes para la nueva ayudante. Era una habitación pequeña en la parte trasera de la segunda planta, y daba a un pasillo que comunicaba, a través de una puerta, con la galería de la tienda. Dos pequeñas ventanas dejaban ver el modesto paisaje de tejados de aquella zona de Brooklyn, edificios que albergaban tantos corazones valientes, tantos cochecitos de bebé, tantas tazas de pésimo café y tantas cajas de ciruelas Chapman.
«¡Por cierto», gritó Mifflin bajando por las escaleras, «será mejor que compremos unas ciruelas para la cena de esta noche, como un homenaje a la señorita Chapman!»
La señora Mifflin se contuvo en un silencio cargado de humor.
Tras abrir las cortinas de muselina recién planchadas que la señora Mifflin había puesto en el cuarto, en medio de las evasivas, los vivaces ojos del librero captaron una vista parcial de la bahía, con sus ferris de carga que comunicaban Staten Island con la civilización. «Un leve toque romántico en las vistas», pensó. «Esto bastará para que una jovencita displicente se haga consciente de los sinsabores de la existencia.»
El cuarto, como era de esperar en una casa gobernada por Helen Mifflin, se hallaba en perfecto orden, listo para recibir a cualquier visitante, pero Roger se había propuesto dotarlo de una disposición psicológica que, pensaba él, ejercería una influencia benéfica en el descarriado espíritu juvenil de la futura huésped. Idealista incurable, Roger había asumido con extrema gravedad su papel de anfitrión y jefe de la hija del señor Chapman. Ningún submarino Nautilus brindaría una mejor oportunidad para expandir las tiernas mansiones del espíritu. Además de la cama, había una estantería y una lámpara de lectura. El problema aún por resolver para Roger era qué libros y pinturas serían los adecuados guías espirituales en este caso. Para secreto regocijo de la señora Mifflin, Roger había descolgado el retrato de Sir Galahad que ocupara una de las paredes del cuarto, pues, como él decía, si Sir Galahad viviera hoy en día seguramente sería librero. «Y no queremos que recree su imaginación con jóvenes Galahads», había dicho en el desayuno. «Eso la conduciría a un matrimonio prematuro. Lo que quiero es poner una o dos buenas pinturas que representen a hombres reales que en su tiempo fueran tan encantadores que, a su lado, los jóvenes de hoy en día resulten a los ojos de la chica más bien insípidos y mezquinos. De ese modo entrará en conflicto con la generación actual de jóvenes y entonces habrá ocasión de introducirla realmente en el negocio de los libros.»
Así pues, Roger había pasado algún tiempo rebuscando en una papelera en la que guardaba fotos y retratos de autores famosos que los «publicistas» de las editoriales le regalaban a puñados. Después de pensarlo bien descartó los prometedores grabados de Harold Bell Wright y Stephen Leacock y eligió imágenes de Shelley, Anthony Trollope, Robert Louis Stevenson y Robert Burns. Luego, habiéndolo meditado un poco más, decidió que ni Shelley ni Burns encajarían bien en el cuarto de una jovencita y los dejó a un lado, reemplazándolos por un retrato de Samuel Butler. A estas imágenes añadió un texto enmarcado por el cual sentía gran aprecio y que tenía colgado encima de su propio escritorio. Lo había recortado con gran deleite de un número de la revista Life. El texto, titulado «Sobre la devolución de un libro prestado a un amigo», decía:
Agradezco humilde y sinceramente la devolución de este libro que, tras sobrevivir a los peligros de la biblioteca de mi amigo y de las bibliotecas de los amigos de mi amigo, regresa ahora a mí, sano y salvo, en condiciones razonablemente aceptables.
Agradezco humilde y sinceramente que mi amigo no le diera este libro a su hijo como si fuera un juguete ni lo usara como cenicero para sus puros, ni para afilar los dientes de su mastín.
Cuando presté este libro lo di por perdido: me resigné a la amargura de verlo partir para siempre: nunca pensé que volvería a ver sus páginas.
¡Pero ahora que mi libro me ha sido devuelto, me siento pletórico de regocijo y gratitud! Traedme aquí al gordo marroquinero para reencuadernar el volumen y ponerlo en su lugar de honor en mis estanterías: pues mi libro prestado me ha sido devuelto. Ahora, por lo tanto, tendré que devolver algunos de los libros que yo mismo he tomado prestados.
«¡Eso es!», pensó. «Esto le proporcionará los primeros elementos sobre la ética de los libros.»
Una vez que hubo terminado de decorar las paredes, pasó a considerar qué libros debía poner en la estantería junto a la cama.
Ésta era una cuestión que merecía la más amena de las discusiones. Algunas autoridades sostienen que los libros adecuados para un cuarto de huéspedes son aquellos que poseen una cualidad soporífera que induce al reposo instantáneo e indoloro. Dicha escuela recomienda La riqueza de las naciones, Roma en tiempos de los césares, El anuario del estadista, algunas novelas de Henry James y Las cartas de la Reina Victoria (en tres volúmenes). Es plausible argüir que esta clase de libros no se pueden leer (tarde en la noche) más que durante unos pocos minutos cada vez y que suministran útiles fragmentos de información.
Otra vertiente recomienda como lectura de cama los relatos y volúmenes de breves anécdotas, textos rápidos y asombrosos que lo mantengan a uno despierto durante un rato, pero que al final proporcionen al lector un sueño aún más dulce. Incluso las historias de fantasmas y de terror se encuentran entre las recomendaciones de estos expertos. Dicha clase de lectura incluye autores como O. Henry, Bret Harte, Leonard Merrick, Ambrose Bierce,
W. W. Jacobs, Daudet, De Maupassant y, tal vez incluso, En un tren lento a través de Arkansas, ese plañidero clásico ferroviario del cual su autor, Thomas W. Jackson, afirmaba: «Se venderá para siempre y mil años después». A ello habría que añadir otra embestida contra la inteligencia humana, Soy de Texas, nadie puede dominarme, del cual su autor afirmó: «Es como un huevo duro, invencible». Hay otros libros del señor Jackson cuyos títulos no recuerdo pero de los cuales el autor dijo: «Son dinamita contra la tristeza».
Nada solía irritar tanto a Mifflin como que alguien entrara en su librería a preguntar por estos títulos. Su cuñado, el escritor Andrew McGill, le regaló por Navidad (sólo para irritarlo) un ejemplar de En un tren lento a través de Arkansas, suntuosamente encuadernado en lo que se conoce en la jerga del negocio como «espuma color gris paloma». Roger contraatacó enviándole a Andrew (para su siguiente cumpleaños) dos volúmenes de Brann, el iconoclasta, encuadernado en lo que Robert Cortes Holliday llama «relieve piel de sapo». Pero eso no tiene nada que ver con esta historia.
Roger dedicó las apacibles horas de la mañana a considerar qué debía haber en las estanterías de la señorita Titania. Helen lo llamó varias veces para que bajara a ayudarla en la librería, pero él seguía allí, sentado en el suelo, ajeno al entumecimiento de sus pantorrillas, hojeando los libros que había subido a la segunda planta para una criba final. «Será un gran privilegio», se dijo, «tener un espíritu joven con el cual experimentar. Pues mi esposa, deliciosa criatura donde las haya, era claramente, en fin, una mujer madura cuando tuve la buena fortuna de conocerla; nunca he tenido ocasión cabal de supervisar sus procesos mentales. Pero esta señorita Chapman llegará a nosotros totalmente iletrada. Su padre dijo que había asistido a una escuela para señoritas distinguidas: ésa es, con toda seguridad, una garantía de que los delicados zarcillos de su espíritu están aún por germinar. La pondré a prueba (sin que ella se dé cuenta) con los libros que voy a dejar aquí; esto es, observando a qué libros responde, sabré cómo proceder. También sería provechoso cerrar la librería un día a la semana para darle algunas breves lecciones sobre literatura. ¡Maravilloso! Veamos: por ejemplo, una pequeña serie de charlas sobre el desarrollo de la novela inglesa, empezando con Tom Jones… Eso podría estar bien. Al fin y al cabo, siempre he querido ser maestro… Ésta parece una buena oportunidad para empezar. Podríamos invitar a algunos de los vecinos para que envíen a sus hijos una vez a la semana y así crear una pequeña escuela. ¡Causeries du lundi, ni más ni menos! Quién sabe, podría convertirme en el SainteBeuve de Brooklyn.»
Por su mente pasó una visión fugaz de recortes de prensa: «Este notable estudioso de las letras, que oculta sus brillantes facultades bajo una existencia sencilla como propietario de una librería de segunda mano, ha sido reconocido como el…».
«¡Roger!», lo llamó la señora Mifflin desde la planta baja. «¡Ven aquí! Alguien pregunta si tienes números antiguos de Cuentos de espuma.»
Después de despachar al intruso, Roger regresó a sus meditaciones. «Esta selección», pensó «es, desde luego, sólo tentativa. Servirá como prueba preliminar para ver qué clase de cosas le interesan. Primero: su nombre alude por supuesto a Shakespeare y a los isabelinos. Es un nombre formidable, Titania Chapman: ¡parece que las ciruelas tienen grandes virtudes! Empecemos con un libro de Christopher Marlowe. Luego Keats, supongo: toda persona joven debería estremecerse con La víspera de Santa Inés en una fría noche de invierno. En Bemerton, sin duda, porque es una historia de librería. El abecedario del Tribune, de Eugene Field, para ver cuánto sentido del humor tiene. Y Archy, claro, por el mismo motivo. Voy a buscar el libro de recortes de Archy.»
Cabe explicar que Roger era un entusiasta admirador de Don Marquis, el humorista del Evening Sun de Nueva York. El señor Marquis había vivido en Brooklyn y el librero no se cansaba de decir que era el autor más eminente que había pisado la villa desde los tiempos de Walt Whitman. Archy, la cucaracha imaginaria que el señor Marquis utilizaba como vehículo de sus estupendos chistes, hacía las delicias de Roger, que había reunido los recortes de la historieta en un volumen; un abultado tomo que extrajo del escondite secreto del escritorio donde guardaba sus tesoros más preciados. Roger repasó algunas de las historietas y la señora Mifflin escuchó sus agudas carcajadas.
«¿Se puede saber qué te pasa?», preguntó ella.
«Es Archy», dijo y empezó a leer en voz alta: «En una bodega de la ciudad, en la parte baja, / dos viejos vagos bebiendo whisky se hallaban. / Raídas sus ropas, llenos de polvo el pelo y la barba. / Al que tenía abrigo, zapatos casi no le quedaban. / Por las calles los tranvías pasaban / llenos de gente feliz que por Navidad volvía a casa. / Los cazadores, en el monte, disparaban; / grandes barcos por el istmo cruzaban. / Una chiquilla entró en la bodega para besar a su abuelo, / tan pequeña que apenas balbuceaba, / diciendo dame un beso, abuelo, besa a tu nietecita. / Pero el viejo respondió que de la botella le daba. / Afuera los copos de nieve flotaban, / y en la mar los barcos repletos de marinos se alejaban. / El pequeño ángel no dijo más palabra / mientras su abuelo, entre risas, / al demonio de los ebrios invocaba. / En voz alta habló el otro viejo, tan raído, tan ajado, / con lágrimas que, por su cara, de común viciosa, rodaban: / Ella, a sus padres, que se rompen el lomo, ama. / Hermano mío, me temo que has cruzado la raya. / Ha venido a verte con sus mejores harapos / y un ramillete navideño del jardín de su madre / después de que el Hudson, por un túnel, atravesara. / ¿Es que acaso el ron te ha echado a perder las entrañas?»
«No me hace ninguna gracia», dijo la señora Mifflin. «Pobre corderito, me parece terrible.»
«Pero hay más», gritó Roger y cuando se disponía a continuar leyendo, Helen dijo: «No, no más, gracias. Debería haber multas para semejante uso de la métrica. Me voy al mercado. Si suena la campana tendrás que venir tú a atender a los clientes.» Roger añadió el tomo de Archy a la estantería de la señorita Titania y continuó revisando los li-
bros que había reunido.
«El negro del Narciso», pensó, «pues aunque no lea toda la historia quizás lea el prefacio, que perdurará más que el mármol y los monumentos a los príncipes. Los Cuentos de Navidad de Dickens, para presentarle a la señora Lirriper, la reina de las caseras. Los editores me dirán que Norfolk Street, Strand, es famosa por el conocido agente literario que tiene su despacho allí, pero me pregunto cuántos de ellos sabrán que era allí donde la señora Lirriper tenía su inmortal morada. Los cuadernos de Samuel Butler, sólo para darle un meneo intelectual. La caja equivocada, porque es la mejor farsa escrita en lengua inglesa. Viajes con un burro, para enseñarle lo que es escribir bien. Los cuatro jinetes del Apocalipsis, para que aprenda a apiadarse de los padecimientos humanos… aunque… un momento: es un libro demasiado largo para una jovencita. Supongo que será mejor no incluirlo y ver qué más tenemos por aquí. Algunos catálogos del señor Mosher: ¡muy bien! Le enseñarán el verdadero espíritu de lo que los amantes de los libros llaman bibliodicha. Papeles del bastón, sí, claro, todavía quedan algunos buenos ensayistas. Algunos números encuadernados de The Publishers Weekly: una buena ración de asuntos de negocios. Los chicos de Jo, en caso de que necesite relajarse un poco. Versos de la antigua Roma y poemas de Austin Dobson para mostrarle lo que es la buena poesía. Me pregunto si todavía en las escuelas se leen los Versos de la antigua Roma. Tengo el horrible presentimiento de que hoy a los chicos sólo les enseñan la batalla de los Salamis y los brutales soldados del 76. Y ahora vamos a ponernos excepcionalmente sutiles: pondremos uno de Robert Chambers para ver si cae en la tentación.» Observó la estantería con orgullo. «No está mal», pensó. «Sólo añadiré éste de Leonard Merrick, Susurros femeninos, para divertirla. Apuesto a que el título le producirá curiosidad. Helen seguramente me dirá que debo incluir la Biblia, pero voy a omitirla a propósito para ver si la chica la echa en falta.» Con típica curiosidad masculina, Roger abrió los cajones del tocador para ver qué había puesto su esposa en ellos y descubrió con agrado una pequeña bolsa de tela rellena de lavanda que perfumaba sutilmente el interior de cada compartimento. «Estupendo», dijo. «¡Realmente estupendo! Lo único que falta es un cenicero. Si la señorita Titania es una de esas chicas modernas, eso será lo primero que pida. Y tal vez un ejemplar de los poemas de Ezra Pound.
Espero que no sea de ésas a las que Helen llama bolcheviciosas.»
Ciertamente no había nada de bolchevique en la reluciente limusina que se detuvo en la esquina de Gissing y Swinburne a primeras horas de aquella tarde. Un chófer de librea verde abrió la puerta, sacó una maleta de fino cuero marrón y le ofreció una mano respetuosa a la visión que surgió de las profundidades de la tapicería color lila.
«¿Dónde quiere que deje su maleta, señorita?»
«Me temo que es aquí donde nos despedimos», respondió la señorita Titania. «No quiero que sepas mi dirección, Edwards. Algunas de mis alocadas amigas podrían sonsacártela y no quiero que vengan aquí a molestarme... Estaré muy ocupada con la literatura. Seguiré a pie.»
Edwards se despidió con una sonrisa (el chófer idolatraba a la joven heredera) y se puso de nuevo al volante.
«Sólo hay algo que quiero que hagas por mí», dijo Titania, «llama a mi padre y dile que estoy en el trabajo.»
«Sí, señorita», respondió Edwards, que habría empotrado la limusina contra un camión del gobierno si ella se lo hubiera ordenado.
La pequeña mano enguantada de la señorita Chapman sujetaba un llamativo bolso, atado a su muñeca con una fina cadena dorada. Sacó una moneda de cinco centavos (una moneda que, como era habitual, brilló intensamente entre sus dedos) y se la entregó con gesto grave al chófer. Se despidió de él con la misma gravedad, y el coche, después de atravesar los solemnes arcos de la calle, se perdió a toda velocidad por Thackeray Boulevard.
Tras asegurarse de que Edwards se había marchado definitivamente, giró por Gissing Street a paso ligero y con actitud vigilante.
Un niño le gritó: «¿La ayudo con la maleta, señorita?». Y cuando estaba a punto de aceptar recordó que su salario era de apenas diez dólares semanales: prefirió espantar al chico con un gesto de la mano.
Nuestros lectores se molestarían con razón si no ofreciéramos una descripción de la jovencita, así que aprovecharemos la duración de su trayecto por Gissing Street para tal propósito.