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Un mito que divide aguas

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Sabemos que los condicionamientos culturales han tenido siempre un peso enorme en la construcción del aparato psíquico de los individuos y de los valores que debían regir la vida de las comunidades. La fuerza de los mandatos suele ser tan poderosa que en ocasiones logra frenar el cauce original de la naturaleza y cabe señalar que en el tema puntual que nos ocupa ha contribuido enormemente a construir una creencia que ha circulado en forma de mito y ha dividido las aguas entre los géneros. Me refiero a la creencia bastante difundida que podría sintetizarse de la siguiente manera: los hombres «necesitan» ejercer su sexualidad durante toda la vida porque eso forma parte de su naturaleza mientras el goce de las mujeres reside en la maternidad. Por lo tanto se insiste en sostener que la «naturaleza femenina» pone fin a su sexualidad con la menopausia. No son pocas las comunidades, en especial aquellas construidas sobre la base de las religiones monoteístas, que legitiman el ejercicio de la sexualidad —y casi lo imponen— a los varones de la especie humana mientras lo desautorizan en las mujeres y hasta lo condenan con penas que van desde la inoculación del sentimiento de culpabilidad —que cataloga como pecado el disfrute sexual— pasando por la descalificación social y la marginación encubierta en la prostitución hasta la muerte por lapidación.

Quienes han transitado varias décadas saben que mientras se tenga salud, la vida continúa y también continúa la sexualidad, aun cuando en ocasiones —y por distintas circunstancias de la vida— algunas mujeres puedan haber llegado a pensar que la sexualidad llega a su fin junto con la menopausia, que ya es tiempo de retirada o simplemente que el panorama con que cuentan a su alrededor no tiene ningún atractivo, con lo cual suelen arribar a una rápida y fácil conclusión: que el entusiasmo y disfrute de «otros tiempos» pertenece al pasado porque su propia naturaleza ha dado por concluido el ciclo de disfrute sexual. Sin embargo, estas conclusiones que muy a menudo suelen ser sostenidas por no pocas mujeres —y en ocasiones hasta defendidas con fuerza alegando motivos «naturales»— chocan con los comentarios de muchas otras que se animan a compartir en voz alta sus propias experiencias y que, como veremos, poco tienen que ver con darse por vencidas frente al disfrute sexual. Veamos algunos de estos comentarios que son muy elocuentes:

Estaba como retirada porque cuando me separé me dediqué a trabajar y mantener a mis hijos, no me di tiempo para otra pareja ni tampoco para relaciones circunstanciales. Ahora apareció alguien que me entusiasmó y tuve una experiencia sexual maravillosa. Me sentí como en mi juventud. Quedé asombradísima porque pensé que a mi edad ya no tenía entusiasmo ni gran sensibilidad. Pero fue todo lo contrario. Él era habilidoso, me dio tiempo, disfrutamos de muchos tipos de caricias y llegué a un orgasmo maravilloso. Ya me había olvidado de cómo era. Me di cuenta que mi falta de interés no era porque ya no me gustara el sexo sino porque la experiencia matrimonial me había aburrido mucho. Llegué a creer que todos los hombres eran iguales, con poca inventiva, pendientes de su propia satisfacción y desinteresados por lo que yo sentía o necesitaba.


El amante que tuve después de los sesenta me hizo reencontrar con mis necesidades sexuales que se habían adormecido con el cuidado de los hijos y la atención de los nietos. Con sorpresa descubrí que se me había amortiguado el llamado de la selva y yo no me había dado cuenta.


Uno de los primeros impactos que producen estos comentarios es constatar que son las propias mujeres las que se sorprenden al descubrir que la ausencia de deseo no se debe a un «ciclo natural» sino que simplemente estaba adormecido por falta de estímulos apropiados. No son pocas las que quedan «enredadas» en las múltiples y complejas redes de la cotidianeidad doméstica con las demandas de atención de los compromisos familiares, los cuales van poniendo sordina al «llamado de la selva». Pero por encima de todo surge el gran impacto al darse cuenta de que la propia conciencia había quedado despojada de su capacidad para reconocer lo que sucedía. Es decir, de que se estuviera diluyendo el deseo sexual y ello fuera vivido como algo «natural». En otras palabras, que se hubiera naturalizado semejante despojo que, como iremos viendo, poco tiene de «natural» y mucho de condicionamientos culturales. La amortiguación del deseo que aparece como protagonista en estos y muchos otros comentarios pareciera tener motivos por demás diferentes que los que se le asignan a la menopausia.

Erotismo, mujeres y sexualidad

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