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El deseo sexual no legitimado

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Ciertamente es muy grande la sorpresa de comprobar que se le ha puesto sordina al deseo sexual en mujeres que superan los sesenta años, pero es aún mayor la dimensión que adquiere dicha sorpresa cuando comprobamos que, además de la sordina, se agrega la falta de legitimación. Veamos a qué me refiero. Todas las culturas organizan su funcionamiento con normas que son las que le dan validez a los comportamientos individuales. Y dicha validez proviene de haber sido legitimadas, como ley de la comunidad. Lo que está legitimado pasa a formar parte de la cultura reconocida y lo que queda fuera de la legitimación es percibido como algo incorrecto que atenta contra el marco cultural. Afortunadamente, siempre existen excepciones a la regla y en lo que se refiere a la sexualidad de las mujeres que superaron la edad juvenil, también es posible encontrar aquellas que pudieron —y supieron— rescatar lo que la vida, con su generosa magnificencia, ofrece a los seres humanos. El siguiente ejemplo es uno de ellos.

Mi madre, que actualmente tiene más de 80 años, me contó que después de salir del duelo por su viudez conoció, a los 63 años, a un hombre quince años menor que ella y me dijo: «mirá nena, a tu padre lo quise mucho pero con quien realmente disfruté del sexo fue con ese amante. Fue él quien me hizo sentir mujer». Yo le agradecí a mi madre que me lo contara porque me daba libertad para no quedar atrapada en el mito de la «desexualización» cuando yo estaba llegando a los sesenta años.


Este ejemplo es una perla, que al igual que las perlas genuinas, se mantiene en las profundidades hasta que las condiciones permiten sacarla a la superficie. Es decir, hasta que es posible hablar de esto y también es posible escucharlo. Al respecto cabe poner en evidencia que no son pocas las mujeres que disfrutan con sus amantes lo que nunca llegaron a gozar con sus maridos pero, son muy pocas las que se sienten con la suficiente seguridad y se animan a transmitirles a sus hijas mujeres lo que toda una cultura se encarga no solo de ocultar sino también de desmentir.

Es bastante frecuente comprobar que, de la misma manera que las madres no cuentan sus experiencias, así también las hijas no siempre están en condiciones de tolerar y aceptar que sus madres sigan siendo mujeres sexualmente activas. No voy a entrar aquí en explicaciones psicológicas ni psicoanalíticas que den cuenta de ello, ni tampoco en el trillado tema de la competencia femenina. Todos sabemos lo que habitualmente se calla, que la competencia es algo humanamente omnipresente en todas las áreas de la vida y se resuelve mejor o peor según la capacidad de comprensión que tengan las personas involucradas respecto de la complejidad humana y de sus propios valores éticos. Con frecuencia se suele usar el tema de la «competencia entre mujeres» para desviar la atención de algo que es en mayor medida constitutivo y que tiene que ver con los condicionamientos de género. Me refiero a que es más conveniente para la cultura patriarcal poner el foco en una lucha entre mujeres antes que iluminar todo el escenario donde las mujeres queden al descubierto de las múltiples discriminaciones, tanto para las mayores como para las jóvenes. Cuando se construyen las condiciones para que las mujeres entren en competencia entre ellas, los varones quedan más libres para desplegar sus propias competencias en un escenario que está mucho más despejado. Esto suele verse con mucha claridad en los ámbitos políticos. En algunas situaciones sucedió que cuando en la Cámara de Diputados de nuestro país se pretendió neutralizar la voz disidente de alguna mujer dentro de un partido determinado, rápidamente suele «aparecer» una problemática que lleva a enfrentar a las mujeres de todos los partidos. Inmediatamente se desplaza el foco de atención y los varones quedan con mayores espacios para negociar sus propuestas sin las molestas voces femeninas que están muy atareadas enfrentándose entre ellas y, por lo tanto, también distraídas. Así como la independencia económica no es garantía de autonomía, tampoco el acceso a los espacios de poder es garantía de una comprensión profunda de los temas de género y terminan haciéndole el juego al modelo patriarcal.

Volviendo a nuestro tema, resulta obvio que en el comentario que antecede, la madre no es una mujer del montón y tal vez podríamos afirmar con poco margen de error que es una mujer que ha vivido su sexualidad adulta sin vergüenza, sin culpa y con la suficiente autonomía psíquica y económica, como para «pasarle la posta» a una hija, que también estaba en condiciones de aceptar la sexualidad de su madre y de recibir de su mano la legitimación que la cultura escamotea. Muy probablemente una de las dificultades para transmitir —y legitimar— el disfrute de la sexualidad de madres a hijas no tenga que ver tanto con la muy utilizada «competencia femenina» (y en este caso generacional) sino con pautas de la cultura patriarcal que encasilla a las mujeres en sus roles de madres y esposas. Ambos roles son muy respetados por la sociedad siempre y cuando se mantengan al margen de las supuestas impurezas y contaminaciones de los «bajos instintos sexuales» que han sido delegados a «las otras», a las que no hace falta respetar porque están programadas para satisfacer la necesidad de los goces sexuales masculinos. En síntesis, con la asignación de los roles de esposa y madre, la cultura patriarcal ha dejado muy en claro que el disfrute sexual no debe formar parte las experiencias femeninas. Aún cuando se trate de dones innegables que la Madre Naturaleza otorga a los humanos, dicha cultura patriarcal insiste en mantener el equívoco aunque para ello se vea en la necesidad de desmentir lo indesmentible.

Erotismo, mujeres y sexualidad

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