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2.2 Reciprocidad del sistema y del proceso
ОглавлениеLa minuciosidad del texto de Claudel permite penetrar por una de las vías de la asunción del sentido en discurso, a saber, el procedimiento explicitado hace posible pasar del sistema, en cuanto lugar de espaciamientos, al proceso, en cuanto lugar de enfrentamientos. Retomaremos, por ser cómodo, el caso de la temporalidad fórica, puesto que «habla» a todos y cada uno de nosotros. El término ab quo es la alternancia, cuya «sede», para Saussure, «está en el cerebro». En la medida en que, según Hjelmslev (1972), «por esa función entre lo paradigmático y lo sintagmático se explica su condicionamiento recíproco» (p. 189), nosotros estamos en capacidad de transformar la alternancia paradigmática del tipo [largo vs. breve] en coexistencia sintagmática del tipo [largo ⇔ breve], dando al signo [⇔] la función de representar simplemente la resolución de la virtualidad propia de las oposiciones paradigmáticas. La coexistencia sintagmática y la desigualdad valencial de los términos-medida, que necesariamente toman cuerpo, aparecen ahora como las condiciones de posibilidad de la actividad sintagmática que designamos como una efectuación sintáctica. En efecto, en razón de esa contigüidad, el trabajo de la diferencia puede intervenir haciendo valer, según la doxa actual, la superioridad de lo /breve/ sobre lo /largo/; y, según una doxa cada vez más pasadista [amante del pasado], la superioridad de lo /largo/ sobre lo /breve/. En el primer caso, la operación discursiva puesta en marcha será la abreviación; en el segundo, el alargamiento. La coexistencia sintagmática es el término medio entre la alternancia paradigmática y la efectuación sintáctica, entre la morfología y la sintaxis. En el cuadro siguiente, el signo [⇔] representa la contigüidad sintagmática; la letra [r] entre corchetes, la rección eficiente como principio de una dirección semántica identificable; los caracteres en negrita indican el término regente; los caracteres corrientes, el término regido.
Esta problemática está presente, con variantes terminológicas notables y por preocupaciones distintas, en la mayor parte de las teorías orientadas al discurso. La preocupación recurrente de Hjelmslev de abolir la antigua división entre morfología y sintaxis13 estaba ya explícita en Saussure (1974): «Pero esa distinción [entre morfología y sintaxis] es ilusoria. […] Lingüísticamente, la morfología no tiene objeto real y autónomo; no puede constituir una disciplina distinta de la sintaxis» (p. 224). Por su parte, Jakobson retoma la distinción saussuriana entre relaciones in absentia, relativas al código, y relaciones in praesentia, relativas al mensaje. Sin embargo, cierto desequilibrio subsiste en desventaja de las segundas: las relaciones in absentia son dirigidas por un principio llamado de equivalencia, mientras que las relaciones in praesentia se contentan con la simple contigüidad. Reconciliando la lingüística saussuriana y la retórica «restringida» (Genette), Jakobson (1985) procede a una condensación respecto de la lingüística y a una inducción respecto a la retórica:
El desarrollo de un discurso puede hacerse a lo largo de dos líneas semánticas diferentes: un tema (topic) lleva a otro tema, sea por similaridad, sea por contigüidad. Lo mejor sería sin duda hablar de proceso metafórico en el primer caso, y de proceso metonímico en el segundo, ya que encuentran la expresión más condensada, uno en la metáfora, otro en la metonimia. (p. 61)
Si, en este pasaje, Jakobson (1985) otorga a ese principio la mayor extensión, en otros pasajes reserva esa característica para el metalenguaje, y, sobre todo, como se sabe, para el lenguaje poético (p. 220). Sin embargo, la indecisión desaparece cuando uno observa el uso analítico que Lévi-Strauss, tanto por sí solo como en colaboración con Jakobson, ha hecho de esa dualidad creadora, sin retroceder ante la postulación de un determinismo retórico: «[…] verificando así esa ley del pensamiento mítico según la cual la transformación de una metáfora termina en una metonimia» (Lévi-Strauss, 1984, p. 158).
La hipótesis de Jakobson ha sido tomada como un descubrimiento y como una novedad, aunque equivocadamente. En «Teoría general de la magia», que data de 1902, Mauss, contemporáneo de Saussure, identificaba ya la tríada categorial que se convertiría en la carta magna del estructuralismo:
Es posible desprender, de entre el follaje de las expresiones variables, tres leyes dominantes. Se las puede designar a todas ellas como leyes de simpatía, si es que se comprende bajo la palabra simpatía, la antipatía. Estas son las leyes: de contigüidad, de similaridad, de contraste; las cosas en contacto están o permanecen unidas, lo semejante produce lo semejante, lo contrario actúa sobre lo contrario. (Mauss, 1971)14
La semiótica greimasiana admite igualmente la reciprocidad de la sintaxis y de la semántica, aunque a partir de otras premisas. El cuadrado semiótico proporciona una dualidad de puntos de vista: definicional y procesual, lo cual permite que la sintaxis y la semántica fundamentales se comuniquen entre sí. No es ilegítimo considerar que la sintaxis se convierta, en la acepción hjelmsleviana del término, en semántica, aunque la sintagmatización de las magnitudes, lejos de ser un artefacto, parece más bien la resolución de un sincretismo ventajoso: «[…] el término contradicción designa al mismo tiempo una relación entre dos términos, donde la negación de un término provoca la aparición de otro término» (Greimas y Courtés, 1981)15. Esta sinonimia está a veces atestiguada por el léxico; así, en francés, el nombre ouverture [abertura] abre —aspectualmente hablando— toda «la extensión de la zona semántica» (Hjelmslev), ya que puede designar, según el Micro-Robert: «1. La acción de abrir; el estado de lo que está abierto. 2. El espacio libre, vacío, por el cual se establece la comunicación o el contacto entre el exterior y el interior». Y podríamos multiplicar los ejemplos.
La reciprocidad de la morfología y de la sintaxis ha sido puesta en duda por Brøndal (1943). Según este autor, entre la morfología, que trata de la «forma interior» de la palabra, y la sintaxis, que tiene por objeto la frase, existe una solución de continuidad no negociable; las mismas funciones pueden ser aseguradas por palabras diferentes: «La naturaleza o el carácter fijo de una palabra dada no entraña una función sintáctica única y necesaria» (p. 9). Esta separación está vinculada sin duda a una suerte de «división del trabajo», pero el rasgo más claro es ciertamente la presencia de un diferencial, excedentario respecto a la sintaxis, deficitario respecto a la morfología:
El discurso, en este sentido, es una totalidad rítmica, un orden en el tiempo (por tanto, irreversible) donde cada elemento (fónico o semántico) toma su lugar y cumple el rol asignado a ese lugar. Por ese valor de posición, las palabras abandonan los limbos del diccionario para vivificarse, para adquirir un sentido preciso y, al mismo tiempo, un carácter real y personal. La lengua, considerada in abstracto, se convierte así, por el mecanismo psicofisiológico, en cosa viviente y vivida. (Brøndal, 1943, p. 55)
Las características sui generis de la sintaxis son las siguientes: (i) la sintaxis presenta una dimensión prosódica que la morfología no podría proporcionar, el discurso es una «totalidad rítmica»; (ii) la sintaxis está localizada, en el sentido en que cada unidad recibe un «lugar», según Saussure un «valor»16, que la singulariza; (iii) es subjetivante, e incluso escuchando sus connotaciones, vivificante. En Greimas se encuentra un eco de estas preocupaciones a propósito de la problemática de los modos de existencia17.
La posición de Benveniste coincide, aunque por vías diferentes, con la de Brøndal. A partir de la doble característica de las unidades lingüísticas, Benveniste18 distingue el conjunto de las unidades distribucionales e integrables, el sistema restrictivo de la lengua, y el conjunto de las unidades distribucionales y no integrables19; la frase y, por inducción, el discurso: «La frase es la unidad del discurso». Benveniste lo explica así: la frase comporta una sola posibilidad, la predicación, susceptible sin duda de modalidades distintas, pero que no cuestionan su carácter «aparadigmático»*. Lo que es notable a los ojos de Benveniste no es una continuidad casi orgánica, «jerárquica» según Hjelmslev, sino más bien una solución de continuidad, una paradoja liberadora:
La frase, creación indefinida, variedad sin límites, es la vida misma del lenguaje en acción. De eso concluimos que con la frase abandonamos el dominio de la lengua como sistema de signos, y entramos en otro universo, el de la lengua como instrumento de comunicación, cuya expresión es el discurso. (Benveniste, 1974, pp. 129-130)20
Este reparto inesperado puede, sin embargo, ser entendido de otra manera. Ciertamente el relato no es el discurso, pero Greimas (1973) ha mostrado que el relato y el mito sobrepasan la frase y funcionan como integrantes de ella (pp. 219-269), rebasamiento que prohíbe el sintagma «gramática narrativa» como un oxímoron. La misma interrogante puede ser formulada a propósito de la novela francesa del siglo XIX: si Stendhal colocaba la novela bajo el signo de la libertad, Balzac estimaba que existían en materia de novela reglas que el novelista tenía que respetar, y él confía en Las ilusiones perdidas a d’Arthez la tarea de hacérselo conocer a Lucien de Rubempré; pero es con seguridad a Proust (1971) a quien se debe la formulación más penetrante a propósito de la novela balzaciana:
Bien mostradas por Balzac (La Fille aux yeux d’or, Sarrazine, La Duchesse de Langeais, etcétera) las lentas preparaciones, el tema que se amarra poco a poco, luego el estrangulamiento final. Y también la interpolación de tiempos (La Duchesse de Langeais, Sarrazine) como en un terreno donde están mezcladas lavas de épocas diferentes. (p. 299)
En el mismo espíritu, la Poética de Aristóteles, en razón de la preeminencia que le otorga a la peripecia y sobre todo al reconocimiento, ha sido aceptada como una gramática de la tragedia. Los géneros discursivos, codificados o no, de los que los géneros y los subgéneros literarios no son más que una parte más bien modesta, vendrían a ocupar esa vacante, esa indeterminación, formulando imperativos tanto más estrictos cuanto que no corresponderían a «nada»…