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1. LAS FLORES Y LAS CEBOLLAS


En la página 21 del número 1 (abril de 2000) de la revista ramona puede leerse un anuncio de la muestra De todo de Fernanda Laguna: “De 18 a 21 h, de lunes a viernes en Bartolomé Mitre 1970 5 B, ciudad de Buenos Aires. Única muestra del año en Fundación START”, aclara el anuncio1. El indicio es suave: en START no se hacían muestras, salvo excepcionalmente, pero pasaban muchas otras cosas. Era la Fundación START (que administraban conjuntamente Roberto Jacoby y Kiwi Sainz) un centro de operaciones consagrado a usos múltiples, que hacia el año 2000 se encontraba en su pico de actividad. Una de las cosas que pasaban allí era la reunión de cierre de cada número de ramona, la revista de referencia para la escena artística porteña entre su fundación y su cierre, en 2010. Los textos, en su mayoría reseñas de exhibiciones abiertas a la fecha, se leían en ronda a la manera de un taller literario. No era fácil aburrirse con textos tan divertidos, tan numerosos y sobre todo tan breves como los que recibía la revista, a veces de un cuarto, un sexto de página, y en su mayoría escritos por artistas. Con su medio centenar de reseñas brevísimas y desordenadas, este primer número nos envía la señal de dos rasgos importantes del arte que se desarrolla en los años siguientes en Buenos Aires: la chiquitez y el montón. Mucho pero chiquito. Proliferante pero de bajo presupuesto. Son, la chiquitez y el montón, ideas recurrentes al momento de describir una década del arte argentino caracterizada, según un magro consenso crítico existente, por el pluralismo estético: algo intrínseco a su vez a la más basta definición imaginable del arte contemporáneo. Pero vayamos poco a poco; vamos a meternos en la historia y quizás el consenso no es el mejor punto de partida. Les sugiero empezar por un ángulo más raro: la fascinación que provoca el ejercicio amateur de la psicopatología en algunas familias, cuyos miembros disfrutan al clasificarse unos a otros bajo cuadros clínicos y enfermedades mentales todavía no reconocidos por la psiquiatría regular. Por ejemplo, la “chiquitosis”, al decir de María Gainza, es la condición crónica que su madre, señora porteña de una clase alta en declive, adjudicaba a su marido, también sujeto a la condena del abolengo y el plano económico inclinado2. La chiquitosis es la incapacidad de realizar proyectos grandes, decía la mamá: la incapacidad siquiera de saborearlos aspiracionalmente, de desearlos con alguna fuerza. Y un rasgo intrínseco a esta chiquitosis es que degenera necesariamente en la proliferación (el montón). Al no hacerse nada muy en serio ni por mucho tiempo, solo queda ir variando de actividad. El chiquitoso va cambiando de cosa y de plan sin orden y deja a su paso escritorios de trabajo cargados de los rastros de su hiperactividad de corto plazo. La chiquitosis es multiplicatoria, parceladora; capaz de ahogar las mejores intenciones en la pluralidad. Esta condición, además de crónica, puede deparar en sentimientos de culpa, pero también en expansiones de ternura. Ambas cosas, la culpa y la ternura, serán recurrentes a lo largo de estas páginas. Ahora volvamos a aquel número uno de ramona, que ofrece una instancia gráfica de esta particular patología. La revista, que se proponía como la única revista de arte de Buenos Aires, tiene cuarenta y nueve reseñas de muestras, en apenas veinticuatro páginas, tapa, contratapa y retiraciones inclusive. Hay desde notas sobre pintores y fotógrafos de la provincia de Tierra del Fuego hasta la reseña de una muestra de Mike Kelley en Zúrich. ¿Ni un esbozo de coherencia, ni un atisbo de guion editorial? Apenas una reseña tras otra. Parecería que allí todo cabe y que no hay por eso contradicción ni conflicto.

Dice Pablo Pérez, de una muestra en Belleza y felicidad:

Lamentablemente la muestra no estará cuando hayan leído esta nota, habrá pasado como una estrella fugaz. Pero sí les recomiendo que consigan la revista de B y F de marzo. [...] Una de las tapas más bellas que recuerdo haber visto. Dos chicas muy sensuales nos miran y dicen “Wir sind die strahlenden Blumen” (Somos flores brillantes)3.

El protagonismo de Belleza y felicidad, un pequeño espacio de artistas que tenía su propia revista y su editorial, puede evaluarse de modo numérico: tenemos en este primer número tres reseñas de sus muestras, más el anuncio de la muestra de Fernanda (una de las directoras del espacio) en START, más una reseña escrita por ella a la que volveremos en el próximo capítulo. A la otra directora, Cecilia Pavón, la podemos encontrar en el listado de “personas interesadas en las artes visuales [que] apoyan a ramona, en la retiración de tapa. La porosidad de la revista hacia el medio social del arte y sus espacios de reunión es evidente. La proximidad entre reseñadores y reseñados, también. Y, sin embargo, por cosas así, por el empleo de nombres de pila y el tono de grupo de amigos, se acusó a ramona de endogamia: una acusación que siempre parece una indirecta declaración de envidia. No extraña que ramona fuera pionera entre las revistas de arte en incorporar una sección de chismes. Hay que imaginarse que sus colaboradores y redactores (las “personas interesadas”) pasaban días y noches juntos, se cruzaban a menudo, sabían unos de otros o se saludaban de reojo. La revista, que venía en blanco y negro y sin imágenes, también contaba con un complemento en internet en el que, desde la misma retiración de tapa del número fundacional, se hizo un requisito:

Nos proponemos que las imágenes se encuentren en la web antes de la inauguración de las muestras y antes de la salida de ramona en soporte papel. Por eso solicitamos a los artistas, galerías, museos, etc., que envíen con anticipación el material digitalizado en el siguiente formato: JPEG, 72 DPI tamaño 600 x 600 pixels4.


Al entrevero de las afinidades personales hay que sumarle un intento programático de parte de la revista por convertirse en el archivo vivo de la escena. Permitan una particularización entonces: tono cariñoso, poco solemne, sí; amigos, afinidades, por supuesto; clima de amateurismo, puede ser, pero solo hasta un punto. Porque ramona albergaba deseos de contribuir al ambiente del arte como sistema, incluso aunque fuera para usarlo de material, para acompañar lo que iba ocurriendo. El impulso de reseñar todas las muestras abiertas en la ciudad durante el respectivo mes ya dice mucho, aunque el resultado fuera esa reseña estilo cartita de amor adolescente, luego tan bastardeada, pero a la vez tan única entre las revistas de arte del mundo. Por un lado, ramona apabulla con las críticas cruzadas entre personas que se conocen muchísimo. Por otro, sorprende el énfasis en trabajar con la industria del arte y a la par de ella, reportando su desarrollo e incentivándolo. Y todo a través de un tendal de reseñas brevísimas. Al releer esa ramona de los comienzos, tantos años después, la chiquitosis exaspera; el montón marea. Pero no todo en ella es proliferación, ni mucho menos, un remanso de pluralismo. Incluso si era la voz de muchos, ramona era bien singular. Las cuarenta y nueve reseñas también dan cuenta a su manera desperdigada de la cantidad de estilos de los autores: un pequeño baile de egos jugando a la amistad y la competencia. Pero se empieza a tramar, reseña tras reseña y número tras número, una línea divisoria entre los jóvenes y los viejos, entre el ambiente intelectual interesante que se reunía en lugares como START y Belleza y felicidad, de un lado, y del otro los antiguos aparatos del mundo del arte, las galerías del barrio de Retiro, los directores de los museos y los críticos de arte anticuados. Benito Laren escribe así sobre una muestra en la galería Zurbarán:

Tube [sic] suerte, no perdí cinco minutos de mi vida yendo a ver unas excelentes copias fotográficas con unos marcos carísimos que me encantaron. […] Precauciones: vaya preparado como para pelar una cebolla pues lo recibirá una secretaria tan agria y ceria [sic] como una puerta5.

Se nota el contraste con la reseña de Pérez: Belleza y felicidad es un espacio de artistas jóvenes, siempre plagado de jóvenes; Zurbarán en cambio ni siquiera es una galería de arte contemporáneo sino una casa de compraventa de pinturas. Y Laren dice que la secretaria es “agria”, “ceria”, en su ortografía. Tuvo fama ramona de ser una colmena de amiguismo, pero también la podríamos considerar una trinchera de enemiguismo6. Y ahora, antes de sacar algunas conclusiones más, pongámonos en la cabeza de un estudiante de arte de la Universidad de Buenos Aires que, con diecinueve años y una libreta de contactos muy rala, un chico de barrio, prácticamente sin ningún amigo intelectual o escritor, un tímido que apenas les saca charla a sus compañeros de clase y que si son chicas tartamudea, este chico oriundo de Flores, un día de abril del año 2000, se toma el 92 rumbo al Museo de Bellas Artes: invierte un sábado vacío de ocupaciones allí y en las exhibiciones temporales del Palais de Glace, bajando la barranca; después le da una oportunidad al Centro Cultural Recoleta, donde exponen artistas como Carlos Gallardo y Claudia Aranovich, a quienes no conoce. Con la fotocopia de un ensayo de Walter Benjamin en la mochila, el muchacho está bastante perdido: el arte que se hace en Buenos Aires le resulta tan lejano como el que se fabrica en Alemania. Siente, como muchos a esa edad, como me pasaba a mí también, que la vida pública es de otros, que su grado de vinculación con los artistas vivos de su ciudad es nulo.

Entonces descubre una revista rara en una mesa con folletos y avisos, en la entrada del Centro Cultural Recoleta. La revista es de distribución gratuita. Algo le suena, entre muchísimos nombres nuevos: Pablo Suárez (entrevista central con Sergio De Loof), la galería Ruth Benzacar. Se da cuenta de que Buenos Aires alberga una media centena de espacios de exhibición donde muchísimos artistas muestran sus obras.


En una de las páginas finales encuentra también los datos de artistas que ofrecen sus servicios docentes y un aviso en el que se convoca a “colaboradores para comentar muestras y realizar tareas periodísticas”.

En definitiva, ya desde su primer número, la revista lo invita, lo recluta, a diferencia de los catálogos de los museos y de las reseñas escritas en un lenguaje ampuloso en el diario de izquierda que compran sus padres. De repente al chico de Flores se le abre un mundo de contactos: nuestro amigo vuelve al barrio cargado de información y promesas7. Así es que ramona podía actuar simultáneamente para adentro y para afuera: a ella, como a proyecto Venus, como al Centro Cultural Rojas y a Belleza y felicidad (de todo lo cual charlaremos en los próximos capítulos), se la confundió con un gueto endogámico y excluyente, cuando en verdad fue primero que nada una herramienta capaz de poner a circular la información necesaria para que los artistas (y otros “interesados”) jóvenes y llenos de ganas, pero sin conexiones personales con el ambiente del arte, pudieran aproximarse y tener visibilidad; y lo mismo que resultaría plausible que la trivialidad del amiguismo de ramona se alojara en una mente con suficientes prejuicios, también es cierto que la revista propuso actitudes controvertidas con el mundo artístico circundante, que juzgaba atrasado y en urgente necesidad de renovación. Justamente en el siguiente número, con la cobertura de la feria arteBA de aquel año, esta urgencia quedó justificada: ramona mostró que se encontraba mucho más avanzada y dotada de materia gris que arteBA para enfrentar el desafío inminente: la construcción del sistema del arte contemporáneo. Títulos como “No BA más”, “¡Cuánta fragancia patria!”, “Atónitos en la Rural”, “El Galpón del escalafón” y “No todo lo que reluce es oro” fueron los utilizados para las reseñas de la feria, englobadas en un dossier titulado “Los más y los menos de arteBA”8. La idea de un avance organizado de los jóvenes contra los viejos queda mejor explicitada todavía en la nota central del dossier, la “visita” que los artistas Leo Chiachio, Gachi Hasper, Miguel Harte, Alberto Passolini, Cristina Schiavi, entre otros, hicieron a la feria y que firmaron conjuntamente. Resaltan en la charla, desgrabada con alacridad, la desinhibición de los participantes que permite el anonimato del guion de diálogo y las críticas al comité seleccionador (que “se ve que no es muy efectivo”)9.Y es verdad que en aquel momento arteBA era un lugar tristón, cuya oferta no iba casi nunca más allá de los “grandes maestros de la pintura argentina”. Recién ese año la feria se había mudado al emplazamiento que luego conocimos muchos de nosotros, el predio ferial de la Sociedad Rural en el barrio de Palermo. Hasta entonces había sido algo del tamaño de las ferias de cómics o de cibercultura que se organizaba, como ellas, en alguna sala del Recoleta. Eran esos primeros arteBA un repelente no solo para el público joven sino también para cualquier artista vivo. El grueso del negocio, para promediar a mano alzada, eran obras fechadas en los años 1930; la estrategia principal, trasladar por una semana las galerías del mercado secundario a los pasillos del Recoleta:

Ruth [Benzacar] tiene un Berni de $450.000, una mujer preguntó: ¿Este cuadro es de Antonio Borges?”, por supuesto, yo me di vuelta y me agarré de Delia Cancela y dijimos de ella: “Confunde pintura con literatura...”, expone Amalia Fortabat, la conozco de [la discoteca] Morocco, me dice: “¡¡Hola Alex!!”, y me presenta a la madre con un bruto rojo labial, un bruto pelo negro, y unos brutos aros imitación oro, porque con oro no se va a ese lugar, ahí va el pueblo a tomar [vino espumante marca] Chandon10.

Entre el reseñista, el artista Alejandro Kuropatwa, y la miríada de gente fea, rica y mal vestida que pululaba por la feria la distancia no podía ser más grande; arteBA aparece en sus palabras como un espacio cerrado, exclusivo en un sentido falso y barato, un lugar donde no entra el aire y donde solo se mueven los mismos personajes de siempre, vendiendo y comprando indefinidamente los Berni, Quinquela, Fader, que emergen de un salón familiar tras alguna muerte o caen indefensos bajo la mirada de la hija de la celebérrima millonaria Amalita Lacroze de Fortabat, la de aros de oro falso. Como público del arte, como actores del sistema del arte, estos personajes son decepcionantes, deja entender Kuropatwa. Lo suyo es lo contrario de ser posh: es gente que tiene dinero pero que no entiende de arte, al punto de confundir a Antonio Berni con J. L. Borges. La reseña más dura contra la feria, escrita con seudónimo, las carga directamente en esa dirección:

Porque ya sabemos, uno o una se pasea por la vida teniendo algo más en la sesera que las hojas secas de una tradición [...]. Y en el Parnaso falta también el eterno épico Carpani, la estampa misma del vigor, pura fibra entre bastidores, tan buen escudo para protegernos de la flaccidez reinante11.

Para cualquier persona joven esta burla resulta inentendible; hasta a mí me cuesta mucho descifrar, con mis largos treinta y cinco años, los chistes inspirados en la figuración social de un artista de mediados de siglo como Ricardo Carpani. Y es que aquí ramona se estaba burlando de la forma de hablar de arte de aquellos que parodiaba, los feos, ricos y mal vestidos: una forma engolada, mustia, llena de recursos pasados de moda12. Pero la pregunta es, frente a qué era viejo este lenguaje, porque nadie esperaría que el dueño de una casa de remates de la calle Arroyo, un señor que vive de alquilar departamentos, usa bisoñé y cada tanto vende o compra una pintura realista de entreguerras, vaya a estar muy actualizado. Y una pregunta más: ¿qué hacer con alguien que no está actualizado? La revista tenía una línea de comunicación abierta con el joven artista o “interesado en el arte” que busca oportunidades, según vimos. Pero también, si quería ser una revista que alentara el sistema, tenía que dirigirle la palabra al señor que usa bisoñé y en lo posible realzar las diferencias entre sus hábitos y los de los coleccionistas de arte contemporáneo. Es como decirle a alguien, de la mejor forma posible, que se viste muy mal. Que cambie rápido las decisiones que toma frente al perchero. Pero ¿cómo decirlo sin ofender? Existe un instrumento adecuado: la autocrítica, que haga circular la noticia del coleccionista o el galerista que se convierte al arte contemporáneo tras confrontarlo con la compra de obras históricas de la pintura argentina (y en general con el segmento del mercado llamado reserva del valor). La autocrítica tiene mala prensa por sus ecos estalinistas pero habrán visto que es muy común en el discurso empresarial, en general para condimentar una historia de éxito. Y la historia de éxito en cuestión es el salto al arte contemporáneo. En general esta historia tiene algunos aditivos: se subraya que el arte contemporáneo puede ser más accesible en términos monetarios que las obras del segmento reserva de valor, pero también que es más riesgoso y requiere de conocimientos especializados. Por eso el coleccionista debe involucrarse activamente con ese conocimiento, que además necesita de los esfuerzos de todo un sector profesional (historiadores, críticos, curadores, etc.).

En definitiva, los coleccionistas de arte contemporáneo, a diferencia de los señores de bisoñé, podían estar de acuerdo con la agenda del desarrollo institucional y la profesionalización. Y de hecho algunos coleccionistas participaban en redes dirigidas a promover la “profesionalización del conocimiento y la difusión en las artes plásticas en nuestro país”, como la Fundación Espigas, de la que era presidente Mauro Herlitzka, y según él mismo dijo en una autocrítica espectacular escrita para el número 413, acompañada por un texto de Gustavo Bruzzone, editor responsable de ramona y el principal coleccionista del arte argentino de la década de 1990. “Hay que ayudar entre todos a reconstruir nuestra historia y preservar nuestro patrimonio”, porque el estado no se ocupa, escribió Bruzzone en el artículo que se tituló, seguramente durante una divertida reunión de cierre de la que participaron quince o veinte personas, “Fundación Espigas cuida la memoria”. La introducción del artículo decía: “La próxima vez que hagas limpieza llamá al 4815 7606 que con tus papelitos hacen documentos”14. El afán por el desarrollo institucional del arte, ya en los primeros números de ramona, aparece pegado a un tema que se nos hará monótono, más que frecuente, a lo largo del libro: la actualización internacional como programa. Número a número abundaban las reseñas desde variopintas ciudades de Europa, Estados Unidos y Latinoamérica, aproximadamente en ese orden de proporciones. En el mismo número 4 hay una reseña de Timo Berger desde Berlín, otra de Karin Schneider sobre una muestra de arte brasileño en Nueva York, otra de Daniel Link sobre una muestra en el Museo de Artes Aplicadas de Viena, una cuarta de Lucio Castro sobre Barbara Kruger en el Whitney Museum y otra de Silvina Sicoli sobre una muestra en Saatchi que justo está al lado de la publicidad de acrílicos Madison, “a $2,90 x 60 cm² cualquier color”, $2,90 que en ese momento valían igual en dólares. “Compralos en Belleza y felicidad. Acuña de Figueroa 900”, terminaba el anuncio15. Las reseñas sobre muestras en el extranjero tienen sentido a la luz de la querella con el señor de bisoñé, y así volvemos a la pregunta: ¿qué hacer con alguien desactualizado? Si uno es una revista, la respuesta es simple: actualizarlo. Ofrecerle información de primera mano sobre el presente del arte en otros países y otorgarle las herramientas que aplicar en la construcción del arte contemporáneo local. Así ramona comparte el empeño por la actualización, que fue decisivo para el arte argentino por venir, como parte de su tarea en pos del crecimiento del sistema. No es casual que no se reseñaran muestras internacionales de Rodin o de Turner, lo que podría ser del interés natural del señor con bisoñé. Ni siquiera muestras de los encantadores pintores ingleses de la década de 1930, como sí se reseñaban ocasionalmente las muestras de contemporáneos suyos en Argentina, como Victorica. Las reseñas de muestras internacionales, incluso si carecían formalmente de una sección propia, solo versaban sobre arte contemporáneo.

En la misma línea hay que integrar la política de traducciones de la revista y su actitud hacia las reseñas de libros. La crítica del libro de Juan José Sebreli que Jacoby publicó en el primer número16 es una dura respuesta a un texto encuadrado en lo que César Aira ha llamado la cantinela “del Enemigo del Arte Contemporáneo”17. Es decir, es una respuesta en nombre del sistema que la revista buscaba promocionar. Al revés, los libros que contribuían a redescubrir los orígenes del arte contemporáneo en Argentina y Latinoamérica recibían elogios y análisis pormenorizados. Así se traducían (y se republicaban en general) aquellos textos que ofrecieran un aporte al conocimiento de las neovanguardias de 1960, o que flanquearan adecuadamente este esfuerzo; por ejemplo, algunos textos inéditos sobre la visita de Marcel Duchamp a Buenos Aires; reseñas de libros sobre el conceptualismo latinoamericano, etc. Que en las críticas de las muestras locales primara la pluralidad y el multifacetismo (el montón), mientras las reseñas de libros, las traducciones y las reseñas de muestras internacionales mostraban un sesgo más orgánico, puede parecer incoherente pero surge de la misma actitud de promover el arte contemporáneo como sistema frente al señor de bisoñé que deambula desinformado, y cuyos gustos no solamente hay que denostar (decirle que se viste mal); también hay que extenderlos con buena información y permitirle que se sume al club del arte contemporáneo. Y ramona coqueteaba todo lo que podía con su carácter de club como parte de su estrategia general frente a los feos, ricos y malvestidos que sostenían, hasta esa fecha, la demanda comercial de arte. Por un tiempo la revista incluso alojó una modalidad de trabajo específica, casi digna de una hermandad iniciática, el café ramona: varias decenas de personas eran invitadas a un bar donde debían hablar de distintos temas, uno por mesa. (Quienes se aburrían del tópico, podían cambiar de mesa.) El experimento tuvo corta vida y Jacoby pronto lo reemplazó por otros abordajes de la interacción social en el medio artístico.

La revista también tenía una actitud abarcativa y tolerante frente a las discusiones del arte argentino reciente, entonces marcadas por la querella sobre el arte del Centro Cultural Rojas en la década de 1990; en ese rasgo se nota su vocación sistémica, integradora. Rafael Cippolini, quien luego iba a ser editor general tras el alejamiento de Bruzzone, desde los comienzos se dedicó a la tarea memoriosa de profundizar en la materia y añadirle matices a una dicotomía que ya veremos más en detalle y cuyos términos más burdos tenían que ver con la presencia (o ausencia) de razonamiento crítico y político en el arte del Rojas18. En el número 4 tuvieron un diálogo Jorge Macchi y Marcelo Pombo, dos artistas de filiaciones y experiencias tan distintas como podía haberlos en la misma ciudad; los dos salieron a la luz durante los años 1990 y ya tenían trayectorias nítidas al momento de enfrentarse. Pombo era un emergente del Rojas, acarreaba también la experiencia de la militancia gay en la década de 1980, y hacia el 2000 disfrutaba de cierto ascenso comercial. Macchi en cambio era un artista adosado al neoconceptualismo global de aquellos años y ya tenía mucho trajín por residencias e instituciones internacionales. Digamos que la revista solo preparó el duelo y actuó como árbitro equidistante: en sus páginas era tan frecuente el encomio del Rojas como el frenesí por actualizar al público porteño sobre las oscilaciones del arte neoconceptual internacional. (De hecho, ramona recomendaba bibliotecas como las del Goethe Institut y el British Art Center como enclaves porteños a los que ir a formarse en estas materias sobre la que escaseaban los recursos bibliográficos)19. Pero antes de pasar al diálogo quiero volver a Bruzzone y su insistencia en el desarrollo institucional, que en su caso tenía un distinguible acento propio. En realidad, los cantos en favor del desarrollo del arte no son raros en Argentina ni en ninguna parte. Y es frecuente, en estos diagnósticos desarrollistas, describir en malos términos la infraestructura artística precaria de una determinada ciudad, y en concordancia describir su contenido como primitivo. Porque una ciudad sin infraestructura no tiene escuelas, ni bibliotecas, ni revistas, ni demasiada información, ni contactos internacionales, y por lo tanto fácilmente parece que de todo lo que se hace allí, y que resulta tan primitivo, no hay nada que aprender.

Y de hecho la industria del arte en Buenos Aires tomó esta idea un poco destructiva contra el propio contexto de trabajo de Buenos Aires, al denostarlo por encerrado, desactualizado, etc. Por eso Bruzzone, que estaba claramente comprometido con la idea del desarrollo desde su rol como coleccionista de arte contemporáneo y editor responsable de ramona, sorprende al describir en términos elogiosos la escena artística de la provincia de Tucumán. Puntualmente escribe en el número 8 sobre la Beca Antorchas, que desarrollaba reuniones de trabajo grupal (críticas grupales y otros espacios de intercambio con “profesionales” llegados de Buenos Aires) en el interior del país. Pero lo que dice no es que estas reuniones permitieran “profesionalizar” a los artistas de Tucumán sino que, al revés, los “profesionales” de Buenos Aires se quedan maravillados con la escena que encuentran:

Críticos, curadores, artistas [de Buenos Aires] desembarcan en Tucumán [preparados] para la conquista y son fagocitados por una realidad que los supera. Iban a dar clases y vuelven sorprendidos: enseñados. Miradas distintas y hasta antagónicas pero abiertas descubren [...] una cierta originalidad espontánea y auténtica que los desestabiliza20.

La perspectiva de Bruzzone no fue tan común en los años siguientes. Valorar el instrumento institucional (en este caso las críticas con disertantes invitados) pero solo como un medio capaz de invertir el sentido convencional de la transmisión de valor y conocimiento fue, de parte de Bruzzone, peculiar. Es una perspectiva que podría ser feminista o queer: la de quien le da lugar al otro para ser otro, al raro para ser raro, en lugar de juzgarlo según cánones externos y convencionales. Sin embargo, el mayor caudal de discursos sobre el desarrollo institucional en Argentina tomó otra vía, según veremos. No fue frecuente la pregunta sobre qué podían aprender, o cuestionarse, los curadores extranjeros al visitar Buenos Aires, como los visitantes porteños, según Bruzzone, podían aprender mucho en Tucumán y así lo hicieron. Más bien circuló la creencia de que los artistas de Argentina debían forjarse al gusto de esos curadores extranjeros para poder proyectarse profesionalmente. Y esta creencia, antes de descartarla, tenemos que examinarla en el detalle de sus efectos y en la entretela de su propia articulación.

Lo cierto es que la mirada de Bruzzone toma un signo empático hacia los artistas alejados del puerto y provistos todavía de menos oportunidades de interconexión que el joven que dejamos de regreso a Flores en la parada del 92, con una edición de ramona en la mochila. Y eso no era común en los programas y situaciones de clínica grupal como los de la Fundación Antorchas, ni es común en casi ningún programa de este tipo. Ahora, si yo tuviera que esbozar una crítica de estos programas me remitiría a la situación que los lectores de Chris Kraus recordarán de su libro Video Green: una jovencita, participante de un programa de artistas en California, escribe un diario íntimo en el que cuenta intimidades de sus compañeros, luego lo presenta en la crítica y el profesor la desprecia frente a sus compañeros por ser poco profesional. Es exactamente lo inverso a lo que hizo Bruzzone al enterarse de la existencia de un monumento al sándwich de milanesa realizado por Sandro Pereira en Tucumán:

Paródica, conceptual, naif, […] “El Sánguche de Milanesa” está llamado a ser el monumento que los argentinos estábamos esperando […] para recuperar la posibilidad de reírnos de nosotros mismos […]. ¡Cuánta falta nos hace frente a tanta solemnidad o reclamo de inconducente teorización cuasi calvinista! Sin culpas: el arte, en Pereira, es básicamente juego, alegría y disparate21.

En definitiva, al profesor de la anécdota que cuenta Chris Kraus le falta empatía, lo que a Bruzzone le sobra. Y hay que notar que, para Bruzzone, la empatía tiene que ver con reírse, primero que nada, de uno mismo. Y aquí me permitiría una digresión: la de la empatía, palabra tan de moda, no es una cuestión meramente ética. O su dimensión ética, quizás, también irradia sobre las posibilidades de existencia de un arte genuinamente nuevo. A quien le concierna el arte la empatía debería interesarle siempre. Estoy tentado ahora de citar a Oscar Wilde, que encontrándose postrado en una habitación en París pronunció la frase famosa, frente a una pared que lo molestaba en su convalecencia: “O se va ese empapelado o me voy yo”. Y fueron, como se sabe, sus últimas palabras. La empatía, la divina empatía, tiene que ver con sentir ternura incluso en el juicio adverso: y eso es lo que permite extender el concepto de arte más allá de su dominio conocido (la “teorización calvinista”, al decir de Bruzzone), al percibir el arte en lo que es ajeno a su idea normalizada y realzar su contacto con lo infantil, lo salvaje, lo tonto. Dice Pombo en su charla con Macchi:

Durante toda mi adolescencia y juventud vivía como si fuera todo una obra de arte. Iba a una fiesta y era como si fuera una obra de arte. [...] Ahora, a partir de los 25 hubo como un click que fue la necesidad de hacer algo para decorar mi cuarto [...]. Cosas hechas con materiales pobres -baratos me refiero-, que estaban al alcance de la mano y, después, cuando empiezo a trabajar como profesor diferencial [...] deseaba hacer la obra como la haría Juanito Laguna22.

Pombo se refiere a su trabajo como maestro en una escuela para alumnos con dificultades de aprendizaje: fue ese trabajo, que lo forzaba a mirar con los ojos de un otro, el que lo llevó a descubrir sus propias obras. Pero incluso sin este detalle, y ya de antes la manera en que Pombo miraba asombrado su propio cuarto de adolescente, y antes aun las fiestas, considerándolas una obra de arte, no es distinta de la mirada de Bruzzone en Tucumán. Ni es distinta de la preocupación de Wilde con el empapelado infame que lo vio morir. Por eso Pombo puede decir que en su proceso de trabajo el pensamiento no juega ningún papel, lo cual lastima un poco a su interlocutor:

Lo único que importa es una fuerza que me conduce más allá de lo que pienso. [...] Pienso las cosas desde distintos ángulos; cosas opuestas... Pero eso no creo que sea lo que sostiene mi vida, ni mi trabajo. […] Y el arte siempre me ha parecido que ofrece esa posibilidad de algo más allá de lo que uno piensa23.

Pombo se irrita con la pretensión de que el arte pueda ser explicitado, porque explicitarlo equivaldría a anular el encanto ingenuo en el que el arte parece que ocurriera solo y en desmedro de todo aparato. No explicitar es otra forma de ser receptivo, otra declinación de la empatía. Y no es contra Macchi ni contra el arte conceptual que Pombo reacciona, sino contra esa necesidad de explicitación:

Una de las cosas que fue para mí una guía, fue siempre hacer lo más fácil. Cuando estaba buscando, comprando cosas, me sentía agotado y, con una mano en el corazón, me pregunté: ¿qué me es más fácil? ¿Crear un personaje? ¿Armar una fábrica? ¿Buscar sponsors? ¿O ser un pintor boludo que no sale de su casa y hace cuadritos para vender? […] Mi toco con la reflexión es un poco el toco con el arte moderno. De que el arte tiene que tener un para qué, un porqué, una explicitación. […] Eso en algún momento habrá sido brillante24.

Antes que “armar una fábrica” (lo que sería tener un gran taller con muchos asistentes) y “buscar sponsors” (lo que llevaría eventualmente a aumentar la producción en tamaño, frecuencia o despliegue), Pombo prefiere identificarse con el pintor boludo, humilde, que no piensa mucho. Claro que esta mirada, empática como es, tiene su reverso problemático. La empatía puede virar fácilmente a una relación abusiva, vampírica, con un otro desprotegido, victimizado, y el tema tiene muchas transiciones. Pero vuelvo ahora a un recuerdo más fresco. En 2017 el joven artista Julián Sorter escribió un poema que hace una referencia a los programas de artistas y la cuestión que llama “de los duendes”:

Ser humano es ser raro, si se mide con esa vara de normalidad. […]

Somos duendes.

Todos.

Por eso me preocupan los programas de formación.

¿No hay programas de duende?25

Sorter dice lo mismo que Bruzzone había dicho diecisiete años antes: el desarrollo institucional del arte no debe enfrentar los elementos ingenuos, primitivos o desadaptados de un artista sino emanciparlos. De lo raro hay aprender, porque alimenta. “Al final lo raro no es tan malo”, dice una canción de Babasónicos26. Y dice también: “El final del arcoiris / esconde un tesoro virginal”. Algo así es lo que un profesor podría ayudarle a descubrir a un artista joven que recurre a su consejo: un secreto, un tesoro intacto en su corazón. Y no solo los profesores: todas las instituciones artísticas podrían hacerlo, dedicarse con esmero a proteger la inocencia. En cambio, la actitud opuesta, la pretensión de normalizar al raro, al duende, y exigirle a un artista de Tucumán que se comporte y hable como un artista radicado en Nueva York, entraña violencia institucional. Porque los duendes de Sorter, los raros, ¿quiénes son? ¿Los artistas gay, que no se identifican con la imagen del artista macho? ¿Las mujeres mal representadas en la industria del arte a lo largo de los años? ¿Y todos los artistas mal representados no son artistas mujeres en definitiva, los marginados de la narrativa del éxito comercial? Todos los artistas pueden ser reprendidos por comportarse incorrectamente frente a instituciones que exigen conductas pautadas. El énfasis irreflexivo en el profesionalismo artístico se puede leer en esta clave: su misma formulación casi siempre tiene un dejo de desprecio.

Pero los lectores atentos se estarán preguntando todavía qué es un duende, o a qué se refería Julián Sorter. En realidad, se trata de una idea del escritor uruguayo Dani Umpi, que fantasiosamente dividió a la totalidad de las personas entre los duendes (las personas creativas y felices) y las hartas (que llevan una vida burocratizada y se quejan de todo). Umpi vivió en Montevideo en la misma cuadra donde funcionaba un espacio de culto en el que se reverencian de verdad a los duendes: se trata del culto mariavita, una forma de sincretismo religioso con elementos católicos, simbología celta, sacerdocio femenino, un spa alquímico entre otras novedades. Los mariavitas tienen sillas pequeñas en sus casas para que en ellas se sienten los invisibles duendes, y al momento de mudarse Umpi a Buenos Aires habían adquirido el estatuto de religión reconocida por el estado uruguayo y se encontraban muy felices. (Al ir a visitarlo en su taller mientras preparaba este libro, Umpi me mostró la sillita y me contó la historia.)

Umpi también participó del Movimiento Sexy en el año 2000, una agrupación artística efímera que integró con Martín Sastre, Julia Castagno, Paula Delgado y, más tardíamente, Federico Aguirre. Antes de formarse como grupo, los artistas del cuarteto inicial hicieron juntos una muestra titulada Invisible :) en el Centro Cultural de España en Montevideo, ese mismo año. La muestra fue polémica; su tono era descarado; su impulso hacia la cultura pop y la jerga juvenil de la incipiente internet, un poco desquiciado. Pero en ese momento un galerista neoyorquino andaba de paso por Montevideo y se le ocurrió invitar a los artistas a mostrar su trabajo en su galería en Brooklyn, Momenta Art27. Movimiento Sexy comenzó así, mezcla de escándalo y reconocimiento público, a tener extensiva cobertura periodística en los medios uruguayos y pronto también en los argentinos. En 2001 hicieron una muestra en el Centro Cultural Recoleta en la que celebraron el cumpleaños de Natalia Oreiro, una actriz oriunda de la localidad uruguaya de Tacuarembó y estrella emergente de la televisión argentina, contemporánea de los jóvenes artistas28. En ese momento se produjo el contacto entre Movimiento Sexy y los artistas de Belleza y felicidad; más que contacto, fue un flechazo: el primero de varios que iremos viendo. Pocas semanas después estaban mostrando ambos grupos en el Atrio de la Intendencia de Montevideo, un espacio oficial, en la muestra titulada La Belleza y el Poder. Movimiento Sexy mostró La Isla Bonita, un proyecto para desarrollar una isla artificial, también en homenaje a Oreiro, que básicamente era una torta decorada y que inevitablemente suscitó polémica; la obra fue destruida en condiciones que quedaron sin aclarar29. Este tipo de escandaletes, y los que generaba Belleza y felicidad por la misma época y que veremos en los capítulos siguientes, tienen que ver con el espíritu que señalaba Pombo: detrás de la fascinación camp por una de las figuras más adorables de la celebridad local también podemos reconocer la idea empática del arte que renuncia al decoro del arte y se envuelve de una sensibilidad inocente y accesible, fácil, en una palabra. Fácil es el título de un poema de Cecilia y Fernanda del que me voy a ocupar en el capítulo 3. Y fácil era lo que se hacía en Belleza y felicidad, en este sentido doctrinario del término, como las reseñas de ramona escritas en tono epistolar adolescente. Aunque era un fácil difícil, al menos para quienes no compartían esta sensibilidad y se asustaban.

Esta sensibilidad fácil, a lo largo de la década de 1990, había hecho nido en el Centro Cultural Rojas, y hacia el año 2000 ya se encontraba en discusión: el arte argentino ahora atravesaba un escenario abierto, con distintas escuderías que comenzaban a tener injerencia en una escena que crecía en número de asistentes y en oferta institucional. Y para ejemplo no tenemos más que leer una reseña del artista Emiliano Miliyo publicada en el número 3 de ramona:

Aunque un perro cruce la calle por la senda peatonal y con luz verde, sabemos que detrás de esa acción no se hallan las mismas causas que llevan a una persona a hacer lo propio. [Del mismo modo] sería injusto incluir esta obra de Moledo dentro de la corriente local de arte geométrico. Elegir óleo y no [...] esmalte, es hoy en día casi una declaración de principios, y el artista lo deja claro al renunciar –también– a la obsesión del enmascarado con cinta y los colores pastel. Además, se atreve a desafiar el fanatismo reinante del “acabado” […], gesto que lo acerca más a Lucio Fontana que a un pulidor de muebles. […] de meras aspiraciones decorativas. Curiosamente, el artista esconde los títulos de sus trabajos [...], tal vez por temor a los que estarían dispuestos a soltarlo entre los autos30.

La reseña empieza y concluye en el pavimento. En la primera línea, un perro y un hombre cruzan la calle con luz verde, pero con distintas motivaciones. En la última, un artista es empujado por sus pares al tránsito de alta velocidad, donde oprobiosamente muere. Miliyo comenta que el arte de Fernando Moledo se sitúa en la tradición de la geometría pero que no tiene nada que ver con esa “corriente local” que elige un “consabido” material como el esmalte y sufre “obsesión” por el enmascarado y el pastel. Si no hay suficiente pica contra el arte del Rojas en esta frase, inmediatamente se refiere en términos despectivos al artista como “pulidor de muebles”, categoría de la que Moledo se salva. Por este lado iba la crítica de la objetualidad vernácula de “aspiraciones decorativas” que floreció en la escena del Rojas.

El malquiste de Miliyo contra el Rojas, su berrinche por decirlo así, expresa un abstracto malestar de época. Es el año 2000 y el arte de los años 1990 se presenta viejo incluso por razones de calendario. Es necesario encontrar algo nuevo. ¿Y qué es lo nuevo? La respuesta es fácil: el arte contemporáneo.

Un razonamiento así puede encontrarse en PanoraMIX, una serie de muestras característica del momento, con “curaduría y organización” de Fundación Proa, según el folleto oficial (aunque los curadores fueron Adriana Rosenberg, la directora de Proa, Patricio Rizzo y Rodrigo Alonso), que tuvo lugar en el año 2000. Rosenberg publicitaba el programa en estos términos:

[Los artistas] cuestionan en la actualidad el concepto de “obra de arte” y desafían las tradicionales clasificaciones de las disciplinas artísticas, recreando obras donde lo visual, la música, la digitalización, el espacio expositivo conforman la actual obra de arte contemporánea31.



En estas líneas promocionales, algo cacofónicas, se llegan a expresar ideas muy claras: el cambio de siglo es testigo de una transformación de las manifestaciones artísticas y la labor del museo es acomodarse a ellas para conectarlas con el público. PanoraMIX no solo buscó incluir a todas las tendencias posibles en cada muestra (de un total de tres), sino también a todas las disciplinas. Como una bienal que no reconoce su nombre, se lanzaban una tras otra muestra panorámica y un conjunto de programas de apoyo: “cine/video”, “diseño”, “arquitectura” y “música”. Este último segmento del programa alojó al plenario de la escena musical indie del momento: ídolos ya desaparecidos como Capri y Boeing, Altocamet y Victoria Mil, otros vigentes como Leo García, Pablo Schanton, Rosario Bléfari y un inaugural concierto de cámara ambientado de Babasónicos, La Falopera. Un sector de la comunidad reaccionó frente a PanoraMIX con el ceño fruncido. Sin embargo, la inclusión de nombres como el de los Babasónicos hacían que el programa fuera una ocasión tentadora para los jóvenes modernos que escribían en ramona. Para el número 4 de la revista, Cecilia organizó un compilado de opiniones tan diversas y breves como las mismas obras de PanoraMIX 1 que se proponía recensar, dispuestas como las líneas de diálogo de una novela asamblearia y frenética:

–Si estos son los artistas de vanguardia, estoy de acuerdo con Sebreli, además […] no hay nada para tomar. […]

–Una miscelánea poco clara. […]

–Todo es muy correcto. […]

–Está bien que haya un recambio generacional, todavía se les dice jóvenes a los que lo eran hace diez años. […]

–La mayoría de las cosas me parecen carentes de toda emoción. […]

–Después del Rojas no pasó nada. […]

–El problema es que la gente que no sabe nada viene acá y empiezan a copiar cualquier batata: creo que estas muestras le hacen mal a la sociedad en general. […]

–Me asombra la profesionalidad, todo parece de bienal, no hay nada pegado con cinta32.

A pesar de verter por escrito estas opiniones lacerantes hacia el programa, Cecilia fue invitada junto con Fernanda a Panoramix 2 (en agosto de aquel año 2000), dedicado a Belleza y felicidad.

Desde nuestro punto de vista lo más interesante que trajeron las computadoras es el modelo de red que cuestiona la relación centro-periferia, y que propone nuevas formas de generar y diseminar la información. Una red, además puede existir perfectamente sin una computadora. En ese sentido nos gustaría pensar que Belleza y felicidad es un laboratorio de “nuevas tecnologías” en el campo de las relaciones: nuevos modos en que las personas (tanto artistas como no artistas) se conectan entre sí. […] No es solo la mezcla de disciplinas lo que está sucediendo, sino sobre todo la mezcla de sujetos, códigos y discursos que replantean el lugar del artista33.

El texto parece responder con enojo a la invitación de Fundación Proa. La seducción de las redes (“lo más interesante que trajeron las computadoras”) es la amistad y no los formatos tecnológicos de los que Panoramix 1 presumiblemente abusaba. “No es solo la mezcla de disciplinas lo que está sucediendo, sino sobre todo la mezcla de sujetos”, quiere decir que Belleza y felicidad no era un lugar donde se practicaran “nuevos lenguajes” sino un lugar en el que las relaciones entre los artistas y su medio podían darse de otra forma: el matiz es importante porque aquí comenzaba a ponerse de manifiesto una disputa sobre las capacidades, la autonomía y los vínculos entre los artistas como algo diferente del empleo de “nuevos lenguajes” en una situación institucional convencional.

En este momento de la discusión artística, las “redes” y las “prácticas” van tomando preponderancia sobre los objetos y las formas. Belleza y felicidad y Movimiento Sexy, así como muchos otros grupos, proyectos y colectivos de aquellos años, participan de este cambio de óptica. Rafael Cippolini lo escribió muy bien más adelante, recuperando el sabor de este momento:

[La del 2000] fue la década en la que proliferaron las experiencias colectivas no institucionales de artistas. […] Me refiero a proyectos horizontales como el Club del Dibujo, impulsado por Claudia del Río y Mario Gemín, y a obras conceptuales de artista como el proyecto Venus […] de Roberto Jacoby, que le valió una Beca Guggenheim. Tampoco debemos olvidarnos del Proyecto Trama, ideado por Claudia Fontes [...]. Hubo quienes un tanto exageradamente vieron en este tipo de formatos una nueva epistemología de las artes [Cippolini se refiere a Reinaldo Laddaga, citado al pie] pero lo cierto es que cada una de las propuestas enumeradas se mostraron más vigorosas e inspiradoras que la mayoría de las instituciones oficiales locales34.

Pero mientras una tendencia de la escena se afirmaba en la construcción de espacios fluctuantes que ponían en vilo el concepto de arte, a la manera de ramona, proyecto Venus y Belleza y felicidad, otra vertiente se adocenaba en la exaltación del sistema del arte ahora entendido como un espacio internacional de competencia profesional. Por eso hacía falta también un crítico que supiera bendecir a cuanto artista argentino tuviera una muestra en Estados Unidos o en Europa y que enseñara, desde un sitio importante, que el arte es algo serio y no el chistecito hecho con poco dinero que por esos días daba una parada triunfal en PanoraMIX.

Ese crítico, Fabián Lebenglik, entonces estaba al frente de la sección de arte del suplemento radar del diario Página 12. Hasta entonces la faena de la sección incluía poco más que los grandes éxitos nacionales e importados que pasaban por el Museo de Bellas Artes. Y ahí estaba Lebenglik para hacerle frente a cualquier muestra de Fontana, de Baselitz, de arte povera. El ejercicio le rendía, aunque no eran los suyos los artículos más coloridos. Recuerdo haber comprado el diario un día a mediados de 2001, con el suplemento que traía como artículo de portada una entrevista con Andrés Calamaro, realizada en su estudio, una entrevista llena de metáforas irregulares para el acto de inhalar cocaína que Calamaro, a lo que parece, desempeñó ante el cronista, si no en complicidad con él. El artículo se titulaba “Bajando línea”35. Yo ni tenía veinte años, ni había tomado cocaína (un récord que mantuve hasta los treinta y tres años y que luego sostuve imperfectamente). Recuerdo la foto de la portada: Calamaro con la boca entreabierta, las ojeras y esa mirada refrita, seca, pero al mismo tiempo enternecedora que iba a ver en mis amigos de la secundaria, al encontrármelos casualmente en algún recital, y tantas veces en las apariciones de Diego Armando Maradona en fotos o grabaciones: una mirada de perro herido, extremadamente dulce, muy habitual en el usuario de cocaína. Y en el mismo número, Lebenglik se despacha con una insufrible gacetilla sobre un repertorio de obras del Reina Sofía que se venía para Buenos Aires y que él llegó a ver en Madrid. Poquito después, también desde Europa, se zambulle en otro artículo imposiblemente elogioso sobre la bienal de Venecia36. Se deleita con Uri Katzenstein, con Gregor Schneider y hasta con “las magistrales metáforas del coreano Do-Ho Suh sobre el ‘costo político’ de las guerras”. Se fascina con el pabellón de Hungría, donde una artista emplazó una sala de gimnasia VIP al estilo de un hotel 5 estrellas. El papa caído de Maurizio Cattelan lo conmueve, así como la obra de Schneider, “una obra brillante y siniestra sobre el autoritarismo”. Parecen haber sido días inolvidables los de esa semanita en Venecia, aunque Lebenglik no le presta acentos celebratorios a su relato, “porque el corazón del arte es la tragedia”. Llama la atención este corazón bienalero. Lebenglik justamente se jactaba de ser el único crítico que analizó y promovió el arte del Rojas durante los años 199037. Y era ese un arte que iba en la dirección opuesta de las cosas gigantes, cinematográficamente bien producidas y cargadas de mensajes políticos. Pero ahora, en 2001, lo encontramos completamente transfigurado, enfiestado con el arte de gran escala y mensajes políticos directos. Y no es que Lebenglik hubiera cambiado de opinión, o no es solo eso. Mi hipótesis es otra y es central para lo que viene: Fabián Lebenglik, en 2001, conoció el arte contemporáneo como algo distinto en todas las dimensiones a lo que se hacía en Buenos Aires. No es que no conociera el lenguaje formal de la instalación, el neoconceptualismo o las peripecias del llamado arte político: todo eso ya era tema de los libros de estudio. Lo que Lebenglik no conocía, porque Buenos Aires no lo conocía, es el sistema de trabajo del arte contemporáneo: su industria, de la que las bienales con obras gigantescas no son más que la cáscara. De manera que Lebenglik, que en los noventa escribía sobre las humildes muestras del Centro Cultural Rojas desde su página solitaria de la sección Espectáculos de Página 12, a fines de esa década cambió de escritorio, cuando comenzó a escribir en el suplemento radar, y cambió también de objeto: empezó a interesarse por las retrospectivas de artistas muertos importadas de grandes museos. Y en 2001, casi como si lograra la síntesis entre ambas trayectorias, la conclusión de un silogismo cuyas premisas fueran las instituciones de gran porte y los artistas vivos, se puso a escribir sobre algo nuevo: el arte contemporáneo, la mezcla soñada del elefante institucional y la gacela de la juventud.

Ahora sabemos qué ocurrió en la mente de Fabián Lebenglik, pero no sabemos todavía qué debió pasar para que el mismo periplo abarcara con el tiempo a la casi totalidad de la escena argentina. La pregunta es cómo fue que la ideología del arte contemporáneo pudo ganar territorio a un ritmo asombroso, en una ciudad aparentemente tan poco preparada para recibirla, hasta convertirse en la cosmovisión dominante.

Corazón y realidad

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