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2. UNA FOTO GRUPAL DEL AÑO 2000

Un tipo de post de Facebook, sintomático de la escena artística en la actualidad, es la foto de reuniones de trabajo: grupos de artistas que se reúnen con el plan de la crítica grupal o la discusión de proyectos. Suelen ser mutuos desconocidos (los primeros minutos dedicados invariablemente a las presentaciones) y las fotos tienen algo de reunión doméstica: siempre hay una bebida en la mesa, a veces un paquete de galletitas. En alguna institución pequeña, quince o veinte personas han estado hablando de su trabajo con algún invitado ocasional de cierto renombre. Al terminar hacen una especie de brindis o comen algo y se sacan la foto.

En una nota publicada en ramona, Cecilia cuenta así una de estas reuniones de trabajo, del Proyecto Trama, ocurrida en Buenos Aires en el año 2000:

En un edificio lúgubre y enorme en la calle Reconquista y Corrientes prestado por un economista simpatizante de las artes, tuvieron lugar las actividades principales del taller de Trama dedicado a análisis de obra. Los artistas seleccionados para esta sección fueron la mayoría muy jóvenes, con un promedio de edad de 24 años, y casi desconocidos (lo que comúnmente se suele conocer como artistas “emergentes”). Como cierre del taller se les pidió que hicieran un montaje de sus obras en la enorme planta de pisos grises para la artista canadiense Lisa Milroy, quien les dio un diagnóstico personalizado de los problemas de sus obras38.

Llegado un punto de la década del 2000, la convocatoria de estos juegos era notable en Buenos Aires: cualquier reunión de trabajo era capaz de atraer cientos de carpetas. “Carpetas” era el nombre que se daba a las candidaturas de los solicitantes a las críticas; eran parecidas, antes de que se pusieran en circulación los formatos digitales, a una carpeta escolar dividida en láminas con texto e imagen. Y al envío desmesurado de carpetas a cuanta convocatoria existe de parte de un artista ansioso lo vamos a llamar carpetazo.

No quiero decir que el baile de carpetas haya sido algo nuevo entonces: la costumbre de los artistas de presentarse a convocatorias es antiquísima. Pero sí fueron características de la década estas reuniones de charla, casi de autoayuda, donde se trataba de compartir experiencias afines, como la reunión que comenta Cecilia en el marco de Trama, un proyecto que veremos más en detalle en el próximo capítulo, y cuyo objetivo principal consistía en “profesionalizar” a los artistas vernáculos al ponerlos en contacto con referentes internacionales y ejercitarlos en tareas como las de escribir carpetas. La cultura del carpetazo atravesó cierto esplendor y de ese frenesí por enviar, presentar y discutir proyectos surgieron al final varias escuelas de arte que incorporaron la reunión de trabajo, con su foto de cierre cargada de papas fritas y vasitos de cartón, como modalidad principal de enseñanza.

Pero no todos los artistas de principios de los 2000 lanzaban carpetazos y algunos hasta eran enemigos declarados de esta costumbre. Sin ir más lejos, Fernanda Laguna. No hay cosa, puedo afirmar sin temor a que me desmienta, que Fernanda odie más que una carpeta con el nombre y el apellido de un artista, un surtido de imágenes, un currículum convenientemente engordado con pasantías y otros detalles que nadie mira. Aunque ella misma de muy jovencita, a mediados de la década de 1990, le haya enviado una carpeta al curador del Centro Cultural Rojas, Jorge Gumier Maier, que hoy podríamos pensar que era en realidad una carta que llegó a destino. Gumier Maier abrió la carpeta con desánimo, pero se llevó una sorpresa que casi lo mata: inmediatamente le concedió a Fernanda una muestra en el Rojas y así empezó la historia de Fernanda Laguna como la elegida, la heredera del arte del Rojas. Pensemos que nunca más Fernanda escribió o siquiera leyó carpetas, aunque haya recibido muchas cuando tenía Belleza y felicidad.

Este desprecio suyo de la carpeta, suerte de elogio del arte ingenuo o de la idea del arte como algo opuesto a su sistema de presentación, a su civilización, a su comunicación institucionalizada, a su decoro profesional, resalta en un medio empapelado de carpetas como el sistema del arte. El espacio de pertenencia de este arte sin carpeta, durante los años 1990, era el Rojas; los artistas del Rojas y Gumier Maier, en general diez o quince años mayores que Fernanda, se habían conocido mayormente en la calle, en manifestaciones, en las agrupaciones y revistas del activismo gay y en las fiestas privadas de la década de 1980, en antros nocturnos y en casas convertidas en espacios de recreación existencial como la casa de Liliana Maresca en el barrio de Montserrat. Con ese tren de vida, alejado del día y enclavado en la subcultura, es razonable pensar que no se puede conocer a nadie interesante a través de una carpeta anillada con fotografías a color y un currículum, al menos a nadie que no sea Fernanda Laguna. Y ese era uno de los temas del Rojas: hay toda una forma de hacer arte que se puede urdir en esta clave callejera, de amigos y lugares secretos, lejos de las instituciones y su comunicación oficial a la luz del día. El arte de Fernanda y sus amigos, los sin carpeta, es el arte que no sabe autopromocionarse ni autojustificarse; es a su manera un arte ignorante, salvaje: no conoce o finge que no conoce las parrafadas introductorias, las explicaciones, los pedidos de financiamiento y los títulos vendedores de los proyectos. Este arte se mantiene siempre en el terreno de la comunicación interpersonal, cercana y sentida. En el primer número de ramona, Fernanda escribió así sobre una muestra:

[Los cuadros] me parecieron seres gentiles y bondadosos (yo siempre veo todo como seres), quizá porque asocié a las obras […] con esos gigantes pacíficos de los cuentos […]. También fue como dar un paseo por el silencio. Creo que estas obras, a pesar del ruido que pueda haber en el salón, lo silencian. Yo interpreté que lo hacían para tocar una música que sentí, pero que jamás escuché. También me pareció que su quietud aquietaba el ambiente y yo sentí que lo hacían para envolverme y mecerme […]. Pero cuando estaba frente a ellas, e intenté explicarme lo que me pasaba, las miré y no me dieron ninguna pista, ni siquiera dijeron nada, me suspendieron plácidamente de nuevo en su silencio. [...] Yo quiero hablar de ellas pero es como algo imposible, a la vez me dan muchas ganas de compartir de alguna manera semejante emoción39.

Las referencias a la emoción, la primera persona casi continua, la insistencia con el silencio (la obra no habla, no convence, no gesticula, etc.) son temas clásicos del arte del Rojas que no deberían leerse tanto según su contenido; lo que vale es la particularidad retórica que comenzaron a tener estas ideas en el mundo empapelado de las carpetas, el mundo de las reuniones de trabajo que capturan tan bien esos posts de Facebook, con las botellas de Coca Cola de un litro y medio que deambulan entre personas que hablan de su trabajo. Y sin embargo este arte sin carpeta fue leído según el contenido explícito de sus declaraciones y severamente criticado: se lo encontró infantil y frívolo, se lo comparó con una pose. Se lo llamó a este arte, fatídicamente, narcisista. Se lo diagnosticó, a partir de textos como el de Fernanda, como una expresión de subjetivismo, un encierro en los confines de la propia personalidad que dejaba pendiente los problemas políticos, sociales, culturales, más importantes40. Los críticos no percibieron sin embargo un detalle, como suele pasar al calor de la polémica. No dudaron al identificar el narcisismo de Fernanda Laguna en la recurrencia del pronombre yo. Encontraron en ese pronombre ancla suficiente para sus acusaciones. Pero perdieron de vista el exasperante narcisismo de las carpetas, el de las autojustificaciones y la autopromoción, los casi únicos actos de habla permitidos en la situación discursiva del artista profesional. Si nos ponemos estrictos, la primera persona gramatical no está más o menos presente en el enunciado “yo soy Fernanda” que en “mi proyecto es” o “me propongo abordar” o “mi investigación gira en torno a...”. El primer enunciado es solamente más directo o más legible. Y quizás todos estos enunciados sean parecidos en el fondo: puede que el arte de Fernanda no se oponga al baile descomedido de las carpetas sino que lo parodie. En 2006 Fernanda hizo una obra emblemática al respecto: escribió en rímel, sobre una especie de bolsa muy lamentable de papel higiénico, hecha por ella misma, “Hago lo que hago x no hacer algo peor”. Para esa época el empapelado de carpetas era completo. Pero antes de seguir con Fernanda y las desavenencias entre el lenguaje salvaje y el ejército de carpetas, esta es la ocasión para volver sobre la Fundación START y perfilar otra forma de la autopromoción dominante en la primera mitad de los 2000. No es verdad, o es solo una verdad a medias, que tuviéramos entonces a los artistas ingenuos y congeniales, los salvajes, de un lado, y del otro a los artistas autojustificatorios, los pioneros del arte contemporáneo y de la reunión de trabajo que incansablemente escriben en sus candidaturas “lo que abordo en mi trabajo”, “lo que mi investigación se propone”, etc. Por esa época desde la START se administraba otro ámbito que durante un tiempo tuvo al mundo del arte envuelto en su histeria: el proyecto Venus. Era una red social en la que los participantes podían ofrecer servicios negociables en un equivalente del peso (que entre el lanzamiento del proyecto y su final sufrió además una devaluación notoria, en 2002), una moneda ficcional llamada justamente “venus”. La idea de su demiurgo, Roberto Jacoby, tenía que ver con la estructura de una obra de arte que fuera transitiva a la vida social misma; Jacoby hablaba de dar un instrumento a una comunidad alternativa, inclusive decía: una economía alternativa, una economía del deseo. Una “tecnología de la amistad”. En el proyecto Venus los invitados podían conectarse desde sus casas, hacerse amigos e intercambiar servicios rápidamente, estilo club del trueque (y vaya si había clubes similares en la Argentina de la recesión), todo mediado por la moneda de fantasía; la red funcionaba sola y el proyecto era una metáfora prístina de eso: de la red y su potencial. Y así Venus se fue convirtiendo entre otras cosas en una escuela de la autopromoción. Porque casi todo lo que podían hacer sus usuarios, además de husmear a otros usuarios, era ofrecer y promocionar sus servicios.

Ana Martínez Quijano escribió en 2004:

El proyecto Venus es una sociedad experimental […] que hoy integran centenares de artistas, intelectuales, [etc.]. Los participantes ingresan libremente a través de internet y disfrutan de posibilidades de intercambio muy amplias: servicios profesionales, colaboraciones, producciones, acciones, amistades y hasta la compra y venta de bienes y servicios en moneda Venus. Los miembros del grupo se autodenominan “hacedores del placer”41.


También Alán Pauls recensó el proyecto para radar, en términos más paranoides:

¿Qué es Venus, además de un planeta, una señal de cable porno y el nombre latino de una diosa lasciva? [...] Al parecer, hay tantas respuestas como usuarios. Según la home page del sitio que Venus tiene en internet (proyectovenus.org), “Venus es una red de artistas [...]”. Pero en el viejo departamento del Congreso que sirve de sede al proyecto todo es mucho más blando, relajado, maleable y metafórico, y los modelos para pensar el experimento van del falansterio de Fourier a las sociedades primitivas que abismaron a Pierre Clastres, pasando por variantes intermedias como la orgía, la secta, el mercado paralelo o las sociedades secretas. […] Polimorfismo, maleabilidad y una dinámica interna impredecible, alimentada por el azar de deseos cruzados, parecen ser los principios más activos y eficaces con que Venus respondió al estado de cosas que inspiró su invención: la catástrofe argentina. “Ante la situación general”, dice el fundador, “podés deprimirte y no saber qué mierda hacer, [o podés] ponerte a pensar qué necesidades afectivas, existenciales, culturales o materiales tenés.” [...] En otras palabras: responder a la crisis42.

El lugar físico, la sede de Venus que era Fundación START y la sede paralela y más fiestera de Tatlín, con su moneda de fantasía y su economía de ficción, terminó por convertirse en el escenario permanente de un carnaval, una fábrica de ritos postizos que durante un tiempo reunió a la gente interesante de Buenos Aires. Porque todo dentro de Venus se convertía en narrativa, espectáculo, pose. Una vez me tocó asistir a un “casamiento” en START que no era más que una fábula complicada entre dos de los animadores de Venus, Violeta Kesselman y Gastón Camaratta. En otro momento una efímera clique reunida en torno a Sergio De Loof proyectó Las Guachas (1993), un hito perdido del cine camp argentino. Había también quien tiraba el tarot y quien ofrecía brownies psicoactivos. Todos en Venus obraron con libertad. Y esa era otra de las particularidades del espacio social al que Jacoby insufló vida y financiamiento. Allí todo se mezclaba y había lugar para todos: era, entre tantas otras cosas, un espacio ficcional de autopresentación.

En estos proyectos de autoorganización artística, como Venus, había una puja visible por la autonomía. Y en el agenciamiento de tareas institucionales de parte de los artistas, las relaciones entre los mismos artistas adquirían un rol fundamental. Jacoby junto a Venus desarrolló otro proyecto, Bola de Nieve, que lanzó en el año 2000 y cuyo texto de justificación empieza así:

El objetivo del proyecto Bola de Nieve es fortalecer la autonomía de campo de los artistas visuales que actúan en Argentina. En vez de que la pertenencia al campo venga establecida exclusivamente por el mercado, los galeristas, críticos, curadores, funcionarios, etc., buscamos que sean los propios artistas quienes la definan. Al mismo tiempo, Bola de Nieve aspira a vivificar el entramado de relaciones entre artistas, erosionado por las nuevas condiciones sociales, urbanas, económicas, etc. Prácticamente han desaparecido los lugares de encuentro (cafés, librerías, galerías, talleres grupales, tertulias, centros) donde los artistas establecían relaciones de todo tipo43.

“Proyecto Bola de Nieve” suena a operativo guerrillero o a campaña de comunicación. El título del texto publicado en ramona (“Proyecto Bola de Nieve o cómo crecer barranca abajo en épocas heladas”) lo sitúa en tiempo y lugar (el espacio mental de la crisis) y lo provee de un objetivo: “fortalecer la autonomía de campo de los artistas”. Una de las formas de esa “autonomía de campo” llevaba del espacio del individuo aislado al trabajo grupal y a las iniciativas colectivas y de interrelación, a la manera de Venus. Sintéticamente, Bola de Nieve era un espacio virtual, que podía tomar cuerpo en ramona o en internet, donde los mismos artistas afirmaban sus afinidades y relaciones. Un primer grupo de artistas participantes nombraba a otros artistas (a razón de cinco cada uno) que a su vez debían nombrar a otros cinco, etc. Con el tiempo Bola de Nieve incluyó un espacio en internet para cada uno de ellos, donde podían subir fotos y textos sobre su trabajo, comentarios sobre otros artistas que les interesaran y razonamientos diversos en la forma de una simple encuesta de cinco preguntas, además de mencionarse unos a otros y habilitar a los nuevos mencionados a participar, completar la encuesta y a mencionar a su vez a otros artistas entre sus referencias.

Recordemos el año 2000 como un momento de auge de la “estética relacional”, teorizada por Nicolas Bourriaud y, en español y con otro nombre, por Reinaldo Laddaga, que incluso dedicó un capítulo de su libro Estética de la emergencia al proyecto Venus44. Venus y Bola de Nieve tenían un impulso parecido, un empeño por recrear esa autonomía de los artistas que formulan sus propios espacios de injerencia, pero en un tono intrínsecamente múltiple, coral. Tienen lo que la teoría clásica de los géneros atribuye a la novela: multilingüismo, pluralidad de voces y procesualidad. Y quizás sean eso estas obras en definitiva: grandes novelas de un artista sociólogo en un pico de actividad. Circulaba por entonces la sospecha, que el tiempo iba a defraudar, de que el futuro del arte argentino iba a corresponderle al colectivo de artistas y la obra múltiple como formato de trabajo. “Muchas de las cosas que veo válidas en el ambiente”, decía Pablo Siquier en aquel momento,

son trabajos en equipo. Operaciones mucho más complejas en las que no hay un nombre detrás. […] Digamos que esa imagen de artista héroe, que luchaba contra todo el mundo y contra las ideas retrógradas, tiende a desaparecer a favor de una forma más anónima, más compleja, más interactiva45.

También en 2000 los jóvenes artistas Manuel Mendanha, Juliana Lafitte y Agustina Picasso presentaron en sociedad al grupo Mondongo con una exhibición bastante colosal para la época, titulada La primera cena, en el Centro Cultural Recoleta46. La muestra constaba de ciento veinte máscaras mortuorias de personajes vivos (amigos y figuras del mundo del arte) acompañadas de unas fotografías, y generó polémica por su tono luctuario a la vez que irónico, por presentar a los vivos como muertos y por hacer burlas sobre el mundo del arte. Las máscaras pintadas e intervenidas con pintura tenían el objetivo explícito de llamar la atención. Pero también ponían en práctica una modalidad de trabajo y una escala de la que el arte argentino había prescindido últimamente, por idiosincrasia y por inconvenientes varios. Para hacer una comparación a vuelo de pájaro: ciento veinte obras era lo que podía abastecer toda la producción del Centro Cultural Rojas en un año y medio o dos años, y los Mondongo habían concentrado aquella cantidad de trabajos para una muestra individual en una única sala. Se podría decir que atinaron a subir la vara y ver qué pasaba. Y lo hicieron justo a tiempo porque el mercado del arte (en Buenos Aires y en el mundo) estaba por subirse a una larga ola de auge. Dos años después en la flamante galería Braga Menéndez (y ya es una noticia que abriera sus puertas una galería de arte contemporáneo en Buenos Aires), los Mondongo volvieron a presentar grandes retratos de figuras del mundo del arte, esta vez realizados en materiales varios. Los artistas utilizaron caramelos, cereales, comida de perros, fósforos, sacarina, jabón, cuero, etc. Cada material comentaba como un chiste una peculiaridad de la persona retratada. Las piezas eran, en definitiva, caricaturas. Pero “sin duda su inclusión en las ligas mayores del arte”, escribió un cronista,

fue el encargo hecho por el entonces Secretario de Estado de España Don Miguel Ángel Cortés de retratar oficialmente a la familia real española, casi a la usanza de un mecenazgo renacentista. El resultado fueron tres retratos –el rey, la reina y el príncipe Felipe– confeccionados con 75.000 mordaces espejitos de colores47.

Lo gracioso del encargo, los espejitos de colores adaptados para formar la imagen de la familia real, es que venía con un chiste muy burdo. Estos espejitos forman parte del folclore infantil en Argentina; siempre se ha dicho a los niños que los indios en la época de la Conquista entregaban el oro y la tierra a los españoles a cambio de espejitos coloreados. (Y aunque la corona de Carlos I dominaba las industrias del vidrio en sus posesiones de los Países Bajos, el trámite de la Conquista fue bastante más duro que ese intercambio inocente, por desigual que fuera.) Pero por debajo hay algo que hace del encargo una anécdota meritoria y es que los artistas no explicaron el chiste a los reyes y sus enviados. No dijeron, como el lanzador de carpetazos, “nuestro trabajo aborda el intercambio desigual del comercio atlántico durante la Conquista, etc.”. Dijeron otra cosa a sus clientes: que los espejitos eran para que el pueblo pudiera verse en el rostro de los reyes48. Los tres artistas se mostraron capaces de justificar su trabajo con distancia, ironía y cierta crueldad, diciendo una cosa en el tren de promocionar una obra que dijera otra, como contrabandistas del significado. Se mantenían así a saludable distancia del discurso emocional y ambiguamente sincero de Fernanda, enemigo de las carpetas y la autopromoción, pero también de la reducción del sentido de una obra a lo que puede decirse en una gacetilla de prensa o al presentar el propio trabajo frente a una crítica grupal. Digamos que los Mondongo exploraban una tercera vía que no era la del carpetazo puro y simple ni la de su sustitución por el discurso (tantas veces caracterizado como infantil) del artista que rehúsa hablar profesionalmente de su trabajo y que afecta, genialmente, una incapacidad oratoria como excusa de la brillantez literaria. La redacción escrita de lo que una obra “dice” en un texto o discurso promocional estaba adquiriendo en ese momento una importancia que los Mondongo lograron usar a su favor y que iba a ser decisiva para las luchas artísticas por venir, según veremos en los capítulos 4, 5 y 6. La siguiente exposición del grupo fue en la galería Maman en 2004 y se tituló Esa boca tan grande49. Presentaron allí la Serie negra inspirada en escenas pornográficas extraídas de internet y la Serie roja, una versión sexploitation de Caperucita Roja. Las referencias a mucho arte contemporáneo comercialmente en boga eran francas: mucho Vik Muniz, Thomas Ruff y pictorialismo posmoderno estilo Jeff Wall, con algún dejo de pintores argentinos más raros como Vito Campanella. Las obras del grupo siguieron su derrotero de los estudios de los programas de televisión argentina del horario central a situaciones y ambientes bizarros, como una cena de magnates petroleros en Houston o la residencia fastuosa de una princesa de Abu Dhabi para la que realizaron un retablo inspirado en una villa miseria50. Y no querría dejar atrás el año 2000 sin la anécdota de este grupo de artistas que primero fue un trío y finalmente quedó conformado como un dúo de Mendanha y Lafitte, quienes además son pareja, cuando Agustina Picasso los abandonó para casarse con Matt Groening, el creador de Los Simpson, y radicarse en Los Ángeles. Pero incluso los dos integrantes del trío original que no se casaron con una celebridad global megamillonaria, y que en cambio se casaron entre ellos y se mantuvieron fieles a la franja de ingresos de la clase media profesional argentina, de algún modo aspiraban también a la celebridad y de ella hicieron su materia, más todavía que de la plastilina, el material con el que Mendanha y Lafitte se hicieron famosos. Allá por los comienzos de los 2000, la fábula de un éxito artístico repentino comenzaba a ser viable y los Mondongo fueron los primeros, entre los artistas argentinos del momento, en participar de ella. Y su simultaneidad con instancias como Venus y Bola de Nieve es característica de una época zanjada por una asimetría de intereses y horizontes. Porque los colectivos y proyectos como Venus trataban de fortalecer la autonomía de los artistas justo cuando el sistema del arte se encontraba en plena transición al desarrollo institucional. Y la agenda del desarrollo institucional (al margen de los venusinos y los colectivos, que reivindicaban la creación de sus propias instituciones) encontró un cierto obstáculo en la idiosincrasia de la mayoría de los artistas argentinos, que no actuaban de forma estratégica en el dominio de la retórica y la autopresentación profesional y estaban acostumbrados en cambio a un ambiente poco institucionalizado y para nada profesional, en el que no era raro que un artista de mediana carrera mostrara sus trabajos en un bar o una discoteca. (Y quizás hasta era un artista el que llevaba la discoteca, bien lejos de los museos y sus horarios diurnos, como pasaba en la Age of Communication y el Café París, de Juan Calcarami y Sergio De Loof respectivamente, según veremos en el capítulo 4). La agenda del desarrollo incentivaba a los artistas a convertirse en pioneros del arte contemporáneo y sostener el esfuerzo de la profesionalización y la institucionalización creciente mientras simultáneamente se explayaba en la escena otra cultura artística, heredada de la década de 1990, mucho más cercana a los tics del amateurismo y el flirt quizás morboso con el naif (según veremos también en el capítulo 4). Lo diré entonces como si fuera una fábula: lo que empezó a cuajar fue una rivalidad entre los pioneros y los salvajes en la disputa por la definición del concepto de arte. Y la foto grupal del año 2000 termina con ellos.

A comienzos del siglo, el espacio más prestigioso para el arte emergente en Buenos Aires era todavía la galería del Centro Cultural Rojas, dirigida desde 1997 por Alfredo Londaibere. El Rojas había sido un espacio estelar bajo la dirección de Gumier Maier (entre 1989 y 1996) y ya había generado suficiente polémica cuando Londaibere ocupó el sillón de director dispuesto a continuar la política de su antecesor pero bajarle el perfil. Entre su entrada en funciones y la crisis de 2001, el Rojas de Londaibere fue una especie de oasis entre dos generaciones. Y allí el arte salvaje proliferó, en esa pequeña sala parecida a un pasillo, con muestras de artistas como Florencia Böhtlingk, Santiago García Sáenz, Alberto Passolini y Déborah Pruden: en general muestras de objetos y pinturas desprovistas del discurso rector de los proyectos y las justificaciones. Remontémonos otra vez al 2000, a una muestra que tenía como protagonistas a María Fernanda Aldana (una cantante, integrante del grupo de rock alternativo El Otro Yo), Marcelo Alzetta (un historietista del grupo El Tripero), Marta Cali, Luis “Búlgaro” Freisztav y Andrés Sobrino. Convivían un escultor nacido en 1954 y con poca trayectoria comercial, Freisztav, con artistas jóvenes y abocados principalmente a otras disciplinas. La muestra, que prescindía de toda explicación o guion, tenía un tono más bien evasivo de las cuestiones de la esfera pública, bien en la tradición doméstica del arte ingenuo y sin carpeta, al gusto de Gumier Maier y Fernanda. Ese ya era el tono histórico del Rojas, que había hecho discurso de la ausencia del discurso, y es un tono que en la época de Londaibere ciertamente no se reforzó, incluso se apaciguó un poco; lo que se reforzó fue la demanda social de repensar el lugar de la cultura en la esfera pública. Pero todo se entiende mejor con un ejemplo propicio.

Al año siguiente, primeros días de diciembre, Londaibere presentó la muestra Pinturas de Déborah Pruden. La entonces jovencísima pintora realizaba cuadros llenos de referencias a tanta pintura internacional que sería agotador inventariarlas. Mejor prestarle atención al contenido: se trataba de cuadros semifigurativos basados en anécdotas de un viaje de la pintora a Marruecos (con su novio, Ruy Krygier) en los que dos gotas de agua aparecen alegres andando de la mano en los mercados populares, en medio de un festín cromático desaturado un poco al estilo de David Hockney o Ronald Kitaj. Pero no me siento autorizado a hablar de ellos: no podría haber cuadros más cándidos y yo tendría que ser Diderot para comentarlos como se merecen. No podría haber tampoco mayor contraste entre esos cuadros y la realidad circundante de la muestra. A días de la inauguración, el ministro de economía, Domingo Cavallo, congeló los depósitos bancarios de toda la población del país en una medida dirigida a evitar una crisis bancaria que produjo algo peor. La convertibilidad (la ley que dejaba fija la relación uno a uno entre el peso y el dólar, sancionada en 1991) estaba herida de muerte. El país estaba en recesión y ya no tenía fondos para pagar los servicios de la deuda externa. Con las provincias de la Patagonia sumidas en violento alboroto (sus rutas cortadas por los piqueteros en continuo choque con la guardia de gendarmería), los jubilados y las amas de casa de todo el país no podían extraer dinero de los bancos y la periferia de Buenos Aires, devastada por el estancamiento económico y el desempleo, se mantenía en un clima de alarma extenuante que terminó en la ola de saqueos y ataques a comercios de las últimas dos semanas del año. ¿Y qué decía al respecto el Rojas de Londaibere? “Que miren pinturas sobre viajes por el mundo”: algo parecido a la respuesta de María Antonieta al enterarse de que el pueblo tenía hambre.

Los artistas del Rojas de Londaibere, los salvajes, eran en su mayoría pintores sin formación en arte contemporáneo: desconocían el complejo de escuelas, programas de artistas y residencias internacionales y descreían instintivamente del maridaje entre experiencia estética y realidad política, al que aquel complejo institucional podía ser ocasionalmente afecto51. Tenían más bien una idea ingenua del arte como continuación por otros medios de una vida feliz, descontracturada, noctámbula y ocasionalmente viciosa, pero siempre placentera. Algo parecido a la intoxicada iluminación de Kurt Cobain, “cuando estoy en el sol me siento bien”, era el arte para ellos. Tortas, en el lenguaje de María Antonieta; gotas, en el lenguaje de Déborah Pruden. Gotas que disfrutan al deambular por un país desconocido, en el que no subyace ningún conflicto social a la vaga ordenación cromática de las mezquitas y los bazares que acarician la retina y la sumergen en sus matices. Eran artistas habituados a una vida sin burocracia, exceso de trabajo ni encargos despampanantes, que situaban su esfera de acción entre amigos, lejos de la realidad y sus dramas, preferentemente en un bar. Pero esta idea del arte estaba comenzando a quedar en duda, por un lado, a medida que más espacios y reuniones de trabajo como las de Trama se abocaban a formar pioneros para lanzarlos a la aventura profesional del arte contemporáneo y, por otro, a medida que la realidad social argentina iba recrudeciendo y encerrando a estos artistas salvajes en los contornos de la siempre cuestionable evasión, moteándolos con la suavidad tardía y la impermeabilidad al ambiente propias de una realeza decadente, solo preocupada de sus divinos placeres. En el número 1 de ramona también hay una conversación entre Pablo Suárez y Sergio De Loof que elípticamente ilustra cómo esta cultura artística no profesional y tan adorable iba perdiendo asidero y coherencia con la época. El título, por si quedan dudas sobre la moral del arte argentino en la época de la crisis, es “Inmersos en la bosta”. Y allí Pablo Suárez, un artista que transitó la escena del Instituto Di Tella de la década de 1960 y que llegó a participar del ambiente del Rojas treinta años después, donde promovió a artistas jóvenes como Marcelo Pombo y Miguel Harte, dice:

Una de las cosas que me fascinan [de nuestro arte] es esa cosa casi autista donde vos […] no gastás ni guita en hacerla o muy poca y realmente te manejás dentro de tus límites pero [en cambio] para hacer una obra de teatro se necesita mucha plata, mucho equipo técnico, cosas que directamente son un drama, a mí me parece maravilloso eso de que un tipo pueda escribir con una resma de papel, con una lapicera y ya está, o un tipo que quiere pintar agarra cualquier papelucho y lo pinta. Me angustia la gente que hace cine, que empiezan a buscar créditos, pagarle a todo el mundo, un drama, yo no podría hacer una cosa así ni en pedo52.

Lo que dice Suárez, que el arte no necesita producción a diferencia del cine y el teatro, se ha dicho mucho: es un cliché. Pero este cliché ya estaba en duda en el momento y lugar de la charla. Mientras Suárez encomiaba el “papelucho” como espacio de realización del artista, capaz de liberarlo de toda traba y de toda negociación con la industria del arte, la agenda del desarrollo institucional y profesional del arte avanzaba a ritmo franco y la crisis de 2001 iba a tener injerencia sobre la articulación de sus contenidos, como veremos en el capítulo siguiente. Se produce entonces un quiasmo en la escena joven porteña: la querella de los pioneros y los salvajes. Una cultura artística desregulada y evasiva comienza a chocar con un nuevo tejido institucional que promueve el desarrollo profesional y el abordaje artístico de los problemas de la esfera pública, y que también comienza a valorar una nueva ética de trabajo en desmedro de las ilusiones con la bohemia, el divague como tarea principal y la fuga de la realidad como programa, todas cosas que la situación social y económica circundante de repente tiñó de mala reputación. Y tal vez sea el momento, ahora que hablamos de un grupo de artistas ignotos que se apiñó en Buenos Aires alrededor del año 2000 y de sus pequeñas rencillas, de hurgar un poco en la teoría del arte contemporáneo para entender por qué la radicación de su industria trajo consigo un cambio tan rotundo de idiosincrasia.

De acuerdo con el arte contemporáneo en una de sus definiciones más aceptadas, es arte solo aquello, y todo aquello, que se presenta como arte. El grueso de su definición (la respuesta a la pregunta “qué es el arte”, o mejor dicho la pregunta misma) pasa del contenido intraestético de las obras al contexto social en el que se negocia el concepto de arte. Y al definirse así el arte, el contenido de su concepto se diluye en su aparato de acceso y queda reducido a su sistema de presentación, a su industria, que tautológicamente define qué es arte por correlación consigo misma. Pero la fibra medular de toda industria es el trabajo. John Locke tiene una metáfora en la que relaciona el valor de una mercancía con el trabajo, al referirse a una manzana silvestre recién cortada del árbol. Esa manzana tiene un valor adicional a la manzana que se presenta en el árbol, dice Locke, y es el trabajo que llevó encontrarla y extraerla. Los salvajes creían en el arte como manzana silvestre mientras que los pioneros creían en la manzana ya procesada y comercializada, en la mercancía que “se presenta” como manzana en el mercado. Por eso no debe sorprender que el interés ferviente por el arte contemporáneo como lenguaje (la instalación, el objeto encontrado, el proceso, la investigación y otros formatos que se promocionaban en las reuniones de trabajo como las de Trama) coincidiera con el interés también vehemente por el arte como desempeño profesional al interior de una nueva industria en la que la presentación que un artista hace de su trabajo es un aspecto decisivo (ya que el único negocio de la industria es que las cosas “se presenten” como arte). Y esa es la historia de los pioneros y de la agenda del desarrollo institucional: una historia de amor por la industria del arte y sus sistemas de presentación, que veremos en los capítulos 3, 5 y 6.

Los pioneros además tenían dos ventajas tácticas hacia comienzos de los 2000 en Buenos Aires. Una es el desdén que el Rojas mostraba hacia la dinámica social de la época, como queda claro con el ejemplo de Pruden. La otra es la relativamente contundente historización que hacia el año 2000 tenía el arte de la década de 1990 y su principal espacio de acción, el Centro Cultural Rojas. La muestra de la colección Bruzzone, cuyo epicentro es el arte del Rojas, ocurrió en el mismo Centro Cultural Rojas en 1999. Esa colección “irregular pero siempre insólita”, al decir de Ana Martínez Quijano53, y entre cuyos archivos pasé muchas tardes alegres revisando documentación mientras escribía este libro gracias a la hospitalidad de Gustavo Bruzzone y a la paciencia de Roberto Macchi, el curador, a comienzos de la década del 2000 ofrecía un relato cerrado y contundente de la década previa. Pero los pioneros encontraron ahí un flanco de ataque: simplemente hicieron la lista de atributos del arte del Rojas y los rechazaron en bloque. Rechazaron su coqueteo con lo infantil, su magra estructura de producción, su falta de articulación proyectual, su nula exploración del terreno exterior al objeto, su recelo con las tendencias artísticas internacionales, etc., y comenzaron a impulsar la actualización internacional y el desarrollo profesional del arte argentino en sintonía con la urgencia de la crisis. Si es curioso que uno de los períodos más internacionalizados en la producción artística local (el período que abarca este libro) coincida con una época de nacionalismo económico (la de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, entre 2003 y 2015, con una breve antesala a cargo de Eduardo Duhalde en 2002-2003), la razón hay que buscarla en esas muestras en la galería-pasillo, donde quedaba clara la ausencia de ambiciones profesionales del arte del Rojas y su simultánea falta de herramientas para responder a la crisis que estaba esperando apenas uno cruzaba la puerta de vidrio corredizo y se sumergía en uno de los momentos más tristes de la calle Corrientes, que hacia el año 2000 se veía miserable, repleta de negocios cerrados, con el chirrido de los carritos de los cartoneros como único sonido. Todo lo que estaba fuera del Rojas, desde los Young British Artists hasta los piqueteros de la Patagonia, de repente hizo fuerza para entrar y entró. Y el cruce entre los YBA y los piqueteros es algo inestable y peligroso que podemos definir como arte contemporáneo argentino. Además, el frenesí de los pioneros por absorber formatos de trabajo que ya existían en muchas ciudades del mundo, las ganas de leer productos editoriales como el Art Now, la salivación al mirar la página web de una residencia en Berlín o al fantasear con el equipamiento de una escuela de arte de Los Ángeles (su cantidad de serruchos, amoladoras y otras máquinas), todo eso tenía que ver con copiar un estilo internacional difuso y con potenciar el arte contemporáneo argentino. La agenda del desarrollo institucional es simultáneamente internacionalista en su medios y nacionalista en sus fines: lo que buscaba era permitirle a una joven generación competir exitosamente en el arte contemporáneo mundial, ampliando la participación argentina en sus redes de competencia, como también veremos en los capítulos 3, 5 y 7.

Pero no era la primera vez que un sector de la comunidad artística propugnaba por la actualización internacional y el desarrollo institucional: es necesaria entonces una digresión. (Y espero que se acostumbren a estas bifurcaciones en el relato, que me permiten entretenerme al cambiar ángulos de lectura.) Ya habían existido precedentes. El más cercano fue el del Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella a comienzos y mediados de la década de 1960. El Di Tella era por entonces uno de los lugares de moda de la clase creativa porteña, con extensa cobertura en la prensa y una misión institucional muy emparentada con el programa económico desarrollista (apertura económica, inversión extranjera, acento en la expansión de la infraestructura y la modernización) que propiciaban los intereses hemisféricos, con base en Estados Unidos, de los que el emporio industrial de la familia Di Tella no era ajeno.

El director del Centro de Artes Visuales por entonces, Jorge Romero Brest, tenía una historia particular: ya un crítico de cierto renombre en la Buenos Aires de 1930, editor de la revista Ver y estimar, Romero Brest primero fue expulsado de la docencia universitaria durante el peronismo y luego promovido a la primera plana de la función cultural con la caída del gobierno de Juan Perón en 1955, a manos del golpe de Estado que entregó el poder, tras una complicada intriga palaciega, al teniente general Pedro Aramburu en noviembre de aquel año. Primero desde 1956 en el Museo de Bellas Artes (un museo perteneciente a la órbita del estado nacional), Romero Brest intentó un programa de compras internacionales que le permitió a la nación argentina poseer un Picasso sin gloria y un diminuto Rothko; luego en la función privada, en el Centro de Artes Visuales, impulsó a la generación de artistas que estaba pasando del informalismo a la acción artística directa, con campeones como Marta Minujín entre otros. Ellos hicieron de su jefatura en el Instituto Di Tella algo parecido a una leyenda de internacionalismo artístico avanzado, cuando Buenos Aires se contaba en el selecto club de metrópolis mundiales con una notable escena artística de neovanguardia. Pero fue mucho antes de aquel celebrado apogeo, y apenas caído el gobierno peronista, cuando Romero Brest pudo tener ascendencia directa sobre los destinos del arte argentino y comenzar a tejer oscuramente los cimientos de la nueva realidad de la actualización internacional. Encargado con el envío a la bienal de Venecia de 1956, muy pocos meses después de que la Fuerza Aérea bombardeara la Plaza de Mayo como antesala del golpe que lo puso en funciones, Romero Brest escribió para el catálogo del envío:

El país acaba de pasar por una dura prueba: más de diez años de una dictadura que, además de entorpecer el progreso social y diezmar la economía, trató de aniquilar el espíritu por todos los medios posibles, tergiversando la historia, enalteciendo falsos valores y fomentando bajos instintos. […] Pero las fuerzas vitales no estaban agotadas, como lo prueba la magnífica Revolución Libertadora de setiembre, que le permitirá volver a ponerse a tono con los países civilizados del orbe y, en el campo del arte plástico, esta exposición que revela cuáles han sido los esfuerzos de los jóvenes pintores y escultores para hablar el libérrimo lenguaje de la modernidad54.

Ese “libérrimo lenguaje de la modernidad” encierra el intento de actualización, de puesta a tono “con los países civilizados”, como la tarea de los jóvenes artistas argentinos del momento. ¿Y tan extraño es que los mismos deseos que auspiciaba Romero Brest para el arte de la Argentina posperonista (apertura, internacionalización, desarrollo y ruptura con el pasado inmediato) pudieran recuperarse cuarenta y cinco años después, no frente a un golpe de estado sino frente a una crisis política muy dramática? En realidad no es tan extraño. El internacionalismo estético y el canon cultural liberal, con su énfasis en el desarrollo, la competencia y la actualización, debieron terciar repetidamente a lo largo de la historia con las fuerzas opuestas del revisionismo y la defensa algo afantasmada de una presunta cultura autóctona y popular a la que Romero Brest acusaba en el catálogo para el envío a Venecia de 1956 de “tergiversadora”, enaltecedora de “falsos valores” y promotora de “bajos instintos”. Y cuando la industria del arte contemporáneo se afinca en Buenos Aires en la primera mitad de la década del 2000 encuentra su fuente más propicia en ese intento de internacionalización y modernización del gusto artístico que había tenido lugar en el Di Tella medio siglo antes.

Pero la historia es sinuosa, y la promoción del internacionalismo y el desarrollo institucional que arrebató a la escena artística argentina a mediados de los 2000 también derivó a la postre en la germinación de su opuesto lógico: un revisionismo melancólico, promotor de una idea del arte ingenua, localista y no cercenada por la ideología del desarrollo profesional, que comienza a venerar sus propios ídolos oscuros, olvidados en los márgenes del canon, hasta construir un santuario entero de artistas salvajes, regionales y tímidos en un nuevo espacio ideativo, por fuera de la narrativa normalizada del artista competitivo que prevalece en redes globales. “Soy internacionalista en todo, menos en el arte”, dijo una vez Marcelo Pombo. Y la frase, viniendo de una de las figuras centrales del arte del Rojas, tomó nueva vida alrededor de 2010, en pleno idilio global del arte contemporáneo argentino. Al canon basado en la norma de un arte internacional, actualizado y profesional que la industria del arte fue formando a su paso por Buenos Aires fue oponiéndosele un “canon de lo prohibido”, un contra canon, un canon queer. Y de las relaciones entre ambos trata este libro.

Corazón y realidad

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