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4ª Predicación:

“Nuestros enojos: conflictos enigmáticos (4)

“El enojo y el inconsciente” (2)

“Si un hombre mantiene su enojo contra otro,

¿cómo pretende que el Señor lo sane”.

Eclesiástico 28, 3

Tener presente que la atmósfera emocional de batalla continua hará que se desarrolle la respuesta de enojo que se direcciona hacia el adversario con intenciones de vencerlo, es muy frustrante. Esta estructura mental puede convertirse inconscientemente en una forma de organizar cualquier experiencia vincular. La desconfianza, la falta de disponibilidad para encontrarse con una persona, en cualquiera de sus planos, desemboca en una experiencia frustrante dado que la persona – en su imaginación – libra batallas sin descanso. Se elaboran preconceptos que se transforman en teorías “infalibles” los que, de alguna manera, consolidan el circuito de combate permanente.

Si las personas que piensan así, en vez, percibieran que la batalla mental existe pero que no es el rasgo esencial de la vida, sino el aprendizaje que nuestra conciencia realiza en la solución de los problemas que implica vivir como individualidades separadas (aquello de “separemos los tantos”), los desafíos de la vida se representarán como cosas a confrontar, no como puntos esenciales de nuestra existencia. De lo contrario, en palabras simbólicamente definidas, estas realidades se tornan en reflejos inmediatos de enojo bélico-destructivo hacia a dentro y hacia afuera.

En este período en el que los valores y las modalidades de la cultura competitiva están tan expandidos, y donde todo pase a ser motivo de competencia, estamos muy expuestos a interpretar cada obstáculo que surge en el curso de una relación como la “manifestación de la voluntad adversa del rival de turno”. Este rival puede ser mi mujer, mi marido, mi vecino, el portero del edificio en que vivo, mi compañero de trabajo, mi hermano/a de comunidad, que imaginamos que quiere oponerse a nuestros propósitos y vencernos. No es de extrañar, entonces, que el clima emocional de una incesante batalla sea el que fatigue nuestros días y debilite nuestra posibilidad de cooperación, entusiasmo y alegría.

Todo conlleva a darnos cuenta que el enojo puede ocupar un lugar mayor o menor en la vida de cada uno. Que podemos enojarnos más o menos fácilmente y que esta variable es importante y merece ser observada.

Pero junto con esta característica existe otro factor, de tanta o mayor importancia aún que ésta, y es la manera en que reaccionamos cuando nos enojamos, es decir, si nuestro enojo tiende a destruir o a resolver. No sólo es importante, por tanto, el cuánto nos enojamos sino, y muy especialmente, el cómo nos enojamos y cuándo lo hacemos. Esto puede darse y justificarse con expresiones como “no lo hice con mala intención”; “estaba nervioso por otros motivos”; “no pude manejar la situación”; “me desbordó la impotencia”, etc. Aquí cabe la posibilidad de revisar nuestras vidas y descubrir, ambarinamente, la diferencia entre el contenido del desorden (pecado) y la intención. A veces, esta última es buena, pero el método – la forma de llegar a – (voz altanera, prepotencia, agresión) es donde comúnmente hace su nido el pecado. Por eso, seamos más amplios en la reflexión considerando poder reconocer la “integridad del pecado”, sin excusarnos en la “intención”. Acudir realmente al método, al cómo comuniqué o trasbordé el pecado…

Nos podemos plantear qué predominio está merodeando el enojo…, será ¿el inconsciente pagano?; el ¿inconsciente impulsivo? O el ¿inconsciente espiritual?

Sabemos que el médico psiquiatra judío Viktor Frankl afirma que existe un inconsciente espiritual, además del inconsciente impulsivo – descubierto por Sigmund Freud.

El inconsciente espiritual es el tema central de la logoterapia o terapia existencial, creada por Frankl. Este psicoterapeuta define su escuela como una psicoterapia a partir de lo espiritual. Este tema se aborda en un libro de Frankl que se denomina “La presencia ignorada de Dios”. Consideremos sus propias palabras: “No se trata de un mero inconsciente impulsivo, sino también de un inconsciente espiritual, el inconsciente no se compone únicamente de elementos impulsivos, tiene asimismo un elemento espiritual, el contenido del inconsciente mismo clasificado en impulsividad inconsciente y espiritualidad inconsciente”.

Según Frankl, el inconsciente espiritual no se limita a la vida religiosa, sino que se expresa también en la vida artística. Aunque todo el libro citado es importante, en el capítulo 4, que trata sobre “La interpretación analítico-existencial de los sueños”, el autor se vale del método freudiano de interpretación de los sueños para descubrir las expresiones del inconsciente espiritual a través de los sueños. Afirma: “En los sueños, esos auténticos productos del inconsciente, no sólo intervienen elementos del inconsciente impulsivo, sino también del inconsciente espiritual”. En todo ser humano, creyente o incrédulo, existe el inconsciente espiritual, ya que poseemos aspiraciones trascendentales, abiertas al infinito. Los cristianos tuvimos el llamado de Cristo a nuestra vocación bautismal y, los que no lo son poseen en su interior un potencial sin descubrir en muchos casos, otros expresados en el arte, otros en las ciencias, otros en el servicio. Sin embargo, la ausencia de la Imagen de Dios anunciada y predicada es lo que nos marca la diferencia. Junto con ello nuestra adhesión interior por la fe en Jesucristo.

El inconsciente espiritual procede justamente de la imagen de Dios presente en todos los seres humanos.

Lo inconsciente, sea espiritual o impulsivo, no sólo se expresa mediante los sueños, que a veces quedan en el olvido al despertar. También hace sentir sus efectos, positivos o negativos, al comenzar cada día. No debemos pensar que lo inconsciente actúa sólo mientras estamos dormidos, porque está presente “ahí nomás”, cuando estamos despiertos, en nuestras ocurrencias, en nuestros actos fallidos…

A pesar de que pueda parecer extraño, hay personas que tienen que volverse ateas al dios que no es dios y convertirse al Dios que Jesús nos revela en la parábola del Hijo Pródigo. Mi comentario se orienta a que hay personas que creen en el perdón de Dios para todos los demás, excepto para ellos. Son aquellos evidentemente que no se perdonan a sí mismos. Esta es, sin lugar a dudas, una de las manifestaciones del inconsciente inconverso.

En definitiva, demuestra su rechazo inconsciente de las verdades bíblicas que aceptan conscientemente. Se produce un planteo dicotómico. En los sueños se realizan los deseos inconscientes.

Hay personas cristianas –que profesan la fe– que sueñan con frecuencia, que sufren y que se castigan a sí mismas… Cuando los sueños son monotemáticos y el “soñador” es siempre la víctima, inconscientemente está como “pagando sus pecados”, a pesar de que conscientemente saben que hemos sido personados por el arrepentimiento y fe en el sacrificio de Cristo. Este tipo de casos, comienzan en la infancia, con padres que ejercieron violencia sobre el hijo, aunque sea sólo uno de ambos progenitores. A veces, inconscientemente, las personas se acercan a otros semejantes a su progenitor y depende de ellas. En su inconsciente tienen un concepto de Dios como el de un tirano que nunca perdona, aunque conscientemente creía en el amor, el perdón y la gracia de Dios. Sabemos que no es lo mismo el temor reverencial que presenta la Biblia respecto de Dios que aquel que le teme por miedo.

El miedo es una fobia, un estado de pánico ante un dios al que se considera despiadado. Se trata de un dios que el creyente ha creado a imagen y semejanza de su propio padre, pero que sólo existe en su propio psiquismo.

Por eso, debemos ser ateos a los dioses que no son dioses, para encontrar la paz en el Dios verdadero, Jesucristo. Él nos enseña: “Conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Jn 8, 32). Conocer la verdad es conocer a JESUCRISTO. Él mismo dice: “Yo soy el camino, y la verdad y la vida” (Jn 14, 6).

Esa verdad puede revelarse mediante el inconsciente espiritual, que procede de la imagen de Dios que está presente en todos los seres humanos, creyentes o incrédulos.

Por eso, al sentir un impulso, dejemos siempre un intervalo entre éste y la ejecución. Ese intervalo se llama deliberación. El que no obra después que piensa es que pensó imperfectamente, ya sea para realizar o para evitar algo contraproducente.

“Tú, Señor, eres mi esperanza y mi seguridad

desde mi juventud”.

Salmo 71, 5

Nuestros enojos

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