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CUATRO PALABRAS Á LOS LECTORES
LIBRO SEGUNDO
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De 1610 á 1621. – Expulsión de los moriscos, sus principios y sus fines. – Guerra contra los infieles. – Francia: proyectos y muerte de Enrique IV. – Alemania: campaña de Spínola en el país de Julliers. – Italia: humillación del duque de Saboya, tramas de éste y de Venecia, sucesión del Monferrato, guerra con Saboya, batalla de Asti, Oneglia, tratado de Asti, batalla de Apertola, sitio de Vercelli, derrota de D. Sancho de Luna, Lesdiguières y el marqués de Villafranca, el duque de Osuna y el marqués de Bedmar, empresas de Osuna, los Uscoques, Venecia, combate naval en Gravosa, paz de Pavía, falsa conjuración y desgracia de Osuna. – España: últimos años de la privanza de Lerma, Calderón, Uceda, el P. Aliaga, el conde de Lemus, D. Francisco de Borja, caída del privado. – Guerra marítima: principio de la guerra de los treinta años, batalla de Praga. – Muerte de Felipe III. – Estado en que dejó la Monarquía.
Las treguas con Holanda, vituperadas ó alabadas, ofrecieron al fin á España el descanso de que tanta necesidad tenía: grande ocasión para aprovecharla en aliviar la Hacienda pública, y en comenzar la obra de reparación y regeneración indispensable, si había de contenerse la decadencia del reino. No se emplearon en esto ciertamente los días de tregua. El duque de Lerma continuaba por entonces disfrutando sin contradicción del favor regio, y aumentaba su fausto y crecían para sostenerlo sus cohechos. Daba soberbios banquetes, y celebraba en fiestas públicas costosísimas los sucesos alegres de su familia, ni más ni menos que se suelen celebrar los de las familias reales. El Rey seguía orando, y él trabajando, sin saberlo acaso, por impericia ó ambición en la ruina total del país. Ayudábale aquel don Rodrigo Calderón, su privado; hombre de no escaso talento y astucia, pero más fastuoso y codicioso aun que él, y que más adelante mostró peores mañas y cualidades. Este, que era su confidente y consejero, ha de ser mirado en todo como su cómplice.
Fué poco después de las treguas cuando se verificó el suceso más desgraciado que hubiera presenciado España en muchos siglos. Corría aún el año de 1609, y oíase gran rumor de armas en la Península, que parecía desusado por la ocasión, puesto que no se hallaba enemigo en nuestras fronteras. Carlos Doria, duque de Tursis, y el marqués de Santa Cruz, nieto el uno del famoso Andrea, hijo el otro del grande Almirante de Felipe II, y Villafranca, Fajardo y D. Octavio de Aragón, inclinaron las proas de sus naves al mar de España. Los tercios viejos de Italia dejaron apresuradamente sus costas. Tomáronse en lo interior grandes precauciones militares, en especial por la parte de Granada y Valencia. Formáronse ejércitos, nombráronse generales, y no parecía sino que alguna invasión temible ó insurrección sangrienta iba á encender en armas la Península. Y, sin embargo, todo estaba al parecer en paz.
Era que uno de los males más profundos de la Monarquía, nacido de su propia constitución, y desconocido ó mal curado los años anteriores, acababa de cegar los ojos de nuestros políticos, tratando de acudir al reparo. Los moriscos que habitaban principalmente las costas orientales y meridionales de la Península no cesaban de mantener inteligencias con sus vecinos marroquíes y argelinos, y aun con el mismo Sultán de los turcos. Tratados con rigor sobrado y notable injusticia, antes habían aumentado que no disminuído los años el antiguo rencor á nuestra raza. Después de pacificados por fuerza de armas, el odio había ido en aumento cada día. No se devolvieron á los de Granada los bienes confiscados durante la rebelión, ni siquiera á los que, lejos de la guerra, habían sido encausados y desterrados solamente por precaución y sospechas. Mantúvose en muchos el destierro que comenzaron á padecer entonces, y la Inquisición redobló sus persecuciones contra todos ellos, mirándolos con más prevención y con menos piedad que nunca. Huyeron algunos de los moriscos á tierras extranjeras por no soportar tales rigores; pero lo general de la raza oprimida, no pudiendo huir, comenzó á tramar conspiraciones contra el Estado, poniéndose en comunicación y tratos con varios príncipes enemigos nuestros, y principalmente con Enrique IV de Francia, á quien llegaron á ofrecer, según se dijo, que seguirían bajo su dominio la religión protestante, con tal de no ser católicos en España.
Cuando los ingleses tomaron y saquearon á Cádiz, tuvo Felipe II temores de un levantamiento general de los moriscos andaluces, cosa que acaso se habría verificado á mantenerse algo más los extranjeros en aquella plaza. Tratóse luego de que los marroquíes hiciesen un desembarco en la Península, prometiéndoles que se alzarían ellos en su ayuda, y que juntos acabarían con el poder español en su propio lecho. Pero Muley Cidam, que gobernaba entonces en la ciudad y provincias de Marruecos, tenía demasiado en que entender con sus contrarios los de Fez, por andar á la sazón dividido el Imperio, y no pudo acudir como hubiera deseado en socorro de sus hermanos: con esto hubo lugar á que la conjuración fuese descubierta. Las cosas habían llegado, pues, á tal punto que necesitaban de enérgico y pronto remedio. Si en tiempo de Fernando V se hubiera comprendido cuanto importaba que aquella nación se hiciese una con la nuestra y se hubieran tomado medidas adecuadas al caso en aquel reinado y los posteriores, no hay duda, como atrás dejamos dicho, en que jamás habrían llegado tan críticas circunstancias. Pero el mal estaba hecho, y el remedio tenía de todas suertes que ser doloroso.
No tardó en imaginarse la expulsión, tan bien ensayada en los judíos, y que desde los días de la conquista había tenido muchos partidarios; pero se tropezaba con un obstáculo tan poderoso que pasaban años y años y no podía llevarse á cabo. Eran vasallos muchos moriscos de ricos-hombres de cuenta, principalmente en Valencia, donde se miraban más numerosos que en otra alguna parte, fundándose en su vasallaje grandes fortunas. Así fué que siempre que se pidió dictamen sobre el caso á los ricos-hombres y barones, se halló que el mayor número contradecía la expulsión. Y si los vasallos por serlo oponían tal dificultad, mayor la oponían los moriscos que no eran vasallos y vivían opulentos y libres, atesorando en sí las mayores riquezas. Estos tenían defensores asalariados entre los poderosos de aquella corte de España, donde todo se lograba á la sazón por salario ó precio, y aun al clero mismo que había de endoctrinarlos ó vigilarlos ó solicitar su castigo, le traían en cierto modo sobornado con los grandes diezmos y rentas que le proporcionaban. Llegaban las riquezas hasta á librarlos de las garras de la Inquisición, tolerándoles á ellos desmanes que el fuego y el hierro corregían tan duramente en los demás españoles. Sábese que el conde de Orgaz era el protector de los moriscos de Valencia, y recibía por ello cada un año más de dos mil ducados; y en la corte de Roma lo era un cierto Quesada, canónigo de Guadix, el cual cuidaba de que las disposiciones del Pontífice no se ajustasen bien con las del Rey, á fin de estorbar unas y otras, lo mismo que los protectores que estaban en Madrid cuidaban de parar ó desvanecer cualquier intento que pudiera serles dañoso, desmintiendo las traiciones de que se les acusaba y atribuyendo á ignorancia sus malas obras. Sin embargo, las traiciones, aunque acaso provocadas por nuestros rigores, eran evidentes; y sus obras eran más de moros, que solo por fuerza aparecían cristianos, y de hombres sedientos de venganza, que no de ignorantes. Los cristianos viejos que vivían en sus comarcas no osaban salir de noche, y en las regaladas lunas de verano, orillas del mar de Valencia, no era raro el hallar al hospedaje y festejo de los moriscos cuadrillas de piratas argelinos y saletinos, saqueando haciendas de cristianos, matándoles ó cautivándoles á mansalva. Crecía con esto cada día el recelo en los nuestros y la cólera y la audacia en los moriscos. Contábanse las casas de moriscos y cristianos, y hallábase que las de aquéllos se aumentaban de año en año, al paso que las de éstos mermaban. Veíase donde quiera armados á los moriscos, y aunque se intentó por varios modos desarmarlos, no se halló medio de ejecutarlo completamente. Todo esto obligó á tomar algunas prevenciones, particularmente en Valencia, y cuando el duque de Lerma, Conde entonces todavía, gobernaba en aquel reino corriendo los últimos años de Felipe II, fundó la llamada milicia efectiva ó general, compuesta de todos los cristianos aptos para la guerra, y que llegó á ascender á diez mil infantes y muchos caballos, los cuales, en sus casas, con lugares de reunión y plazas de armas preparados, con armas y pertrechos, esperaban la hora del peligro para acudir á conjurarlo.
Pero tantas prevenciones no parecieron bastantes todavía. En 1602, el Patriarca de Antioquía y Arzobispo de Valencia, D. Juan de Rivera, escribió un papel al Rey proponiéndole francamente la expulsión; mas pedida explicación de los medios con que había de ser ejecutada se halló que el buen Prelado no entendía por moriscos sino á los de Castilla, Aragón y Andalucía, porque los de Valencia, aunque más numerosos y temibles que ningunos, juzgábalos necesarios para el sostenimiento de su persona humilde y de su casa de Dios. Nada mas curioso que la argumentación de aquel Prelado lleno de celo y deseoso de ver fuera de España á los infieles; más no tan enemigo de su particular conveniencia y comodidades que consintiera por tal celo y deseo en disminuir sus rentas. Desechóse la distinción en la corte como era razón, viendo cuán incompleto quedaba con ello el intento, y no faltaron personas que en sendos libros la combatiesen. Tenía acaso más partidarios la opinión mostrada en otro tiempo por el célebre Torquemada, de que en caso de infidelidad de los moriscos á todos los mayores de edad debía pasárseles á cuchillo, y á todos los menores repartirlos como esclavos; pero la que prevalecía en los más prudentes era la de ejecutar la expulsión total, echando de España á los moriscos de Valencia lo mismo que á los de Castilla, Sierra Morena, Extremadura y riberas del Segre. Y cierto que dada la expulsión no podía concebirse otra cosa.
Comenzó á formárseles un género de proceso secreto en la corte, oyendo el Rey á todos los que alegaban contra ellos, y no dejando también de oir á algunos de sus defensores, que, á más de los asalariados, hubo de éstos algunos no desconfiados de su conversión y pacificación, como los obispos de Segorbe y de Orihuela, mayormente el primero. Fué de los enemigos más grandes de los moriscos el fraile Bleda, que escribió de aquel suceso en su Crónica de los moros, el cual por conseguir la expulsión hizo tres viajes á Roma, y escribió libros y memoriales, é hizo cuanto puede dictar el celo más desapiadado. Comprobóse que traían inteligencia con Enrique IV de Francia, el cual, aunque cristianísimo, no había titubeado en prestarles favor, bien que, como arriba indicamos, se dijo que le habían ofrecido hacerse protestantes bajo su mano. Mas puede creerse que quien los ayudaba con promesa de tan poco verosímil cumplimiento, también los habría ayudado aún cuando renovaran los tiempos de Taric-ben-Zeyyad y de Muza-ben-Nosseir y los desastres del Guadalete. Al lado de estos cargos, verdaderamente graves, aparecieron otros contra los tales moriscos, oídos entonces con horror en España. Uno era que no criaban puercos, animales aborrecidos de Mahoma; otro era, que cumpliendo á veces sus tratos mejor que los cristianos, no convenía dejar en pie tan mal ejemplo, y que se notase que los nuestros con ser en la fe antiguos eran menos honrados y virtuosos que los que ahora acababan de recibirla y no estaban en ella muy seguros: ni fué tampoco de los menores el suponer que en las misas ejecutaban socapa y á escondidas de los cristianos, irreverentes demostraciones. No pudo resistir más Felipe III: y como el duque de Lerma anduviese tan de antiguo receloso de los moriscos acabó de decidirle en un todo. En 1606 era ya cosa resuelta la expulsión.
Dilatóse, sin embargo, tres años por los empeños en que andaba á la sazón la Monarquía. Guardóse grande y maravilloso secreto sobre ello, y fué de notar la conducta del duque del Infantado, posesor de la baronía de Alberique y otras pobladas de moriscos y muy ricas á causa de ellos, el cual, sabiendo lo que había de ejecutarse tan en daño suyo, como que de un golpe iba á perder millares de vasallos y copiosísimas rentas, no hizo movimiento alguno, ni se aprovechó de la noticia para negociar sus intereses, tal como si estuviese ignorante de todo. No fueron tan generosos otros señores, ricos-hombres y corporaciones interesadas en la conservación de los moriscos.
Eran de los principales intereses los que se fundaban sobre los censos. Había cristianos que vendían á los moriscos ropas y oro y alhajas de mala ley al fiado, por mucho más precio de lo que valían y con crecida usura; otros, que prestaban á las aljamas ó Universidades gruesas cantidades al diez por ciento de usura, y de tales préstamos eran no pocos para los mismos barones y señores de ellas; otros, en fin, que tenían dinero consignado sobre casas y campos de propiedad de moriscos particulares. Con el producto de tales censos vivía la mayor parte de la nobleza, conventos, parroquias, cabildos y otra infinidad de gente honrada del reino, las iglesias, colegiatas y catedrales. Y así fué que el rumor de la expulsión llenó de espanto á todas las provincias donde había moriscos y censos; y que muchos, no tan generosos como el duque del Infantado, con noticia cabal del intento se apresuraron á negociar sus créditos. No dió tiempo, sin embargo, el edicto para que pudieran excusarse tales daños en los cristianos, ni tampoco para que los moriscos ricos, que, aunque nada sabían, recelaban lo bastante para desear convertir en dinero sus haciendas, pudieran ejecutarlo. Por Agosto de 1609 se decretó la expulsión de los de Valencia, al propio tiempo que se tomaban todas las medidas que parecieron necesarias para ejecutarla.
Era Capitán general del reino de Valencia el marqués de Caracena, D. Luis Carrillo de Toledo; enviósele por Maestre de campo general de las armas á D. Agustín Mejía, soldado viejo de Flandes y castellano allí de Amberes; aprestáronse las llamadas milicias generales, y acercáronse á las fronteras de Valencia y Aragón los jinetes de Castilla; Doria y Santa Cruz trajeron: el primero, en diez y seis galeras, el tercio de Lombardía, mandado por D. Juan de Carmona con mil doscientos cincuenta soldados efectivos; y el segundo, el de Nápoles, con dos mil setenta, gobernados del Maestre de campo D. Sancho de Luna y Rojas. Las galeras que tenía en Sicilia el duque de Osuna vinieron también, y eran nueve, con D. Octavio de Aragón por general; bien que aquella armada estuviese á las órdenes de don Pedro de Leiva y ochocientos hombres en nueve compañías. D. Luis Fajardo, con catorce galeras de la carrera de Indias y mil soldados, y el marqués de Villafranca, duque de Fernandina, D. Pedro de Toledo, con las galeras de España, que eran veintiuna, y hasta mil trescientos soldados también acudieron á la empresa. Fué el punto de reunión de todas las armadas Mallorca, y desde allí se repartieron los puestos. Los bajeles de España y los de Génova vinieron á cerrar la boca de los Alfaques: los de Nápoles se apostaron en Denia, los de Sicilia en Cartagena y en Alicante los de Indias. Desembarcaron las tropas, repartiéndolas los capitanes en los puestos donde se creyó que pudieran los moriscos fortificarse: D. Pedro de Toledo por la parte del Norte del reino hacia Aragón, y D. Agustín Mejía por la del Sur hacia Murcia. Luego se publicó el edicto en Valencia. Disponíase que dentro de tres días de publicado el bando todos los moriscos saliesen de sus casas, bajo pena de muerte, yendo adonde el Comisario real que se enviase á sus comarcas les ordenara, para ser transportados á Berbería, llevando consigo los bienes muebles que pudieran conducir por sí mismos. Permitíase que en cada lugar quedasen seis personas para que conservasen el cultivo del azúcar y las artes moriscas, y que quedasen también los niños menores de cuatro años, con licencia de sus padres, para ser criados entre los cristianos viejos, esto como favor singular. Luego se les dieron sesenta días de término para disponer de sus bienes, muebles y semovientes, y llevarse el producto, no en metales ni en letras de cambio, sino en mercaderías, y éstas, compradas de los naturales de estos reinos y no de otros, á no ser que prefiriesen dejar la mitad de la hacienda para el Rey, en cuyo caso bien podían llevar consigo todo lo prohibido en oro y plata y letras de cambio. Los bienes raíces fueron sin excepción confiscados, tales eran las principales disposiciones.
Los moros, aterrados al principio con lo violento de tal resolución, trataron al fin de defenderse y acudieron á las armas. Uno de ellos, por nombre Turiji, persona principal del valle de Ayora, levantó banderas de rebelión, y á poco un molinero de Guadalest llamado Milini, insurreccionó también el valle de Alahuar, saqueando y destruyendo sin piedad los pueblos de cristianos y matando á cuantos caían en sus manos. Pero sin armas, sin enseñanza militar y cogidos al desprovisto, tuvieron que ceder al fin á los aguerridos tercios de España y someterse á su destino. No fué con todo sin algunos combates. Las cumbres de los montes, los llanos y los caminos parecían cubiertos de ellos, que corrían furiosos de acá para allá, á pie y á caballo, con armas y sin ellas, comunicándose los acuerdos y animándose unos á otros. Hombres, mujeres y ancianos, grandes y pequeños, se mostraban en el último punto de la desesperación. Y no es decir que faltaran moriscos que tomasen la expulsión á regocijo: habíalos, sin duda, tan celosos de la fe de Mahoma y tan deseosos de salir entre cristianos, que no suspiraban por otra cosa y que respondieron con gritos de júbilo al mandato de salir de España. Pero éstos no eran los más, á lo que puede deducirse de los hechos, sobre todo luego que llegó á susurrarse que no los recibían tan bien en África como se esperaba.
Dió altas muestras de su sagacidad y talento el marqués de Villafranca, duque de Fernandina, D. Pedro de Toledo, porque en la parte del reino que él tomó á su cargo fueron tales sus disposiciones que no se oyó un solo grito de rebelión. Pero el Maestre de campo, general D. Agustín Mejía, anduvo algo más descuidado y dió tiempo á que Millini ó Mellini por un lado, y Turigi por otro, se fortificasen y reunieran fuerzas que llegaron á parecer temibles, aclamándose uno y otro por reyes en sus comarcas. Entró D. Agustín Mejía en la sierra de Alahuar, llevando por delante á las cuadrillas de moriscos rebelados en el contorno; tomó el castillo de las Azavaras, en cuyo asalto dió heroica muestra del valor de su persona D. Sancho de Luna; luego los moriscos guarecidos en las peñas se pusieron al opósito del ejército, y hubo gran matanza de ellos y alguna pérdida de los nuestros, pereciendo entre otros el reyezuelo Mellini, con que los rebeldes pusieron en su lugar á un cierto Miguel Piteo. Al fin, llegó D. Agustín Mejía con el tercio de Nápoles, el de Sicilia y muchos soldados de milicias y particulares al castillo de Polop, último asilo de los rebeldes: allí padecieron horrible hambre y sed por no haber hecho provisión de nada, hasta que al cabo de nueve días se rindieron á condición de salvar las vidas. Entre tanto Vicente Turigi, que así se llamaba el reyezuelo de Ayora, reunió muchos moriscos en la Muela de Cortés, lugar muy proporcionado para la defensa: salió á reconocerlos el Gobernador de Játiva, D. Francisco Milán y Aragón, y tuvo con ellos un encuentro, donde, peleando valerosísimamente, les hizo mucho daño: luego D. Juan de Cardona, con su tercio de Lombardía y milicias, vino á atacarlos en sus posiciones, y no osando aguardarlo, se desbandaron, abandonando cuanto tenían y pereciendo los más de los que allí se recogieron al filo de la espada, hombres, niños y mujeres. Turigi, sin embargo, anduvo algún tiempo escondido por la ribera del Júcar, hasta que al fin fué preso y ejecutado en Valencia, donde murió como cristiano. Hubo á la par muchísimas muertes por todas partes entre cristianos y moriscos, pretendiendo aquéllos robar á los que iban pacíficamente á embarcarse, solícitos éstos en vengar su afrenta y daño.
Al cabo se completó la expulsión en Valencia, y en el año siguiente (1610) fuéronse dando edictos y expulsando á los moriscos que quedaban en las demás partes de España. De las costas de Valencia pasaron las armadas á las de Cataluña y Aragón, y fué también D. Agustín Mejía; salieron de allí los moriscos sin resistencia alguna, coadyuvando muy eficazmente al logro de la empresa el Capitán general de Rosellón y Cataluña, duque de Monteleón, y el Virrey de Aragón, don Gastón de Moncada, marqués de Aitona. Á los de Extremadura los expulsó el licenciado Gregorio López Madera; á los de Castilla, el conde de Salazar, D. Bernardino de Velasco, y á los de las Andalucías, el duque de San Germán, Capitán general de la provincia, sin que en parte alguna se notase ya resistencia. Luego se hicieron indagaciones é inquisitorias por las ciudades y campos para rebuscar á los pocos moriscos que habían quedado escondidos; algunos fueron cazados en los montes, como fieras; otros fueron atraídos con halagos y embarcados, y así acabó de desarraigarse aquella raza triste de nuestro suelo. Á fines de 1610 podía reputarse por terminada la obra.
Tachóse de impolítico y de injusto el edicto en las naciones extranjeras; tanto, que el cardenal Richelieu dijo de él que fué el consejo más osado y bárbaro que hubiese visto el mundo. Sobre todo han sido censuradas ciertas disposiciones derechamente encaminadas á enriquecer la hacienda del Rey con los despojos, ó más bien la del duque de Lerma y sus parciales. De cierto pueden considerarse aquellas medidas como desacertadas y fatales para España. Aun en el trance extremo en que estaban las cosas, aun siendo tan necesario el reprimir duramente á los moriscos y siendo tan peligrosos á la Monarquía, pudiéronse hallar expedientes que no causasen con su expulsión total tamaños males. Había moriscos que profesaban sinceramente la religión católica, y tanto que murieron como mártires por ella entre los de su nación. Los más de ellos ignoraban ya la lengua y literatura árabe, y, por el contrario, hablaban la lengua y dialectos de España como los mismos cristianos; escribían libros que podían pasar por clásicos en nuestra literatura, y mostraban gran conocimiento de nuestros escritores y de los escritores greco-latinos, que andaban entonces en moda. Cursaban en nuestras Universidades, aprendían nuestras artes, á la par que nos enseñaban las suyas; y en sus gentilezas y bizarrías y hasta en la desenvoltura de sus mujeres, más se parecían á los españoles que á los moros ó turcos, sus hermanos. Aun los hubo tan apegados á nuestras cosas, que en el destierro conservaron nuestra lengua y costumbres, y las guardaron por mucho tiempo después, transmitiéndolas de sus personas á las de sus descendientes en las muchas ciudades y villas que fundaron en África. Y los más de ellos sentían tanto amor al suelo de España, que por no dejarlo hicieron al Rey los ofrecimientos más extraordinarios, ya prestándose á rescatar á todos los cautivos cristianos en Berbería, ya á pagar las flotas y las guarniciones españolas de sus provincias.
Algo pudiera, por tanto, aprovecharse en tanta gente y tan diversa, conservando en el reino á los que lo mereciesen, y expulsando con efecto á los más indóciles y aun á los sospechosos de sedición, siendo cierto que contendría á los que se quedasen el castigo de los que se iban. Lo principal era apartarlos de las costas y meterlos en el interior de España; y eso bien pudo hacerse con muchos, sin peligro alguno ni dificultad muy grande, que yermos y tierras baldías que poblar no faltaban ciertamente en nuestro suelo. Pero no se pensó en otra cosa que en echarlos y en tomar sus despojos. Ni aun esto se logró como se quería; antes bien, fueron ellos quien nos empobrecieron: unos, llevándose, como los judíos, grandes letras de cambio; otros, que, aprovechándose del permiso que se les dió de exportar oro y plata, dejando la mitad para las arcas reales, pusieron en circulación inmensa cantidad de moneda falsa y de falsas alhajas, y se llevaron consigo el oro y plata de buena ley. No alcanzaron tampoco los moriscos el fruto de este último engaño, por la ocasión disculpable. Muchos de los barcos que habían de transportarlos, mal preparados y dispuestos y por demás cargados, naufragaron, haciendo presa el mar de millares de cadáveres. En muchos, no los naufragios, sino la crueldad y mala fe de los pilotos y marineros causaron igual suerte, porque, deseosos de soltar pronto la carga para tener tiempo de volver por otra, echaron al mar á los moriscos que llevaban. Y aun no paraba aquí su desdicha, sino que, al llegar luego á los puertos donde los dejaban, eran asesinados y saqueados, por lo común, sin piedad alguna. En África mismo, viéndolos los moros ignorantes de su lengua y de sus historias y devociones, y tan distintos en usos, maneras é industrias, no quisieron ya reconocerlos por hermanos, y robaron y despedazaron á la mayor parte.
Es imposible recordar los pormenores de aquella catástrofe sin sentir el corazón oprimido y sin lamentar la suerte de tantos infelices hijos de España, criados al fin á nuestro sol y alimentados en nuestros campos. Pocos libraron su vida, menos aun las riquezas que poseyeron. Y no fueron ellos solos los perjudicados, sino que de nuestra parte fué no menor el daño y ruina. Las ricas y populosas costas de Valencia y Granada quedaron entonces miserablemente perdidas; olvidóse casi la industria, que solamente los moros ejercían; abandonáronse los campos que ellos solos sabían cultivar; centenares de pueblos desiertos, millares de casas derruídas, quedaron por señal de su partida. Calcúlase de diversas maneras el número de los moros expulsados; pero pocos lo bajan de un millón de personas de toda edad y sexo. Hecho verdaderamente grande y admirable, á no ser tan infeliz para España.
No se sació con echar á los moriscos del reino la saña de los Ministros de Felipe III. Pareció por un momento que se iba á resucitar la antigua política de España, extendiendo nuestro poderío por las tierras infieles, cosa que ofrecía más facilidad y menos gastos que las empresas de Italia y de Flandes, y podía ser de mucho más provecho á la Monarquía. Harto mejor campo era este para esgrimir las armas en defensa de la religión y en contra de los enemigos de la fe. Y si, en efecto, España hubiese consagrado todas sus fuerzas al África, todavía los males de la expulsión de los moriscos no hubieran sido tan grandes, aunque siempre hubieran sido de mal ejemplo y precedente aquellas muestras de demasiado rigor para que los africanos se rindiesen á los nuestros sin grande esfuerzo. Pero todo paró en la toma de Larache, por astucia, en la de la Mamora, y en algunos arrebatos y empresas marítimas.
Ya en 1602 Carlos Doria había llevado una armada delante de Argel, que acaso se hubiera apoderado de aquella plaza indefensa entonces, á no ser deshecha por las tempestades, tan enemigas de España. Al ver lo frecuente que eran tales desgracias en nuestra marina por aquellos tiempos, sospéchase con fundamento que los bajeles españoles, aunque mandados por hábiles y experimentados Generales y llenos de gente valerosa, no estaban bien aparejados ni tripulados con buena marinería, dado que las armadas inglesas y holandesas corrían en tanto los mares con mucha mejor fortuna.
Encamináronse ahora, dejado lo de Argel, los intentos del Gobierno español contra Larache. Era aquel puerto madriguera y abrigo de corsarios berberiscos y saletinos, y de piratas holandeses, franceses é ingleses, que desde allí tenían en continuo desasosiego nuestras costas. Propuesto el apoderarse de la plaza, se aprovechó la ocasión de los tratos que había movido de proprio motu con nuestra Corte Muley Xeque, Rey de Fez, que era quien la poseía, el cual estando en guerra bravísima y larga con Muley Cidan, que gobernaba en Marruecos, deseaba tener propicio al Rey de España, para hallar refugio en cualquier desmán en sus Estados. Un cierto Juanetín Mortara, genovés avecindado en África, fué el mensajero que escogió el moro para pedir el seguro, el cual, ganado por nuestra Corte, trabajó con mucha astucia y acierto, y con exposición notable de su persona en que el marroquí nos cediese á Larache. Logróse después de muchas dificultades (1610), y de muchas idas y venidas de nuestra armada á aquellas costas y un año de negociaciones; pero no fué sin gastos, porque entre otros, hubo que darle á Muley Xeque doscientos mil ducados en dinero y seis mil arcabuces. Manía singular aquella de comprar aún lo que podía adquirirse por armas, porque á la verdad era España en ellas todavía más rica y poderosa que no abundante en dineros.
Más acierto hubo en la toma de la Mamora, donde, perdida Larache, habían trasladado los piratas moros y cristianos su madriguera. Rindióla D. Luis Fajardo, que salió de Cádiz (1614) para el caso con una armada de noventa velas, cogiéndola al desprovisto y casi sin defensa; y el Gobernador que allí quedó, Cristóbal de Lechuga, supo conservar la plaza de modo que, aunque bien la acometieron los moros los años adelante, no pudieron recobrarla.
No menos afortunado por mar que D. Luis Fajardo, se presentó el marqués de Santa Cruz con su armada destinada á cruzar en las costas de Nápoles delante de la Goleta de Túnez, quemó once naves que allí había al abrigo de la fortaleza; y desembarcando luego en la isla de Querquenes la saqueó, trayéndose mucho botín y número grande de cautivos, aunque no sin pérdida, porque los moros obstinadamente defendieron sus puestos. Y el duque de Osuna, Virrey á la sazón de Sicilia, donde comenzaba ya á echar los cimientos de su fama, aprestó una armada en aquellos puertos, la cual, viniendo á las costas berberiscas, echó gente á tierra en el lugar de Circeli, y á pesar de la valiente defensa de los turcos que lo defendían, lo entró á fuego y sangre, con muerte de más de doscientos de ellos y poca pérdida de su parte.
Alentado Osuna con la gloria y provecho de este triunfo, juntó mayor armada al mando de D. Octavio de Aragón, marino muy ejercitado. Navegó este General á los mares de Levante; y encontrándose con diez galeras de turcos algo separadas de una grande armada que tenían ya á punto aquellos infieles, las combatió, y después de un recio combate tomó seis sin que el grueso de las naves contrarias acudiera á estorbárselo, con lo cual y otras presas que hizo se volvió á Palermo, rico y glorioso. No tardó Osuna en ordenar otra vez á don Octavio que saliese al mar; habían hecho los turcos un desembarco en Malta, y sabedor de ello el General de los nuestros, llegó y atacó su escuadra anclada en las costas, echó á pique unas galeras, apresó otras y obligó á los enemigos á embarcarse y huir. En tanto don Juan Fajardo, D. Rodrigo de Silva y D. Pedro de Lara hicieron muy ricas presas en los corsarios mahometanos, principalmente el último, que, en dos naves marroquíes que rindió, halló más de tres mil manuscritos árabes de filosofía, medicina, política y otras artes, los cuales fueron traídos á la biblioteca del Escorial, donde algunos se hallan todavía; y otros, los más, perecieron en el doloroso incendio de 1674.
Mas siguió predominando en los consejos el interés de influir y dominar en Europa; y cierto que á la sazón nos aquejaban aquí graves cuidados, porque el rey de Francia, Enrique IV, no había cesado de hacer aprestos de guerra desde la paz de Vervins, ni de procurarse alianzas, además de ayudar á nuestros enemigos tanto al menos como nosotros ayudamos en la ocasión á los suyos. Secundábale Sully, su gran privado, hombre de gran capacidad y celo, al cual debió Francia la gran prosperidad en que se halló los años adelante. Tanto el Rey como el Ministro aborrecían de corazón á España, por el calor que había dado á la liga católica. Alarmada nuestra Corte con los preparativos del francés, comenzó á inquirir sus intentos para destruirlos antes de que llegasen á ejecución. Trajeron en nuestro favor el oro y las promesas de alianza y amparo, á casi todos los ministros de Enrique IV, y hasta la reina María de Médicis y á María de Verneuil, querida del Monarca francés. Dícese que éste no podía hacer cuajar sus proyectos, ni preparar ninguna trama contra España sin que de nosotros fuese conocido el intento, por secreto que pareciera. Pero á la verdad el de movernos ahora guerra no lo era ni se cuidaba mucho Enrique IV de que lo fuese. En una conferencia con nuestro embajador don Iñigo de Cárdenas, que fué á pedirle cuentas de sus armamentos tan inesperados, exclamó lleno de cólera: «¿Quiere vuestro Rey ser señor de todo el mundo? Pues yo tengo la mi espada en la cinta tan larga como otra.» Á lo cual respondió D. Iñigo, con la gravedad y nobleza que solían tener los ministros de Felipe II, que el Rey de España no quería ser dueño del mundo, porque ya Dios le había hecho señor de lo mejor de él; y que «sin meterse en el tamaño de las espadas, era tal el de la espada de su Rey, que en Europa y las demás partes del mundo podía sustentar lo que tenía y mantener su reputación de modo que quien la provocase habría de sentirla.» Pasaron allí otras razones tanto y más duras, y públicamente se hablaba ya del tiempo y el modo con que Enrique IV había de invadir nuestras provincias de Flandes.
Indudablemente para el Monarca francés eran bastantes motivos de guerra el odio que profesaba á España y el deseo de destruir nuestra preponderancia en Europa; mas la Historia no puede callar un motivo pueril propio de aquel Rey tan flaco con las mujeres, aunque dotado de altas prendas y cualidades. El príncipe de Condé se había refugiado en Bruselas con su mujer joven y hermosa de quien estaba locamente prendado el rey Enrique. Hablando con nuestros embajadores apenas dejaba de nombrar entre los negocios de Estado que lo traían descontento de España, el que alejase aquél la mujer de sus manos, y hablaba en su particular de ir á Bruselas y traérsela por fuerza de armas contra la voluntad del esposo. En esto le sorprendió el puñal de Ravaillac, que le quitó tales proyectos con la vida (1610). Aquel crimen fué sin duda útil para España, puesto que con él quedó libre de tan peligroso enemigo; y aun por eso sin duda hubo quien lo atribuyese á nuestras artes. Calumniaron torpemente los que dejaron correr tales voces á nuestro buen rey Felipe III, que era tal, que al decir de un embajador veneciano en ciertos despachos á su Gobierno, «no habría hecho un pecado mortal por todo el mundo». Ni los hechos del duque de Lerma autorizan á creer que de por sí tramase tamaña alevosía, ni era fácil que sin conocimiento del piadoso Rey la intentase. Á la verdad, el Gobierno español obedecía al maquiavelismo indigno de la época, empleando las artes de la seducción con harta frecuencia; mas no la usaban menos contra él los extranjeros, aunque no con tanta fortuna, porque no se hallaban españoles que hiciesen traición á su patria. Ni ha de ser razón ésta para que se atribuya á nuestro Gobierno un crimen que pudo ser más ventajoso, y no se imaginó en los días de Felipe II.
Descansó con la muerte de Enrique IV la política española por aquella parte, y ya no se trató sino de aprovechar las circunstancias. Logró de la reina regente, María de Médicis, D. Iñigo de Cárdenas, no sólo que apartase al ministro Sully de los negocios, sino también que lo redujese á prisión, libertándonos así de aquel otro enemigo. Y en seguida para asegurarnos más se ajustó el matrimonio del príncipe de Asturias, don Felipe, con Doña Isabel de Borbón, y el de la infanta Doña Ana de Austria con el rey de Francia, Luis XIII. Casi al propio tiempo (1611) murió de sobreparto la reina Doña Margarita de Austria, con gran sentimiento de su esposo, que no quiso ya contraer segundas nupcias; y los funerales de la Reina se confundieron con los festejos ruidosos que produjeron los nuevos matrimonios, de que se esperaba por cierto más felicidad que hubo.
Libre ya de temores el Gobierno español, se dispuso á ejecutar sus intentos un tanto contenidos por atender á los proyectos del difunto Enrique IV en Alemania é Italia. Eran los de Alemania poner en posesión de los Estados de Cleves y de Julliers al conde Palatino de Neoburgo, católico, contra las pretensiones del marqués de Brandeburgo, protestante y enemigo de la casa de Austria. Habían convenido primero aquellos Príncipes en repartirse amistosamente los Estados; pero como suele suceder en tales transacciones, no tardaron uno y otro en acudir á las armas. Vinieron los protestantes alemanes y el conde Mauricio de Nasau con los holandeses al socorro del de Brandeburgo, y Spínola recibió orden al punto de salir de Flandes á combatirlos y restituir á Neoburgo los Estados. Reunió Spínola un ejército que se hizo subir á treinta mil hombres, y con él sorprendió á Aix-la-Chapelle sin resistencia; pasó luego el Rhin, y rindió á Orsoy sin dificultad, y apareció delante de Wesel. Bien recordaban los moradores de aquella ciudad herética los agravios que tenían hechos á los españoles, sometiéndose á ellos cuando los miraban cercanos, y ultrajándolos y persiguiendo el culto católico no bien los sentían apartados. Por lo mismo resolvieron estorbarles la entrada, y opusieron tenacísima resistencia; mas Spínola combatió la plaza de tal manera, que antes que pudiera ser socorrida de los protestantes la obligó á rendirse. Fortificóla más que estaba y puso allí guarnición muy crecida al mando del marqués de Belveder D. Luis de Velasco. Ocupó luego otros lugares y fortalezas, y se volvió á Flandes sin dar batalla, porque tenía órdenes de evitarla.
En Italia fué á la sazón el principal intento de nuestra Corte tomar venganza del duque de Saboya. Hacía tiempo que este Príncipe sentía bullir en su cabeza el pensamiento de echar de Italia á los extranjeros, formando con ella un reino para su casa. Públicamente se dejaba llamar el libertador de Italia; y fuéralo acaso á tener tantas fuerzas como voluntad y astucia. Por entonces, olvidando los beneficios que debía á España, había ajustado un tratado que se llamó de Brusol con Enrique IV para apoderarse del Milanés, mientras aquel Monarca ponía en práctica por otro lado los intentos que contra nosotros meditaba. Ordenósele deshacer su ejército, y el Duque se negó á ello con altivez. Entonces el Gobernador de Milán recibió orden de invadir sus Estados. Anticipóse el de Saboya, y entró con ejército en las tierras de España, juzgando acaso que los venecianos y los franceses, viéndole tan empeñado, vendrían á ayudarle en su empresa. Pero abandonado de ellos, y viendo ya sobre sí al ejército español, se apresuró á ceder proponiendo la paz. Negósela el Rey de España mientras no diese larga satisfacción de sus agravios, mandando á su hijo primogénito á Madrid para que delante de toda la Corte mostrase el arrepentimiento y enmienda del padre. No sin razón tuvo por duras el de Saboya tales condiciones, y por no someterse á ellas, imploró, no sólo el auxilio de Venecia, sino también el de Francia y de los potentados de Italia. Pero Venecia no osó aún dar la cara al peligro; la política francesa estaba vendida á nuestra Corte, y los Príncipes italianos temían demasiado nuestro poder todavía para que se determinasen á empuñar las armas, que era lo que requería el caso. Al fin tuvo que prestarse á todo.
El príncipe Filiberto vino á Madrid (1611), y en pública audiencia dió verbal satisfacción por las faltas de su padre; pero ni aun con eso se contentó nuestra Corte. Exigióse que fuera por escrito: dictósele la fórmula misma, que era harto humillante. El Príncipe consultó á su padre, y hubo duda y vacilaciones sobre ello: al cabo triunfó la firmeza de España. Aquel documento contenía la declaración más afrentosa que Príncipe ó nación hayan hecho nunca. «Mi padre, decía Filiberto en tales ó semejantes palabras, me envía aquí porque á él la edad y las obligaciones no se lo consienten, á suplicar humildemente al Rey de España que acepte el arrepentimiento y satisfacción que ofrece de sus errores. No aceptaré yo á explicar el dolor que siente el ánimo de mi padre al verse privado de la gracia del Rey, pues sólo habría de demostrarlo no alzándome del suelo sin obtener el perdón que pido. Gran muestra será de su piedad el perdonarle y mostrarse aún benévolo con una casa que respeta en él á un tiempo señor y padre. Confiado en que lo será el duque de Saboya, se pone enteramente á merced del Rey de España, entregándose á su misericordia; y seguramente el perdón que ahora le conceda, será un lazo de eterna duración con que él y yo y todos los de nuestra casa quedaremos atados á su voluntad y servicio.» Concediósele la paz al Duque después de tal declaración: y ¿cómo pudiera negársele? Bien mostró España en esto su antigua soberbia, y sólo faltó que el poder la acompañase para mantener tal superioridad perpetuamente.
Pero el duque Carlos Manuel, más airado que arrepentido con la pasada humillación, no cejó un punto en sus proyectos de engrandecimiento. Logró al fin atraerse los venecianos, inclinados ya á ello, porque hacía tiempo que aquella república aspiraba á dominar sola en el Adriático, y por tanto necesitaba enseñorearse de los puertos que en la Dalmacia, Istria y Croacia poseía el archiduque Fernando de Austria como Rey de Hungría, y al propio tiempo tenía pretensiones sobre muchas plazas de Italia en tierra firme, que cerraban el camino de la ciudad de las lagunas. Como las fuerzas de Saboya y Venecia no eran tan grandes como sus intentos, comenzaron á teger una trama inmensa y á valerse de todas las astucias y trazas imaginarias. Era España el principal estorbo que tuviesen sus miras, porque su política era la más hábil, y su brazo el más poderoso todavía, y contra ella se encaminaron los mayores esfuerzos. Aguardaban para renovar la guerra una ocasión en que de cierto Francia no pudiera abandonarlos á merced de España, llegando el último trance: el de Saboya había de prestar las armas por lo pronto, y el dinero Venecia.
Hallaron la ocasión apetecida en la sucesión del Monferrato (1613). Por muerte del duque de Mantua, Francisco de Gonzaga, tales Estados recayeron en María, nieta del de Saboya, nacida del matrimonio de aquél con Margarita, hija de éste, más adelante virreina de Portugal, á la cual y á sus descendientes les estaban adjudicados por manera de dote. Pidió primero Carlos Manuel la tutela de la nieta, y no consintiendo en que la tuviese el nuevo duque de Mantua, su tío, desembozó los planes, y levantando tropas numerosas con el dinero de los venecianos, cayó á mano armada sobre Monferrato y se apoderó de todas sus plazas, excepto de Casal, que estaba bien guarnecida. España y el Imperio, alarmados, se prepararon á un tiempo á desposeerle de su conquista; pero el artificioso Duque hizo tanto, que ni una ni otra, envuelta en sus intrigas, supieron qué hacer por algún espacio. Al cabo el Gabinete de Madrid, que era el más perjudicado, se decidió á obrar, y el marqués de Hinojosa, D. Juan de Mendoza, ahora Gobernador de Milán, antes soldado de valor en Flandes, entró con las armas de España en el Monferrato.
Á orillas del río Versa se presentó por primera vez el enemigo, resuelto á disputar el paso; pero los nuestros le desalojaron fácilmente (1615), llevándole en retirada á la cordillera que se extiende por ellas hasta la ciudad de Astí. Allí se empeñó la batalla. Sostúvola con valor el de Saboya; pero no eran sus gentes para contener el ímpetu y la ordenanza de nuestros tercios, y fueron al fin arrolladas y puestas en total derrota y dispersión. Entre tanto, el marqués de Santa Cruz se acercó con su escuadra á las costas enemigas y rindió á Oneglia, á pesar de su esforzada defensa, y poco después la fortaleza de Marro. No se aprovechó como debió y pudo el marqués de Hinojosa de estas victorias; y en vez de acometer al punto las plazas fuertes que ocupaba el enemigo y señorearse de ellas, mantuvo á su ejército largo mes y medio en las montañas cercanas de Astí como en amago de la plaza, donde el calor y la falta de víveres y hasta de agua potable debilitaron sus fuerzas sobremanera. Con todo, el duque de Saboya, incapaz de resistir entonces, pidió la paz, y el de Hinojosa se la concedió por mediación del marqués de Rambouillet, embajador de Francia, y de los enviados de Venecia y del Papa. Firmóse el tratado en Astí, estipulando en él que el duque de Saboya renunciaría á tomar por armas el Monferrato, que devolvería cuanto hubiese ganado en la guerra, poniendo en libertad á los prisioneros, y que España haría otro tanto retirando sus tropas al milanés, mientras licenciaba las suyas el saboyano.
Lo peor de este tratado fué que se puso su cumplimiento bajo la garantía del mariscal de Lesdiguières y de los demás Gobernadores franceses de la frontera, los cuales quedaban autorizados para entrar con las armas en nuestro territorio á la menor infracción. Era sin duda esta condición vergonzosa é inadmisible, y la sospecha de que lo que quería el saboyano era tomar treguas para descansar y volver en mejor ocasión á la guerra, hizo que más lo pareciese á muchos. Ello fué que la Corte la desaprobó, y en lugar del marqués de Hinojosa, á quien trataban de inhábil unos, de traidor otros, envió de Gobernador á Milán á D. Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, hombre de virtud antigua y de probado valor y destreza en los hechos más memorables de su tiempo.
No bien llegó el nuevo Gobernador se puso en campo; pero la estación estaba harto avanzada, y pronto las lluvias excesivas del otoño le obligaron á aplazar sus empresas. Desde sus cuarteles de invierno movió tratos con el duque de Nemours, de la casa de Saboya, que se hallaba retirado en Francia y tenía de Carlos Manuel muchas quejas, ofreciéndole la soberanía de aquellos Estados si por su parte nos ayudaba á la conquista. La conducta del de Saboya justificaba sin duda el que los españoles quisieran desposeerle de sus Estados, y harto más político era en tal caso el ponerlos en mano amiga que no el guardarlos para nosotros, cosa que los franceses jamás podían ver tranquilos, y tampoco los Príncipes de Italia. Entró el duque de Nemours en tales intentos, y reuniendo cuanta gente pudo de aventureros franceses y flamencos, invadió la Saboya, mientras el marqués de Villafranca con el ejército español invadía el Piamonte y se apoderaba de San Germán y otras plazas, amenazando á Vercelli.
Á las nuevas de estos sucesos corrieron á juntarse con el duque de Saboya muchos aventureros franceses enviados principalmente por el mariscal de Lesdiguières, Gobernador por Francia del Delfinado, protestante, antiguo consejero y amigo del difunto Enrique IV, y por tales conceptos declarado enemigo de España. Con ellos y los suizos, asoldados á costa de Venecia, y la gente levantada en sus propios Estados, guarneció Carlos Manuel las plazas de la frontera por donde el de Nemours ejecutó su invasión, y formó ejército bastante para salir al encuentro del de España. Con éste caminaba el marqués de Villafranca la vuelta de Vercelli resuelto á ponerla sitio. Hostigóla en su marcha el saboyano, interceptándole los convoyes, cogiéndole los rezagados, y causándole en pequeños choques alguna pérdida; mas el Marqués siguió tranquilo su marcha esperando ocasión favorable de combatir. La halló al adelantarse el Duque para entrar antes que él en el llano de Apertola, y fingiendo que iba á tomar posiciones donde luego empeñar la batalla, mientras el enemigo ponía en la vanguardia sus mejores tropas para sostenerla, se arrojó impensadamente sobre la retaguardia con unos diez mil infantes y algunos caballos que eran la flor de su ejército. Aturdidas las tropas del Duque iban desfilando á la sazón por un bosque pensando romper ellas las primeras el combate, no supieron resistir ni retirarse en buena ordenanza, y á pesar de los esfuerzos de Carlos Manuel y de sus capitanes se pusieron en abierta fuga, arrojando muchos las armas y abandonando el bagaje y heridos. Á dicha vino la noche, y con sus tinieblas impidió el alcance, que si no, así como fueron muchos los prisioneros y muertos, fuera total la presa y ruina de aquel ejército. Pero entre tanto Nemours no hizo por la opuesta frontera el efecto que se esperaba. No se levantaron en su favor los naturales; no pudo tomar por sorpresa ninguna plaza, porque todas estaban sobrado prevenidas para el caso, y falto de dinero, de víveres y en soldados, tuvo que entrarse de nuevo en Francia, desde donde se concertó con el de Saboya.
Era ya en esto bien entrado el invierno; mas no por eso abandonaron el campo los españoles y saboyanos, ni dilataron sus operaciones. Viéndose Villafranca sin el opósito del ejército contrario, puso sitio á Vercelli, como de antes traía pensado, y la rindió después de dos meses de sitio, falta ya la plaza de víveres y municiones. El duque de Saboya intentó en vano por dos veces socorrerla; mas la fortuna no le fué por todas partes tan adversa. Su hijo Víctor Amadeo entró en tanto con alguna gente en el principado neutral de Masserano, apoderándose de la capital y de Cravecoeur, que tomó por asalto. Sabido esto por el marqués de Villafranca, temiendo que la pérdida de esta última plaza le impidiese rendir á Vercelli, envió por aquella parte contra el enemigo al valeroso Maese de campo D. Sancho de Luna y Rojas, con algunas compañías de infantes y caballos; pero atacado por fuerzas muy superiores, quedó muerto en el campo con los más de los suyos. Antes de que pudiera repararse tal descalabro, hubo de causarles mayores otro acontecimiento, si inesperado de nuestra Corte, harto previsto del de Saboya. No podían los franceses mirar indiferentes que los españoles, con la rota de aquel Príncipe, se hiciesen señores de toda Italia. El envilecimiento de su Gobierno, durante la menor edad del rey Luis XIII, no le dejaba pensar en tales cosas; pero hubo quien pensase por él en Francia, y se dispuso la expedición, alegando las condiciones del tratado de Astí, que, verdaderamente no lo era, puesto que no había sido aceptado de nuestra Corte. Fué el alma y ejecutor de todo el mariscal de Lesdiguières, tan enemigo de España como dejamos dicho, el cual, con las ventajas alcanzadas por los nuestros, á pesar de los encubiertos auxilios que él prestaba á los contrarios, conoció que no era tiempo de más espera. La confusión de Francia era tan grande á la sazón, que el Mariscal pudo llevar á efecto sus pensamientos, contra el deseo primero, y luego contra las órdenes terminantes de su Gobierno. Entró con ocho mil hombres en Italia, y reuniendo sus fuerzas con las del príncipe Víctor Amadeo, juntos rindieron á San Damián, más por astucia que por armas, y luego entraron en Alba. Las órdenes imperiosas de su Corte obligaron á Lesdiguières á volverse á Francia, y en seguida el marqués de Villafranca, acudiendo á reparar las anteriores pérdidas, tras de rendir á Vercelli, se apoderó de Soleri, Feliciano y todos los puestos importantes de las riberas del río Tánaro. Y el duque de Saboya vió entonces su perdición más que nunca cercana.
Habíanse reunido por azar en Italia tres españoles ilustres contra cuyo valor y experiencia se estrellaban todos sus cálculos. El marqués de Villafranca el uno, el duque de Osuna el otro, y el último el marqués de Bedmar, embajador en Venecia. No tardó en ser conocida de ellos la liga del Saboyano con Venecia y cuanto ayudaba á aquél esta República, asegurándose que para tal guerra le había prestado hasta veintidós millones de ducados, mientras divertía la atención de España y del Imperio con sus empresas en la Croacia, Dalmacia é Istria. No es de culpar, ciertamente, que Venecia hiciese por echar á los españoles de Italia, lo mismo que el duque de Saboya, antes las historias italianas habrán por eso de dispensarla elogios. Pero tampoco ha de vituperarse en Villafranca, Osuna y Bedmar el pensamiento de aniquilarlos, quitándoles los medios de dañar á su nación y á su patria: tal es la ley de las cosas.
Encargóse de sujetar á la República el duque de Osuna, con noticia y acuerdo del de Bedmar, para que no pudiera señorearse del Adriático ni acudir al Saboyano. Era el duque de Osuna, D. Pedro Téllez Girón, el más notable de aquellos tres ilustres españoles, y aun por eso le llamaban ya el Grande. Su fama es tan singular, que no parece bien pasar adelante sin dar cumplida cuenta de su persona. Nacido de tan noble casa, fué en su juventud sobremanera disipado y revoltoso á punto de caer en prisiones: de ellas se escapó á duras penas y pasó á Francia, desde donde, sin prestar atención á los halagos de aquella Corte, caminó á Flandes y sentó plaza de soldado en sus banderas. Distinguióse mucho en el sitio de Ostende y en otras ocasiones, y en pocos años llenó de heridas su cuerpo y se cubrió de gloria; mas dió tales muestras de insubordinación y soberbia, que el archiduque Alberto pidió por merced al Rey que de allí se lo sacase. Vuelto á Madrid acertó á ajustar el matrimonio de su hijo mayor con una hija del duque de Uceda, primogénito del de Lerma: de suerte que á la privanza del abuelo y al empeño del padre de la desposada, debió Osuna ser nombrado para el virreinato de Sicilia. Allí dió ya buenas muestras de su alta capacidad y de las grandes cualidades que lo recomendaban y señalaban para el Gobierno. Conociendo el flaco de que entonces adolecía nuestra Corte, fué su primer objeto el procurarse oro; mas lo hizo de tal suerte que favoreció al propio tiempo al país, granjeándose el amor y el entusiasmo de las muchedumbres. Votó gustosamente por complacerle el Parlamento de Sicilia grandes cantidades para el servicio del Rey, cosa difícil en aquella provincia, y al propio tiempo votó una pensión muy crecida para el duque de Uceda, que, como hijo del de Lerma, tuvo siempre gran poder é influjo en la Corte, á título de favorecedor del reino, no siéndolo, en verdad, sino del de Osuna. Mientras estuvo en aquel Gobierno no cesó de enviar grandes cantidades á Uceda, que se asegura llegaron á dos millones de ducados, y otras no mucho menores al Padre Fray Luis de Aliaga, cuando fué ya confesor del Rey, á D. Rodrigo Calderón y á las demás personas influyentes en la Corte. Ganó así bastante prestigio para ser elegido Virrey de Nápoles; y dejando en Sicilia mucho sentimiento de su partida, pasó allá, donde, viéndose con más poder, hizo subir más altos sus pensamientos.
Formó una escuadra poderosa de los escasos y mal prevenidos bajeles napolitanos, y un ejército temible de aquella nación y extranjeros, sin contar los españoles que ya tenía, y los que, á la fama de su esplendidez y generosidad, se le fueron allegando. Con estas fuerzas hizo cruda guerra á los turcos y berberiscos, y limpió de piratas aquellos mares, logrando por sus capitanes muchos triunfos. Fué el más notable el que por este mismo tiempo que el Saboyano mantenía la guerra en Lombardía, consiguió su teniente D. Francisco de Ribera contra los turcos. Sabedor Osuna de que éstos disponían una armada de cien galeras para venir contra las costas de Sicilia y Calabria, se aprestó como pudo á la defensa, y envió á D. Francisco á que observase sus movimientos y los comunicase con solo cinco galeras y un patache. Llegaron estas naves á las costas enemigas, y pasaron tan adelante en la observación, que dieron tiempo á los turcos para que, dándose á la vela en cincuenta y cinco galeras que había ya aparejadas, viniesen á su encuentro. No era posible excusar el combate, ni Ribera lo intentó tampoco. Allí, rodeado de naves enemigas, metido en un círculo de fuego que formaba en derredor suyo la numerosa escuadra turca, se mantuvo tres días peleando casi sin descansar. Al amanecer del cuarto, se halló solo con sus naves y treinta de turcos rendidas ó deshechas, y más de tres mil cadáveres de ellos que flotaban sobre las aguas. El resto de la escuadra enemiga sin general, porque quedaba también muerto, huía á lo lejos. Extendióse más y más con esto la fama del gobierno de Osuna, y tembló toda la Italia amagada de sus armas. Era el Duque altivo con los grandes, benévolo con los pequeños, liberal y magnífico en todas sus cosas, verdadero ejemplar de la antigua nobleza española, aquella que combatió en Olmedo y en Epila, y luego, especialmente, mordaz, iracundo, no habiendo cosa mala que no dijese, ni cosa buena que no hiciese: más capaz de sustentar cetro en sus manos, que no de respetar otro, aunque fuese el de su propio Rey. Llegaba en su ira á hablar en público, con poco respeto de Felipe, y aun se añade que solía llamarle el tambor mayor de la Monarquía. Deslucieron principalmente sus buenas cualidades la lascivia y la codicia; pero éstas, á cuenta de las otras, perdonábaselas la muchedumbre popular y era cada día más querido de ella. No había para él ni leyes, ni tribunales, ni regalías: su voluntad era únicamente la que regía, aunque fundada las más veces en la justicia; y como las leyes de entonces estuviesen hechas más en ventaja y favor de las clases altas que no de las bajas y plebeyas, todo lo que por este motivo era más alabado del pueblo, venía á ser aborrecido de los nobles, de los tribunales y clero. Pero él no reparaba en eso y seguía constante en su camino, guiado solo por la sed de nombre y de gloria que le acosaba. Un hombre de esta naturaleza no podía menos de simpatizar con los patrióticos intentos del marqués de Villafranca. El de Bedmar, D. Alfonso de la Cueva, no era indigno, ciertamente, de alternar con aquellos dos hombres ilustres; antes los igualaba en muchas cosas, y en astucia y destreza los superaba, ayudándoles en todo.
Comenzó Osuna por proteger á los Uscoques, que así se llamaba á los habitantes de Segnia, ciudad y puerto de Croacia, hombres muy valerosos y prácticos en el mar, que con continuas piraterías traían afligido el comercio de Venecia. Éstos con tal ayuda causaron en los venecianos infinitos daños, sin que ellos pudieran tomar venganza, aunque repetidas veces lo intentaron. Envió luego al marqués de Villafranca un refuerzo de seis mil buenos soldados, y sin miramiento ni consideración alguna les hizo pasar desde Nápoles á Milán por las tierras de los demás potentados de Italia, que, aunque lo resistieron, no osaron impedirlo con las armas. Por último, desembozando ya sus intentos, mandó al valeroso D. Francisco de Rivera que con su escuadra napolitana, tan rica de triunfos, entrase en el Adriático. Bastó esto para que los venecianos abandonasen sus empresas en las fronteras costas de Istria y, dejando allí tranquilos á los imperiales, se recogiesen á las lagunas. El espanto y la indignación fueron en los venecianos incomparables: miraban ya como suyo aquel mar, y afrentábalos sobremanera ver en él ondear tan soberbio el pabellón de España. Determinaron hacer un esfuerzo supremo que restableciese su superioridad en aquellas aguas; armaron ochenta bajeles, y con ellos fueron á buscar á los españoles. Á vista de Gravosa, en Dalmacia, esperaron los nuestros á la armada de la República con solo diez y ocho bajeles; pero eran de los mismos que con aquel D. Francisco Rivera, que los mandaba, habían triunfado tantas veces de los turcos. Pelearon ahora desesperadamente; y no les fué menos próspera la fortuna, porque rompieron toda la armada veneciana y, á traer galeras consigo, se la llevaran toda de remolque á Nápoles. Poco después, nuestra armada, dueña del mar, tomó tres naves riquísimamente cargadas con mercancías de Levante, en que iba empleado mucha parte del caudal de la República. Desfalleció ésta á punto que ni su propia capital tenía por segura, y suplicó al rey Felipe que la amparase contra aquel poderoso vasallo, abandonando de todo punto la causa de Saboya. Por esto y los triunfos de Villafranca era por lo que parecía ya tan perdido.
Pero á tal punto las cosas, pasó de nuevo la frontera el mariscal Lesdiguières, enviado ahora de su Corte, que, más avisada, ya atendía por sí al grave peligro de que los españoles lo avasallasen todo en Italia, si bien le ordenó que caminase lentamente, así como para amagar, más bien que no para empeñar un combate. Lesdiguières, enemigo tan encarnizado de nuestro nombre, se aprovechó de aquellas órdenes para entrar repentinamente, y sorprendiendo á las guarniciones españolas de la ribera del Tánaro, pasó á cuchillo cuatro ó cinco mil soldados antes de que hubiese ocasión de prepararse contra su embestida. No tardó el marqués de Villafranca, reforzado con la gente que le envió Osuna, en acudir al remedio, y hubiera arrojado á Lesdiguières de Italia, según eran de numerosas y aguerridas sus tropas, si el duque de Saboya, viéndose sin soldados y sin el auxilio de Venecia y entregado su territorio á dos ejércitos extranjeros, igualmente temibles para él, no se hubiese apresurado á pedir la paz. Medió el Nuncio del Papa y medió también Francia, que no aparecía en estos sucesos ni en paz ni en guerra con nosotros, y al fin se ajustó en Pavía un tratado que comprendía condiciones semejantes á las de Asti, mas no tan vergonzosas garantías como en aquél se puso. Logramos también que el duque de Saboya y la República de Venecia quedasen escarmentados y seguros de que por sí solos no podían nada contra España. Venecia, principalmente, quedó muy flaca y sin paciencia para soportar las humillaciones que de España había recibido.
Para vengarse inventó aquella fábula famosa de tantos autores creída, principalmente extranjeros. Supuso que entre el duque de Osuna, el marqués de Villafranca y el de Bedmar, principalmente, se había formado una conjuración horrible para sorprender la ciudad de Venecia, y con muerte de su Senado y nobleza, reducirla al dominio español. La verdadera trama era la suya para hacer odioso nuestro nombre en el mundo. Publicáronse entonces detalles y pormenores muy minuciosos; hubo dentro de Venecia no pocos suplicios de gente, por la mayor parte extranjera y desconocida; dió el Senado de la República gracias á Dios en los templos por haberla librado de tan grave peligro, y afectó, en fin, todo lo necesario para que la fábula se creyese. Decíase que una parte de las tropas de la República estaba ganada por el oro de Bedmar; que lo estaban también algunos capitanes de mar y tierra; que no se aguardaba más que una señal para poner en ejecución el proyecto, y que para eso las escuadras de Osuna no se apartaban del Adriático, y el ejército de Villafranca aparecía no lejos de las fronteras. Pero ello es que la República no se quejó oficialmente á la Corte de Madrid, como debiera, de semejante atentado, y que, registrados minuciosamente sus archivos y los nuestros, no se ha hallado un solo documento que ofrezca grande ó pequeña prueba.
El único efecto que se vió de nuestra parte fué la separación del marqués de Bedmar de aquella embajada; pero no si no para darle mejor puesto en Flandes, y fué condescendencia de nuestra Corte hecha para evitar los continuos disgustos, que no podían ya menos de acontecer en el estado de los ánimos. Poco después comenzó á correr otra voz, que también tenía traza de inventada por los venecianos para cumplir en todo su venganza, y era que el duque de Osuna quería levantarse con el reino de Nápoles. Que el carácter del Duque se prestase á tal sospecha no hay que dudarlo, y los hubo entre sus hechos que algo inclinan el ánimo á darla crédito. Sus obras dentro y fuera de Nápoles eran de rey; él hacía por sí guerras y treguas; él sentenciaba las causas sometidas á los Tribunales reales; imponía tributos, suprimía los que le parecían dañosos al pueblo, revocaba donaciones, tenía corte propia y escuadras y ejércitos, que por sí solo disponía y gobernaba. Pero no pasó de ser un rumor vago la acusación de que implorase la alianza de Francia y Venecia para arrancar aquel reino á la corona de España, ni de su probado patriotismo puede sin mayores indicios suponerse tamaña traición. Los pocos Grandes de España que no habían humillado sus nombres en la servidumbre del Monarca recordaban aún por aquel tiempo lo que había sido en siglos anteriores; y Osuna parecía en Nápoles, no con mucha más independencia y soberbia que su antecesor el marqués de Mondéjar y el gran duque de Alba, y el famoso conde de Fuentes y el de Villafranca, y el de Medinasidonia, que gobernó más tarde en Andalucía.
No obstante, la malicia de los extranjeros, harto acostumbrados á ver traiciones en sus magnates, vendidos casi siempre por dinero á los intereses de otras naciones, dió por indudable el propósito; y el odio de algunos napolitanos descontentos, el clero, la nobleza y la magistratura, principalmente, acogió apresuradamente la sospecha y fulminó la acusación. Reunidos en un propósito los descontentos, y contando con pretexto tan plausible, escribieron al cardenal D. Gaspar de Borja, que estaba en Roma y era de las personas en quien más confianza depositaba la Corte de España, rogándole que viniese con sigilo á apoderarse del mando, so pena de perderse el reino. Vino el de Borja, y fué de tal manera que no lo advirtió el duque de Osuna hasta que estaba dentro de los castillos de Nápoles. Pusiéronse al punto de parte del recién venido todos los nobles con sus gentes, los tribunales y clero, con sus familiares y allegados, mas el pueblo permaneció fiel al Virrey. Hubiera podido empeñarse una batalla de éxito, harto dudosa y quizás funesta á los conjurados, si el Duque no se resignara á dejar el mando y tornar á España. Prueba en su notorio valor y soberbia, de singular patriotismo, y bastante para poner en duda la acusación que se le hacía, si ya no fuera para calificarla de injusta. En tanto Saboya y Venecia, particularmente la última, celebraron el suceso con demostraciones de triunfo, indicio también no poco importante para sospechar de dónde pudo venir la acusación contra Osuna.
Mas ya es razón de que, dejadas las cosas que pasaban por fuera de España, veamos las que por dentro acontecían al propio tiempo. El duque de Lerma, que desde antes de comenzar á reinar Felipe III fué su consejero y el árbitro de sus determinaciones, había continuado muchos años con el propio favor. Así todas las veces que hemos hablado hasta aquí de los intentos de la Corte y del gobierno de España, debe entenderse de los del duque de Lerma. No había mejorado de condición y de conducta el favorito por virtud de los años; antes á medida que ellos pasaban, iba aumentándose su codicia y su despilfarro, y ofreciendo mayores pruebas de ineptitud. Enriquecióse con los despojos de los moriscos y otros arbitrios, á punto de poder gastar cuatrocientos mil ducados en las fiestas que se celebraron por el doble matrimonio del Príncipe y de la Infanta de España, y de dedicar más de un millón á obras pías. Sólo en donaciones adquirió más de cuarenta y cuatro millones de ducados, según sus contemporáneos, aunque la cantidad es tal que pudiera pasar por increíble. Contemporáneamente llegaba la Hacienda á tal extremo de penuria, que no pudiera concebirlo la mente si no hubiera sido mayor todavía en los siguientes reinados. Las rentas estaban empeñadas por la mitad de su valor y debíanse crecidas cantidades á usureros genoveses y de otras naciones, que consumían con los intereses que sacaban del Estado el resto de ellas. Las plazas fuertes se mostraban, por consecuencia, desmanteladas; los ejércitos, mal pagados y descontentos; no se reponían los arsenales; no se conservaba la marina; no podía emprenderse obra alguna de interés público. El Duque ni se atrevía á aconsejar al Rey que impusiese nuevos tributos, ni quería tampoco aminorar los gastos del Estado. En 1617 dieron las Cortes de Castilla los ordinarios diez y ocho millones, en nueve años, á dos cada uno, sin que por eso se viese más desahogo en la Hacienda.
Había sostenido el de Lerma la ruinosa guerra de Flandes, ni más ni menos que si nos perteneciesen aún aquellos Estados; se había entremetido sin necesidad forzosa en ciertos asuntos de Italia, y había enviado desdichadas expediciones contra Argel y contra Irlanda, levantado á precio de oro discordias en Francia y expulsado al propio tiempo á los moriscos. Esta conducta varia del privado, ya buscando la paz para España, ya lanzándola audazmente á descomunales empresas, empujado por el orgullo nacional, fué censurada por el Papa Clemente VIII en un dicho, que por lo oportuno merece mención histórica. Representábale cierto fraile no poco favorecido del de Lerma cuán conveniente parecía la expulsión de los moriscos, y mostraba recelos de que sin ella se perdiese España, cuando le respondió el sagaz Pontífice: «Si estando, como decís, de esa suerte oprimidos con tal freno y rodeados de enemigos no hay quien se averigue con vosotros, ¿que sería si os viéseis libres?» Y así era la verdad; que con tantos peligros y dificultades como agobiaban á España, no dejaba de entremeterse en todo, cosa que acrecentó mucho la pobreza y decaimiento del reino, sin darle ninguna ventaja, ni aun aparente de gloria ó engrandecimiento. Murmurábase por todas partes del Ministro; el clero y los grandes plebeyos miraban de consuno en él la causa de todos los males, y juzgaban que con solo perderle se remediarían: ilusión harto frecuente en las naciones afligidas del yugo de un favorito ó de un mal ministro, sin pensar en que tan fácil como es obrar el daño, tan difícil y lento es el repararlo después de causado.
En fin, combatido por todas partes el Ministro, sintió vacilar su ánimo; comprendió que no estaba lejos el día en que había de perder la gracia del Rey, y temió que entonces se le sujetase á recio castigo. Para evitarlo redobló sus cuidados, poniendo cerca de la persona del Rey, con cargo de sumiller de corps, á su hijo el duque de Uceda, joven de escaso mérito, más ducho ya en las intrigas y algo en negocios, y dotado de algunas prendas de cortesano. Y habiendo ascendido al capelo el maestro Javierre, confesor ahora del Rey, puso en tal lugar al Padre Luis de Aliaga, que era confesor suyo, hombre al parecer de humildes intentos, pero en verdad muy codicioso y soberbio. No tardó de esta manera en haber tres favoritos á quien contentar en la Corte y á quien dar mercedes, pues todos las admitían sin empacho del Rey y de los particulares. Hubo muy luego quien prefiriese comprar por su dinero el favor de Uceda y del Padre Aliaga, á gastarlo en favor y amparo del de Lerma, como antes se solía, tal hemos visto que hizo el duque de Osuna.
No se descuidaba tampoco D. Rodrigo Calderón por su parte, que era acaso el que tenía más talento de todos, y así la confusión de los negocios y la inmoralidad de los gobernantes iban llegando al último punto. Mas estando la influencia en tantas manos no podían menos de originarse discordias, y con efecto se originaron muy pronto. El mozo Uceda comenzó á disputarle á su padre la gracia del Rey, ayudado al principio del confesor, que, como suele suceder en ánimos viles, cobró al viejo Duque desde luego tanto odio como obligaciones le debía, tomando el beneficio por ofensa de su vanidad, y la gratitud antigua por desmerecimiento de su actual grandeza. La lucha entre el padre y el hijo fué larga, y de ejemplo tan miserable, como penosa memoria. Pronto se vió estallar otra entre Uceda y el confesor, que no quería compañero en la privanza, mas concertáronse al fin viendo que separados no podían derribar al de Lerma. Éste en tanto procuraba tenazmente defenderse. Puso en la cámara del Rey á su sobrino el conde de Lemus y á D. Francisco de Borja, también deudo suyo, para que combatiesen á su hijo y lo sostuviesen á él en el mando. Pero ni uno ni otro supieron contrapesar el influjo de Uceda y de Aliaga. Era el duque de Lerena ayo del príncipe de Asturias D. Felipe, y aun siendo niño como era, propusiéronse Lemus y Borja darle en él un apoyo que lo sostuviese, moviéndole con continuas alabanzas á amarlo, al paso que desacreditaban al de Uceda. Súpolo éste, y entre él y su confidente Aliaga lograron que D. Francisco de Borja fuese honrosamente desterrado, dándole el virreinato de Aragón. Entonces el de Lemus, dotado de no vulgar espíritu, fué á ver al Rey para rogarle que de desterrar á Borja no le dejase á él en la corte: «idos adonde quisiéreis» – le contestó Felipe – , y el Conde se retiró al punto á sus haciendas, después de haber hecho los más generosos esfuerzos por salvar á su tío el duque de Lerma, y con el dolor de que éste, lejos de agradecérselo, llegase en los últimos días á dudar de su lealtad.
En tanto, en la opinión pública se mostraba de día en día mayor el odio y mayor el esfuerzo para derribar el poder del viejo Duque, achacándole todo lo que hacían entre muchos. Doblaban sus enemigos los esfuerzos, multiplicaban las trazas y los expedientes y las intrigas, y aunque á todo respondía el de Lerma, valiéndose de la maña y artificios de Calderón, no dejaban de llevarle ventaja, porque con su largo gobierno traía ya gastados todos los resortes de su poder y prestigio personal. Sosteníale, sin embargo, en su puesto el cariño del Rey, que no se había disminuído en lo más pequeño, y por lo mismo fué preciso que sus adversarios inventasen algo para neutralizar tal influjo. Halló el Padre Aliaga el remedio, que fué ya de por sí, ya por medio de frailes de su confianza, el dejar entender al Rey en pláticas y confesiones, que llamándole Dios á la gobernación del reino, era gran pecado dejarla en manos de otro. Tal idea, imbuída en el ánimo devoto del Rey, se mantuvo en él hasta su muerte, causándole vivísimos y extraños remordimientos. Conoció el duque de Lerma que no podía resistir ya mucho tiempo, y para procurarse un seguro en todo trance, pidió y obtuvo de Roma el capelo de Cardenal. Verdad es que siempre manifestó alguna inclinación en todos sus pesares á entrar en la vida religiosa, apartándose de las pompas del mundo. Mas puesto en la pendiente, el capelo mismo apresuró su caída, porque el Rey, con el respeto que su dignidad le inspiraba, no se acomodaba á tratar con él de los negocios ni á ordenarle cosa alguna.
Á tal punto las cosas, hicieron un gran empuje sus enemigos, y lograron por fin ponerle en tierra. Hallándose la Corte en El Escorial, le dió el Rey en propia mano (1617) un papel donde le mandaba que se fuese á Valladolid. Imploró entonces bajamente la piedad de sus enemigos y señaladamente la de un cierto Padre Florencia á quien veneraba el Rey mucho; mas no logró con sus bajezas sino menosprecio. Tuvo que partir, aunque no sin consuelo, porque en el camino recibió todavía señaladas muestras de la benevolencia del Soberano, que no había quitado de él ni un punto del amor que le profesaba. Sin ser perverso el de Lerma, será siempre uno de los ministros que con más razón censure la Historia. Su defecto capital fué la codicia; pero ella dió ocasión á que incurriese en faltas de todo género. Pocos defectos hay tan grandes ni tan viles en los ministros como la codicia y la falta de pureza en el manejo de la hacienda pública. Y el duque de Lerma, sobre ser tan señalado en esto, alcanzó el privilegio triste de ser el primero que abriese en el Gobierno tal camino, por desdicha seguido luego de tantos.
Siguiéronse á su caída míseros espectáculos de esos que tan comunes suelen ser en los Gobiernos absolutos como el de España lo era. Los vencedores saciaron la ira contra sus favorecidos y los pocos amigos que le habían quedado. De ellos fué D. Rodrigo Calderón, marqués de Siete-Iglesias, privado del privado; á este pusieron en prisiones y comenzaron á formarle un proceso, que tuvo lastimoso fin en el reinado siguiente. Hombre fué el D. Rodrigo de singular historia, y á quien es imposible olvidar, tratando de los sucesos de esta época. En todos tuvo muy gran parte, y en algunos de ellos la principal, puesto que desde el tiempo en que logró el favor del duque de Lerma no se apartó de su lado, dirigiendo ó encaminando todos sus negocios. Pueden atribuirse á D. Rodrigo muchos hechos que corren á cargo del duque de Lerma. En codicia y ambición no era menor, y superábale sin duda en orgullo. Señalóse también en no reparar tanto como su favorecedor en derramar sangre, si por acaso le convenía. Ordenó dar garrote sin proceso á un alguacil llamado Ávila ó Avililla, y á un tal Francisco de Juara, porque no revelase secretos suyos lo mandó asesinar, cosas ambas que alborotaron á la Corte. Llegó á despachar con el Rey, y parecía más privado que el mismo duque de Lerma. La reina Margarita vino á aborrecerle mortalmente por desafueros, de donde emanó sin duda la acusación de que por él había sido envenenada cuando murió de sobreparto, que fué tan anteriormente á su caída. La Corte toda le detestaba; no tenía otro sostén ni apoyo sino el duque de Lerma. Y, sin embargo, era tal, que comenzó á desacreditarlo por celos de que se entregaba todo á un cierto criado suyo, por nombre García Pareja, que á la verdad tuvo por entonces sobrado influjo en los negocios públicos. Celos de favorito para los cuales tampoco tenía razón alguna. Cuéntase que la primera vez que el Duque Cardenal miró airado contra sí el semblante del Rey, fué por excusar á D. Rodrigo; y era tanto el generoso afecto que le tenía, que no lo desamparó por eso un momento. Cuando cayó él fué cuando D. Rodrigo no pudo sostenerse más y vino al suelo, comenzando entonces á correr sus desventuras.
No alteraron tales catástrofes la política de España, ni se mejoraron por eso las rentas, ni hallaron algún remedio los males públicos, cosas, si esperadas del vulgo, con razón calificadas de imposibles. Ya que no tuviese Lerma sucesor en el cariño del Monarca, los tuvo más ó menos ostensibles en el Gobierno, ni mejores por cierto, ni más hábiles que él. Ni el duque de Uceda, ni D. Baltasar de Zúñiga, ayo ahora del Príncipe, ni su confesor y los demás clérigos y devotos que le rodeaban, supieron obtener ó aconsejar mejores cosas. Consultóse (1619) al Consejo de Castilla y á varias personas graves, principalmente eclesiásticas, sobre el remedio de los males de la Monarquía; pero en sus dictámenes no se halló cosa de provecho, si no fué la idea de reducir el número de los monasterios y dificultar las profesiones religiosas; y aun por eso no se llevó á ejecución. Lo demás se redujo á arbitrios pueriles, y propios solamente de las erradas miras económicas de aquel tiempo. Ganó en tanto D. Juan Ronquillo en el mar de Filipinas una gran victoria naval á los holandeses, que no obstante las treguas combatían nuestras colonias y pirateaban en nuestros mares: tomóles ocho bajeles y degolló y aprisionó á cuantos lo tripulaban. Las nuevas del suceso pudieron alegrar los funerales de la antigua privanza. Fué no menos glorioso el suceso de Adra, en las costas de Granada. Arribaron acá siete galeras de turcos, y desembarcando quinientos hombres, acometieron la villa. Defendióla D. Luis de Tovar con unos veinte soldados hasta morir en el trance con ellos, y luego los vecinos recogidos en el castillo se sostuvieron tanto, que dieron tiempo á que, acudiendo la caballería de la costa y gente armada de las Alpujarras, tuvieran los enemigos que embarcarse con mucha pérdida. Hízose célebre también por aquel tiempo la capitana San Julián, que separada de una escuadra que iba á las Indias, se vió acometida de cuatro navíos ingleses que andaban al pirateo. Mandaba la nave D. Juan de Meneses, y supo pelear de tal manera, que después de dos días de combate, obligó á los enemigos á huir muy maltratados. También el marqués de Santa Cruz apresó delante de Barcelona dos grandes bajeles de moros. Y por los mismos años (1617) ganaron en Italia y Alemania ventajas y laureles las armas españolas, que fué nuevo motivo de orgullo y consuelo.
Había sucedido D. Gómez Suárez de Figueroa, duque de Feria, al marqués de Villafranca en el Gobierno de Milán. El nuevo Gobernador, hallando á los habitantes de la Waltelina, que eran católicos, en abierta rebelión contra sus señores los grisones, que al parecer querían imponerles el calvinismo, se determinó á intervenir en la contienda, y fué de modo que tomó para España aquel territorio. Hemos dicho en otra parte que era de grande importancia para nosotros el poseerlo, porque ponía en comunicación al milanés con los países hereditarios de la casa de Austria, y que el conde de Fuentes, famoso Gobernador de aquel Estado, había ya hecho mucho para ello, ganando los ánimos de los naturales y acercando allá nuestras fuerzas. Con esto fuéle fácil ahora al duque de Feria echar del territorio á los grisones, y al punto, para asegurarlo, levantó en él fortalezas, de manera que los enemigos intentaron en vano recobrarlo. Gran ventaja sin duda á poder conservarse. Mas lejos de atender á aprovecharla y consolidarla, puso los ojos nuestra Corte en nuevos intentos, que por mayores tuvieron desde el principio menos fortuna. Había ya comenzado en Alemania la guerra de los treinta años que tanto lugar ocupa en la Historia. Tiempo hacía que España era el amparo del catolicismo alemán y el brazo derecho de los Emperadores: desde los días de Carlos V y de la confesión de Augsburgo, no ocurrió allí cosa en que no mediara nuestro nombre y nuestro poder. El espíritu nacional, dominado siempre por el recuerdo de lo antiguo, y alimentado por las predicaciones continuas del clero y los ejemplos de intolerancia extrema del Tribunal del Santo Oficio, ya sabemos que no se mostraba contrario á las guerras religiosas y á los sacrificios hechos en defensa del catolicismo; antes bien, se solían mirar como necesarios y justos, por más que doliese el soportarlos. Luego el poder de la policía tradicional era tan grande que, como también dejamos indicado, muchos españoles, y acaso el mayor número, aceptaban gustosos los más caros proyectos de engrandecimiento, al paso que rechazaban las más prudentes medidas, con tal que fuesen indicios de flaqueza en la Monarquía.
Bien se mostró esto en las treguas de Holanda, tan murmuradas y censuradas, que no fueron de los menores cargos que se hicieron al duque de Lerma y que ayudaron á su caída. Junto el interés religioso con el interés político en la guerra de los treinta años, no era posible que nosotros dejásemos de tomar en ella parte. Que el interés religioso nos lo aconsejase, no ofrece duda ni necesita pruebas por consiguiente; pero lo del interés político, no tan claro ni averiguado, necesita de explicación oportuna. Había muerto en 1618 el emperador Matías sin dejar hijos varones, y no teniéndolos tampoco sus hermanos, parecía fundado el derecho del Rey de España, sobrino del emperador Maximiliano, á los Estados hereditarios de la casa de Austria. Fernando II, que sucedió en el Imperio, había sido antes elegido Rey por los habitantes de Bohemia, sublevados contra el emperador Matías porque violaba sus antiguos fueros y privilegios; pero no bien le vieron levantado á más alta dignidad, mudaron de propósito y ofrecieron la corona á Federico, elector Palatino. Naturalmente, Fernando de Austria desde los primeros días de su exaltación al Imperio trató de recobrar aquellos Estados, antes unidos á su casa; pero los protestantes alemanes que habían formado en tiempo de su antecesor la llamada Unión Evangélica