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ОглавлениеIntroducción.
Puesta a punto
Todo el mundo lo reconoce. Esto va a reven-tar. Todo el mundo está de acuerdo, con el semblante sombrío o fanfarrón, en los pasillos de la Asamblea, como ayer se repetía en el bar. Uno se complace estimando los riesgos. Ya se detallan las operaciones preventivas de división en zonas del territorio. Y los festejos del nuevo año adquieren un giro decisivo: «¡Es el último año en el que habrá ostras!». Para que la fiesta no se vea totalmente eclipsada por la tradición del desorden se necesitan los 36.000 polis y los 16 helicópteros desplegados por Alliot-Marie,1 la misma que, durante las manifestaciones estudiantiles de diciembre, espiaba ansiosa cualquier contaminación griega. Se escucha cada vez con más claridad, bajo los mensajes de calma, el ruido de los preparativos de una guerra abierta. Nadie puede ignorar ya su puesta en la práctica de forma anunciada, fría y pragmática, que ni siquiera se molesta en presentarse como una operación de pacificación.
Los periódicos aderezan a conciencia la lista de causas de esta repentina desazón. Está la crisis, desde luego, con su paro explosivo, su porción de desesperación y planes sociales, sus escándalos Kerviel y Madoff. Está la quiebra del sistema escolar que ya no es capaz de producir trabajadores, ni de clasificar al ciudadano; ni siquiera a partir de los niños de la clase media. Se dice que existe un malestar de una juventud que no encuentra correspondencia con ninguna representación política, que sólo sirve para responder a las bicicletas gratuitas que se ponen a su disposición con alunizajes.
Sin embargo, todas estas fuentes de inquietud no deberían parecer insalvables en una época en la que el modo de gobierno predominante consiste precisamente en la gestión de situaciones de crisis. Salvo que se considere que a lo que el poder tiene que enfrentarse no es ni a una crisis más ni a una sucesión de problemas crónicos, de desajustes más o menos esperados. Sino a un peligro singular: que se manifiesten una forma de conflicto y de posiciones que, precisamente, no sean gestionables.
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Todos los que, por todos lados, son ese peligro tienen que plantearse cuestiones menos ociosas que las relativas a las causas y probabilidades de movimientos y enfrentamientos que, en todo caso, ocurrirán. Como la siguiente: ¿qué eco tiene el caos griego en la situación francesa? Una sublevación aquí no puede ser pensada como una mera transposición de lo que ocurrió allí. La guerra civil mundial posee todavía sus especificidades locales y una situación de revueltas generalizadas provocaría en Francia una deflagración de otro tenor.
Los sublevados griegos se enfrentaban a un Estado débil, si bien gozaban de una gran popularidad. No hay que olvidar que la democracia se reconstituyó contra el régimen de los coroneles, hace exactamente treinta años, a partir de una práctica de la violencia política. Esta violencia, cuyo recuerdo no queda tan lejano, resulta todavía una evidencia para la mayoría de los griegos. Incluso los mandamases del ps local ya habían probado el cóctel molotov en su juventud. Como contrapartida, la política clásica conoce variantes que saben avenirse muy bien a estas prácticas y propagar, incluso en la revuelta, sus necedades ideológicas. Si la batalla griega no se ha decidido y terminado en la calle —a pesar de que la policía estaba visiblemente desbordada— es porque su neutralización se ha realizado en otra parte. No hay nada más agotador, nada más fatal, de hecho, que cierta política clásica, con sus rituales agostados, su pensamiento carente de pensamiento, su pequeño mundo cerrado.
En Francia, nuestros burócratas socialistas más exaltados nunca fueron más que austeros infiltrados de asambleas, hombres de paja responsables. Aquí, todo concurre más bien para anihilar la menor forma de intensidad política, lo que permite que siempre se pueda oponer al ciudadano frente a los alborotadores y extraer oposiciones facticias de un depósito sin fondo: usuarios frente a huelguistas, los que revientan las manifestaciones frente a los que toman a la ciudadanía como rehén, gente valiente frente a la chusma.2 Una operación cuasi-lingüística que va de la mano con las medidas cuasi-militares. Las revueltas de noviembre de 2005 y, en un contexto diferente, los movimientos sociales del otoño de 2007 han aportado algunos ejemplos de la forma de proceder. La imagen de los estudiantes pijos de Nanterre aplaudiendo al grito de «Viva la policía» la expulsión de sus condiscípulos por parte de las fuerzas del orden tan sólo nos ofrece un atisbo de lo que nos reserva el porvenir.3
Huelga decir que la vinculación de los franceses al Estado —garante de los valores universales, último bastión frente al desastre— es una patología de la que es complicado deshacerse. Se trata sobre todo de una ficción que ya no sabe durar. Incluso nuestros gobernantes la consideran cada día más como un inútil estorbo puesto que ellos, al menos, asumen el conflicto militarmente. Éstos a quienes no les acompleja enviar unidades antiterroristas de élite tanto para sofocar las revueltas en los suburbios como para liberar un centro de recuperación de residuos ocupado por asalariados. A medida que el Estado del bienestar se desmorona, amanece el enfrentamiento entre aquellos que desean el Orden y aquellos que no. Todo lo que la política francesa conseguía hasta ahora desactivar comienza a desencadenarse. Todo aquello que reprimió no quedará impune. Se puede contar con el movimiento que viene para encontrar, en el avanzado nivel de descomposición de la sociedad, el hálito nihilista necesario. Lo que no dejará de exponerlo a toda suerte de límites.
Un movimiento revolucionario no se propaga por contaminación sino por resonancia. Algo que se constituye aquí resuena con la onda de choque que emite algo que se constituyó allí. El cuerpo que resuena lo hace según su propio modo. Una insurrección no es como la extensión de la peste o un incendio forestal —un proceso lineal que se extiende progresivamente, por proximidad, a partir de una chispa inicial—. Se trata más bien de algo que cobra cuerpo como una música, y cuyos focos, incluso dispersos en el tiempo y el espacio, logran imponer el ritmo de su propia vibración. Consiguen ganar siempre mayor espesor. Hasta el extremo de que una vuelta a lo normal deja de ser deseable e incluso previsible.
Cuando hablamos de Imperio, designamos los dispositivos de poder que, preventivamente, quirúrgicamente, retienen todos los devenires revolucionarios de una situación. En este sentido, el Imperio no es un enemigo enfrentado a nosotros. Es un ritmo que se impone, una manera de hacer fluir y discurrir la realidad. No es tanto un orden del mundo como su discurrir triste, pesado y militar.
Lo que llega a nuestros oídos del partido de los insurrectos es un esbozo de una composición, de un lado de la realidad totalmente diferente, que desde Grecia hasta los suburbios franceses busca sus acuerdos.
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A partir de ahora resulta de notoriedad pública que las situaciones de crisis son igualmente ocasiones que se ofrecen a la dominación para que se reestructure. Así es como Sarkozy puede, sin que apenas parezca que miente, anunciar que la crisis financiera corresponde «al fin de un mundo» y que el año 2009 verá a Francia entrar en una nueva era. Este camelo de crisis económica sería, en definitiva, una novedad. La ocasión de una bella epopeya que nos vería, a todos juntos, combatir al mismo tiempo las desigualdades y el cambio climático. Algo que para nuestra generación, que nació justo en la crisis y que no ha conocido otra cosa —crisis económica, financiera, social, ecológica—, es, debemos confesarlo, relativamente difícil de admitir. No nos la pegarán con el golpe de la crisis, con el «vamos a empezar de cero» y el «bastará con ajustarse el cinturón durante una temporadita». En realidad, el anuncio de las desastrosas cifras del paro no nos suscita ningún sentimiento. La crisis es una manera de gobernar. Cuando este mundo parece no tener otra forma de sostenerse que mediante la gestión infinita de su propia derrota.
Querrían vernos detrás del Estado, movilizados, solidarios con una improbable chapuza de la sociedad. Pero resulta que nos repugna de tal manera unirnos a esta movilización, que puede ocurrir que uno decida más bien tumbar definitivamente al capitalismo.
Lo que está en guerra no son las maneras variables de gestionar la sociedad. Se trata, irreductibles e irreconciliables, de ideas sobre la felicidad y sus mundos. El poder lo sabe; nosotros también. Los residuos militantes que nos ven —cada vez más numerosos, cada vez menos identificables— se tiran de los pelos para que entremos en las pequeñas casillas de sus pequeñas cabezas. Y, no obstante, nos tienden la mano para ahogarnos mejor; en sus fracasos, en su parálisis, en sus problemáticas débiles. De elecciones en «transiciones», nunca serán nada más que aquellos que nos van alejando sin cesar de la posibilidad del comunismo. Afortunadamente, uno no acaba nuca de acomodarse a las traiciones ni a los desencantos.
así no cabe elección: | ||
el fetichismo de la espontaneidad | o | el control de la organización |
el bricolage de las redes militantes | la varita de la jerarquía | |
actuar ahora de forma desesperada | esperar desesperadamente a más tarde | |
dejar en paréntesis lo que se puede vivir y experimentar aquí y ahora en nombre de un paraíso que, a fuerza de alejarse, parece cada vez más un infierno | rumiar el cadáver a fuerza de persuadirse de que plantar zanahorias será suficiente para salir de la pesadilla. | |
elección embarazosa |
Las organizaciones son un obstáculo para organizarse. En verdad, no hay desviación entre lo que somos, lo que hacemos y lo que devenimos. Las organizaciones —políticas o sindicales, fascistas o anarquistas— comienzan siempre separando prácticamente este aspecto de la existencia. Y a continuación tienen la virtud de presentar su estúpido formalismo como el único remedio para esta separación. Organizarse no es dotar de estructura a la impotencia. Es sobre todo tejer lazos, lazos que no son neutros, lazos orientados terriblemente. El grado de organización se mide por la intensidad del reparto, material y espiritual.
Por tanto, de ahora en adelante: «hay que organizarse materialmente para subsistir, hay que organizarse materialmente para atacar». Que se elabore un poco por todos lados una nueva idea del comunismo. En la sombra de los bares, en las imprentas, en las casas okupadas, en las escaleras, en las granjas, en los gimnasios, pueden nacer las complicidades ofensivas; complicidades con las que el mundo da un giro más firme. No hay que negar a estas preciadas connivencias los medios que exigen para desplegar su fuerza.
Ahí se sitúa la posibilidad verdaderamente revolucionaria de la época. Las escaramuzas cada vez más frecuentes tienen esto de temibles: siempre son una ocasión para la complicidad de esta naturaleza, a veces efímera, pero a veces también indefectible. Y en ello reside, sin duda, una suerte de proceso acumulativo. En el momento en el que miles de jóvenes se toman en serio la idea de desertar y sabotear este mundo, habría que ser estúpido como un madero para buscar una célula financiera, un cabecilla o un descuido.
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Dos siglos de capitalismo y nihilismo mercantil han desembocado en las extrañezas más extremas, para sí, para los otros, para los mundos. El individuo, esta ficción, se descomponía a la misma velocidad que devenía real. Hijos de la metrópolis, apostamos por lo siguiente: es a partir de la desnudez más profunda de la existencia que se despliega la posibilidad, siempre callada, siempre conjurada, del comunismo.
En definitiva, estamos en guerra contra toda una antropología. Contra la idea misma del hombre.
Se trata del comunismo como presupuesto y como experimentación. Reparto de una sensibilidad y elaboración del reparto. Evidencia de lo común y construcción de una fuerza. El comunismo como matriz de un asalto minucioso, audaz, contra la dominación. Como llamamiento y como nombre, de todos los mundos que se resisten a la pacificación imperial, de todas las solidaridades irreductibles al reino de la mercancía, de todas las amistades que asumen las necesidades de la guerra. comunismo. Sabemos que se trata de un término que hay que utilizar con precaución. No porque, en el gran desfile de las palabras, se halle en desuso. Sino porque nuestros peores enemigos lo han utilizado, y continúan haciéndolo. Insistimos. Ciertas palabras son como campos de batalla cuyo sentido es una victoria, revolucionaria o reaccionaria, necesariamente arrancada tras una lucha encarnizada.
Desertar de la política clásica significa asumir la guerra, que se sitúa también en el terreno de la lengua. O más bien en la manera como se ligan las palabras, los gestos y la vida. Si se ha puesto tanto empeño en encarcelar por terrorismo a algunos jóvenes campesinos comunistas que habrían participado en la redacción de La insurrección que viene, no es por un «delito por expresar una opinión» sino más bien porque podían encarnar una manera de mantener en la misma existencia actos y pensamiento. Algo que, por lo general, no se perdona.
Por tanto, de lo que se acusa a estas personas no es ni de haber escrito algo ni de haber atacado materialmente los sacrosantos flujos que irrigan la metrópolis. Sino de haberse apoderado de estos flujos con el espesor de un pensamiento y una posición política. Que un acto, aquí haya podido tener sentido según una consistencia diferente de la del desértico Imperio. El antiterrorismo ha pretendido atacar el devenir posible de una «asociación de malhechores». Pero lo que, en realidad, ha atacado es el devenir posible de una situación. La posibilidad de que detrás de cada tendero se oculten malas intenciones, y detrás de cada pensamiento los actos a los que apela. La posibilidad de que se propague una idea de lo político, anónima pero susceptible de ser subscrita, diseminada e incontrolable, que no pueda tener cabida en el chiringuito de la libertad de expresión.
Ya no puede suscitar grandes dudas que será la juventud la primera en tomar salvajemente el poder. Los últimos años, desde las revueltas en Argelia en la primavera del 2001 hasta las del invierno del 2008 en Grecia, no son sino una sucesión de anuncios en este sentido. Aquellos que hace treinta o cuarenta años se sublevaron contra la moral de sus padres no dudarán a reducirlo a un nuevo conflicto generacional, si es que no lo reducen a un efecto previsible de la adolescencia.
El único porvenir de una «generación» es ser la precedente, en un camino que lleva invariablemente al cementerio.
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La tradición querría que todo comenzara por un «movimiento social». Sobre todo en un momento en que la izquierda, que no acaba nunca de descomponerse, busca de forma hipócrita recobrar una credibilidad en la calle. Lo único es que ya no posee el monopolio de la calle. Sólo hay que ver cómo, en cada nueva movilización estudiantil —como en todo lo que todavía osa sostener— existe una zanja que no cesa de hacerse más profunda entre las reivindicaciones plañideras y el nivel de violencia y determinación del movimiento.
Es en este foso donde tenemos que preparar una trinchera.
Cuando vemos que se suceden los movimientos sociales persiguiéndose los unos a los otros, que es evidente que no dejan nada tras ellos, a la fuerza hay que constatar que algo persiste. Un reguero de pólvora une aquello que en cada acontecimiento no se ha dejado meter en vereda por la temporalidad absurda de la retirada de una ley o de cualquier otro pretexto. Por intermitencias, y a propio su ritmo, vemos una suerte de fuerza que se esboza. Una fuerza que no experimenta su tiempo sino que lo impone, silenciosamente.
Se acabó el momento de prever los hundimientos o de demostrar la feliz posibilidad. Lleguen éstos pronto o tarde, hay que prepararse. No se trata de elaborar un diseño de lo que debería ser una insurrección sino de devolver la posibilidad de la sublevación a aquello que nunca habría debido dejar de ser: un impulso vital tanto de la juventud como de la sabiduría popular. A condición de saberse mover, la ausencia de diseño no es un obstáculo sino una posibilidad. Es, para los insurrectos, el único espacio que puede garantizarles lo esencial: conservar la iniciativa. Queda suscitar, alimentar como uno alimenta un fuego, una cierta mirada, una cierta fiebre táctica que, cuando llegue el momento, incluso ahora, se revele determinante y fuente constante de determinación. Ya resurgen ciertas preguntas que todavía ayer parecían grotescas o anticuadas; queda apoderarse de ellas, no para responder definitivamente sino antes bien para mantenerlas vivas. Haberlas reformulado no es, por otra parte, la menor de las virtudes del alzamiento griego.
¿Cómo se convierte una situación de disturbios generalizados en una situación insurreccional? ¿Qué hacer cuando se ha conquistado la calle toda vez que la policía se encuentra permanentemente derrotada? ¿Se merecen los parlamentos ser tomados siempre al asalto? ¿Qué significa en la práctica devolver el poder local? ¿Cómo decidirse? ¿Cómo subsistir?
¿cómo no perderse?
1. Ministra de Interior francesa desde 2007.
2. Durante las revueltas de 2005 en el extrarradio de París, el entonces flamante ministro de Interior, Nicolas Sarkozy, se refirió a los sublevados como chusma (racaille), lo que no hizo sino agravar la situación.
3. Se refiere a los disturbios en la facultad de derecho de Nanterre en noviembre de 2007, que dividió a los estudiantes a favor y en contra.