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Desde cualquier ángulo...

Desde cualquier ángulo que se mire, el presente no tiene salida. No es la menor de sus virtudes. A aquellos que querrían esperar a toda costa, les roba todo apoyo. Aquellos que pretenden ostentar soluciones son desmentidos al momento. Se escucha decir que la situación sólo puede ir de mal en peor. «El futuro ya no tiene porvenir» es la sabiduría de una época que ha llegado, bajo sus aires de extrema normalidad, al nivel de consciencia de los primeros punks.

La esfera de la representación política se cierra. De izquierda a derecha, el mismo vacío adopta poses de adalid o aires de virgen, las mismas cabezas visibles intercambian sus discursos según los últimos hallazgos del servicio de comunicación. Aquellos que aún votan dan la impresión de no tener otra intención que la de hacer saltar las urnas a fuerza de votar, en pura protesta. Empieza a adivinarse que es, de hecho, contra el voto mismo que se sigue votando. Nada de lo que se presenta está, ni de lejos, a la altura de la situación. En su mismo silencio, la población parece infinitamente más adulta que todos los títeres que se pelean por gobernarla. Un chibani4 de Belleville es más sabio en sus palabras que cualquiera de nuestros supuestos dirigentes en todas sus declaraciones.

El incendio de noviembre de 2005 no deja de proyectar su sombra sobre todas las conciencias. Estas primeras fogatas son el bautismo de una década repleta de promesas. Al cuento mediático del suburbio-contra-la-República no le falta eficacia, pero falta a la verdad. Hasta en el centro de las ciudades prendieron hogueras, que fueron metódicamente acalladas. Calles enteras de Barcelona ardieron en solidaridad, sin que nadie supiese nada excepto sus habitantes. Y no es ni siquiera verdad que desde entonces el país haya dejado de llamear. Se encuentran entre los inculpados toda clase de perfiles lo cual sólo unifica el odio hacia la sociedad existente, y no la pertenencia de clase, raza o barrio. Lo inédito no reside en una «revuelta de los suburbios» que ya no era nueva en 1980, sino en la ruptura con sus formas establecidas. Los asaltantes ya no escuchan a nadie, ni a los hermanos mayores ni a la asociación local que debería gestionar la vuelta a la normalidad. Ningún sos Racismo podrá hundir sus raíces cancerosas en este acontecimiento, al que sólo la fatiga, la falsificación y la omertà mediáticas han podido fingir poner término. Toda esta serie de golpes nocturnos, de ataques anónimos, de destrucciones sin frases han tenido el mérito de dilatar al máximo la fisura entre la política y lo político. Nadie puede honestamente negar la carga de evidencia de este asalto que no formulaba ninguna reivindicación, ningún mensaje más que el de la amenaza; que no tenía nada que ver con la política. Hay que estar ciego para no darse cuenta de todo lo que hay de puramente político en esta negación resuelta de la política; o no saber nada de los movimientos autónomos de la juventud desde hace treinta años. Se han quemado como niños perdidos los primeros bibelots de una sociedad que no merece más consideración que los monumentos de París al final de la Semana Sangrienta, y que lo sabe.

No habrá solución social a la situación presente. En primer lugar, porque el vago agregado de entornos, instituciones y burbujas individuales que se denominan por antífrasis «sociedad» no tiene consistencia; en segundo, porque ya no hay lenguaje para la experiencia común. Y no se comparten riquezas si no se comparte un lenguaje. Fue necesario medio siglo de lucha en torno a la Ilustración para fundar la posibilidad de la Revolución Francesa, y un siglo de lucha en torno al trabajo para dar a luz al temible «Estado del bienestar». Las luchas crean el lenguaje en el que se enuncia el nuevo orden. No hay nada semejante hoy en día. Europa es un continente deslustrado que va a hacer las compras al Lidl a escondidas y que viaja en low cost para seguir viajando. Ninguno de los «problemas» que se formulan en el lenguaje social admite resolución en él. La cuestión de las «jubilaciones», la de la «precariedad», los «jóvenes» y su «violencia» sólo pueden quedar en suspenso, mientras se gestionan policialmente los pasos a la acción cada vez más penetrantes que estas cuestiones encubren. No se podrá disimular el hecho de que se limpia a bajo precio el culo de unos viejos abandonados por los suyos y que no tienen nada que decir. Aquellos que han encontrado en las vías criminales menos humillación y más beneficio que en la limpieza de suelos no entregarán sus armas, y la prisión no les inculcará el amor por la sociedad. El furor por disfrutar de las hordas de jubilados no soportará de rodillas los recortes sombríos en sus rentas mensuales, y sólo puede excitarse aún más ante el rechazo al trabajo de una amplia fracción de la juventud. Por último, ningún ingreso garantizado acordado al día siguiente de un cuasi levantamiento sentará las bases de un New Deal, de un nuevo pacto, de una nueva paz. El sentimiento social ya se ha evaporado demasiado.

A modo de solución, la presión para que no pase nada, y con ella el control policial del territorio, no van a dejar de acentuarse. El avión militar dirigido por control remoto que, según el propio testimonio de la policía, sobrevoló el pasado 14 de julio el distrito de Seine-Saint-Denis dibuja el futuro en colores más francos que todas las brumas humanistas. Que se haya tomado la precaución de precisar que no estaba armado enuncia con bastante claridad qué camino hemos tomado. El territorio será dividido en zonas cada vez más estancas. Las autopistas situadas al borde de un «barrio marginal» forman un muro invisible que las separa de las zonas residenciales. Piensen lo que piensen las buenas almas republicanas, la gestión de barrios «por comunidad» es notoriamente la más operante. Las porciones puramente metropolitanas del territorio, los principales centros urbanos, llevarán su vida lujosa en una deconstrucción cada vez más retorcida, más sofisticada, más estridente. Iluminarán todo el planeta con sus luces de burdel mientras las patrullas de la bac,5las compañías de seguridad privada, en resumen, las milicias, se multiplicarán hasta el infinito, mientras se benefician de una cobertura judicial cada vez más desvergonzada.

El callejón sin salida del presente, perceptible en todas partes, se niega en todos lados. Nunca tantos psicólogos, sociólogos y literatos se habrán empleado en ello, cada uno en su jerga especial, donde resulta notoria la ausencia una conclusión. Basta con escuchar los cantos de la época, las ñoñerías de la «nueva canción francesa» en la que la pequeña burguesía diseca sus estados de ánimo y las declaraciones de guerra de la mafia K’1 Fry,6 para saber que la coexistencia cesará muy pronto, que una decisión se aproxima.

Este libro está firmado con un nombre de colectivo imaginario. Sus redactores no son los autores. Se han contentado con poner un poco de orden en los lugares comunes de la época, en lo que se murmura en las mesas de los bares, detrás de la puerta cerrada de los dormitorios. No han hecho más que fijar las verdades necesarias, aquéllas cuyo rechazo universal llena los hospitales psiquiátricos y las miradas de pena. Se han convertido en los escribas de la situación. Es el privilegio de las circunstancias radicales que la precisión lleva con toda lógica a la revolución. Basta con decir lo que se tiene ante los ojos y no eludir la conclusión.

4. Chibani: anciano en árabe y, por extensión, anciano árabe en francés.

5. bac (Brigades anti criminalité): brigadas anticriminales de la policía francesa.

6. K’1 Fry: grupo de rap francés.

La insurrección que viene

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