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ОглавлениеPrimer círculo.
«I am what i am»
«I am what i am.» Es la última ofrenda del márketing al mundo, la última etapa de la evolución publicitaria, al frente, tan al frente de todas las exhortaciones a ser diferente, a ser uno mismo y a beber Pepsi. Décadas de conceptos para llegar aquí, a la pura tautología: yo = yo. Él corre en la cinta delante del espejo de su gimnasio. Ella llega de trabajar al volante de su Smart. ¿Se encontrarán?
«Soy lo que soy.» Mi cuerpo me pertenece. yo soy yo, tú eres tú, y la cosa va mal. Personalización de masa. Individualización de todas las condiciones: de vida, de trabajo, de desdicha. Esquizofrenia difusa. Depresión servil. Atomización en finas partículas paranoicas. Histerización del contacto. Cuanto más quiero ser yo, mayor es mi sensación de vacío. Cuanto más me expreso, más me agoto. Cuanto más me persigo, más cansado estoy. yo tengo, tú tienes, nosotros tenemos nuestro yo como una taquilla fastidiosa. Nos hemos convertido en representantes de nosotros mismos —somos, en este extraño comercio, los garantes de una personalidad que tiene todo el aspecto, al final, de una amputación—. Nos asumimos hasta la ruina con una torpeza más o menos disimulada.
Mientras tanto, yo controlo. La búsqueda de mí mismo, mi blog, mi piso, las últimas tonterías de moda, las historias de pareja, de ligues… ¡cuántas prótesis se necesitan para ostentar un yo! Si «la sociedad» no se hubiera convertido en esta abstracción definitiva, designaría el conjunto de muletas existenciales que se me tienden para poder arrastrarme aún; el conjunto de dependencias que he contraído en pago por mi identidad. El minusválido es el modelo de la ciudadanía que viene. De forma premonitoria, las asociaciones que lo explotan reivindican actualmente el «subsidio universal» para él.
La conminación, omnipresente, de ser «alguien» sustenta el estado patológico que hace necesaria a esta sociedad. La conminación a ser fuerte produce la debilidad a través de la cual se mantiene, hasta el punto de que todo parece adquirir un aspecto terapéutico, incluso trabajar, incluso amar. Todos los «¿qué tal?» que se intercambian en un día hacen pensar en otras tantas tomas de temperatura que una sociedad de pacientes se administran unos a otros. La sociabilidad está hecha ahora de mil pequeños nichos, de mil pequeños refugios en los que uno está al calor. Donde siempre se está mejor que en el intenso frío del exterior. Donde todo es falso, pues sólo es un pretexto para calentarse. Donde nada puede suceder porque uno está sordamente ocupado tiritando junto a los demás. Pronto esta sociedad no aguantará más que por la tensión de todos los átomos sociales hacia una ilusoria curación. Es una central que extrae su energía de una gigantesca reserva de lágrimas siempre a punto de desbordarse.
«I am what i am.» Nunca la dominación había encontrado una consigna menos sospechosa. El mantenimiento del yo en un estado de semirruina permanente, en una seminsuficiencia crónica, es el secreto mejor guardado del orden de cosas actual. El yo débil, deprimido, autocrítico, virtual, es por esencia ese sujeto infinitamente adaptable que requiere una producción fundada en la innovación, la obsolescencia acelerada de las tecnologías, la alteración constante de las normas sociales y la flexibilidad generalizada. Es al mismo tiempo el consumidor más voraz y, paradójicamente, el yo más productivo, aquel que se lanzará con más energía y avidez sobre el menor proyecto, para volver más tarde a su estado larvario original.
¿«Wué es lo que soy», entonces? Algo atravesado desde la infancia por flujos de leche, olores, historias, sonidos, canciones infantiles, substancias, gestos, ideas, impresiones, miradas, cantos y comida. ¿Lo que soy? Algo vinculado por doquier a lugares, sufrimientos, antepasados, amigos, amores, acontecimientos, lenguas, recuerdos, a toda clase de cosas que, sin duda alguna, no son yo. Todo lo que me ata al mundo, todos los vínculos que me constituyen, todas las fuerzas que me pueblan no tejen una identidad, como me incitan a proclamar, sino una existencia singular, común, viva y de la que emerge, en algunos puntos, en algunos momentos, este ser que dice «yo». Nuestro sentimiento de inconsistencia no es más que el efecto de esta tonta creencia en la permanencia del yo, y de la escasa atención que prestamos a lo que nos constituye.
Da vértigo ver reinar en lo alto de un rascacielos de Shangai el «i am what i am» de Reebok. Occidente lanza por todas partes, como su caballo de Troya favorito, esa pesada antinomia entre el yo y el mundo, el individuo y el grupo, entre ataduras y libertad. La libertad no es el gesto de deshacerse de las ataduras, sino la capacidad práctica de operar a través de ellas, de moverse en ellas, de establecerlas o truncarlas. La familia sólo existe como familia, es decir, como infierno, para aquel que ha renunciado a alterar sus mecanismos debilitadores, o no sabe cómo hacerlo. La libertad de desarraigarse ha sido siempre el fantasma de la libertad. No nos liberamos de lo que nos coarta sin perder al mismo tiempo aquello sobre lo que podríamos ejercer nuestras fuerzas.
«I am what i am» no es por tanto una simple mentira, una simple campaña publicitaria, sino una campaña militar, un grito de guerra dirigido contra todo lo que hay entre los seres, contra todo lo que les liga de forma invisible, todo aquello que obstaculiza la perfecta desolación, todo lo que hace que existamos y que el mundo no tenga, en todas partes, el aspecto de una autopista, un parque de atracciones o una ciudad nueva: tedio puro, sin pasión y bien ordenado, espacio vacío, helado, por el que ya sólo transitan cuerpos matriculados, moléculas automóviles y mercancías ideales.
Francia no es la patria de los ansiolíticos, el paraíso de los antidepresivos, la meca de la neurosis, sin ser simultáneamente el campeón europeo de la productividad horaria. La enfermedad, el cansancio y la depresión pueden ser considerados síntomas individuales de aquello de lo que hay que curarse. De este modo, trabajan por el mantenimiento del orden existente, por mi ajuste dócil a unas normas frágiles, por la modernización de mis muletas. Ocultan la selección en mí de las inclinaciones oportunas, conformes y productivas, y de aquellas otras por las que habrá que, amablemente, guardar duelo: «Hay que saber cambiar, ya sabes». Pero, tomadas como hechos, mis debilidades pueden conducir también al desmantelamiento de la hipótesis del yo. Devienen entonces actos de resistencia en la guerra en curso. Devienen rebelión y centro de energía contra todo lo que conspira para normalizarnos, para amputarnos. El yo no es lo que está en crisis en nosotros, sino la forma en la que se intenta imprimirnos. Se pretende convertirnos en yoes bien delimitados, bien separados, clasificables e inventariables por cualidades, en resumen, controlables, cuando somos criaturas entre las criaturas, singularidades entre nuestros semejantes, carne viva tejiendo la carne del mundo. Contrariamente a lo que se nos repite desde la infancia, la inteligencia no es saber adaptarse —o, si es una inteligencia, es la de los esclavos—. Nuestra inadaptación y nuestro cansancio sólo son problemas desde el punto de vista de quien quiere someternos. Indican, más bien, un punto de partida, un punto de confluencia para unas complicidades inéditas. Hacen emerger un paisaje mucho más destartalado, pero infinitamente más susceptible de compartirse, que todas las fantasmagorías que esta sociedad mantiene a sus expensas.
No estamos deprimidos, estamos en huelga. Para quien rechaza controlarse, la depresión no es un estado sino un tránsito, un adiós, un paso de lado hacia la desafiliación política. A partir de ahí, no hay otra conciliación que la medicamentosa, y la policial. Es precisamente por esta razón que la sociedad no teme imponer Ritalín a los niños demasiados vivos, que trenza continuamente bridas de dependencias farmacéuticas y pretende detectar desde los tres años los «trastornos de comportamiento». Porque la hipótesis del yo se fisura por doquier.