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Prólogo a la edición italiana

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por Fausto Petrella1

El libro de Cosimo Schinaia es una obra singular, que constituye un género literario en sí mismo, un poco “otro” y tan anómalo como el pesebre que lo inspiró. El libro puede considerarse como un escrito sui generis, en el que confluyen una variedad de componentes heterogéneos. Este desplazamiento puede considerarse como uno de los méritos de la obra, ya que determina su viva originalidad. Pero también es el aspecto que quizás pueda beneficiarlo mucho más que cualquier reflexión introductoria para favorecer la lectura: una simple introducción al libro y no su ubicación dentro de los cánones literarios usuales.

Al escribir estas páginas introductorias, afectuosamente pedidas por el autor –psicoanalista, psiquiatra, alumno destacado de Dario de Martis y mío en Pavía años atrás y luego valiente director del ExHospital Psiquiátrico genovés de Cogoleto– me sumergí nuevamente en las vivencias y en los recuerdos un poco remotos de mi experiencia en el manicomio. Son recuerdos siempre vivos y candentes para quien, como yo, tuvo la fortuna de poder separarse de un compromiso directo sobre estas realidades poco antes de 1978.

La experiencia en el manicomio, para quien la tuvo (yo la tuve cerca de una década) creo que puede asemejarse a la del campo de concentración o a la de la cárcel. Muchos médicos, enfermeros y pacientes hicieron justamente esta comparación. Quien la conoció, aunque sea solo como psiquiatra o enfermero, quedó duramente marcado. El problema es hoy cómo dar testimonio de esta realidad que parece, sobre todo a los jóvenes que no la vivieron, tan lejana pero a la vez cercanísima y de la que persisten residuos diversamente consistentes. Todos los psiquiatras saben que solo la muerte de los interesados permite no ver más las huellas vivientes y las marcas de un estrago que no me parece lícito sea olvidado o negado. No me considero pesimista al usar estas palabras desconsoladas. Tampoco me es posible, por otra parte, suavizar el tono.

A menudo he verificado que hoy, por una infinidad de razones que sería demasiado largo considerar, el testimonio del exinternado es, en todo caso, conmovedor, molesto para casi todos, ya sean jóvenes apurados que no quieren saber o ancianos trabajadores de los hospitales más o menos comprometidos con el pasado que no quieren recordar. Personalmente pienso (pero se trata más de modos de sentir que de pensar) que ninguna nostalgia puede mitigar el recuerdo impactante de imágenes, personas y situaciones experimentadas en el hospital psiquiátrico. En mi caso se trataba de los manicomios de Cagliari y de Voghera en vez de Génova, pero lo sustancial no cambia. Los tonos evocativos de tipo nostálgico, con acentos líricos e intensidades patéticas e idealizadas, están presentes a veces en testimonios médicos de pluma rápida que, en habitual contacto con la realidad del manicomio, creían que podían despertar del horror preciosas esencias humanas que en realidad se encuentran en todo contexto, incluso el más degradado. Personalmente no quiero a los psiquiatras de escritorio que muestran estas esencias, que me recuerdan la vieja categoría de la “falsa conciencia”. La escritura, típico medio de la memoria que se vuelve documento, siempre me resultó insuficiente y un poco artificial como para generar descripciones realmente adecuadas a la verdad del manicomio.

Siempre advertí que cada “ficción” narrativa, aunque sensible y comprometida, traiciona fácilmente el pathos de la experiencia directa, el vértigo del desconcierto y el horror miserable de esta humanidad pululante y retirada dentro de las instalaciones médicas de la enfermedad mental. Es difícil representar, en su significado de experiencia extrema, la marginación, palabra tan maltratada. La misma palabra poética, con sus inmensas posibilidades expresivas, no me satisface, como tampoco la mejor intencionada representación fílmica de la locura en la institución. Es verdad que hay algunas excepciones y quizás pueda parecer demasiado exigente y duro. El hecho es que el manicomio no encontró todavía su Primo Levi. Quizás nos haga falta una combinación entre la mirada extraña de un antropólogo valiente que esté un poco loco, el ardor del autor de las Memorias del subsuelo combinada con la lúcida hiperestesia de Carlo Emilio Gadda para el grotesco y la desarmonía equívoca del mundo.

Quien escribe sobre el manicomio, dando voces a los contrastes y a las aporías sobre las que se funda, necesariamente termina haciendo un pastiche, un lío, un desastre, para acercarse a su objeto, afinando la verdad impactante de una experiencia viva con la verdad exigida por la escritura, poco importa si es científica o artística.

Cosimo Schinaia, testigo apasionado e indignado pero industrioso activo en los trabajos de modificación de los manicomios, produjo un áspero pastiche o parch-work y, conociéndolo, sé que no podría haber endulzado los tonos. Su libro es más que un testimonio de una realidad clínica, asistencial y humana, pasada y presente. Es también el documento que narra una transformación histórica y, además, es una crítica a la praxis médico-social de la violencia psiquiátrica, protegida todavía de consideraciones no solo éticas y humanitarias sino también técnicas. Se presenta, en fin, como una ordenada sistematicidad, como una suerte de manual y como un pequeño museo del horror. El Pesebre de Cogoleto, obra oximórica, tierna y extravagante al mismo tiempo, sirvió a Schinaia de trama argumental en la que el pesebre mismo provee las indicaciones y las paradas fundamentales. El Pesebre de los locos estructura todo el discurso y así el libro encuentra en el pesebre su ilustración o su pretexto o aquello que debe recibir una respuesta.

Este teatrito piadoso y popular −a veces rústico y pobre, a veces infantil y a veces barrocamente suntuoso− otorga a niños y adultos el espectáculo ingenuo y cautivante del nacimiento de Jesús y de la llegada del Dios niño, con su familia, al mundo humano. El misterio cristiano de la encarnación de Dios se presenta en el pesebre con proporciones humanas, ambientándolo en un paisaje y en un hábitat que es la pieza fuerte de este género de narración mimética. Aquí encontramos ilustrados muchos de los ingredientes de la vida rural y campesina: muchos oficios, las figuritas inmovilizadas en las más variadas actividades, entre campo, bosques, villas y alturas. Todo puede ser observado panorámicamente y en detalle por el espectador y no faltan pesebres móviles más o menos agradables. Niño y mundo aparecen en los pesebres bien ordenados y organizados. El Niño tiene en torno a sí un mundo natural y social equilibrado y claramente organizado, mientras todos nosotros sabemos qué larga y peligrosa es para todo niño su construcción y su real incorporación vincular en la sociedad y en la cultura. Pero en el pesebre Dios y Niño coinciden, como exige la admirable intuición mítica del cristianismo y todo, al menos al comienzo, es lo mejor.

¿Podríamos imaginar una actualización del pesebre, hacerlo actual? Quizás alguno ya lo haya hecho: sustituyendo, por ejemplo, el paisaje agreste tradicional por un ambiente moderno y metropolitano, con automóviles, trenes, cohetes espaciales, soldados con mitra y reyes magos en motocicletas. Los pintores renacentistas realizaron estos anacronismos con la máxima desenvoltura y la plena aprobación del público; y así hacen hoy algunos directores teatrales, cinematográficos u operísticos, cuando, más o menos felizmente, cubren de hábitos modernos divinidades mitológicas y personajes históricos, dando a los conquistadores romanos armas actuales, etcétera. Este intento de actualización rara vez es artísticamente eficaz, lo sabemos, pero a veces es eficacísimo para valorizar el significado de una obra remota de Sófocles, de Shakespeare o de Häendel. Por otra parte, tuvimos algún hombre de teatro que organizó su pièce poniendo en escena el lugar antiescénico por excelencia que es el manicomio: pienso en Grotowski y su acción teatral con escenas típicas de manicomio ambientadas a una distancia muy cercana al público, privado del confort seguro del palco y reducido a la posición del paciente. Pero ninguno, creo, jamás pensó ambientar la Sagrada Familia del pesebre, sustituyendo del paisaje agreste la instalación rapaz del asilo, con sus células, las habitaciones de aislamiento y las de los médicos, los espacios para el electroshock, etcétera. Pastores, campesinos y artesanos son reemplazados por médicos, enfermeros y pacientes, cada uno comprometido con su papel.

Para Navidad, en muchos manicomios italianos, como en muchos otros hospitales comunes, los enfermeros siempre preparan el árbol de Navidad y los pesebres, como hacen en sus propias casas los padres con los hijos. No había nada de extraño en esta iniciativa: ¿no era el manicomio, para muchos internados crónicos, su propia casa? Esos pobres arreglos y adornos festivos lo recordaban impíamente, siendo en definitiva un acto de simpatía y solidaridad. Pero el Pesebre del Manicomio de Cogoleto tiene mucho de distinto y decididamente inédito. En su idea y construcción metieron mano pacientes y enfermeros, en un gran juego en el que participó también un artista profesional. O sea, un pesebre para conservar, no para desarmar después de la fiesta.

Antropológicamente hablando, el pesebre puede considerarse en realidad como la expresión de una cultura y de un arte que se encuentra en las antípodas del manicomio, este no-lugar sin dioses y sin obras, sin ninguna verdadera conexión comunicativa con la cultura hegemónica de la cual el pesebre es un emblema agradable. El Pesebre de los locos rompe esta fractura y contraposición y realiza una suerte de coincidencia de opuestos, saldando, con su gesto provocativo, la Spaltung de una paranoia cultural fundadora, que separa y contrapone valor y disvalor, sano y loco, mundo y no mundo. El pesebre es una representación unificadora. Cristo quizás se detuvo en Cogoleto, como se detuvo en Éboli en la novela de Carlo Levi.2 El acto unificador podría ser el gesto inaugural de una nueva cultura imposible, donde la institución completa rompe con lo externo, convirtiéndose en una parte del mundo en vez de su secreta y escondida contrapartida. Esta yuxtaposición de contrarios que no puede coexistir solo puede concebirse en el interior del discurso artístico y en realidad se intenta en las prácticas de rehabilitación posmanicomiales de hoy. En el plano del arte se trata de un acontecimiento sublime; en el plano social, según los puntos de vista, puede tratarse del símbolo de la evangelización del bárbaro o de un atentado carnavalizador de lo sagrado. Pero evidentemente queda un hecho: la yuxtaposición un poco onírica de lo sagrado con este específico aspecto profano hace saltar en el espectador la chispa de una crítica y de una reflexión; la misma que precedió a la creación de esta yuxtaposición, no se sabe cuán burlona y cuán profanante, cuán cargada de una crítica social generalizada (el mundo de todos es un desconocido manicomio colectivo). La presencia de Génova en el panorama excluiría esta última intensión expresiva y representaría una seguridad para el espectador.

En torno a esta idea concretada de un pesebre psiquiátrico, Schinaia organizó un verdadero anti-manual de psiquiatría y, además, la historia de una realidad clínica, de una forma mentis y de un sistema de vida: el de la psiquiatría institucional, junto al esfuerzo de una transformación ideológica y práctica. Lo escribió para recordarnos la institucionalización de la violencia en psiquiatría y para denunciar una vez más pero de una forma nueva, ya sea la posibilidad de que la ciencia trabaje contra una locura inerme, ya sean las profundas razones por lo que eso sucedió en la historia de la medicina moderna y podría suceder todavía, tal vez con formas nuevas.

1 Psiquiatra y psicoanalista. Fue director de la Clínica Psiquiátrica de la Facultad de Medicina de la Universidad de Pavía y presidente de la Sociedad Psicoanalítica Italiana.

2 Levi, C. (1945). Cristo se detuvo en Éboli. Buenos Aires: Losada, 1951.

El pesebre de los locos

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