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I. EL MOVIMIENTO DE LIBERACIÓN DE LA MUJER

MARGINALIDADES DINÁMICAS

Mientras nosotras amábamos, ellos gobernaban.

Kate Millet, 1984.

Hacia 1960, el mundo era otro mundo. Estados Unidos irrumpió después de la maraña de destrucción y aniquilamiento que significó la Segunda Guerra Mundial, con el fin de perpetuarse y ejercer su dominio de potencia imperialista del planeta. Promovía desplegar su control sobre la humanidad entera. Sin embargo, ese reino de las necesidades y el consumo también fue el epicentro de la conflictividad en sus múltiples variantes. Así, desde las entrañas del capitalismo imperial se escucharon y se vivieron transformaciones de radicalidad cultural surgidas en los bordes del orden hegemónico, que, a la vez, prefiguraron nuevos modos de vida. Explosionaron como “marginalidades dinámicas”, parafraseando la sagacidad del filósofo francés Félix Guattari; fueron luchas cualitativas y paradigmáticas contra todo tipo de opresión: manifestaciones de la comunidad negra por la conquista de sus derechos civiles, de los y las estudiantes (1), las mujeres, los homosexuales, las lesbianas, junto a un poderoso movimiento antibelicista contra la guerra colonial en un país lejano como era Vietnam, conocido por sus arrozales. Esa década, tan recordada como añorada por las generaciones siguientes, quedó enmarcada por un complejo contexto histórico internacional que originó las condiciones favorables para que estas revueltas se produjesen en el momento y el lugar indicados. Eran tiempos de acelerados cambios geopolíticos que llevarían a la ruptura del sistema colonial de dominación europea.

En 1959, asomó el triunfo de la Revolución Cubana junto con la insurrección de los movimientos de las izquierdas revolucionarias y las exploraciones contraculturales, artísticas, estéticas y musicales en nuestro continente. En el instante que dura un resplandor, las rebeliones cruzaron océanos y continentes. Primaba la tentativa de subvertir el orden social y económico con planteos hostiles contra las instituciones, las normas y las jerarquías. La aparición, en 1949, de El segundo sexo, escrito por Simone de Beauvoir, cumplió su cometido. Desde ese momento, fue un anuncio irreversible de la asimetría de los roles entre ambos sexos.

Dentro de esa coyuntura turbulenta, se acuñó el término “revolución sexual”, que invitaba al varón y a la mujer a experimentar los placeres por fuera de la coalición matrimonio-amor-maternidad, aunque de ningún modo surgieron nuevas coaliciones que compitiesen con las tradicionales o que se hubiesen arrogado sobre aquellas ciertas prioridades. En esta ambicionada “emancipación de las costumbres”, el amor libre, sin límites de edad, fue un componente fundamental para la conquista de una transformación radical dirigida contra el sistema en su conjunto. Pese a ello y a los efectos logrados por la liberación sexual, aunque proliferaban las fiestas de sexo grupal, el nudismo, las exhibiciones de arte erótico y la nuevos rumbos de exploración del cuerpo, la arraigada institución del matrimonio monogámico heterosexual no perdía vigencia.

A la hora de hablar y pensar sobre los modos amatorios de la época, se elaboraron informes científicos que proponían liberar a las personas de la represión coactiva que adaptaba e integraba los cuerpos a un régimen regulatorio dominante. Tanto el pensamiento de Wilhelm Reich como el de Herbert Marcuse repercutieron en este torbellino de reivindicaciones rupturistas. Ambos, con sus teorías, aportaron a la emergencia de los movimientos antisistémicos más emblemáticos de la época. En ellos jugaba un mismo interés por reflexionar en torno a la categoría de familia. Por ejemplo, para Reich, en su libro La revolución sexual, de 1936, esa entidad se erigía como una “fábrica de ideologías autoritarias y estructuras mentales basadas en prohibiciones y en prejuicios”. (2) Y al ser sustento indispensable del capitalismo, resultaba imprescindible su disolución. Por lo tanto, este pensador pionero consideraba: “La reforma sexual conservadora ha cometido siempre el error de no realizar concretamente el derecho de la mujer sobre su propio cuerpo, de no plantear y defender de modo neto y claro a la mujer como ser sexual que es, al menos en tanto que madre. Ha contado demasiado, por otra parte, en su política sexual, con la función de reproducción, en lugar de abolir de una vez por todas la identificación reaccionaria entre sexualidad y reproducción”. (3)

La familia jurídica, la consagración religiosa y civil de la unión conyugal, la doble moral, la castidad, el sometimiento de la mujer por el varón, la fidelidad y la durabilidad de la relación representaban serias trabas para un nuevo patrón, basado en el amor o en la unión libre. Solamente las pasiones y los deseos sin ningún tipo de frenos provocarían las condiciones necesarias para deponer el compromiso formal. En este punto Reich proponía ultimar tanto al matrimonio monogámico como a la familia nuclear, al ser considerados instituciones claves del patriarcado por sus implicancias autoritarias, que presionaban a favor de una moral conyugal restrictiva que incluía la pena contra el aborto. En caso de legalizarlo tanto para mujeres casadas como solteras, traería consigo una incitación a una vida sexual desenfrenada y, por lo tanto, el reconocimiento de las relaciones extramatrimoniales.

Frente a tantas propuestas que impugnaban lo instituido, albergadas por los dorados años 60 con su prometida “liberación”, la lucha por la legalidad del aborto estuvo desvinculada de esa revolución sexual promovida por Marcuse, celebrado como “padre de la nueva izquierda mundial”. Mientras tanto, el amor libre siguió su ruta y fue asociado con la contracultura comunitarista, el ecologismo, el festival de rock y artes de Woodstock, la generación beat y el hippismo. Como respuesta a las transformaciones económicas y laborales, luego de la Segunda Guerra Mundial en Europa –y en la que Estados Unidos tuvo un rol insoslayable–, cuando parecía que había sido sepultado, el feminismo hizo oír su voz al colocarse dentro del marco de estas luchas. Más aún, fue pionero por su necesidad imperativa de instalar en el debate político la noción de la diferencia sexual entre las personas.

A primera vista, tal coyuntura histórica implicó la expansión del crecimiento económico que provocaría una entrada masiva de las mujeres al mercado formal de trabajo, sin perder de vista su avanzado ingreso y egreso de la universidad. (4) Ambas variables configuraron el telón de fondo del impresionante renacer del movimiento feminista, que se sumó a las luchas contra todo tipo de opresión. En realidad, su retorno sería inexplicable sin el desarrollo de tales acontecimientos en el capitalismo central.

En este contexto, como un conejo de la galera surgió el Movimiento de Liberación de la Mujer (MLM), conocido también con la abreviatura coloquial Women’s Lib con la que se hizo popular. Marysa Navarro recuerda que recién en la década del 80 fue bautizado Feminismo de la Segunda Ola. (5) Eso sí, arremetió con una pujanza arrolladora en las monumentales urbes del país del Norte, con una peculiaridad poco registrada: allí, algunos grupos de científicos husmearon en el velado mundo de las sexualidades cuando todavía el filósofo Michel Foucault no era una figura de renombre ni había publicado su Historia de la sexualidad.

Cabría recordar el tan mentado informe elaborado por Alfred Kinsey y Wardell Pomero, el resultado de un estudio publicado en dos monumentales tomos: Comportamiento sexual del hombre, en 1948, y Comportamiento sexual de la mujer, en 1953. Sus conclusiones pusieron en cuestión los tabúes que inhibían hasta entonces a la población estadounidense respecto de sus vidas sexuales y eróticas. Luego, en 1966, apareció La respuesta sexual humana, de William Masters y Virginia E. Johnson, investigación referida a la morfología y el funcionamiento del aparato sexual masculino y femenino. Estos trabajos, aclamados como una significativa contribución a favor de la ola de cambios, omitieron referencias en torno a la ilegalidad del aborto y sus secuelas. Quizás en aquellos tiempos no lo concebían como parte constitutiva de la sexualidad. Sin duda, semejante desatención predijo los límites de lo que se entendía como pasible de ser investigado. De todos modos, se iniciaba así la lista de best-sellers de una disciplina que, de modo particular producía desvelo: la sexología.

ANTICONCEPTIVOS PARA NO ABORTAR

A partir de los años 60, emergió una acentuada preocupación por la explosión demográfica y una puesta en marcha de políticas de control de la natalidad. La aparición de la píldora anticonceptiva, su comercialización y su uso se generalizaron durante los inicios de esa década, en Estados Unidos. Estaba destinada especialmente a las señoras casadas, amas de casa y con un número suficiente de hijos, más que a las solteras tentadas por incursionar en aventuras amorosas. En sus comienzos, la píldora era recetada previa presentación de la libreta de matrimonio. Pese a ese obstáculo, por cierto, representaba “el mal menor” frente la complicación del aborto ilegal, la numerosa cadena de partos y el infanticidio.

Fue así que la planificación familiar, que implicaba el empleo intencional de nuevas tecnologías anticonceptivas, comenzó a pensarse como la alternativa más rápida y efectiva para un esperable impacto sobre el descenso de la fecundidad: las mujeres emprendieron el uso de la anticoncepción oral, la colocación de dispositivos intrauterinos y también fueron sometidas a las esterilizaciones quirúrgicas masivas de manera involuntaria, en especial, en los países del Tercer Mundo.

Las investigaciones científicas comprometidas con la pastilla oral no mostraban su descubrimiento como una consecuencia directa de la revolución sexual sino que había un interés biopolítico para su desarrollo. De ese modo, surgieron organismos filantrópicos y académicos abocados a cuestiones demográficas que luego incentivaron un movimiento mundial de programas de planificación familiar. Reglamentaban así a poblaciones completas teniendo en cuenta su tamaño, crecimiento y movilidades, con métodos que se difundían a través de dichas asociaciones internacionales y de los organismos estatales.

En líneas generales, estaban apoyados por los países centrales y dirigidos a las regiones empobrecidas de los continentes ricos en recursos naturales. El clima de recelo con respecto a la pastilla prosiguió su rumbo cuando se hizo público que los testeos implementados por los laboratorios norteamericanos se llevaban a cabo en poblaciones pobres y con la comunidad negra en Harlem, Estados Unidos. Por ejemplo, las primeras pruebas se centraron en la población femenina de Puerto Rico, México o Haití y también en pacientes de hospitales psiquiátricos. De ahí que destacadas voces feministas advirtieran sobre su uso como herramienta de intervención sobre el cuerpo de las mujeres, utilizada principalmente por esos mismos movimientos de control de la población. Incluso, apareció el resquemor a la hora de reivindicar el uso de la píldora oral por más que fuese el primer método contraconceptivo que suministraba una independencia plena a las heterosexuales lejos de la aprobación masculina. Ante la situación de dar su consentimiento pesó más en ellas saber que se empleaba a las mujeres como conejillos de Indias. Si bien el nuevo anticonceptivo encarnaba el símbolo de la liberación porque proporcionaba el control de la fecundidad, también esa potencial libertad gritada a los cuatro vientos se ligaba estrechamente con la condición de raza, clase y etnia de las propias consumidoras. Al representar una herramienta al servicio del imperialismo estadounidense, impedía verlo como una promesa alentadora.

En 1963, la británica Juliet Mitchell pronosticó –en el mismo instante en que la píldora hacía su debut– que repetía fielmente la desigualdad sexual de Occidente. (6) Mientras, se cuestionaba duramente a las instituciones extranjeras de origen estadounidense, volcadas a regular la población con el suministro de contraceptivos para mitigar el problema demográfico en América Latina. Pese al listado de denuncias que brotaban de las propias filas feministas, esos organismos disponían también otras acciones a cumplir y procuraban dar atención a las demandas de las parejas, en especial a las mujeres, en relación con el control de su fecundidad. (7)

De todas maneras, más allá y más acá de la condición económica y del estado civil de las mujeres, los nuevos métodos anunciaron a las heterosexuales la posibilidad de quebrar su destino de inexorables procreadoras, orientándolas cada vez más hacia una maternidad elegida. De un modo u otro, se les presentaba la ocasión de escoger en primera persona entre el placer y la fecundación, por fuera del arbitrio masculino y biológico. Según la investigadora Ágata Ignaciuk: “El impacto de la píldora fue enorme: al augurar una plena eficacia en prevenir el embarazo cambió los estándares de la anticoncepción en general. A la vez, contribuyó al desarrollo de nuevas formas de medicina preventiva, dado que su uso demandaba visitas médicas regulares. Precisamente, esta necesidad de seguimiento médico fue el factor decisivo para la incorporación de la planificación familiar a la medicina institucional”. (8)

Hasta ese entonces, las formas más difundidas para evitar una gestación pasaban por el uso del condón, el diafragma, el DIU, el coitus interruptus, la abstinencia periódica y, asimismo, las esterilizaciones quirúrgicas y el aborto clandestino. Se incluía la práctica abortiva como parte de la anticoncepción. La trascendencia de los saberes científicos sobre el embarazo y la fertilidad separaron la anticoncepción del aborto. Hubo voces que lo sostuvieron; por ejemplo, la ensayista Germaine Greer: “Dada la frecuencia con que muchos métodos anticonceptivos solo pueden calificarse como abortos disimulados, es justo considerar al aborto como una extensión de dichos métodos”. (9) Tal presupuesto no cayó en balde roto. Pese al paso de los años, la jurista italiana Giulia Galeotti profundizó ese legado cuando apuntó “que el aborto ha sido una realidad siempre existente y como en todas las grandes cuestiones resulta difícil escribir al respecto la palabra fin”. (10)

En relación al preservativo, se lo desplazó por estas nuevas técnicas de control de la fecundación. Anteriormente, se los extraía de las máquinas automáticas en los baños públicos masculinos, cuando las enfermedades venéreas preocupaban a las capas medias por su masividad, en consonancia con el consumo continuo de la prostitución femenina. El sexo comercial permitió, por un lado, preservar la virginidad de las futuras cónyuges y, por otro, explorar todo lo que un matrimonio no podía contener.

En una rápida apreciación, el mundo de las alcobas recorrió un camino sinuoso pero aún “tironeado” entre lo viejo por morir y lo nuevo por nacer. Se presentaron serias dificultades para el acceso a la anticoncepción moderna, las más de las veces difundida de boca en boca sin una información apropiada: olvidos en cuanto a mantener una regularidad en su consumo, posibles riesgos para la salud y, además, en ese momento un bien destinado para un grupo social reducido. La idea de que el cuidado por el embarazo o de los posibles efectos secundarios de la anticoncepción quedaba bajo la competencia de las mujeres adquirió un significado sin vuelta atrás. No cabe duda de que liberó a los hombres de su rol tradicional en el empleo del preservativo, a salvo de que se propiciasen políticas referidas a la sexualidad y la reproducción también para ellos. Al parecer, la mujer asumía completamente la responsabilidad de dicha decisión, resolvía sola como si fuera una carga que debía sostener por fuera de la pareja.

En cambio, la posibilidad de prevenir un embarazo encaminó una serie de cambios sociales, por la mayor libertad de las mujeres para decidir en el mercado laboral, en el matrimonio o respecto de la propia experiencia materna. Si retomamos a Ágata Ignaciuk, aparece una contundente afirmación: “No parece exagerado relacionar el lanzamiento de la píldora con el nacimiento de la Segunda Ola del Feminismo como un movimiento masivo”. (11) Fue en esa dirección que la historiadora estadounidense Linda Gordon aseguró con tanto criterio que la historia de la anticoncepción era una clave fundamental para comprender la historia de la emancipación femenina y, además, la historia de las transformaciones de los roles de géneros en la sociedad industrial. (12) Sustraer su sexualidad a la dominación masculina implicaba, entre otras cosas, pelear por la anticoncepción y el aborto.

EFECTOS INDESEADOS

Durante los años 60, las mujeres que se embarcaban en una vida sexual sin ataduras y requerían de una protección anticonceptiva comprobaban que los métodos del momento eran todos, de alguna manera, incómodos e ineficaces. Por ejemplo, el preservativo masculino no les resultaba demasiado atrayente por estar asociado con los prostíbulos, las aventuras pasajeras y las enfermedades. Además, para que fuese eficaz se debían adoptar precauciones para evitar su rotura y el convencimiento constante de emplearlo sin concesiones. Mientras, el diafragma debía usarse de manera combinada con cremas espermicidas con la exigencia de aprender a colocarlo en el lugar correcto. En cuanto al Dispositivo Intrauterino (DIU), en la mayoría de los casos no era bien tolerado y en ocasiones expulsado por el cuerpo.

No todo se mostraba con la eficiencia esperada. Quedaba pendiente solucionar los fracasos, es decir, los embarazos involuntarios cuando el método no funcionaba correctamente. De alguna manera, la píldora resultó ser la práctica más adecuada, aunque habría que recordar: no todo lo que reluce es oro. Volviendo al relato de Greer, el uso de las pastillas implicaba correr ciertos riesgos: “Su efecto secundario es el problema del cáncer. Exige extensos estudios que hasta ahora no se han realizado. Su problema es que simplemente no sabemos cuál es la verdadera situación”. (13) Para esta autora, aún no asomaban a la palestra elementos de juicio claros y los pocos que circulaban no eran tranquilizadores. Entre ellos, los derivados de la investigación de las compañías farmacéuticas como así también la resistencia de dichas corporaciones a actuar sobre la base de sus comprobaciones. Por último, Greer llegaba a conclusiones escépticas pero no por eso alejadas de la realidad: “Deshacerse de la píldora sería útil para las mujeres si adquiriesen la certeza de que existen otros métodos a su alcance e igualmente eficaces”. (14) Una de las dudas partía del alto costo de su venta y del control que ejercían los dispositivos médicos para recetarlas a las solteras.

Por otro lado, su advenimiento promovió consideraciones agraviantes y discriminatorias no solo por parte de las prédicas religiosas sino también de las instituciones estatales. Se pensaba que su consumo volcaría a las jóvenes modernas a una masculinización como producto de no querer fecundar. Además, su sexualidad se tornaría más activa y desenfrenada. Esos mismos razonamientos se repetían para el aborto libre frente a la preocupación de que su práctica se convirtiese en una costumbre de vida, una moda. Al menos así lo anticipaban los médicos soviéticos en los años 30 al sostener argumentos que competían cuerpo a cuerpo con la ortodoxia católica. Para ellos, “el motivo esencial del crecimiento en el número de abortos no era la penuria económica entre las mujeres sino la prueba de que ante todo desean el placer sexual, independientemente de la procreación”. (15)

En cuanto a los varones, con respecto a la anticoncepción oral se presumía que vivirían en una especie de laissez faire, laissez passer constante al desligarse de todo tipo de responsabilidad paterna y matrimonial. Así, sus detractores se empeñaron en declarar una batalla contra el control de la natalidad por restringir la función primaria y única de la mujer: la procreación; al tiempo que se alertaba sobre sus efectos negativos y devastadores en la familia y en la pareja.

Mientras tanto, la controvertida escritora y periodista londinense Erin Pizzey impugnó con la misma hostilidad tanto el uso de la píldora como de la práctica abortiva al considerar que los hombres, liberados de cualquier limitación, exigirían relaciones sexuales a la medida de sus deseos. Presumiblemente, muchos de ellos se desentenderían de toda consecuencia previsible y darían la espalda a cualquier tipo de compromiso por miedo a la responsabilidad que podría implicarles durante el resto de sus vidas. Además, para esta autora, Londres se había convertido “en la capital mundial del aborto y alcanzaba los niveles más elevados de partos de adolescentes de todo Occidente”. (16)

Aunque con la pastilla no se corría peligro de muerte o amenaza concreta de presidio como con el aborto ilegal, lo mismo se mantenía dicha práctica difundida puertas adentro y, a la vez, clandestina de puertas afuera. Por lo tanto, en la cotidianidad las mujeres hablaban del aborto entre ellas mientras era castigado en el orden público. En cuanto a la nueva anticoncepción, en sus comienzos, al estar destinada a una minoría con privilegios, además de la exigencia de un compromiso regular de consumo atentaba contra su aceptación generalizada; más allá de saber que de ningún modo aseguraba evitar una posible preñez. El aborto significaba lo opuesto, es decir, una solución frente al hecho consumado. Así, se convirtió en el medio más eficaz para concluir con un embarazo no deseado en la medida en que hubiera certeza de no exponer la vida o de ir presa.

Otro dato para no soslayar: en los años 60 existían generaciones precedentes de mujeres que habían abortado y que, de alguna manera, lo verbalizaban dentro de su entorno íntimo. En líneas generales, su acogida era cuasi familiar. En cambio, la anticoncepción oral carecía de trayectoria en cuanto a comportamientos reproductivos. Y como todo lo nuevo, por un lado generaba incertidumbre y, por el otro, se ignoraban sus efectos potenciales. Las pastillas aún requerían de mejoras técnicas adicionales. Además, había dificultad en el acceso y la poca información que circulaba no era tranquilizadora. Por lo tanto, este método anticonceptivo, como fue comprobado años más tarde, si bien resolvía con ardides el desgraciado final tan temido por parte de las abortantes, tenía secuelas a largo plazo que provocaban serias complicaciones. No obstante, a las mujeres se les presentaba la ocasión de escoger en primera persona entre un método conocido y otro por conocer. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa puede leerse en esos lemas provocativos de la época: “Un hijo, si quiero y cuando quiera” o “Dueñas de nuestros vientres” que no sea la reapropiación de su sexualidad y de su función reproductora?, pregunta ingeniosa, por cierto, que se hicieron Georges Duby y Michelle Perrot en la sólida producción intelectual de cinco tomos titulada Historia de las mujeres. (17)

CRITICONAS CON GANAS

En estos días, poco faltaba para que en los países de Occidente un nuevo ícono en germen se asentara, adquiriese temple y triunfase: el ideal de la “mujer moderna”. Autónoma, rebelde, liberada eran algunos de los tantos epítetos que armaron sentido común acerca de las mujeres de esta generación. De este modo, el impulso del naciente modelo instaló una nueva óptica de las relaciones entre ambos sexos, entre padres e hijos y demás vínculos familiares. Las palabras de la periodista Gabriela Courrèges confirman este proceso: “La idea de realización personal se asoció con las posibilidades que ellas habían adquirido con su autonomía económica y desarrollo laboral, entendido este último como propuesta gratificante y no como una oposición a la estructura socioeconómica, o a los mandatos culturales”. (18)

En 1963 hubo un indicador de que algo nuevo salía del cascarón: comenzó a circular la obra La mística femenina, de Betty Friedan. (19) Innumerables voces coincidieron en que este texto había contribuido a darle forma al malestar de miles de mujeres de mediana edad, clase media, casadas y con hijos. Rápidamente, se convirtió en el libro más vendido y seguido apasionadamente por grupos del MLM en más de cien ciudades del país. En poco tiempo un millón y medio de norteamericanas lo leyeron sin pausa aunque tal experiencia de domesticidad no se circunscribía tan solo a Estados Unidos, sino que se imprimió como una marca de época en esa nueva fase del capitalismo: el consumo en masa de bienes y servicios, la prosperidad y los descubrimientos tecnológicos.

Friedan había dado en el clavo: descubrió el problema que no tiene nombre, el tedio y la insatisfacción de esas mujeres de posguerra secuestradas por el confort doméstico, sin otra mira más que la vida familiar y la cotidianidad hogareña. Si bien esta autora logró encontrar respuestas a la serie de incomodidades de sus congéneres en el cumplimiento de los roles claves y protagónicos del reino del hogar, no obstante no pudo registrar otras incomodidades también procedentes de la esfera íntima, como los límites de una maternidad no deseada. Tanto la anticoncepción como la práctica abortiva no asomaron en su contrapunto entre una realidad idealizada y la vida de sus pares. Probablemente, la pertenencia política e ideológica de la autora jugó en contra o, quizá, resultaba prematuro escupir tantas verdades sin freno alguno. Incluso, podría pensarse que en este inicio del resurgir del movimiento de mujeres, el aborto era considerado un tema controvertido y tampoco se había instalado un debate público respecto de su ilegalidad.

Por caso, en el interior de la mayor agrupación feminista de ese entonces, como fue la Organización Nacional de la Mujer (NOW), se planteaban desacuerdos –en un primer momento– en torno a la cuestión del aborto hasta que decidieron ingresarlo en la cartografía de sus demandas junto con el pedido de guarderías infantiles subvencionadas por el gobierno para los hijos de las trabajadoras. (20) En una época en la que todo estaba por hacerse, los rasgos más preocupantes se relacionaban con la reestructuración de lo doméstico y familiar como así también con la paridad económica y laboral para asimilar derechos entre hombres y mujeres. Por una u otra razón, a La mística femenina le faltó una pata para que su descripción alcanzara a evidenciar las pesadumbres del ideal regulatorio del amor romántico y la maternidad obligada.

Con este tembladeral climático desatado en poco tiempo, otras feministas, con sus voces y sus cuerpos llamaron la atención de la supremacía masculina y sus dispositivos biopolíticos para normalizar y reforzar la subordinación femenina y, por ende, su exclusión. La rebeldía no estallaba solo por su estado cívico sino que impugnaba el manifiesto dominio de los hombres, el tono protector que tendía a mantenerlas sumisas y empequeñecidas mientras ellas se sentían prisioneras y objeto sexual para el copular viril.

En 1964, un pequeño grupo de mujeres que activaba en organizaciones estudiantiles como el Comité de Coordinación Estudiantes No Violento (SNCC) o en Estudiantes por una Sociedad Democrática (SDS), por ejemplo, comenzaron a plantear fuertes cuestionamientos por las pugnas que se presentaban entre ambos sexos en el interior de dichos frentes. Fue así que, con una audacia inusitada, ellas presentaron un documento titulado “Posición de la mujer en los grupos de estudiantes”. (21)

Años más tarde, en 1969, el Comité de Movilización Estudiantil organizó un acto en Washington DC para manifestar su apoyo a todas las luchas que estaban alcanzando algún tipo de victoria en ese entonces .(22) Así, pasaron lista a su desenvuelto compromiso contra la guerra de Vietnam, la conquista de los derechos civiles de la comunidad negra, entre otros, pero se olvidaron de nombrar y, por consiguiente, de solidarizarse, con el MLM. De inmediato, desde las gradas, un grupo de feministas indignadas hasta rabiar increpó al orador por no haberlas incluido en su discurso. Con los pelos de punta, una de ellas tomó la palabra. Y este fue el resultado: “Nuestra presentación comenzó con la lectura de un documento a favor del movimiento de las mujeres. Algunos hombres entre el público nos abuchearon, se rieron e iniciaron una rechifla. Para acallar vociferaron ‘Llevátela de la plataforma a la cama’. Los organizadores, en vez de pedir silencio a los alborotados, nos hicieron abandonar el tablado rápidamente”. (23)

Más que una humorada machista esa expresión tenía su seriedad y culminaría en un grito de guerra en el momento en que las activistas feministas expresaban sus propios proyectos políticos para elegir nuevos caminos. Entonces Shulamith Firestone, una activista y pensadora radical clave del MLM, junto con otras compañeras, lanzaron en Nueva York la Declaración del Grupo pro Liberación Femenina. Fue una clara respuesta a la postura de los militantes marxistas tanto blancos como negros que se sentían orgullosos de su chauvinismo. (24) Una gesta provocadora para colocar en primerísimo lugar el interés de las activistas feministas por encima de los logros anticapitalistas y antiimperialistas de las izquierdas radicales, dominadas por los hombres. Su mentora, con una lucidez sorprendente, presagiaba el anuncio de un suceso futuro: “Los hombres radicales tienen una posición de poder que no abandonarán hasta que tengan que hacerlo”. (25)

Fue uno de los tantos comienzos del activismo feminista, al comprobar su propia opresión dentro de los espacios compartidos con los varones y ello llevó a elaborar iniciativas hacia dentro y hacia fuera de sus entornos. Hoy, al revisar sus punteos, no se puede menos que pensar que su auditorio se componía mayoritariamente de mujeres blancas, heterosexuales, y de los sectores medios profesionales. Por todas estas razones, y muchas otras más que aún no son reveladas, las feministas blancas de Estados Unidos estuvieron urgidas por crear nuevas colectividades de lucha política compuestas solo por mujeres, en la medida en que en el interior de las organizaciones comprometidas con la justicia social –como eran los frentes anticapitalistas o los partidos políticos de las izquierdas–, las activistas continuaban siendo el “segundo sexo”.

A medida que se removían las capas de pintura del friso, se acrecentaba la virulencia de las mujeres contra los comportamientos de los varones, ya como compañeros de lucha, de cama, o de lo que fuera. En primer lugar, comenzó su destrono a partir del fastidio que provocaban ciertas costumbres masculinas derivadas del mundo de lo privado que recalaron en lo público. En especial, se hacía gala de autoridad y jactancia del saber mientras se desestimaba la toma de decisión o de la palabra por parte de sus compañeras dentro de las organizaciones políticas mixtas. Ser tratadas como “menores de edad”, al igual que en la vida íntima y hogareña, en un espacio afín para ambos, generó disturbios de todo tipo.

La expulsión fue la vía imprescindible, pero en vez de irse ellos se fueron ellas y armaron “rancho aparte”. El éxodo en masa de las organizaciones políticas y de los movimientos sociales fue una muestra de lo experimentado. Esas instituciones jerárquicas, con discursos monolíticos y pensamientos seniles, no permitían desplegar sus propias visiones. Y además, sus compañeros de lucha y de ruta dejaron de ser sus aliados estratégicos desde el momento en que no deseaban el mismo tipo de rebelión que ellas: las microrrevoluciones. En un santiamén, una pléyade de activistas formadas en las calles, en las fábricas y en las universidades se incorporó a la vida de las agrupaciones feministas. En fin: en vez de seguir reclamando por ser reconocidas, se corrieron de las filas partidarias para generar sus cuartos propios. Entonces adoptaron una actitud basada en la autonomía sexual que denunciaba vigorosamente el sexismo masculino. Y como quien no quiere la cosa, esta corriente del feminismo radical colocó en claro cuáles eran sus propios malestares y también los ajenos. Por lo tanto, decidieron hacer un giro en el orden de prioridades. Primero, centraron sus declaraciones en la opresión de las mujeres. Después, se independizaron de los objetivos de los hombres del campo de la izquierda radical. Los acontecimientos posteriores confirmaron que la elección del corrimiento había sido la correcta. De allí que el MLM se haya nutrido, básicamente, de las experiencias y trayectorias de todas las que rompieron lazos con esas estructuras vetustas y egoístas propias de una vieja dama indigna.

LA POLÍTICA SEXUAL

En tanto, la escritora y activista feminista Kate Millet, egresada de la Universidad de Oxford, proponía como estrategia del activismo desconfiar de las reformas legales y rechazar lo establecido por la sola fuerza de la costumbre. De esta manera, ella exclamaba a los cuatro vientos que se iniciaba un nuevo movimiento y se acababan milenios de opresión. Previsiblemente, la agitación permitió el autorreconocimiento de las mujeres blancas como grupo y la consolidación de su identidad colectiva. Ahora bien: la generación de las casadas, a la que Friedan le hablaba, se cruzó con las que luchaban contra la guerra imperial, más las estudiantas que hacían lo suyo. Para la escritora Nancy Caro Hollander, representaba una protesta con un alto protagonismo juvenil que impulsaba innovaciones en torno a los usos y prácticas cotidianas. Y esa franja, junto con la de las docentes de universidades públicas y privadas, encarnó las voces provocadoras para desnudar lo que Hollander denominó “el modelo categórico del sexismo”. (26)

Con la precipitación de las urgencias políticas debida a la radicalidad de la población negra que bregaba por sus derechos civiles, las integrantes del Women’s Lib entendieron su propia discriminación al compararla con el fenómeno del racismo. Así, ellas descubrieron sus semejanzas con aquella comunidad impunemente discriminada porque ambas encarnaban los estereotipos de inferioridad e irracionalidad desde la mirada hegemónica. Identificación que se ampliaba a otros grupos oprimidos del mundo. A ello se sumó la resistencia contra la guerra en Vietnam que impulsó a las jóvenes, a la par de los varones, a usurpar las calles de Nueva York, Chicago, Washington y San Francisco, bajo la emblemática consigna que trascendió hasta el presente: “Hagamos el amor, no la guerra”, tal como lo recuerda Marysa Navarro (27).

En esa dirección va el testimonio de la ensayista Margaret Randall, quien sostenía que “las mujeres han sido esenciales en las acciones más radicales antibelicistas: quemaban los archivos de reclutamiento del ejército, destruían las credenciales electorales para impugnar al sistema político, repudiaban el sufragio bajo la consigna ‘devolvamos el voto’; sostenían huelgas de hambre en prisión hasta llegar a inmolarse, todos eran gestos de desobediencia civil”. (28)

Entre tantas expresiones de lucha por la liberación de las mujeres existía una gran cantidad de facciones que incorporaban diversas corrientes de acción y pensamiento. En consecuencia, hacia el inicio de los años 70, el MLM exhibía una complejidad cada vez más acentuada a raíz de la puesta en marcha de fines y métodos heterogéneos. Sirve la voz de la filósofa Simone de Beauvoir en una entrevista titulada “El segundo sexo, 25 años después”, realizada por el escritor estadounidense John Gerassi. En ella analizaba las razones por las que Estados Unidos se había convertido en el epicentro del movimiento feminista desde los años 60 en adelante: “Como eran muy difundidas las innovaciones tecnológicas, las mujeres no escaparon a sus influencias. Por eso fue natural que el movimiento feminista tuviese su mayor ímpetu en el corazón del capitalismo imperial, aunque ese ímpetu hubiera sido estrictamente económico, esto es la reivindicación por salarios iguales a trabajos iguales. Pero fue dentro del movimiento antiimperialista donde la verdadera conciencia feminista se desenvolvió. Tanto en el movimiento contra la Guerra de Vietnam por parte de Estados Unidos como, después, en la rebelión de 1968 en Francia y en otros países europeos, las mujeres comenzaron a hacer sentir su poder”. (29) De acuerdo con Simone, ellas entendieron que el capitalismo llevaba necesariamente a la dominación de los pueblos pobres en todo el mundo; así, millares de mujeres comenzaron a adherir a la lucha de clases, aun cuando no aceptaban el término y sus alcances dogmáticos.

De esta manera, se transformaron en activistas, con protagonismo en las marchas, las campañas, los grupos clandestinos y la militancia de izquierda. Es decir, lucharon a la par por un futuro sin explotaciones ni alienaciones. Sin embargo, en esas organizaciones a las que se habían incorporado reproducían lo que en la sociedad intentaban combatir: ser encasilladas como el segundo sexo.

Entre tanto las activistas de los partidos que integraban el movimiento de la Nueva Izquierda, New Left, con un cariz antiestatista y muy afín al socialismo libertario, promovían un feminismo más heterodoxo y plural, justamente al cruzar la condición de clase con la raza y la etnia. Tal fue el caso de la socióloga Marlene Dixon, que resaltaba las transformaciones que se produjeron con la luminosidad de un rayo, al contagiarse de ese fermento que estalló entre los estratos más bajos de la sociedad: los negros, los latinoamericanos, los indios y los blancos pobres. Así, cada grupo descubrió la naturaleza de su opresión dentro de la sociedad norteamericana. Entonces Dixon planteaba: “Las mujeres desean saciar su sed de vida libre y plenamente humana. El resultado es el crecimiento de un nuevo movimiento femenino que abarca mujeres pobres, negras y blancas, trabajadoras explotadas, clase media, aprisionadas en las casas soñadas, estudiantes y mujeres militantes que descubren, en el seno de los movimientos de liberación, que ellas no son libres”. (30)

En esa dirección, la periodista y escritora Mildred Adams Kenyon formuló un pensamiento que procedía de otra vertiente en cuanto a la diversidad del MLM, ya que “consideraba necesario que la extrema izquierda del movimiento se proclamara abiertamente lésbica y, por ende, desconocía la igualdad entre los sexos en la medida en que el varón siempre iba a concentrar el dominio del poder”. (31) Así como venía la cosa, esa rebelión desafiante que protagonizaban las mujeres se equiparó con la revuelta de Stonewall, en 1969, en Nueva York, en la que los homosexuales dieron paso a una efervescencia activista por su propia liberación. Al ritmo de la lucha se volvieron a encontrar codo a codo las feministas y las minorías sexuales al compartir juntos inagotables acciones públicas que apuntaron al reclamo por la igualdad de derechos y de oportunidades.

ABORTOS Y ALGO MÁS

A fines de la década de 1960, gran parte de las reivindicaciones reclamadas por estas precursoras se fueron alejando de la tradicional demanda de igualdad entre sexos y sus críticas se ampliaron a todos los aspectos de la vida: la cotidiana, la sexual, el mundo conyugal y familiar. Entonces, las propuestas del MLM partían de situaciones concretas vividas también por mujeres anónimas y sin voces protagónicas, atravesadas por una constante tensión entre la incertidumbre y la adversidad. Aquellas militantes relacionadas con las formas clásicas del debate político se corrieron para dar paso a un enfoque de autonomía sexual que denunciaba enérgicamente el sexismo en la esfera de lo privado.

En el listado de reclamos de los grupos feministas radicales, la exigencia de la interrupción voluntaria del embarazo se mantuvo invariable y, a la vez, dichos requerimientos se enlazaron entre sí sin un orden jerárquico que plantease la importancia o primacía de uno sobre el otro. De este modo se acompañaba con peticiones de guarderías gratuitas, centros de cuidados infantiles y subsidios para las madres trabajadoras. Contrariamente a lo que ocurre hoy, no se suscitaban divergencias entre el reclamo de no parir y el deseo de maternidad. Tampoco los tiempos sonaban propicios para que el tema del aborto promoviera un territorio propio de especificidad teórica. Mejor aún, su práctica era frecuente y aceptada como una parte más de la vida reproductiva de las mujeres.

Quien sí disponía del poder de trasladarlo a la esfera política era el dispositivo médico, ya que se consideraba al aborto una cuestión de salud pública o demográfica; durante años el conocimiento técnico había quedado concentrado en sus manos. Ahora bien, ¿qué razones hubo para que el pedido del aborto saliese de la propiedad de algunos especialistas de la salud y se transformase en un tema privativo de las mujeres? La consagrada politóloga Rosalind Petchesky explica el salto que permitió el pase de manos de unos hacia otras por una confluencia de variables.(32) Por un lado, el denodado activismo de las feministas que contribuyó a politizar el debate sobre las políticas de planificación familiar; por el otro, los cambios provocados por los avances y la movilidad social de las mujeres en cuanto a obtener logros claves con respecto al ingreso en el mercado de trabajo y a la educación universitaria; también, a las innovaciones en el orden amoroso y familiar.

Los esfuerzos iniciales del activismo estuvieron a cargo de grupos de profesionales, tales como funcionarios y funcionarias de la salud, médicos y médicas reconocidos, demógrafos, demógrafas, abogados y abogadas que enfocaban el aborto como una cuestión de salud institucional. Sus discursos y métodos resultaban infranqueables. En cuanto al movimiento feminista, su situación era más compleja por las tensiones que abrigaba en su interior. Al respecto, Petchesky describe: “Frecuentemente, los grupos más radicales se oponían a ejercer presiones moderadas y elegían realizar actividades más abiertas y de confrontación, como manifestaciones y reuniones, enfatizando la exigencia del acceso concreto al aborto. Una de sus iniciativas proponía aborto gratuito a petición, en tanto que los grupos más liberales hablaban del derecho legal a elegir”. (33) Por lo tanto, se podría considerar que el esfuerzo por visibilizar la clandestinidad del aborto estuvo básicamente entrelazado con los intereses de las activistas feministas radicalizadas y el apoyo de ciertos grupos médicos y de algunos sectores religiosos.

En un otoño soleado de 1967, hizo su debut la colectiva Mujeres Radicales de Nueva York (NYRW). En palabras de María Arias, “este grupo estaba identificado como el más ofensivo dentro del movimiento feminista estadounidense al ser la punta de lanza en la cuestión del aborto legal”. (34) Por la fuerza de su agitación, resistió dos años más.

Sus integrantes provenían de la Nueva Izquierda, de la lucha por los derechos civiles de la comunidad negra y contra la guerra de Vietnam, razones por las que habían organizado, y con éxito, movilizaciones multitudinarias. La fundaron la reconocida Shulamith Firestone junto a Pam Allem, Carol Hanisch, Rose Morgan, Sarachild Kathie, Ros Baxandall, Patricia Mainardi, Ellen Willis, Kathie Sarachild e Irene Peslikis, entre otras. Firestone fue una de las figuras cabeceras de esta agrupación, autora de un libro clave y revulsivo que forma parte del canon feminista: La dialéctica del sexo. Además, pluma mentora de importantes artículos, documentos y manifiestos. (35)

En junio de 1969, apareció un artículo pionero titulado “Pan y Rosas”, escrito por las feministas Kathleen McAfee y Minna Wood, y editado por la revista de la nueva izquierda Leviathan. (36) Las citadas autoras exigían reforzar las peticiones sobre el derecho a decidir, oponiéndose a las prácticas de los hospitales y a los consejos de médicos previstos por las reformas. Consideraban que esas instituciones no facilitarían de ningún modo los abortos a las mujeres que no perteneciesen a la burguesía ni a la franja de las jovencitas, y que quienes no tuviesen recursos económicos se verían obligadas a recurrir a la clandestinidad con los consiguientes efectos colaterales, incluido el riesgo de muerte. Y cerraban su reclamo diciendo: “Debemos insistir en el derecho de toda mujer a disponer de su propio cuerpo”. (37)

El caso de los numerosos y sucesivos abortos era reflejado tanto por la prensa amarilla como por la del establishment. Para ambas corrientes, Nueva York representaba la capital del aborto, tal cual lo fundamentó Mildred Adams Kenyon, justamente “por la expandida exigencia por parte del Women´s Lib de conquistar el aborto voluntario”. (38) En esa misma ciudad de catártico despilfarro consumista a la par que de pobreza extrema, saltaba un dato revelador que denunciaba las diferencias en el corte de clase y raza de las mujeres, es decir, el impacto más cruento de la ilegalidad se plasmaba en las mujeres negras, portorriqueñas y chicanas. Por ejemplo, en los años 60 el 80 por ciento de las muertes recaía sobre esta franja, en comparación con el 25 por ciento que correspondía a las muertes de las blancas. Y sin más rodeos que los que venían dando, los pequeños –pero activos– grupos se propusieron como remate un accionar directo para acceder sin mediaciones a las perjudicadas por la restricción legal. Y tal como si fueran castores armaron sus diques por fuera de las instituciones, tanto para desafiar como para eludir el orden médico, jurídico y político. De esta manera, con una desmesurada apuesta a la desobediencia civil, estas colectivas transmitían el conocimiento de la práctica abortiva como modo de potenciar la autonomía de las mujeres que querían interrumpir sus embarazos. Era parte de las estrategias de visibilidad y de empoderamiento, un modo de romper el cerco de la clandestinidad y de testimoniar sobre sus propios abortos. En otoño de 1969, la justicia de Nueva York intimó a varias personas a comparecer ante un jurado de acusación en el distrito del Bronx, imputadas de proporcionar información sobre dónde obtener una práctica abortiva sin riesgos. Desde 1828 se penalizaba la interrupción voluntaria del embarazo duramente en ese estado. Una de las primeras medidas que el MLM tomó fue entrar en contacto con la Comunidad Sanitaria Femenina. (39) Así, convocaron a una reunión para discutir el litigio, a la cual concurrieron más de cien mujeres. Varias de ellas trajeron los nombres de otras que deseaban tomar parte en el juicio y no podían hacerse presentes. En un santiamén, se organizó una coalición denominada Proyecto Femenino de Aborto, con el fin de coordinar las intervenciones vinculadas con el juicio. (40) En la historia del feminismo estadounidense este caso se conoció con el nombre de Abramowicz, por ser la doctora Helen Abramowicz la primera demandante. El 28 de octubre de 1969, la sala del tribunal estaba colmada de querellantes y con una hinchada femenina que apoyaba en silencio mientras desplegaban perchas de alambres, elemento que, junto con la aguja de tejer, se usaba para las prácticas abortivas clandestinas. (41)

DESFILE POR MANHATTAN

El 28 de marzo de 1970, se convocó a una de las primeras manifestaciones para demandar expresamente la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, organizada por una coalición de diferentes agrupaciones feministas neoyorkinas. Se agruparon en la escalera de entrada de la Catedral de San Patricio y luego desembocaron en la Plaza Unión. (42) Mientras se pronunciaban discursos, una simpatizante irlandesa católica distribuyó perchas de alambre pintadas de color rojo sangre. Para amenizar la espera intervino un grupo de teatro de guerrilla que leyó fragmentos de la pieza teatral, de producción colectiva, ¿Qué has hecho por mí últimamente? Asimismo, una multitud a paso ligero y con el impulso de una borrasca atravesó de punta a punta la ciudad para desembocar en la Quinta Avenida al grito desafiante de “¡Salgan de sus casas! ¡Salgan de las tiendas¡ ¡Levántense mujeres y a unirse todas! (43) Frente a la algarada hubo, claro, rostros espantados y boquiabiertos de personas que prolijamente correctas salían de compras. Entre los pocos que se opusieron aparecieron algunos varones que levantaban carteles que decían: “Mamá, gracias por no haberme arrojado al retrete”. A ellos, las mujeres les rebatían: “Chovinistas, tengan cuidado: el cerdo de hoy es tocino mañana”. (44) Merece resaltarse que una escritora argentina presenció esta marcha vibrante: María Rosa Oliver. Detallaba lo presenciado de esta forma: “Vi una movilización feminista que marchaba por las calles de esa ciudad cosmopolita y hacía gala de un inmenso cartel con el lema “quinientos dólares el aborto equivale a su prohibición”. (45) En efecto, ese era el precio tentativo de un aborto en una clínica privada. A veces hasta llegaba a los mil dólares. Además, circulaba un dato revelador: dentro de la comunidad portorriqueña, en el barrio de Harlem, aumentaba el número de muertes por abortos baratos, en condiciones sanitarias deficitarias. (46)

También al mediático antropólogo Marvin Harris no dejaba de sorprenderle que diez mil feministas desfilaran por una de las principales arterias del centro de Manhattan, símbolo de la bonanza económica de Estados Unidos. Desde ya que hubo hostigamiento por parte de los curiosos que les gritaban al rojo vivo: “Traidoras sin sostén”, “Acosadoras de varones”. Pero allí no terminaba su asombro: él comentaba que otras tantas se manifestaron en Boston y en San Francisco. Mientras que en el Rittenhouse Square de Filadelfia las feministas se preparaban para la lucha aprendiendo karate en plena calle y a la luz del día. Simultáneamente, en el Duffy Square de Nueva York, Mary Orovan hacía la señal de la cruz en una ceremonia en honor de Susan B. Anthony, entonando: “En el nombre de la Madre, de la Hija y de la Santa Nieta. Ah, mujeres”. Y la muchedumbre enarbolaba pancartas que decían: “Arrepiéntanse machistas, su mundo se está acabando” y “No prepares la cena esta noche: matá de hambre a una rata”. (47) Hasta aquí la descripción detallada de Harris sobre la proliferación, a una velocidad asombrosa, de las mujeres devenidas activistas rebeldes que requerían manifestarse en público. (48)

Apenas unos meses después de la concentración, la Legislatura de Nueva York votó la enmienda a las leyes sobre aborto que entraría en aplicación tres meses más tarde. Justamente, el 1 de julio de 1970 se sancionó una legislación que permitía la interrupción del embarazo siempre que la efectuase un médico antes de las 24 semanas. Pese a todos los avances, la Campaña Femenina por el Aborto (CFA) exigía la fijación de topes para los abortos. Proponían además un rally de educación sexual, clases preparatorias para médicos por abortistas expertos; el funcionamiento de un comité de reclamo; un consejo de investigaciones sanitarias y clínicas de abortos gratuitos.

Transcurridos tres años, los grupos defensores del aborto libre iniciaron una estrategia de efecto punch: litigar mediante un caso prueba para llevar el tema a la Suprema Corte de Estados Unidos, que generalmente aceptaba casos cuando las diferentes cortes federales no se ponían de acuerdo sobre el mismo problema. Así lo consignaron dos consagradas investigadoras, Marlene Geber y Friedy Shelia Clark, sobre Roe vs. Wade, el juicio que finalmente permitió elegir abortar legalmente. (49) Sucedió en 1973, a través del famoso fallo –seis votos contra dos– se decidió que todas las leyes existentes sobre el aborto eran inconstitucionales y que una mujer en el primer trimestre del embarazo podía tomar su propia decisión ya que estaba protegida por el derecho a la privacidad. Sin embargo, la corte no confirmó el derecho a la autonomía sobre el cuerpo. Ese era, por cierto, el punto que las feministas exigían con plena convicción y fundamentos. Claro que hoy, con la perspectiva del tiempo, podemos aceptar que la resolución final en su contexto histórico demostró ser una respuesta lógica a la coyuntura.

CHICAGO Y BOSTON EN LA MISMA LUCHA

A decir verdad, no todo se movía en torno a la metrópolis en la cual se asienta la estatua de la Libertad; también Chicago y Boston tuvieron sus historias. Se cumplieron importantes hitos que fueron dejados en el olvido por las generaciones siguientes. Con una consigna premonitoriamente afín a la del posterior movimiento punk londinense, que proclamaba “Hazlo tú mismo”, los grupos de activistas radicales convocaban a sus pares a apropiarse del conocimiento médico. Sin ir más lejos, en 1969, funcionó un legendario grupo secreto de mujeres en Chicago, subsumidas bajo el nombre en código Jane, que era el seudónimo del Servicio de Consejería en Aborto para la Liberación de las Mujeres. (50) Jane pasó de ser un grupo de derivación a uno de prestador, de allí que comenzaran a practicar abortos clandestinos en hoteles contratados para ese fin. Al principio los realizaba un médico, pero luego se deshicieron de él y comenzaron a entrenar a sus integrantes para practicarlos ellas mismas y así evitar toda forma de dependencia. Descubrieron que si las mujeres dependían de practicantes ilegales, estarían virtualmente indefensas. Entonces decidieron controlar el proceso y practicarlos ellas mismas. Ninguna era profesional de la salud. De más está decir que lograron reducir el precio de la intervención y mejoró la calidad de la atención de manera notable.

Una meta las guiaba en estimular la conquista por el derecho a decidir. Claire, una de sus fundadoras, sostenía que “el aborto era el eje de la lucha por la liberación de las mujeres pues les daba el control de su propia reproducción, y que esperar algo del gobierno era ilusorio. Las mujeres se tienen únicamente así mismas”. (51) Jane cobraba solo lo necesario para cubrir los gastos de material médico y administrativo. Jamás rechazaba a una mujer que no pudiera pagar. Además, otorgaban información de métodos anticonceptivos y atención postaborto. La activista libertaria Laura Kaplan, autora del libro La historia de Jane: el legendario servicio feminista de abortos clandestinos, fue integrante de esta colectiva. Su relato es fresco y emotivo: “Fuimos únicas en el sentido de que elegimos actuar teniendo como guía las necesidades de las mujeres. Al hacerlo transformamos el aborto de una práctica silenciosa y sórdida, en un acto de reafirmación y poder. Jane encarnó un cambio en la concientización que fue el de tener que pedir algo a hacerlo por una misma. Nosotras aprendimos que el cambio social no es un regalo que nos dan nuestros líderes y héroes, sino que se obtiene mediante el trabajo de gente común trabajando en equipo. Lo obtenemos por medio de lo que decidimos hacer al respecto”. (52)

La historiadora Marcela Brusa relata que la mayoría de las activistas que intervenían en esta colectiva eran estudiantas de la Universidad de Chicago. La primera edición de este libro fue publicada por Pantheon Books de New York (53), en 1995. Dos años más tarde la University Chicago Press lo lanzó por segunda vez. Además, Brusa considera que tal acontecimiento podría emparentarse de manera lejana con el uso actual de las líneas telefónicas que orientan con información –producida por la Organización Mundial de la Salud– para un aborto autoinducido a través del empleo del medicamento “misoprostol”. Está comprobado que dicha práctica disminuye las complicaciones en países donde el aborto es ilegal.

Ahora bien: a 1580 kilómetros de distancia de Chicago, en línea recta hacia el Este, se encuentra Boston. También allí, en 1969, un grupo de feministas se reunió en un taller para discutir el tema “La mujer y su cuerpo”. Este encuentro se llevó a cabo en la universidad Emmanuel, y fue el primero en reunir a mujeres para hablar sobre sus especificidades. Y de tanto dialogar dentro y fuera de la conferencia, estas pioneras descubrieron lo mucho que sabían en relación con sus cuerpos. Las discusiones que se generaron en la conferencia resultaron por demás estimulantes y provocativas. Luego de los talleres, ellas decidieron escribir una serie de panfletos, recoger la información que tenían y el conocimiento que habían adquirido y ponerlo a disposición de sus pares. El objetivo estaba en crear un modelo en el que las mujeres se apoyasen unas a otras en el proceso de aprender sobre ellas mismas y se comunicaran con sus médicos para mejorar los servicios de salud. Así fue que antes del cierre de ese evento inaugural, un grupo decidió proseguir la discusión. Al principio se hacían conocer como “el grupo médico”. Todas habían pasado por angustias similares provocadas por el sistema de salud que, con actitudes paternalistas, sentenciosas y nada informativas, ejercían su poder sobre las pacientes. Por esta y otras razones, dicha comunidad de afinidades decidió dictar cursos en espacios disponibles –escuelas, guarderías infantiles, iglesias o casas particulares–.

Estas mujeres tenían cosas que decir pero también mucho que aprender. Luego de veinte reuniones, se lanzaron a diseñar una pequeña cartilla que luego fotocopiaron. Crearon entonces La Colectiva de Salud de las Mujeres de Boston. Al año siguiente, se publicó el panfleto que entonces tenía 120 páginas, bajo el título “Las mujeres y sus cuerpos”. Con el correr del tiempo y con las ventas multitudinarias cambiaron el nombre: pasó a denominarse “Las mujeres y nuestros cuerpos”, hasta llegar a su título final Nuestros cuerpos. Nosotras mismas. (54)

Por fin, en 1973 se tradujo al castellano como Nuestros cuerpos. Nuestras vidas. En su prefacio, las integrantes de la colectiva se definían de la siguiente manera: “Somos blancas, tenemos entre 24 y 44 años, la mayoría de clase media y hemos recibido alguna educación secundaria y universitaria. Hay casadas, separadas, solteras, con y sin hijos. Para concluir, somos un grupo muy común y muy especial a la vez, como las mujeres lo son en cualquier país. Como blancas de clase media, solamente podemos describir la vida tal como ha sido para nosotras. Pero comprendemos que las mujeres pobres o de color han sufrido y mucho más la mala información y los malos tratos que describimos en este texto”.

A esa cartilla artesanal que luego devino libro, se le fueron agregando distintos capítulos de acuerdo con el ingreso de una diversidad de colectivas, de nuevas lecturas, de comentarios e ideas que llegaban mediante cartas postales de diferentes lugares de Estados Unidos, de conversaciones telefónicas o de testimonios personales. Terminó convirtiéndose en un texto por y para las mujeres, con la colaboración de componentes latinoamericanas que residían en ese país. Por ejemplo, en el capítulo 11, con el título “Aborto” reseñaban las complicaciones que atravesaban pese a estar legalizado. Entre las cuestiones más urgentes aparecía la realidad acuciante de las pobres que aún no podían acceder a los servicios de abortos, por razones obvias: “Si bien se inauguraron muchas clínicas para las que tienen menos de doce semanas, algunas como las de Planificación Familiar no son lucrativas, y otras no están orientadas hacia la mujer. Unas pocas clínicas regidas por feministas, como las Woman´s Choice Clinics de California, están desarrollando modelos de servicios orientados hacia la salud de las mujeres de las que cualquier servicio sanitario del país tiene mucho que aprender”. Y continuaban con un claro planteamiento: “La legalización del aborto es solo el primer escalón. ¿Qué queda por hacer? Primero, debemos saber que existe un fuerte movimiento contra el aborto que amenaza permanentemente con deshacer lo que hemos hecho. Segundo, la calidad y la disponibilidad de los servicios de abortos varían tremendamente y es necesario estar alerta y hacer algo al respecto”. (55)

En fin, mientras Jane se desvanecía y Nuestros cuerpos. Nuestras vidas se traducía al francés y al italiano, la ensayista española María Arias (56) confesaba que si las activistas del feminismo radical no lograban conquistar la legalización del aborto, guardaban un plan B bajo la manga: planeaban ya en esos años un anticipo de Mujeres sobre las Olas: “fondear un hospital en aguas extraterritoriales, donde médicos y enfermeras voluntarios cuidarán a cualquier mujer que lo desee”.

Mujeres sobre las Olas, (57) fundada en 1999, es una fundación sin fines de lucro que opera en un barco en el que viaja un servicio de salud especializado para practicar abortos seguros sobre el mar. La nave ancla fuera de las aguas territoriales de los países en donde el aborto está penalizado. Además, aprovechan la ocasión para brindar educación sexual, control ginecológico, anticoncepción, apoyo psicológico y todo tipo de servicios en forma gratuita. A Rebecca Gomperts, médica holandesa y artista plástica, se le ocurrió la idea. Como en un relato de ciencia ficción, cruza intrépida el mundo con una clínica móvil instalada en un galeón llamado Aurora. Seguramente, sus ancestros marinos le enseñaron a sacar provecho de la turbulencia del oleaje en ayuda de las tantas náyades condenadas injustamente por querer interrumpir sus embarazos.

EL MALESTAR EN LA CULTURA MACHISTA

Cuando Sigmund Freud escribió su obra crítica más influyente del siglo XX, El malestar en la cultura, planteó que esa angustia existencial era fundante de los seres humanos en la Modernidad. A las feministas blancas, la disconformidad no les era ajena y estuvieron entre las primeras en denunciar públicamente su desasosiego. El dominio varonil de las alcobas trastabilló hasta caer como las esfinges y los panteones de un régimen oprobioso e infame. Y todo quedó patas para arriba. La sola mención de la maternidad o la sola definición de la maternidad como la servidumbre reproductiva determinada por la biología revelaba hasta dónde querían llegar estas insobornables pensadoras sin frenos delanteros. Shulamith Firestone convocaba a reponer aquella revuelta tan ingeniosa como lo fue la huelga de vientres postulada por el anarquista catalán Luis Bulffi, en 1906, que representó una guía emancipadora para las aguerridas libertarias bien entrado el siglo XX. (58) En cambio, en el plan orquestado por Firestone, las mujeres no tenían necesidad alguna de preñarse como cualquier mamífero. Para ella, resultaba primordial confiscar el control de la fertilidad humana como modo de restituir la propiedad sobre sus propios cuerpos, es decir, posibilitar el encuentro con el placer personal. De ese modo, su prédica se centraba en entrever que el núcleo de la opresión femenina partía de sus funciones procreadoras y de la crianza. Además, en 1970, la fecundación in vitro estaba en camino. Y hacia allí apuntaba con su hocico: “El caso es que las mujeres no tienen ninguna obligación reproductiva concreta para con la especie. Si se muestran definitivamente reacias, será necesario desarrollar a toda prisa los métodos artificiales o, en caso extremo, proporcionar compensaciones satisfactorias que harán que la gestación merezca la pena. Con ello fenecería la psicología del poder aunque puede siempre subsistir clandestinamente”. (59) Convocaba a liberar a las mujeres de la tiranía de su biología reproductiva por todos los medios disponibles.

Ahora bien: del NYRW se desprendieron numerosas colectivas a raíz de distintos desacuerdos en torno a la acción política, la teoría feminista y la estructura de liderazgo; todas ellas famosas por su espectaculares manifestaciones culturales, ya que alimentaban posicionamientos revulsivos contra la supremacía masculina en las diversas caras del sistema. Margaret Randall proclamaba que “la metodología de los grupos de acción es sin duda la más revolucionaria”. (60) Los presentaba como un ejemplo de retrato urbano de intervenciones públicas con una inclinación sustancial de condena al machismo y a la explotación capitalista. Así nació, en 1968, y se mantuvo activo hasta 1973, la colectiva Cell 16. Para ciertas entendidas en quitarse de encima los lastres del ideal romántico, a esta célula fundada por Roxanne Dunbar y Lisa Leghorn se la conocía tanto por su propuesta de que las activistas prescindiesen de aquellos varones que no acompañaban al MLM como por la enseñanza de autodefensa a sus integrantes. Fue impulsada por las referentes más conspicuas del movimiento: Dana Densmore, Betsy Warrior, Abby Rockefeller, Betsy Guerrero, Ellen O’Donnell, Jayne West, Mary Anne Weathers, Maureen Maynes, Gail Murray, Hillary Langhorst y Sandy Bernard. Si bien ellas proponían el celibato como una acción política trascendente, de alguna manera fue un mojón para avanzar hacia el principio del separatismo lésbico que estallaría más allá de los 70. Con certeza, este llamado a la resistencia en la cama posibilitó un cuestionamiento declarado contra la heterosexualidad obligatoria, sin que aún apareciese la oportunidad de asumir públicamente el lesbianismo, como la alternativa sexo-afectiva y política de las mujeres. Para dar cierre al contrapunto, Susan Lydon anticipó los embates próximos: “Definir la sexualidad femenina normal desde la perspectiva de los hombres es una forma de mantener dominadas a las mujeres, de hacerlas dependientes en lo sexual, al igual que en lo económico, lo social y lo político”. (61) Todavía no había llegado el turno para que Adrienne Rich y Monique Wittig fueran reconocidas como voces propias.

Al poco tiempo, bajo el lema “Somos brujas, somos mujeres. Somos liberación. Somos nosotras”, se presentó WITCH, Conspiración Terrorista Internacional de Mujeres del Infierno, cuya traducción es Bruja. Ellas honraban a las hechiceras por considerar que “fueron mujeres sin miedo de existir, valientes, agresivas, inteligentes, inconformes, curiosas, independientes, liberadas sexualmente y revolucionarías”. (62) En su Manifiesto WITCH se definían como “combatientes y guerrilleras contra la opresión femenina”. (63) También condenaban los trasfondos políticos y económicos de las corporaciones empresariales y de las instituciones estatales. Su activismo se centró en organizar lo que ellas llamaban “teatro de guerrilla”, un bricolage de acción callejera y de protesta nutrido por el humor y la parodia. Hacían uso de las técnicas del teatro, la sátira, la poesía, la música, los esténciles, las pegatinas, las escobas, las pistolas y las muñecas vudú. Cada grupo WITCH se formó de manera independiente en los distintos Estados, inspirados en los ejemplos de las acciones anteriores.

Siguiendo el paso se impuso la agrupación Las Medias Rojas. (64) Si bien este color se inscribe dentro de las tradiciones revolucionarias insurreccionales, también sirvió como escudo para contraponerse a la denominación peyorativa que en el siglo XVIII, en los circuitos londinenses, utilizaban para nombrar a las intelectuales y literatas: bluestockings. Sus llamamientos poseían una creatividad burlona y hacían uso de las demostraciones públicas, del teatro callejero y las acciones directas. En consecuencia, para estas jóvenes, las mujeres del mundo se unirían con el objetivo de conquistar su liberación final de la supremacía de los hombres. Estas rojas desafiantes consideraban que la unidad se construía de manera progresiva, es decir, como un movimiento en el que sus pares llegarían a adquirir conciencia sobre la propia opresión bajo el lema “La Hermandad es Poderosa”. De alguna manera, esta propuesta anticipó lo que más tarde se llamaría Sororidad y, tiempo después, Affidamento. (65)

En marzo de 1969, la agrupación Las Medias Rojas fue la primera en organizar rondas públicas para plantear de cara a la sociedad sus travesías abortivas. No cabía menos que sentir horror e indignación al presenciar una audiencia legislativa relacionada con el tema en la que había al menos una docena de varones con dedos en alto en tono acusador y la única mujer que hablaba era monja. A modo de protesta, estas activistas organizaron un tribunal propio en el que se animaron a hablar de sus experiencias personales cuando decidieron abortar. Así, doce de sus integrantes frente a trescientas compañeras dialogaron con llaneza, calma y una pizca de emoción acerca de los incidentes que hasta entonces se habían reservado en su fuero íntimo. Quebraron el aislamiento de aquellas que habían atravesado esa situación y guardaban con celo el secreto. Al no estar dispuestas a seguir calladas, sus confesiones en voz alta, con el tiempo, derivarían en la famosa campaña internacional del “Yo aborté”. (66)

Las Medias Rojas tenían en su mira tanto al feminismo liberal como al feminismo socialista. Según ellas, unas y otras debilitaban las estrategias, los objetivos y los conceptos del feminismo. Años más tarde, con lo acumulado en cuanto a experiencias y vivencias de concientización, además de los escritos atesorados, editaron la publicación Revolución Feminista.

MANIFIESTOS POR LA LIBERACIÓN DE LA MUJER

Entre tantas palabras y verdades sin sosiego, se fue al encuentro de la escritura, dadas las innumerables proposiciones que se barajaban para crear conciencia de grupo e intercambiar preocupaciones políticas. Una de las tantas fue el uso del manifiesto, lejana tradición socialista tanto del filósofo Karl Marx como del escritor Émile Zola. Hacia 1968, se conoció el Manifiesto SCUM, Society for cutting up men. (67) Su exotismo era de tal de magnitud que ni la mismísima Lorena Bobbit, emblema del coraje en los años 90, logró lo que Valerie Solanas, su autora, expresaba como el mayor desafío de la organización: odiar a los hombres hasta su exterminio.

Con una corredera más moderada en cuanto a desenlaces sangrientos pero no por ello con incitaciones menos filosas, el grupo Pro Liberación Femenina de New York, de 1969, no quiso ser menos y lanzó una proposición con tono impugnativo sobre las metodologías de los varones en el campo político: “Nuestra opresión trasciende las clases, las edades, las religiones y el color. Como el racismo, la supremacía machista afecta todos los estratos de la sociedad. Los hombres, incluyendo la mayoría de los radicales, blancos y negros, están orgullosos de su chauvinismo. La supremacía machista es la forma de dominación más antigua de todas las dominaciones y la más resistente al cambio. Para nosotras, el movimiento radical de izquierda ha estado y sigue estando dominado por los varones. Por lo tanto, sus teorías, prioridades y estrategias solo reflejan los intereses masculinos y nada más”. (68)

El año 1970 fue sumamente fructífero tanto para las plumas como para las musas. El reconocido Manifiesto de Las Medias Rojas pegó la vuelta al mundo en 80 días, habría dicho el novelista Julio Verne. Se componía de una carga de perdigones de siete puntos que apuntaban contra los privilegios viriles y, al mismo tiempo, les exigían renunciar a sus fueros de imparcialidad omnipotente: “Nosotras identificamos a los hombres como los agentes de nuestra opresión. La supremacía masculina es la forma de dominación más antigua y básica. Todas las demás formas de explotación y opresión (el racismo, el capitalismo, el imperialismo) son extensiones de la supremacía masculina: los hombres dominan a las mujeres, algunos pocos hombres dominan al resto”. Luego, por ese mismo año, se presentó la organización estadounidense Liberación Femenina, con una declaración en la que se exigía:

El completo control de nuestras propias vidas; hemos comenzado a actuar de acuerdo con estas ideas y estas decisiones. En esta época de concientización general, las mujeres están expresándose públicamente a favor de los derechos básicos que durante tanto tiempo se les han negado, que van más allá de las meras enmiendas legislativas y plantean el problema de que la mujer controle su propia vida. Nuestra organización abarca todos los aspectos de la lucha feminista, el cuidado de los hijos, el aborto libre y gratuito e iguales salarios. Ninguna mujer que se interese por un movimiento de mujeres fuerte y autónomo está excluida de nuestra organización. (69)

Sin más tardanza, apareció otro manifiesto, “Un grupo de militantes proponemos”, que también adelantaba el camino a desmontar. Desde la apertura procuraban articular estrategias de lucha con todas las mujeres: “Todo análisis, toda acción debe partir de nosotras porque sufrimos una misma opresión. No nos dejemos dividir: nos liberaremos todas juntas o no nos liberaremos más. Acometamos contra las instituciones patriarcales y capitalistas que se apropian de nuestros cuerpos. No seamos las máquinas de procrear del Estado. Luchemos contra todas las prohibiciones legales, religiosas, sociales. Luchemos en favor de la anticoncepción gratuita y sin restricciones. Luchemos en favor del aborto legal y gratuito en clínicas y con un personal capacitado. Luchemos por la libertad sexual de las mujeres”. (70)

Hoy, sus lecturas llaman a la reflexión. Algo del tan citado verso del escritor Jorge Luis Borges referido a la ciudad de Buenos Aires, “no nos une el amor sino el espanto”, se habrá puesto en juego aquí a la hora de elaborar el mapa y las definiciones sobre el terreno donde se desarrollaría la batalla contra el “primer sexo” y el modo de llevarla a cabo.

VOS, YO Y TODAS

Con un empeño desmedido por desentrañar sus propias opresiones, las feministas de entonces se agruparon en pequeñas colectivas que enfocaban su actividad hacia la reflexión: fueron los llamados “grupos de autoconciencia”. Esta práctica consistía en testimoniar sobre las encerronas de lo íntimo y así romper el aislamiento en la búsqueda de la solidaridad con otras mujeres. Al mismo tiempo, intentaban implementar otras conductas: subvertir el orden jerárquico de las estructuras tradicionales, con organización horizontal por fuera de cualquier institución, incluir modos de democracia directa, la participación de todas y que las voces se expresaran en primera persona. Ello constituyó una pieza esencial para aquellas agrupaciones feministas de cuño independiente y autónomo. Se reunían para hablar de sí, descubriendo el carácter común de sus experiencias como mujeres entre mujeres, que hasta ese momento se suponían del orden privado.

La formación de tales grupos provino, como herencia directa, de la revolución cultural en China. Así lo relata la escritora Leda M. Trejos Correia: “Luego de que el ejército revolucionario de Mao Tse Tung eliminó el control enemigo en el norte de China, los trabajadores políticos llamaron a las campesinas para que testificaran sobre los crímenes cometidos contra ellas. De esta manera manifestaron su opresión, narraron que habían sido vendidas como concubinas por sus padres, violadas por los terratenientes y golpeadas por sus esposos y suegros”. (71) Una metodología grupal de expresión del padecimiento que con el transcurrir de los relatos se volvió liberador en lo personal. Esta práctica revolucionaria puesta en circulación desde 1940 en adelante se llamó “Hablando de amarguras”. Las anglosajonas, apenas vislumbraron una coyuntura favorable, adoptaron como propia esta técnica de convertir los lamentos privados de las mujeres en actos políticos.

En Occidente, el grupo Las Medias Rojas fue el que reinterpretó y organizó trabajos de autoconciencia que sirvieron para descifrar las vivencias colectivas y las huellas presentes en las historias de las integrantes. Al tornarse la autogestión en una tendencia, se difundió por el impulso inicial de las estudiantes blancas en los ámbitos universitarios urbanos para luego expandirse por Estados Unidos como una política central feminista. Y como un tornado incontrolable involucró a colectivas convocadas espontáneamente de acuerdo con su condición de clase, edad y etnia. En un gesto de avanzada, el NYRW también organizó grupos de autoconciencia. De allí que sus propuestas ardieran como llamaradas: “Estamos cansadas de participar en las revoluciones de los otros. Ahora trabajamos para nosotras”.

A decir verdad, si bien esta inventiva nació al calor del feminismo autonomista, más tarde se orientó a las políticas partidarias de acuerdo con las necesidades de las feministas socialistas. Posteriormente, lo adoptaron organizaciones con formatos institucionales. Por ejemplo, en 1970, se presentó el Programa para la Autoconciencia Feminista, con el propósito de delinear un esquema común entre todos los colectivos neoyorkinos en acción.

Mildred Adams Kenyon, en el artículo nombrado anteriormente, “El nuevo feminismo en los Estados Unidos”, comparaba risueñamente los modos organizativos del descontento de esas muchachas instruidas y de buenas maneras pertenecientes a esa década con las reuniones de bridge de sus madres o los talleres de costura de sus abuelas. Para ella, en los grupos del pasado se comentaban los problemas con los maridos y las dificultades con los hijos, pero sin la franqueza ni el grado de intimidad verbal común en los grupos del MLM. Según lo expresaba, el propósito explícito de estas colectivas, integradas por no más de diez mujeres, era despertar la conciencia entre las camaradas y sus entornos, conversar en un plano de igualdad con quienes quizás hubiesen atravesado dificultades íntimas semejantes.

En simultáneo, Marysa Navarro destaca que “fue en esos cenáculos en donde se comenzó a discutir la variedad de temas en torno a la sexualidad femenina, básicamente, la heterosexual”. Y prosigue con su punto de vista: “Solo en ese ambiente permisivo las mujeres podían descubrir su cuerpo. Nadie tenía idea de qué era ni cómo era su cuerpo. La maternidad vino después. Básicamente, eran las jóvenes a quienes les preocupaba su sexualidad”.

Tiempo más tarde, todo ello se convirtió en los instrumentos conceptuales que sirvieron para enfocar nuevas temáticas. Por lo visto, fue en estos recintos erigidos por nuestras antecesoras donde los flujos que atentaban contra el feudo de lo íntimo y lo cotidiano fueron ventilados a los cuatro vientos.

CON NOMBRE PROPIO

A las activistas las desvelaba transcribir sus experiencias concretas en categorías para luego poder descifrar que el sufrimiento se plasmaba en un “nosotras” y no de manera aislada. Pese a ello, aún faltaba madurar el desenvolvimiento de una teoría que diera cuenta de sus destemplanzas. Es tentador para cualquier grupo oprimido buscar cobijo en otras vertientes cuando las alternativas son pocas y, de alguna manera, se reproducen los postulados del régimen del orden. En un inicio, un buen número comprendió el carácter de la opresión que vivían a partir de sus lecturas marxistas; otras, sentaban su sentido desde el psicoanálisis. Las que quedaron al costado del camino fueron aquellas liberales como Friedan que reclamaban sus derechos para una integración plena a la sociedad. Por último, se plantaban las feministas de izquierda, que cuestionaban a la Nueva Izquierda por negarse a ensanchar sus paradigmas para incluir la opresión femenina. Sus experiencias develaban que no siempre comprometerse con la causa de la clase aseguraba integrar su propia causa. Es más, solían ir por carriles paralelos o muchas veces encontrados.

A la lucha entre proletarios y burgueses se le sumó la lucha entre sexos. En efecto, el chauvinismo machista de los pensadores marxistas fue puesto en discusión por omitir en sus análisis la subalternidad de las mujeres. Al retomar el pensamiento de las autoras de “Pan y Rosas”, ambas se preguntaban sobre el fracaso de la izquierda en la medida en que no lograban resolver el problema de la supremacía masculina entre sus filas: “La mayoría de las activistas que dedican todo su tiempo a la organización trabajan en una atmósfera dominada por la agresividad de guerrilleros y de teóricos pontificantes, en un medio en el que la voz de los hombres es raramente interrumpida por la de una mujer más dotada para la palabra”. (72) En cambio, Shulamith Firestone proponía que la fusión entre la liberación sexual y la social, por momentos, resultaba imperiosa e irremediable: “La revolución sexual no es tan solo una pieza del engranaje sino el sustento mismo de cualquier transformación real en la vida de las mujeres”. Por lo tanto, consideraba necesario reclamar “una revolución sexual que fuera más amplia que una revolución socialista y que la incluyera, para erradicar de verdad todos los sistemas de opresión”. (73) Indudablemente, la propuesta de Firestone no resultaba sencilla de llevar a cabo: había que agrietar ideas y costumbres. Desde Adán y Eva, el cambio de las mentalidades ha sido la más peliaguda de todas las conjuras.

De alguna manera, Wilhelm Reich, pese a su aporte vanguardista, anticipaba un fracaso señalado: “La causa primera de asfixia de la revolución sexual es, pues, la ausencia de toda teoría sobre la revolución sexual”. (74) A lo largo de prolongadas y, por cierto, noctámbulas discusiones que giraban en torno a las nuevas formas de vida amorosa, sexual y erógena, este filósofo de la discordia decía algo para recordar y colocarlo en la mesita de luz: “los conservadores tuvieron el patrimonio de todos los argumentos y pruebas. Los progresistas, los revolucionarios, sentían claramente que no eran capaces de expresar lo nuevo en palabras. Ellos mismos eran prisioneros de las viejas normas de las que no conseguían liberarse a sí mismos”. (75) ¿Quién más idóneo que Reich para aventurar semejante predicción?

Pero no todo fue denuncias y chispazos. En un momento determinado hubo que concentrar las energías en producir hechos concretos. Así, las activistas se corrieron de los cánones políticos distintivos de la época, es decir, del feminismo liberal, del socialista y del marxista para volcarse de lleno a un feminismo que, de alguna manera, carecía de modelos. A partir del entretejido de repasos del marxismo crítico, del psicoanálisis, la sexología y las experiencias que emergían de las urgencias vividas en los grupos de autoconciencia, se elaboraron nuevos conceptos y se reformularon nociones clásicas. Sin duda, tanto unos como otras se transformaron en el punto de partida y los cimientos de lo que sería la teoría feminista que heredamos –cuyos dispositivos se expandieron a nivel internacional desde fines de 1970– y que sigue vigente en la actualidad.

Por ejemplo, en un principio, no sabían cómo denominar los comportamientos y las expresiones ostentosas de poder por parte de los varones frente a las mujeres. Entonces surgió el apelativo “chauvinismo masculino”, un modo de machismo del montón. En el citado texto “Pan y Rosas” se tomaron el trabajo de definirlo “como una actitud que pretende que las mujeres sean sirvientas y pasivas de la sociedad y de los hombres para reducirlas a la condición de objetos sexuales”. (76) Mientras, Marlene Dixon terminaba por llamarlo “racismo masculino”. De esta manera lo enunciaba: “Los mismos estereotipos que expresan la creencia de la sociedad en la inferioridad biológica de la mujer recuerdan las imágenes usadas para justificar la opresión de los negros, de los pueblos inmigrantes y del prejuicio contra los judíos”. (77) Luego, con el correr del tiempo asomaron criterios primorosos y expresiones más ajustadas: patriarcado, género, lucha entre sexos, casta sexual y, en menor medida, se escuchó misoginia, heterosexismo y falocentrismo, conceptos de una notable elaboración teórica utilizados hacia los años 80. En cuanto a la noción de sexismo, derivó de la discriminación sexual y de la relación entre los sexos. De una u otra manera, estas fueron las formas más frecuentes para precisar ese modo universal de subalternidad femenina transferido de lo privado a lo público y de lo público a lo privado. Lo que sí planteaba ardorosos desacuerdos era cómo definir las relaciones entre ambos sexos: no quedaba claro si los términos giraban en torno a la subordinación, la discriminación o la explotación.

Kate Millet, retomando conceptos tradicionales del marxismo y del psicoanálisis, escribió Política sexual, una de las obras pilares del MLM, y que también forma parte del canon feminista. Para ella, los vínculos binarios se manifestaron en la historia bajo las categorías tanto de dominación como de subordinación: el hombre mandaba y la mujer obedecía. Gracias al desvelo de Millet, por primera vez se analizaba al patriarcado como un sistema de dominación autónomo de los otros, por fuera del capitalismo y del racismo. Lo definía como un régimen de opresión sexual sobre el que se fundaba el resto de las opresiones. Su planteo condensaba un interrogante crucial: “¿Es posible analizar la relación entre los sexos desde una perspectiva política?”. (78) De esta manera, la autora comparaba la diferencia sexual con los vínculos de poder. En su libro explicitaba: “Cuando hablo de política me refiero a las relaciones estructuradas del poder, al sistema que hace que un grupo sea gobernado por otro, que un grupo sea dominante y otro subordinado”. (79) En ese trazado, la autora concibió un hallazgo: “el sexo reviste un cariz político que, las más de las veces suele pasar inadvertido, y en el que se manifiesta una relación de poder”. Su escrito data de 1968. Entre tanto, Michel Foucault –conocido por sus estudios de cómo los regímenes políticos necesitan disciplinar a partir de la creación de cuerpos dóciles– publicaba el primer tomo de Historia de la sexualidad en 1976. Ello significa que la noción de política del sexo acuñada por este filósofo francés, como producto de un discurso político que el poder dominante utiliza en cada época histórica para controlar la sociedad de su tiempo, había sido concebida por el pensamiento feminista radical en los años 60.

La historiadora italiana Silvia Federici analiza cómo la sexualidad, la procreación y la maternidad se han colocado en el centro de la teoría feminista y de la historia de las mujeres. Con un criterio a contrapelo del marxismo ortodoxo, esta pensadora recupera la triangulación necesaria entre las categorías de sexo, raza y clase para reconfigurar el discurso sobre las mujeres, la reproducción y el capitalismo:

Las feministas han sacado a la luz y han denunciado las estrategias y la violencia por medio de las cuales los sistemas de explotación, centrados en los hombres, han intentado disciplinar y apropiarse del cuerpo femenino, poniendo de manifiesto que los mismos han constituido los principales objetivos –lugares privilegiados– para el despliegue de las técnicas de las relaciones de poder. (80)

Efectivamente, la enorme cantidad de estudios feministas que se han producido desde principios de los años 70 acerca del control ejercido sobre la función reproductiva de las mujeres, los efectos de las violaciones, el régimen de maltrato y la imposición de belleza como condición de aceptación social, constituyen una contribución fundamental al discurso sobre el cuerpo en nuestros tiempos. Por lo tanto, Federici considera errónea la atribución de este hallazgo, en forma exclusiva y por parte de la academia, al filósofo francés. Y así defiende su postura: “Las feministas han acusado al discurso de Foucault sobre la sexualidad de omitir la diferenciación sexual, al mismo tiempo que se apropiaba de muchos saberes desarrollados por el Movimiento Feminista”. (81) Como señala la socióloga Mabel Campagnoli: “Foucault no considera particularmente la operación de género en su análisis del dispositivo. Millet revela el carácter político de la sexualidad y sus implicancias para las mujeres, cuestión no relevada por este autor”. (82) Esta crítica resulta sumamente acertada porque encuentra en sus conceptos las marcas de la producción feminista, si bien lo significativo sería que las ideas se expandan hasta el punto de no disponer de una propiedad intelectual y, en cierto modo, olvidar de dónde salieron. Lo importante reside en apropiarse de las herramientas de liberación.

Por lo demás, este movimiento maduro y en ascenso arrojó un emblema tan trascendente que se instituyó como el paradigma ideológico del feminismo hasta nuestros días: “Lo personal es político”. A decir verdad ese enunciado, supuestamente anónimo, recorrió el mundo, ganó popularidad como un grito de guerra feminista y se oyó con frecuencia, hacia fines de los años 60 y principios de los 70. Fueron varios los nombres de las activistas de grupos encumbrados a las que se les adjudicó su sello. Siempre este tema ha sido objeto de debate y, lo más probable, es que se trate de un lema no atribuible a una sola persona sino más bien a una producción intelectual colectiva interdisciplinaria y de reflexión crítica acuñada por el feminismo de la Segunda Ola, que habilitó tanto a las mujeres como a otros grupos subalternos, también, a interpretar el orden jerárquico y desigual que regula el régimen de lo íntimo y de lo privado, a enfocar el cuerpo en sus relaciones con el poder, la violencia y la sexualidad.

Para volver a las palabras de Campagnoli, ella considera que “para dicho movimiento ese eslogan representaba tanto un proyecto político como un espacio político. La politización de los cuerpos y de las sexualidades permitió desocultar la neutralidad de lo público y evidenciar el carácter socio-histórico de las relaciones íntimas y de la construcción de las subjetividades”. (83) “Siento mi casa como una trampa”, bramaba la escultora Louise Bourgeois, famosa por su monumental araña Maman de más de nueve metros de largo.

LA HETEROSEXUALIDAD EN LA MIRA

Así, comenzada la década del 70, varias tendencias feministas coincidieron en que la propuesta “la política del cuerpo” desempeñase un papel fundamental en el debate sobre la sexualidad femenina y los cambios implicados en los distintos órdenes. A partir de ese ideario, se cuestionaba lo que hasta ese entonces era considerado el patrón normal de la sexualidad.

Con tenacidad, las activistas suscribían la idea de que el cuerpo femenino estaba disciplinado para cumplir los férreos intereses de las normas heterosexuales. En aquellos días, estas preocupaciones eran francamente luminosas. Se advertía sobre la enajenación de los cuerpos al servicio de las necesidades del estado, de la iglesia, de las grandes corporaciones médicas y, en especial, de los varones con los que convivían. Abrieron caminos de reflexión pero también provocaron osadas batallas. Era preciso entonces explorar nuevas formas de acercamiento erótico. Y así fue que, junto con el placer físico prometido por el régimen heterosexual, se derrumbaron, como en el crepúsculo de los dioses, el orgasmo vaginal, la penetración y la pretendida frigidez femenina. Al evaluar las conquistas a partir de las propias experiencias, el orgasmo clitoriano, la masturbación, el lesbianismo y, en general, la relación con el propio cuerpo se convirtieron en requerimientos fundamentales del movimiento feminista. Demandas de este orden ofrecían una fuerte carga liberadora que estimulaba una lucha de la política sexual al tiempo que se valoraba la experiencia personal como fuente de conocimiento, en el extremo opuesto de las teorías investidas tanto por la medicina como por la religión.

Esos modos de placer ajustados a la decisión femenina ganaron la delantera. Quien corrió la cortina para mirar dentro de la cama fue Christiane Rochefort, la famosa novelista de El reposo del guerrero. En un escrito al respecto, puso blanco sobre negro al decir que “el coito es convencional no por su posición sino por su toma de posición, y que cuando es utilizado, desviado, institucionalizado, no tiene de sexual más que la ubicación”. (84) Y con intenciones de ventilar algunos trapitos al sol, su crítica apuntó en dirección al miembro viril: “El poder está en la punta del falo, entonces que se lo metan de nuevo en el pantalón. Envuelto en el pañuelo, en caso de necesidad”. (85) Por lo tanto, ese vergel del gozo femenino (mediante la unión tradicional), que también la revolución sexual prometía como un edén de pronto alcance, sucumbió al ser rebatido por la mayoría de los textos inaugurales de aquel momento. Hubo una disputa cuerpo a cuerpo con el régimen heterocentrado –aunque no se conocía bajo esa denominación– porque las mujeres podían privarse de la penetración clásica e igualmente garantizar, por cuenta propia, su orgasmo.

Tanta agua fue al cántaro que al final se propuso como panacea de la liberación feminista la abstención sexual con los varones. Por cierto, los argumentos no faltaron. A Roxanne Dunbar la indignaba ver cómo sus pares agachaban la cabeza: “Las mujeres deben, por supuesto, tener el control de sus cuerpos y no sentir nunca que deben someterse a las relaciones sexuales por temor a perder a un varón. Parece evidente que el problema sexual es un problema del hombre y que él tendrá que elaborarlo. Ellas han estado aceptando esa responsabilidad durante demasiado tiempo. Ahora deben hablar de estrategias políticas, no de sexo”. (86)

A las casadas se les permitía amar, hacer el amor, gozar de hacer el amor, solo con sus maridos. Estaban privadas de tener sexo previo al matrimonio, por lo tanto, no había modo de comparar. En ello consistía el secreto de la virginidad. Así, dominadas y oprimidas por las represiones y los miedos, simulaban una entrega no siempre sentida ni correspondida. Sin ir más lejos, Dana Densmore desnudó la serie de hartazgos de las féminas para alcanzar la consumación amatoria: “¿Es acaso una solución salir a coleccionar orgasmos para compensar todos esos años frustrantes, lamentables? Pero lo peor es que aun con una perfecta satisfacción sexual, con un placer libre de culpa, seguimos oprimidas. Después de todo, suficientes mujeres se arreglaron lo mismo para tener orgasmos y seguir oprimidas, sometiéndose completamente a la voluntad del hombre y adorando ser mujer y todo lo que ello lleva implícito”. (87)

De este modo, las nuevas reivindicaciones, sostenidas por las tendencias radicales que pugnaban hacia la construcción de una cultura de mujeres, profundizaron el ámbito personal y se organizaron para posicionarse políticamente respecto de la determinación de interrumpir un embarazo no deseado. Se razonaba que cada una podía decidir sobre el destino de su fecundidad, sin arriesgar en ello la salud, la libertad o la vida. Han sido esas mismas activistas las que transformaron el aborto, de un hecho personal y privado, a uno político y público. Entonces, con ese marco ancho y vasto se visibilizó la práctica clandestina como una de las caras más cruentas de la sexualidad femenina.

Así, hacia fines de 1970, el reclamo del aborto libre y gratuito dejó de ser una consigna más de las agendas radicalizadas para constituirse en un discurso elaborado a partir de las categorías teóricas específicas y los datos estadísticos necesarios. Se inscribió en la órbita pública como un derecho civil con la demanda de una política del cuerpo. Por cierto, concebir un discurso particular sobre la práctica abortiva contribuyó a visibilizar el valor crítico de su contenido político frente a la imposición de la omisión y el silencio velado por parte de las instituciones en su conjunto.

PIENSO, LUEGO ACTIVO

Tanto la narración personal, los manifiestos de barricada como los documentos políticos elaborados por las activistas del MLM fueron decisivos para definir la retórica de una opresión común, tal cual lo reflejó el libro Sisterhood is powerfull (La Hermandad femenina es poderosa), publicado en 1970 por la poeta y fundadora del colectivo NYRM, Robin Morgan. Comenzaba el prefacio con un simple enunciado: “Este libro es una acción”. Dicho lema intentaba atrapar al lector desprevenido causando una colisión entre el mundo en general pasivo, elitista y refinado de la creación literaria y el mundo del underground del feminismo radical. No cabe duda de que el vínculo entre las categorías enunciativas y el proyecto de emancipación se exhibió como una de las particularidades paradigmáticas del movimiento feminista y, específicamente, de su flanco intransigente. Así, tanto su oratoria como su ideología se presentaron en el perfil de textos pioneros –en su mayoría tesis doctorales–, en los manifiestos y en la inventiva de los grupos de concienciación.

Junto con La Hermandad es Poderosa todos los demás confeccionaron una diversidad de definiciones al propio malestar: ya lo había hecho Simone de Beauvoir en El segundo sexo (1949). Le siguieron La mística de la feminidad (1963) de Betty Friedan; Las mujeres: la revolución más larga (1963) de Juliete Mitchell; Política sexual (1970) de Kate Millet; La liberación de la mujer: año cero (1970), de Christiane Rochefort y otras; El eunuco hembra (1971), de Germaine Green; La dialéctica del sexo (1971) de Shulamith Firestone; ¿Qué define a las mujeres? (1971), de Maggie Benston; Escupamos sobre Hegel (1972), de Carla Lonzi; Les guerillères (1969) y El cuerpo lesbiano (1973), de Monique Wittig; La política de la liberación de la mujer (1975), de Jo Freeman.

De estas producciones, las de Beauvoir, Lonzi y Firestone representan planteos significativos sobre el tema del aborto voluntario más allá de que son una proclama confrontativa. Beauvoir lo analizaba en estos términos: “Existen pocos temas respecto a los cuales la sociedad burguesa despliegue más hipocresía: el aborto es un crimen repugnante, y aludir al mismo es una indecencia. El que un escritor describa las alegrías y los sufrimientos de una parturienta es impecable; pero si habla de una mujer que ha abortado se la acusa de revolcarse en la inmundicia y de pintar a la Humanidad bajo una luz abyecta: ahora bien, en Francia se producen todos los años tantos abortos como nacimientos. Se trata de un fenómeno tan extendido, que es preciso considerarlo como uno de los riesgos normalmente implícitos en la condición femenina. El Código se obstina, aun así, en considerarlo delito: exige que esta delicada operación sea ejecutada clandestinamente. Nada más absurdo que los argumentos invocados contra la legislación del aborto. Se pretende que sea una intervención peligrosa”. (88)

En tanto, la filósofa italiana Lonzi bramó una verdad acallada: “La negación del libre aborto debe ser considerada parte del veto global que se ejercita sobre la autonomía de la mujer. No queremos continuar pensando toda la vida en la maternidad y continuar siendo instrumentos inconscientes del poder patriarcal”. (89) Y proseguía con un tono intransigente: “Desde Rivolta Femminile sostenemos que el número de abortos clandestinos que se calculan en Italia, entre uno y tres millones anuales, constituyen un número suficientemente alto para considerar derogada de hecho la ley antiaborto. Las mujeres arriesgaron la vida y el ostracismo civil y religiosos de un estado patriarcal, afrontando clandestinamente las prácticas abortivas, que continúan siendo consideradas el último recurso para liberarse de un proceso de gestación no deseado. Hoy nos rehusamos a aceptar la afrenta de que unos pocos miles de firmas, masculinas y femeninas, sirvan de pretexto para solicitar de los legisladores, de los varones en el poder, lo que en realidad ha sido el contenido expresado por millares de vidas femeninas que pasaron por la carnicería del aborto clandestino. Nosotras alcanzaremos la libertad de abortar –pero no una nueva legislación sobre el particular– al lado de esos millares de mujeres que constituyen la historia de la rebelión femenina”. (90)

Por último, Firestone propuso el aborto “dentro del estado de guerra en contra de la naturaleza y aunque se reconozca que la familia está arraigada a realidades biológicas como el hecho de que solo la mujer puede quedar embarazada; sin embargo, que aun así ella podría lograr su liberación a través de la absoluta revolución sexual de clases, eliminando el privilegio masculino y la distinción misma del sexo. Para asegurar la eliminación de las clases sexuales se necesita una revuelta de la clase inferior (las mujeres); la confiscación del control de la reproducción es indispensable no solo para la plena restitución a las mujeres de la propiedad sobre sus cuerpos, sino también para la confiscación (temporal) por parte de ellas del control de la fertilidad humana y del aborto a petición”. (91) Y finalizaba con un anuncio directo de contenido revulsivo: “Se destruiría así la tiranía de la familia biológica”. Además, en la publicación Notas del primer año, de junio de 1968, Firestone escribió un artículo dedicado enteramente al aborto. Por el contexto político en el que el feminismo irrumpió hacia mediados de la década del 60, el tema dejó de ser una preocupación central de la corporación médica y del Estado y sus políticas públicas de salud para transformarse en una demanda de los colectivos de mujeres.

Con sus plumas sueltas de osadía, ese conjunto de escritoras pioneras del MLM no sucumbieron al silencio. Todo lo contrario, sus lecturas reforzaron las acciones políticas para conquistar el derecho a decidir sobre el cuerpo, la interrupción voluntaria del embarazo y la denuncia de la violencia sexual. Con distintos matices, las feministas se movilizaron para promover y defender la legislación y liberar el aborto en casi toda Europa Occidental. Al mismo tiempo, provocaron una corriente de afinidades y cooperaciones internacionales entre agrupaciones feministas con desafiantes pronunciamientos colectivos, grupos de autoconciencia y ofrecimientos de servicios de aborto a cargo de los movimientos locales.

De allí que de todas estas intervenciones públicas sea posible elegir dos tipos de campañas a favor del derecho al aborto realizadas en el viejo continente y que, de formas diversas, replicaran sus debates como sus metodologías en la Argentina durante esos años díscolos en los cuales asomaban nuestras primeras agrupaciones feministas. Por ejemplo, aquellas organizadas tanto en Francia como en Italia y que, por más que mantuvieron su perfil particular, se enmarcaron dentro de esa gran burbuja exploratoria que fueron las luchas por el aborto libre y gratuito en Estados Unidos, en especial en Nueva York, sin olvidar la estrecha afinidad que mantenían con el feminismo canadiense y el inglés.

El traspaso se prolonga actualmente en nuestro país, en la medida en que el movimiento vuelve con insistencia al planteo sobre la ilegalidad del aborto. Es preciso reconocer entonces los sucesos, las sacudidas y las derrotas que dan cuenta de los comienzos y de los atavismos. De ese modo la historia, con sus intensidades y sus furores secretos, se constituye en el cuerpo mismo del devenir acontecido de la revuelta.

FRANCIA: ELEGIR LA CAUSA DE LAS MUJERES

Entre tanto, el activismo feminista galo se impregnó de un radicalidad similar a la estadounidense y al amparo de los tesoneros movimientos de izquierda, estimulado además por los acontecimientos de Mayo del 68 en París. Nació así el Mouvement pour la Libération des Femmes (MLF), en parte como herencia de la gran movilización que provenía de los grupos estudiantiles, de los círculos intelectuales y artísticos. En términos políticos, clamaban por acciones relacionadas con el cuerpo, es decir, una política sexuada dirigida a sus congéneres para alcanzar la autonomía y la identidad femenina.

El principio rector de esa época giraba en torno a la denuncia del sexismo y de la opresión de las mujeres en todos los órdenes. La historiadora Mary Nash hace saber que “una de las primeras declaraciones del MLF francés publicada en un número de la revista Partisana, de 1970, postulaba una guerra contra la opresión femenina en una radical denuncia del sistema patriarcal”. (92) Su peculiaridad consistía en el corte político que presentaba a raíz de un legado histórico vinculado con el comunismo, el trotskismo y el maoísmo. Sin embargo, aunque muchas de sus militantes salieron de las filas de las izquierdas, las corrientes más importantes del MLF se distanciaron de estas organizaciones e instituyeron ámbitos apropiados tanto para la acción como para la producción teórica. De hecho, se enmarcaban dentro del campo de estas vertientes ideológicas pero al margen de las estructuras partidarias, al considerarlas arcaicas y machistas. En cuanto a las propuestas de Nash, uno de los grupos más destacados fue Feministas Revolucionarias, fundado en 1970, y que contaba, entre otras, con la pensadora lesbofeminista Monique Wittig. Posteriormente, se abrieron librerías especializadas en diversas ciudades francesas. Asomaba entonces un espacio cultural, tachado por otros feminismos por su cariz netamente elitista. A semejanza del feminismo cultural estadounidense, el francés partía de la premisa de promover una cultura de mujeres desde lo que todas tenían en común: la sexualidad. Y era esa situación compartida la que además diferenciaba claramente un sexo del otro.

Las Feministas Revolucionarias optaron por la protesta pública como estrategia de actuación, pusieron énfasis en la identificación e identidad de las mujeres. Hicieron hincapié en el orden de las sexualidades, en el control de la natalidad y en la libertad de decidir como modo de erosionar el dominio masculino sobre sus propios cuerpos. En 1970, se lanzaron a implementar iniciativas performáticas que visibilizaran sus protestas para alcanzar la legalización del aborto. Evidentemente, no se equivocaron al adoptar metodologías de acción directa. Por ejemplo, una apelación al recuerdo consistía en la irreverente toma de lugares evocadores del honor patriótico que las llevó a colocar una corona de flores para la esposa desconocida sobre la lápida del soldado desconocido en el Arco de Triunfo. Esta acción fue percibida como un gesto de sacrilegio que ridiculizaba lo sagrado del universo francés, al ultrajar el ideario de coraje y de entrega de la vida masculina dentro de la lógica patriarcal que glorifica tanto la guerra como la muerte. La presencia de activistas que reclamaban el reconocimiento de las mujeres en tales atrios de orgullo nacional provocó la consternación y el rechazo generalizado. Otro giro de impertinencia resultó la marcha sobre la Bastilla, en 1971, un espacio emblemático de la historia francesa, para reclamar el derecho al aborto y al uso y difusión de los métodos anticonceptivos.

En ese mismo año impugnaron el significado del “Día de la Madre” y reivindicaron los derechos de las madres solteras. A la vez, denunciaron los crímenes contra sus pares en una marcha en París donde promovieron con otros grupos de todo el mundo el Tribunal Internacional sobre los Crímenes Contra las Mujeres.

Basarse en las experiencias personales como colectivas resultó la piedra angular de sus intervenciones y reflexiones feministas. Asimismo, eligieron la autogestión y la crítica al liderazgo para derivar en un movimiento autónomo sin grandes estructuras organizativas. La escritora feminista alejandra ciriza nos recuerda que fue “en 1971, en los días del proceso de Bobigny, cuando el juicio levantado contra cinco mujeres y una menor que habían abortado tras una violación fue elevado a la categoría de juicio político contra la ley de 1920 que penalizaba a las mujeres por abortar. La causa fue tomada y defendida por la abogada argelina Gisèle Halimi, feminista que constituyó, junto con Simone de Beauvoir y otras tantas más, la prestigiosa agrupación “Elegir la causa de las mujeres”. (93)

Cientos de famosas y destacadas de las artes, la literatura y las ciencias, tales como Jeanne Moreau, Christiane Rochefort, Violette Leduc, Dominique Desanti, Catherine Deneuve, Marguerite Duras, Monique Wittig y las propias Gisèle Halimi y Simone de Beauvoir firmaron el histórico documento conocido como el “Manifiesto de las 343 salopes”, atorrantas o putas, en castellano. Fue publicado en la revista Le Nouvel Observateur, el 5 de abril de 1971. Cuenta una leyenda que la idea surgió de Jean Moreau y la concretó la pluma de Simone. La verdad, no interesa demasiado quién fue su mentora, lo importante es que esta propuesta atesoró una significativa repercusión a nivel mundial. Las 343 salopes declaraban haber abortado y se exponían a ser sometidas a procesos legales hasta correr el riesgo de terminar en un calabozo. Además, reclamaban que el aborto fuera gratuito y libre durante las diez primeras semanas de gestación. Este accionar fue considerado el paradigma de la desobediencia civil, al menos en Francia. Ellas planteaban lo siguiente:

Un millón de mujeres abortan cada año en Francia.

Ellas lo hacen en condiciones peligrosas a causa de la clandestinidad a la cual están condenadas, cuando esta operación practicada bajo el control médico es de las más simples. Se sume en el silencio a este millón de mujeres.

Yo declaro ser una de ellas.

Yo declaro haber abortado.

De la misma manera que nosotras reclamamos el libre acceso a los medios anticonceptivos, reclamamos el aborto libre. (94)

Mientras las movilizaciones se expandían por todo el país, surgió el Movimiento de la Liberación por el Aborto y la Contraconcepción (MLAC), que abrió clínicas abortistas ilegales. Luego de la acción de visibilidad llevada a cabo por las feministas, en 1973, irrumpió un manifiesto de 345 médicos que admitían haber practicado abortos. Por lo tanto, se declaraban a favor de interrumpir los embarazos en hospitales públicos. En consecuencia, en enero de 1975, el parlamento galo aprobó la ley que despenalizaba el aborto durante las diez primeras semanas de gestación, siempre con el consentimiento de un profesional de la salud. Fue presentada por la diputada Simone Veil, abogada superviviente del Holocausto, durante la presidencia de Valéry Giscard d’Estaing.

Luego de aquella victoria, el MLAC se oscureció durante un período hasta que decidió retornar a la política del socorrismo en la clandestinidad frente a las limitaciones que presentaba la norma legal, que no consideraba los casos de las mujeres que no cumplían con determinada edad como tampoco el caso de las extranjeras. Sumado a ello, se presentaba además la objeción de conciencia por parte del cuerpo médico que se oponía a realizar abortos. De allí que el feminismo haya retomado el accionar directo y atendido cuestiones en las que no reparaba la ley. Efectivamente, una vez visto cómo se desencadenarían las tensiones por lo no contemplado, el activismo logró resolver a su manera las dificultades presentadas.

De esta manera, miles de mujeres en revuelta salieron a las calles con el emblema feminista de las manos en forma de triángulo, que representa la vagina. Por más que haya pasado el tiempo, resulta imposible olvidar el conmovedor salvataje entre las mismas y la capacidad de configurar redes y articulaciones para una conquista tan anhelada. Como una corriente caudalosa que no admite contención, estos dos acontecimientos analizados en Francia (lo mismo sucedió en Italia), acompañaron estas tres últimas décadas a una cantidad numerosa de países en América Latina, con una tradición de lucha frágil y discontinua relacionada con las sexualidades y los géneros. Por ejemplo, las triunfantes campañas del “Yo aborté” siguen alimentando anhelos de conquistas y de ahí su constante replicar de maneras disímiles, pese a los obstáculos y las prescripciones tanto del orden jurídico como consuetudinario, para quitar al aborto de su encierro.

ITALIA: LA LOTTA FEMMINISTA

Las italianas, incitadas por las francesas –tanto por la necesidad de crear una identidad propia como por la experiencia de los grupos de autoconciencia estadounidenses–, se manifestaron tempranamente, en 1966, en Milán, con el grupo Desmitificación del Autoritarismo Patriarcal (DEMAU), el cual establecía que: “las mujeres no son un problema social, sino que más bien han de plantearse el problema que la sociedad (les) crea a ellas”. (95) Surgido por iniciativa de Daniela Pellegrini, en sus comienzos se constituyó como una agrupación mixta. Se dieron a conocer a través de un manifiesto y luego su producción se caracterizó por la publicación de textos escritos por activistas de las diferentes izquierdas. Otra colectiva de significativa trayectoria fue Anábasis. Su fundadora, Serena Castaldi, al regresar de Estados Unidos intentó reproducir en Milán la experiencia de los grupos de autoconciencia en relación con las sexualidades y el aborto. (96)

El año 1970 se caracterizó por la activa participación del movimiento feminista en Roma. Por ejemplo, Lotta Femminista Pompeo Magno instó a todas las mujeres a salir a la plaza en ocasión de la “Primera Jornada Internacional para la abolición de las leyes prohibitivas del aborto”. (97) Al año siguiente, se constituyó el Movimento di Liberazione della Donna (MLD), asociado al Partido Radical (PR), una pequeña agrupación anticlerical, liberal y anticomunista, sin representación parlamentaria. Con el correr del tiempo, se presentaron distintos proyectos para el aborto terapéutico, de diferentes fuerzas políticas. Sin embargo, ninguno prosperó. Mientras tanto, el MLD estableció entre sus objetivos la lucha por el divorcio vincular, el aborto y la educación sexual. Al mismo tiempo, una variedad de tendencias de ultraizquierda promovían la revolución social por encima de la revolución sexual. También las socialistas y las comunistas avivaron sus cuestionamientos al feminismo entendido como una desviación burguesa al no privilegiar como demanda convocante la lucha de clases. En sus filas batallaban mujeres provenientes de partidos históricos como Lotta Continua, II Manifesto y Avanguardia Operaria. En verdad, el concepto de revolución socialista no logró articular lo suficiente como para contener los posicionamientos feministas en plena sacudida. Por lo tanto, sus activistas se enfrentaron contra dos fracciones potentes que atacaban en simultáneo. No solo recibían el embate por parte de la derecha católica sino también del partido comunista y del estudiantado.

Cuando se formaron los grupos feministas dentro de los sindicatos, lograron una expansión jamás pensada en todo el país. Entonces las militantes de las tendencias obreristas comenzaron a ensayar un enfoque diferente con respecto a esta corriente. Así, al resultarles inflexible reconciliar el feminismo con los cánones marxistas, decidieron pegar la retirada multitudinaria para ingresar de lleno en la lucha feminista y en la desobediencia sexual. A partir de ese momento, hubo una decisión política de relacionar las fuerzas dispersas con el objetivo de obtener legislaciones más aggiornadas en relación con el derecho de familia, el divorcio vincular y el aborto. En consecuencia, se inauguró un espacio de acuerdos dirigido a abolir las vetustas regulaciones que se arrastraban del régimen fascista y reflejaban la moral católica en su más pura expresión.

La Lotta Femminista aglutinó fuerzas del norte del país que tenían conexiones internacionales con Inglaterra, Estados Unidos y Canadá. Sin pérdida de tiempo, se constituyeron grupos de autoconciencia en Milán, Roma y Florencia. Tales cenáculos fueron adquiriendo una influencia notoria, dado que en cada ciudad funcionaba un grupo de mujeres con una comunicación permanente mediante sus redes de afinidades; sin olvidar la publicación de boletines, revistas y todo tipo de expresión impresa. En junio de 1973, sucedió que una muchacha fue procesada por haber abortado y condenada a tres años de prisión. Sin proponérselo, ella se convirtió en un símbolo de la lucha en torno de la cual se organizaron agrupaciones feministas, de sindicatos y partidos para visibilizar su práctica. A partir de ese momento, se pasó a la acción directa y comprometida con el método abortivo. El artículo “El aborto ya no es más un delito en Italia”, publicado en la revista Persona, de julio de 1981, sostiene que “este proceso se convirtió en un acta de acusación contra una sociedad con una doble moral. Las activistas del MLD que asistieron al Tribunal declararon también haber abortado”.

En 1974 se ganó el referéndum solicitado por las organizaciones católicas para derogar la ley que había aprobado el Parlamento. Para que esa consulta no cayese, Roma amaneció con miles de personas que marchaban por sus calles empedradas mientras el movimiento feminista activó por la defensa del divorcio vincular mediante acciones callejeras y nuevas formas de intervención pública, lo cual generó una acumulación de experiencia. Por un lado, provocó la articulación de grupos de mujeres que funcionaban de manera autónoma. Por el otro, después de lograda esta conquista el feminismo se fortaleció de tal manera que se impuso ir por más.

Un año después, la lucha por la legalización del aborto y la liberación de los anticonceptivos se intensificó por una cantidad de factores que incidieron para desplegar acciones con un rumbo estratégico: 1) el crecimiento del movimiento feminista; 2) la victoria del referéndum para el divorcio vincular en 1974; 3) la iniciativa del PR junto con agrupaciones feministas dispuestas a abolir un punto del Código Penal que prohibía la propagación de anticonceptivos y aborto; 4) La sentencia de la Corte Constitucional que ampliaba los casos de aborto terapéutico en caso de necesidad. En fin, todos estos elementos pusieron más en evidencia la necesidad de una ley de aborto. (98)

No obstante, hubo que esperar hasta ese año para obtener la independencia del uso de la anticoncepción; se crearon centros de asesoramiento sobre salud familiar que funcionaban como asambleas de mujeres para discutir sobre la sexualidad y sobre los dispositivos médicos en las pacientes. (99) La presión se hacía evidente en las calles de Roma, Milán, Florencia, con gigantes manifestaciones en las que participaban mujeres llegadas de todas partes del país. El consenso fue creciendo gracias al trabajo cara a cara en los consultorios, en los grupos de reflexión, las volanteadas en los barrios, en las puertas de las fábricas y en las escuelas secundarias. Simultáneamente, dentro del movimiento feminista se profundizaba el debate en torno a determinar cuál sería la estrategia acorde a la coyuntura. Por un lado, convocar a un referéndum. Por el otro, presentar un proyecto de ley sobre despenalización. A favor de la primera medida se encontraban los grupos relacionados con el PR, con un claro recelo hacia los virajes ideológicos que podían presentar los y las legisladoras en el Parlamento. Mientras que a favor de la segunda propuesta se nucleaban las militantes comunistas agrupadas en la Unión de Mujeres Italianas (UDI). Ellas temían perder dicha consulta y además obtener la despenalización sin una debida reglamentación. Pese a las diferentes posiciones, el movimiento feminista en su conjunto se albergó bajo un lema convergente: “Aborto libre para no morir, anticonceptivos para no abortar”. Sin mayores reservas, la Democracia Cristiana y el Movimiento Social Italiano, ambos capitaneados por la iglesia católica, notaban que no todo estaba bajo control. De allí que constituyeran el Movimiento por la Vida, abocado a organizar misas y acciones de repudio contra la avanzada de las mujeres y sus compañeras y compañeros de ruta.

Mientras tanto, el movimiento feminista organizó un programa llamado Soccorso Rosa (Socorro Rosa). ¿En qué consistía este proyecto de jugado color? Asistir a las mujeres de diferentes regiones del país que deseaban realizar un aborto. “Para ello las feministas se lanzaron a practicarlos en domicilios particulares o reuniéndose en oficinas o en sótanos, donde las mujeres recibían ayudan”. Siguiendo el traqueteo de estas ingeniosas activistas italianas, en el artículo anteriormente citado de la revista Persona se hacía referencia a que “se fundaron centenares de consultorios y centros de asesoramiento sobre métodos anticonceptivos mientras allí se realizaban abortos gratuitos”. Estas iniciativas no solo se organizaron en centros urbanos sino también en pequeñas zonas campesinas de Calabria y Sicilia.

El ejemplo se esparció como un reguero de pólvora y una diversidad de luchadoras se congregó alrededor de uno de los motores centrales en la batalla por la conquista de la legalización de dicha práctica como fue el Coordinamento Romano Contraccezione Aborto (CRAC). Fundada por Simonetta Tosi, esta red, constituida por un número importante de médicas, se convirtió en una herramienta imprescindible para convocar a protestas masivas. Asimismo, se volcaron de lleno a llamamientos públicos por la difusión y liberación de los métodos anticonceptivos y por el reclamo de un aborto digno y sin riesgos. Además, realizaban charlas sobre sexualidad, grupos de reflexión, provisión de métodos y hasta habían aprendido a practicar abortos con el método Karman durante los tres primeros meses de embarazo, en momentos trascendentes de controvertida polémica.

También comenzaron a financiar chárters a las clínicas de la ciudad de Londres, para realizar abortos después de los 90 días, debido a que tal recurso había sido despenalizado en 1967. En aquellos años Inglaterra era uno de los pocos países de Europa que tempranamente autorizó la práctica abortiva. Por lo tanto, mujeres de otras nacionalidades, colores y religiones cruzaban a la isla para acceder a esta intervención sin correr riesgo alguno dado que la prestación médica del Servicio Nacional de Salud de Gran Bretaña se caracterizaba por su seguridad y eficiencia. (100)

El 20 de junio de 1976, se convocó a elecciones generales. El movimiento feminista llamó a votar por partidos de izquierda que estuviesen comprometidos con causas emblemáticas que eran sus propios escudos de trincheras, entre ellas: a igual trabajo, igual salario; aborto libre y gratuito, venta libre de anticonceptivos a cargo del seguro social, guarderías y jardines de infantes. Fueron elegidas 80 representantes para el parlamento, ámbito en el que se desarrollaban alianzas entre partidos laicos para conquistar un proceso de secularización del Estado, sin poner en riesgo la estabilidad institucional. Fue en ese ámbito que se lanzó una campaña para reunir firmas con el objetivo de presentar un proyecto de ley para el aborto terapéutico. (101)

A lo largo de estas confrontaciones políticas e ideológicas y de sus experiencias sustanciales, el movimiento feminista italiano, con sus diferentes tendencias, adquirió fuerza y significación para el desarrollo de una teoría como la de Estados Unidos. Así, se caracterizó por ser una corriente sin estructuras centralizadas, radicada de acuerdo con los escenarios regionales, marcados por las diferencias entre el Norte y el Sur, además de contar con una movilización constante que no menguaba. Al año siguiente, las integrantes de la famosa Librería de las Mujeres de Milán abogaron por la conquista de la despenalización del aborto. No así su legalización, ya que para ellas significaba someterse a normas elaboradas por los varones.

En esta dirección, la acreditada teórica Rossana Rosanda afirmó que la legalización implicaba el reconocimiento de una sexualidad femenina sometida. De este modo fue que la mayor parte de los colectivos de Turín y Milán no levantaron la consigna del aborto libre y gratuito, tal como lo demandaba el feminismo de la época, sino que plantearon la divergencia entre despenalizar y legalizar. De acuerdo con esta nueva mirada, los conflictos en la diferencia sexual no debían ser reivindicados mediante el soporte legal que operaba como dispositivo del domino del varón. Por otra parte, planteaban que de nada servía que las normas diesen valor a las mujeres si estas de hecho no lo tenían. Para esta corriente del feminismo de la diferencia, las estructuras sociales, jurídicas, políticas y científicas habían sido desarrolladas históricamente por el pensamiento masculino y pretendían mostrarse como neutras.

El 10 de julio de 1976, un accidente industrial ocurrido en una pequeña planta química generó una nube de gas de una sustancia altamente maligna que se expandió como un manto negro sobre la ciudad de Seveso, al norte de Milán. De inmediato, ante los posibles riesgos de contaminación, 462 mujeres exigieron a los consultorios médicos no proseguir sus embarazos. La jerarquía de la iglesia, junto con la corporación médica, insistían en que el feto era una vida humana. Recién en mayo de 1978 se aprobó la Ley N° 194, con 308 votos contra 260, que contenía “Normas para la protección social de la maternidad y sobre la interrupción voluntaria del embarazo (IVE)”. Dos años más tarde, hubo un referéndum convocado por el Movimiento por la Vida para derogar la ley ganada. Los resultados de dicha consulta fueron rotundos sin temor de volver atrás como proponía la iglesia católica. Así, Italia transmitió un ejemplo que provocó ondas expansivas de admiración: conquistar el aborto legal en una sociedad que había sido gobernada durante 40 años por un partido católico, la Democracia Cristiana.

A MODO DE CODA

Como una corriente caudalosa difícil de contener, estos dos acontecimientos analizados en Francia e Italia acompañaron a lo largo de estas tres últimas décadas a una cantidad numerosa de países de América Latina, con una tradición de lucha frágil y discontinua relacionada con las sexualidades y los géneros. Por ejemplo, las triunfantes campañas del “Yo aborté” siguen alimentando anhelos de conquistas y de ahí su constante replicar de maneras disímiles, pese a los obstáculos y las prescripciones tanto del orden jurídico como consuetudinario para liberar al aborto de su prisión.

Al hilvanar situaciones, reflexiones y testimonios en cuanto al derecho a decidir de las mujeres, hubo una puesta en marcha de los movimientos feministas en América Latina y el Caribe –tal como México, Nicaragua, Brasil, Perú, Colombia, Chile, Uruguay, entre otros tantos– que dio sentido a la necesidad de conquistar una legislación que arrancase al aborto de su clandestinidad y, a la vez, apuntara a profundizar la noción de soberanía sobre sus propios cuerpos. Pese a todo lo explicitado, en los años 70 las feministas locales incorporaron, tanto a sus debates como a sus acciones, los contenidos pensados y escritos por sus pares de las naciones imperiales, aunque unos y otros se diferenciarían por sus tiempos y ritmos desiguales. Se debió esperar hasta comienzos de los años 80 para que se derrumbaran, unas tras otras y con las particularidades de cada nación, las tiranías criminales. Con los esfuerzos de las mujeres organizadas en acciones grupales, el aborto volvió a sentar bandera.

En fin, todas estas historias refieren entonces a una absoluta batalla cultural, terreno del régimen heterocapitalista, ya que supone “romper con todas las prohibiciones y con todas las cadenas mediante las que se reconstruye y se reconduce la individualidad normativa”, como afirma Michel Foucault en su libro Microfísica del poder, cuando convoca a hacer saltar el cerrojo a la hora de decidir sobre nuestro propio cuerpo. Incluso estar sujetas a la regla jurídica conduce invariablemente a configurar soberanías sometidas y adaptadas a su destino. O sea, legitimar el aborto por fuera del marco de la ley es una de las estrategias de resistencia que conlleva la ofensiva de “des-sometimiento” de la voluntad de poder de las mujeres.

1. El castellano es una lengua de géneros, es decir, que posee morfemas distintivos del género femenino y del masculino, mientras que perdió el neutro. Además, la diferenciación binaria intensificó la hegemonía del masculino como un valor universal. “Lo que no se nombra no existe”. Desde hace décadas quienes ensayamos un uso no sexista de la lengua desde la escritura utilizamos nuevas convenciones para lograr ese fin. Al principio se empleaba el protocolo de la a/o. Luego se usó la arroba. En la actualidad, los textos queer recurren a la x. Esta aclaración se presenta porque todas las personas comprometidas con la redacción de este libro decidimos adoptar esta última convención.

2. Wilhelm Reich, La revolución sexual. Para una estructura de carácter autónoma del hombre, Barcelona, Planeta, 1985, p. 95.

3. Idem, p. 161.

4. “Hubo una reestructuración del capitalismo y un avance en la internacionalización de la economía con un crecimiento acelerado, que no podrá compararse con ningún otro momento histórico anterior. Se combinó en ese período de máxima expansión del siglo pasado el pleno empleo y una sociedad de consumo auténticamente de masas que transformó por completo la vida de la gente de los países desarrollados”; en Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, Buenos Aires, Crítica, 1998, p. 285.

5. Esta denominación se debe a que hubo una Primera Ola del Feminismo que se desarrolló, básicamente, en Inglaterra y en Estados Unidos, hacia fines del siglo XIX y principios del XX. Sus demandas, de cuño liberal pero también socialista, tenían como objetivo la igualdad ante la ley entre mujeres y varones, en el marco de la premisa de que todas las personas nacen libres e iguales. Por esta razón, convocaban a la conquista de los derechos civiles, políticos, laborales y educativos. Una de las caras más significativas de este feminismo quedó exhibido en la amplia movilización colectiva del movimiento sufragista internacional.

6. Juliet Mitchell, “Las mujeres: la revolución más larga” en Margaret Randall (comp.) Las mujeres, México, Siglo XXI, 1970, p. 122.

7. Karina Felletti, La revolución de la píldora. Sexualidad y política en los sesenta, Buenos Aires, Edhasa, 2010, p. 45.

8. Ágata Ignaciuk, Discursos feministas sobre el aborto y la anticoncepción; discursos feministas en Italia (años setenta) y Polonia (años noventa)”, Granada, Instituto de Estudios de las Mujeres, Universidad de Granada, 2002, p. 22.

9. Germaine Greer, Sexo y destino, Buenos Aires, Emecé, 1986, p. 159.

10. Giulia Galeotti, Historia del aborto, Buenos Aires, Nueva Visión, 2004, p. 159.

11. Ágata Ignaciuk, op. cit, p. 21.

12. Ágata Ignaciuk, “Memoria del Seminario Internacional Anticoncepción, maternidades y derechos de la salud en los siglos XX y XXI”, Aljaba, vol. 14, Luján, 2010, p. 8.

13. Greer, op. cit. p. 133.

14. Idem, p. 136.

15. Reich, op. cit., p. 216.

16. http://www.cronicas.org/pizzey01.htm.

17. Georges Duby, Michelle Perrot, Historia de las mujeres, Madrid, Taurus, 2000, t. 5, p. 615.

18. Gabriela Courrèges, “Periodismo escrito y mujer”, en Todo es Historia, n°280, Buenos Aires, 1990, p. 64.

19. Se publicó en inglés como The feminine mystic En castellano se lo conoce como La mística femenina y, también, como La mística de la feminidad.

20. Nancy Hollander Caro, “La posición de la mujer en los Estados Unidos: La realidad detrás del mito”, en Sur, Buenos Aires, 1970, p. 66.

21. Juliet Mitchell, “Antecedentes de los movimientos de Liberación de la Mujer”, en FEM n°5, México, 1977, p. 25.

22. Margaret Randall, Las mujeres, México, Siglo XXI, 1989, p. 67.

23. Declaración del Grupo Pro Liberación Femenina de Nueva York; en Margaret Randall, ibidem.

24. También el chauvinismo es conocido como patrioterismo; se define así a la creencia de que aquello que es del propio país es superior a lo que proviene de cualquier otro.

25. Idem, p. 68.

26. Hollander Caro, op. cit., p. 63.

27. Esta cita y todas las que aparecen entrecomilladas y sin nota al pie pertenecen a los Testimonios recogidos por la autora. El listado de las personas que dieron su opinión o aportaron la información se encuentra al final del libro.

28. Randall, op. cit., p. 10.

29. http://feministautonoma.blogspot.com.ar/2008/01/simo.ne-de-beauvoir-el-segundo-sexo-25.html

30. Marlene Dixon, “¿Por qué la liberación de las mujeres?”, en Otilia Vainstok (comp.), Para la lilberación del segundo sexo, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1972, p. 39.

31. Mildred Adams Kenyon, “El nuevo feminismo en los Estados Unidos”, en Sur, op. cit., p. 59.

32. Rosalind Petchesky, Aborto y Derechos de Mujeres. El estado, la sexualidad y la reproducción libre, Massachusetts, Northeastern University Press, 1990, p. 103.

33. Idem, p. 104.

34. María Arias, La liberación de la mujer, Barcelona, Salvat, 1973, p. 92.

35. En 1968, Firestone coeditó Notas del primer año: liberación de la mujer, una revista mimeografiada de veintinueve páginas a cargo del NYRW, donde se publicaban artículos elaborados por los grupos de discusión. Allí, la feminista dinamarquesa Anne Koedt puso en circulación su glorioso escrito “El mito del orgasmo vaginal”, luego recopilado en el libro La liberación de la mujer; año cero. Ella había llegado hasta lo más hondo: “Es necesario, pues, definir nuestra sexualidad. Hay que rechazar las ideas normales de sexualidad y ponernos a pensar en función de una satisfacción nuestra”. Koedt sostenía que el orgasmo femenino se alcanzaba exclusivamente mediante el clítoris. Sin embargo, para la sexualidad de las mujeres no tenía importancia ya que se alineaba en torno al placer masculino. Para ese entonces, ese ensayo se había convertido en un clásico de la lectura feminista. Luego, en 1970, ambas editaron Notas del segundo año: el feminismo radical. Desde sus páginas, se planteaba lo que serían las preocupaciones fundamentales para el movimiento emergente: el significado de la libertad sexual, el del placer sexual, las raíces psicológicas de la dominación masculina más la subordinación femenina.

36. Su título remitía a la consigna levantada en 1912 por las hilanderas de Massachusetts en una toma de fábrica que unió a miles de mujeres inmigrantes en el reclamo de mejoras en las condiciones de trabajo como así también el derecho a sindicalizarse.

37. Kathleen McAfee, Minna Wood, “Pan y Rosas”, en La Liberación de la Mujer, año cero, Buenos Aires, Granica, 1972, p. 30.

38. Mildred Adams Kenyon, “El nuevo feminismo en los Estados Unidos”, en Sur, op. cit., p. 59.

39. Idem, p. 163.

40. Idem, p. 105.

41. Idem, p. 106.

42. Idem, p. 173.

43. Idem, p. 176.

44. Idem, p. 176.

45. María Rosa Oliver, “La Salida”, en Sur, op. cit., p. 117.

46. Idem, p. 118.

47. Marvin Harris, La cultura norteamericana contemporánea. Una visión antropológica, Madrid, Alianza, 1981.

48. Ibídem.

49. Marlene Geber, Friedy Shelia Clark, ”Ampliando el acceso al aborto; la experiencia de los Estados Unidos”, en Klugman, Barbara y Debbie Budlender, Estrategias para el acceso al aborto legal y seguro. Un estudio en once países, Foro por los Derechos Reproductivos, Women´s Health Project, University of Witwatersrand, 2001, p. 141.

50. Esta experiencia será relatada con más referencias y profundidad en el capítulo “La gesta del aborto propio”.

51. http://www.gire.org.mx/documentos/subidos/Bol15.pdf http://www.rimaweb.com.ar/articulos/2013/just-call-jane/

52. Ibídem.

53. Pantheon Books fue fundada en 1942 por un grupo de intelectuales europeos que se radicaron en Estados Unidos para escapar del fascismo y el Holocausto. Publicaban obras izquierdistas de ficción y no ficción sin una hoja de ganancias y con pérdidas a la vista. En otras palabras, sus editores se enorgullecían de subsidiar el costo de publicaciones de menos éxito comercial pero social o intelectualmente importantes.

54. http://www.ourbodiesourselves.org/uploads/pdf/lhi.pdf.

55. Colectiva del libro de Salud de las mujeres de Boston, Nuestros Cuerpos, nuestras vidas. Un libro por y para las mujeres, Boston, 1976. http://www.ourbodiesourselves.org/publications/ncnvsp.asp

56 María Arias, op. cit., p. 79.

57. http://www.womenonwaves.org/es/page/650/who-are-we

58. Luis Bulffi, ¡Huelga de vientres! Medios prácticos para evitar las familias numerosas, Barcelona, Biblioteca de Salud y Fuerza, 1906.

59. Shulamith Firestone, Dialéctica del sexo: El caso de la Revolución Feminista, Barcelona, Kairós, 1976, p. 21.

60. Randall, op. cit., p. 8.

61. Susan Lydon, “La política del orgasmo”, en Otilia Vainstok, op. cit., p. 81.

62. María Arias, op. cit., p. 92.

63. Idem, p. 93.

64. www.redstockings.org

65. Sororidad proviene de soror, en latín “hermana”. Esta noción incluye algo más que la solidaridad. La diferencia radica en que la solidaridad define un intercambio que mantiene las condiciones como están; mientras que la sororidad lleva implícita la modificación de las relaciones entre mujeres. Sororidad se traduce como hermandad, confianza, fidelidad, apoyo y reconocimiento entre mujeres para construir un mundo diferente” Según, la antropóloga Marcela Lagarde es “una experiencia de las mujeres que conduce a la búsqueda de relaciones positivas y a la alianza existencial y política, cuerpo a cuerpo, subjetividad a subjetividad con otras mujeres, para contribuir con acciones específicas a la eliminación social de todas las formas de opresión y al apoyo mutuo para lograr el poderío genérico de todas y al empoderamiento vital de cada mujer. Asumir que cada una es un eslabón de encuentro con muchas otras y así de manera sin fin”. Ver: http://www.mujerpalabra.net/pensamiento/analisisfeminista/sororidad.htm) y Lagarde y de los Ríos, Marcela, Pacto entre Mujeres. Sororidad, Celem, Barcelona, 1997, p 126. Luego, hacia 1983, con el paso redoblado de la teoría feminista, el activismo intelectual de la Librería de las Mujeres de Milán acuñó el concepto de Affidamento. A grandes rasgos, esta idea hace referencia a la práctica de la mediación entre mujeres, de forma que unas puedan apoyarse en el valor o el saber de otras. Se trata de un proyecto político: poner en juego en el mundo la diferencia femenina no a través de jerarquías sino de asociaciones para aprovechar los saberes mutuos y hacer frente a las necesidades comunes, a partir de la base de que existe disparidad entre las personas, dado que unas tienen más fuerza que otras o un conocimiento del que las demás no disponen. En efecto, Affidamento consiste en encomendarse a una mujer más fuerte para sustentar el propio deseo, o para darse valor. Así, una corriente del feminismo radical aseveraba que las mujeres constituían una clase social y, por lo tanto, estaban dominadas como clase. De allí que sus problemas no fueran individuales o entre personas como se suele pensar sino que, básicamente, representaban conflictos políticos. Ver: Colectivo de la Librería de Mujeres de Milán, No creas tener derecho, Madrid, Horas y horas, 1991, p. 238.

66. Diane Schulder, Florynce Kennedy, Aborto ¿derecho de las mujeres? Testimonios de mujeres que han sufrido las consecuencias de leyes, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1973, p. 113.

67. La traducción en castellano sería, aproximadamente, Sociedad para la Eliminación de los Hombres. María Arias, op. cit., p. 92.

68. Randall, op. cit., p. 65.

69. “Liberación femenina”, en Otilia Vainstok, op. cit., p. 187.

70. “Un grupo de militantes proponemos” en La liberación de la mujer: año cero, op. cit., p. 100.

71. Leda Trejos Correia, “Grupos de concientización de mujeres: Aportes metodológicos para el trabajo con mujeres”, en Nilsa M. Burgos Ortiz, Sara Sharratt, Trejos Correia, Leda M, La mujer en Latinoamerica: perspectivas sociales y psicológicas, Buenos Aires, Humanitas, 1988, p. 46.

72. Kathleen Mc Afee, Minna Wood, op. cit., p. 21.

73. Shulamith Firestone, en Otilia Vainstok, op. cit., p. 213.

74. Reich, op. cit., p. 20.

75. Idem, p. 37.

76. Idem, p. 22.

77. Dixon, op. cit., p. 34.

78. Millet, op. cit., p. 85.

79. Idem, p. 85.

80. Silvia Federici, Calibán y la Bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Buenos Aires, Tinta Limón, 2011, p. 29.

81. Idem, p. 30.

82. Mabel Campagnoli, “El feminismo es un humanismo. La década del 70 y lo personal es político”. En Andrea Andújar, Débora D’Antonio y otras (comps.) Historia, género y política en los 70, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras (UBA), Feminaria, 2005, p. 155.

83. Idem, p. 161.

84. Christiane Rochefort, “El mito de la frigidez femenina” en La liberación de la mujer: año cero, op. cit., p. 92.

85. Ibídem.

86. Dunbar, “La Liberación Femenina como base de la Revolución Social”en Otilia Vainstok, op. cit., p. 115.

87. Dana Densmore, “Independizarse de la revolución sexual”, en Otilia Vainstok, op. cit., p. 139.

88. Simone de Beauvoir, El segundo sexo, Madrid, Cátedra, 2005, p. 211. (La primera edición de Gallimard es de 1949).

89. Carla Lonzi, Escupamos sobre Hegel y otros escritos de liberación femenina, Buenos Aires, La Pléyade, 1978, p. 16.

90. Idem, p. 59.

91. Shulamith Firestone, La dialéctica del sexo, Barcelona, Kairós, 1976, p. 20.

92. Mary Nash, Mujeres en el mundo. Historia, retos y movimientos Barcelona, Alianza, 2004, p. 18.

93. alejandra ciriza, “Simone de Beauvoir. Del cuerpo, la libertad y la sexualidad”, Baruyera, n° 6, Buenos Aires, 2009, p. 12.

94. Comisión por el Derecho al Aborto, “ El segundo sexo cumple 50 años”, Buenos Aires, Nuevos aportes sobre aborto, 1999, p. 4.

95. María Garretas, Milagros Rivera, La diferencia sexual en la historia, Valencia, Universitat de Valencia, 2005, p. 30.

96. Paola Solorza, Cuerpo femenino y subjetividad. Ritos de pasaje: De la inacción al agency en Donna in Guerra, de Dacia Mariani, Artes & Humanidades, vol. I, California-USA, Buenos Aires, julio de 2013, p. 5.

97. Idem, p. 25.

98. “La cuestión del aborto en el feminismo italiano”, Nuevos aportes sobre aborto n° 1, 2, 3, Buenos Aires, Comisión por el Derecho al Aborto, 1990, p. 15.

99. Antonietta Cilumbriello, Daniela Colombo, en Klugman y Budlender, “La lucha por los derechos reproductivos en Italia”, op. cit., p. 227.

100. Erica Dummontel, “Las luchas de las mujeres y la ley de aborto en Italia”, IV jornadas de Atem -25 de noviembre, Buenos Aires, 1987, p. 8.

101. “El aborto ya no es más un delito en Italia”, Persona, año 2, n° 8, Buenos Aires, 1981, p. 21.

Historia de una desobediencia. Aborto y feminismo

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