Читать книгу Historia de una desobediencia. Aborto y feminismo - Creusa Muñoz - Страница 9
ОглавлениеII. VIAJERAS MILITANTES
Si al volver a la isla la encuentras pobre,
no creas que te ha engañado. Ítaca te dio
un maravilloso viaje. Sin ella, no habrías partido.
Pero ya no tiene más que darte. Serás rico
con todo lo que habrás ganado en el camino.
“Ítaca”, Constantino Kavafis
PEREGRINAS
El intenso valor depositado en el camino por las palabras de Kavafis, la primacía del recorrido que tutela esta página condensa el sentido del capítulo. Algo de lo narrado en el poema sostuvo las inquietudes de las viajeras militantes. Por más que esta clasificación parezca una entelequia, aunque reunirlas pueda parecer artificioso –por las diferencias naturales, que las hubo–, las viajeras existieron. Al caracterizar el perfil de estas argentinas de los años 70, lo que emerge es su condición de profesionales y universitarias y, además, su disponibilidad económica para viajar. Estas peregrinas se desplazaban de un lugar a otro con el propósito de explorar idearios, experiencias y materiales fuera de su suelo, para traerlos e instalarlos en beneficio de sus congéneres. En líneas generales, trasladaban obras, acciones y pensamientos de otros continentes, otros idiomas y otras culturas. Seguramente, a semejanza de la composición poética de Kavafis, estas mujeres marcharon de su terruño para satisfacer la búsqueda de contenidos políticos y teóricos feministas, aunque ello implicara traspasar fronteras, arriesgarse por países transatlánticos: el hallazgo les resultaba indispensable e insustituible.
Iban y volvían y también vivían por un tiempo en las “usinas” que generaban esos contenidos: Nueva York, San Francisco, Londres, Roma, Milán y París. No solo se apersonaron para ser espectadoras o partícipes de los acontecimientos en ebullición en esas grandes metrópolis, también tomaban contacto con las producciones de ideas y textos claves del feminismo. De ahí su partida. Los ejemplos abundan a pesar de las diferencias de clase, de edad, de horizontes: Victoria Ocampo, María Rosa Oliver, Otilia Vainstok, María Luisa Bemberg, Gabriella Christeller, Marysa Navarro, Isabel Larguía, Linda Jenness, Martín Sagrera Capdevilla (viajero español que vivió en nuestro país) entre otros tantos casos. Si bien Mirta Henault, María Elena Oddone y Nora Ciapponi no se trasladaron a otros epicentros ni abandonaron Buenos Aires, igualmente cumplieron con el designio de viajeras militantes al pedir en préstamo lo que ellas habían detectado como importante en el pensamiento estadounidense y europeo, con el fin de traducirlo y difundirlo entre sus pares.
Agrupar a estas personas tiene por objetivo escribir sus historias. Ya es hora de restituir sus voces, rescatar el aporte de esas mujeres del pasado hacia este presente, su contribución a las disidencias sexuales y otras minorías. Como sería un despropósito no aprovechar la oportunidad, retomamos las experiencias del siglo XX, un período en el que las mujeres empezaron a viajar solas por el mundo; con más frecuencia y en mayor número, desde la década de 1970. Algunas se movilizaban de modo original; otras, de acuerdo con las pautas tradicionales. Los motivos siempre resultaban heterogéneos.
Tal como lo dicta el rito de iniciación de las clases medias, la travesía podía inscribirse en la fase final de la educación universitaria, en la práctica de las lenguas extranjeras, que les abrían un horizonte interesante para su desempeño laboral posterior o, simplemente, como viaje de formación o aprendizaje de la vida. Entonces, a partir de esa década, fue posible para ellas cumplir con “la gran gira”, que equivalía al viaje iniciático permitido y estimulado desde mucho tiempo atrás a los varones. Las había traductoras, escritoras, científicas, activistas y artistas varias. En verdad, más que el periplo con fines culturales o turísticos nos interesa aquí el “viaje acción”, aquel por el cual ellas intentaron una verdadera “salida” para generar cambios en sus entornos políticos próximos. Para esta “transgresión”, era menester una voluntad de fuga, un espíritu de exploradora dispuesta a atravesar las distancias hasta sus confines, aun sorteando adversidades y movidas por una convicción política que las distinguía de las demás.
La gloriosa Emma Goldman, en sus memorias Viviendo mi vida, publicadas en Estados Unidos en 1931, otorgaba una importancia especial a los desplazamientos suscitados por su compromiso con el ideario anarquista y feminista. En esta misma dirección encontramos las vivencias personales unidas a los acontecimientos sociales, que solían operar como telón de fondo en autobiografías, epistolarios, diarios, relatos de viaje, bitácoras. A diferencia del conocido “viaje de iniciación”, en el que se parte de lo conocido para explorar lo inédito, en el “viaje militante” se lleva consigo un cúmulo de conocimientos previos –lecturas, criterios, imágenes, contactos, presunciones– para alcanzar el propósito, luego ratificado o corregido por las nuevas experiencias. También podría ser denominado gira o tour. Sin embargo, ambos conceptos encierran la noción de un paseo largo o corto con fines turísticos o recreativos. Y no es este el caso.
ATISBOS DE UNA LUCHA
Una forma de acción visible por parte de las viajeras militantes fue su compromiso con el feminismo que, históricamente, exhibió una voluntad y una inquietud del orden de lo internacional. Desde hacía tiempo, estas mujeres rastreaban la información y buscaban la formación por fuera de sus circuitos corrientes para obtener un aprendizaje en los centros operativos, los que concentraban conocimientos, nuevas intervenciones y polémicas totalmente ausentes en sus lugares de origen. Así sucedió con la presentación del debate del aborto entendido como un derecho de las mujeres sobre el control de su cuerpo y la reproducción acorde con los planteos del feminismo de los países centrales; sin olvidar su perfil blanco, etnocentrista y académico devenido en militante.
Con sus travesías hacia el Norte, tanto las luchadoras como las pensadoras del Sur de los años 70 tendieron un puente de aprendizaje y familiarización con las campañas por la legalización del aborto que llevaban a cabo sus congéneres en el exterior. Este flujo de corrientes y transferencias feministas podría ser revisado como una expresión más del colonialismo, en tanto movimiento de unificación del mundo a partir de la mirada civilizatoria de Europa primero y de Estados Unidos después. Desde este punto de vista, dicha crítica no resulta ajena a este mecanismo del rostro culto que aporta conocimientos a pueblos que carecen de ellos. En efecto, no siempre un viaje por sí mismo resolvía el rastreo del intercambio y la reciprocidad; por el contrario, a veces podía dejar al desnudo las contradicciones, la frontera cultural entre lo propio y lo ajeno. De la misma forma, las comprometidas lograron reconfigurar los traslados como aparejo para su propia capacitación y la de las demás. La despenalización del aborto fue una de esas polémicas privilegiadas que este ramillete de personas trajo bajo el brazo. Importaron la premisa del aborto legal y del derecho a decidir como una conquista a lograr por parte de las mujeres organizadas y la situaron entre el listado de reivindicaciones del feminismo local. Además, lo percibieron desde una inicial reflexión teórica y desde los modos de acción, con la influencia de las corrientes tanto estadounidenses como europeas. Damos por descontado que nadie se encontraba frente a un páramo, es decir, no se comenzaba desde cero.
En paralelo, la comunidad médica argentina había desplegado importantes discusiones sobre los efectos de la píldora anticonceptiva en la salud de las mujeres como así también relativos interés y preocupación sobre el aborto inducido en nuestro país. Por ejemplo, desde el campo de la obstetricia y la ginecología se desarrollaron encuestas, estudios de casos e investigaciones con respecto a la temática, dentro de un contexto de debate internacional en torno a la explosión demográfica y a los programas de control de natalidad. (1) Si bien el listado de producciones expertas era sucinto, abrió paso, desde el dispositivo médico, al reconocimiento del impacto del aborto sobre la Salud Pública, aunque no lograran incidir en el desarrollo de programas oficiales sobre planificación familiar. Más aún, el Estado no otorgaba ningún tipo de solución ni tampoco se cumplía con las formas previstas en el Código Penal en cuanto a los casos de abortos no punibles, situación que se repitió hasta el fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación del mes de marzo de 2012.
Pese al reconocimiento del problema tanto de parte de las voces feministas, por un lado, como de las voces médicas, por otro, no lograron cruzarse; peor aún: se desconocieron entre sí. Si algún sector de la Salud hubiese acompañado el ritmo del activismo, se podría haber orientado una estrategia a favor de la legalidad, al menos como un tema de debate público. Solo ciertas esferas de la comunidad médica y algunas experiencias educativas aisladas ubicaron la planificación familiar en el terreno de los derechos y defendieron la capacidad de decisión tanto de las parejas como de las mujeres. Lamentablemente, no fue lo suficientemente generalizado. En palabras de la sexóloga feminista Sara Torres, “las pocas instituciones privadas que trabajaban sobre planificación sexual en Buenos Aires, por más que dispusiesen de amplios recursos técnicos, económicos y de conocimientos, no mantenían diálogo con el feminismo local y menos con otros grupos próximos al marxismo”.
Así, se insertó la lucha por el derecho al aborto en los cenáculos feministas de Buenos Aires. Sea como fuere, la presencia de las viajeras militantes, emprendedoras de carácter decidido, marcaron el perfil del trasiego: en la publicación de textos, en la formación de grupos de autoconciencia, en las conferencias, en las calles, en los medios de comunicación, en las librerías, en el vínculo tête à tête con las consagradas figuras del feminismo dominante de esos tiempos.
CON UN PIE FUERA DEL AVIÓN
Pero hacia fines de 1970, las viajeras militantes alcanzaron un carácter menos excepcional, las andanzas de las mujeres perdieron la originalidad de las primeras décadas del siglo XX. De regreso a nuestro país se sentían favorecidas por haberse compenetrado con las luchas en otros continentes y luego volcaban el contenido, aunque no siempre en sintonía con la singularidad de sus experiencias. En ese pasado reciente, y aunque hayan transcurrido apenas cuatro décadas, todo se hacía a pulmón, paso a paso. Primero, se encaraba la búsqueda de la obra o materiales oportunos para difundir el tema en el país. Después, se hacían las traducciones con las herramientas disponibles y se publicaba en editoriales amigas o por cuenta propia. En consecuencia, las mismas traductoras podían ser después las editoras de la obra; con frecuencia cumplían ese doble papel sin mayores problemas. Publicar devenía una tarea común siempre en beneficio de las pares. Incluso, hacían memoria de las que no habían escrito pero sí vivido la experiencia de apostar a la acción. De más está decir que las viajeras militantes acompañaban la puesta en circulación de esos escritos inéditos en los círculos porteños con un sustancioso prólogo en el cual, con pelos y señales, se enfatizaba la trascendencia de incluir en la agenda de entonces polémicas inagotables comprometidas tanto con un cambio social como con la lucha por la liberación de la mujer.
A veces, si esas mismas viajeras no podían cruzar el charco, recopilaban artículos y ensayos de teóricas estadounidenses, canadienses, españolas y francesas, extraídos de publicaciones internacionales, y los reproducían en los medios locales. De ahí que no haya habido obras inéditas requeridas a sus autoras extranjeras, no eran textos autógrafos. Seleccionaban a casi todas las de cuño radicalizado. De acuerdo con los conceptos de alejandra ciriza y Eva Rodríguez Agüero, las viajeras militantes elegían a las pensadoras “por las que sentían admiración, o cuyos proyectos les parecían interesantes en términos teóricos, éticos y/o estéticos”. (2)
Hasta acá todo lo dicho habla de la forma en la que circulaban los escritos y los debates de un lado y otro. Sin darse cuenta, ellas hicieron algo que no se había realizado antes en la Argentina en cuanto al pensamiento feminista (3). Por supuesto que lo que hemos heredado de ese pasado reciente son versiones que probablemente no sobrevivieron por su calidad sino por tratarse de las primeras traducciones locales sobre tales temáticas. Seguramente nadie pretendía esconder que se trataba de traducciones caseras, artesanales, sin profesionalismo alguno, con giros lingüísticos difíciles de trasponer a nuestra lengua con la precisión que requería esa literatura para ingresar en el campo intelectual local. Efectivamente, no había recetas ni fórmulas preconcebidas; solo una cierta voluntad militante para lograr un diálogo cercano pero sin el desafío estético que implica el arte de traducir de un idioma originario al propio.
El testimonio de la escritora y editora feminista Mirta Henault, al encontrarse con el escrito clave de Juliet Mitchell, de 1963, es una muestra acabada de lo expresado. Si bien ella aún no había cruzado continentes, tal como afirma, “algo de inglés hablaba, entonces lo traduje rápidamente”.
Eso sí: de lo que estaban convencidas era de que lo que transcribían iba a ser eficaz para un público que se estaba congregando en pequeños grupos de estudio y formación, al menos en Buenos Aires hacia los inicios de los años 70. Por esa razón, el requisito de importar ese material debía cumplir una misión informativa para que sus congéneres no solo analizasen la sociedad en la que les tocaba vivir sino también sus propias condiciones de subalternidad.
VIAJERAS SUI GENERIS
Para completar la presentación de estas damiselas falta una nota de color. Integraba las filas del feminismo argentino una condesa italiana, radicada en la Argentina, Gabriella Christeller, nacida en 1924 en Milán, el epicentro de la moda europea. Quienes la miraban de reojo por su título de nobleza consideraban que su único mérito parecía ser su amistad con Simone de Beauvoir. Ambas se veían cada vez que Christeller viajaba a París. Otras la estimaban por su generosa contribución de bibliografía procedente de países lejanos y, también, en ocasiones, por el ejercicio de traducirlos. Se presume que ella introdujo en la agrupación los escritos de la Rivolta Femminile, junto con el libro Escupamos sobre Hegel, de Carla Lonzi, obra reveladora sobre la libertad de abortar. En palabras de Gabriella: “A Carla yo le tenía un gran cariño y estábamos siempre conectadas. No recuerdo en qué año mandé a traducir su famoso texto”. Y hubo una segunda vuelta. Además de viajar asiduamente por Europa también recorrió Estados Unidos. Por caso, la ciudad de Los Ángeles: “Por los años 60, yo me contacté con el feminismo estadounidense. Una funcionaria venezolana de Naciones Unidas me había dado dos archivos llenos de materiales relacionados con la situación de las mujeres. Me dijo que a nadie le interesaba y menos a los varones de ese organismo. Estaban escritos en español y en inglés. Algunos de ellos yo los traduje”.
La escritora feminista Leonor Calvera recuerda el temple de andarinas tanto de la productora y cineasta feminista María Luisa Bemberg como de Gabriella: “Eran viajeras impenitentes, nos traían el material casi en el mismo momento de aparecer. Nos sentíamos formando parte del mismo cuerpo, el mismo organismo que nuestras hermanas del Norte”. (4) La poeta Hilda Rais dijo al respecto: “Nadie más que ellas dos viajaban (o habían viajado) a USA y a Europa respectivamente. Las traducciones las hacía Leonor Calvera, probablemente Analisa Matiussi y también Nelly Bugallo, del inglés al castellano”. Y prosigue: “Teníamos poquísimo material al alcance. Algunos libros que habían traído de afuera Gabriela de Italia y María Luisa de Estados Unidos. Hacíamos fotocopias de muchos artículos”.
Pero quien dio un remate fue la consagrada periodista y diseñadora de modas Felisa Pintos, quien aún nos incita con sus notas. Dado que ella mantuvo una estrecha amistad con la Bemberg, puede dar cuenta de su aporte: “Hacía cine con su propio dinero y estaba al tanto del feminismo en general. Su tendencia era seguir a una publicación parisina, Torchon brulé (Trapo de cocina quemado), del conocido MLF. Además, María Luisa leía en todos los idiomas a la perfección, por lo cual accedía fácilmente a los materiales publicados en las principales urbes del viejo y nuevo continente, traídos dentro de sus maletas”. En una entrevista del diario Clarín, titulada “María Luisa Bemberg, la otra película”, la directora de cine se declaraba una viajera incansable y confesaba su amor por las travesías: “Como todos los argentinos, visitaba París, Londres, New York y algunas veces Roma”. (5) Cuando describía las demandas más sentidas por las mujeres con las que ella se comprometía, se identificaba con el feminismo blanco de la igualdad; sus reclamos se vinculaban más al mundo laboral y profesional, a la falta de acceso de sus congéneres a la participación política y su invisibilidad en los rangos del estado. (6)
En ese peregrinaje, algunas viajeras militantes impusieron el aborto voluntario en la agenda del activismo feminista local. La cuestión más gravitante era densificar el concepto de las políticas del cuerpo y el derecho a decidir, en debates relacionados con la sexualidad desligada del campo médico. Después de mucho investigar se sabe de buena tinta que la tecnología de la traducción encierra diversas espesuras, voces y matices: entre ello, encarna un sentido heterocolonial. En ese aspecto, a la hora de replicar producciones posiblemente se hayan expandido discursos que reposan en la consabida premisa “el saber es poder”. La producción suponía un desplazamiento, el tránsito de una realidad cultural a un contexto nuevo, un abrirse camino a través de la escritura. Ahora bien: una forma de tomar las riendas ha sido dilucidar lo que establecen alejandra ciriza y Rodríguez Agüero sobre ciertas especificidades de la traducción: “Se halla ligada, en realidad, más que al traspaso de una lengua a otra, a condiciones materiales que establecen relaciones asimétricas que marcan los intercambios culturales”. (7)
Por lo tanto, siguiendo esta línea de pensamiento, al instante de traducir un texto, en especial cuando se llevaba a cabo entre Norte-Sur, se ponían en juego mutaciones conceptuales, ruidos y mecanismos de poder culturales y políticos. No obstante, sin omitir la violencia de la conquista que desata el hecho de jerarquizar un saber de supremacía sobre otro colonizado, importa rescatar de nuestras viajeras militantes el arrojo de sus osadías al abrir un camino imposible de desandar, tal como fue la demanda del aborto libre y gratuito, escoltada por voces propias y también ajenas. Se las invitaba a colocar en palabras el registro de la desigualdad y la opresión de sus pares, en una sociedad convulsionada y frente a una coyuntura histórica particular, como fueron los años 70. Ese discurso anclado en el cuerpo y en la sexualidad, tal vez por el contexto histórico, no levantaba polvareda ni crucifijos en nuestro país. No se decía sí, pero tampoco no.
Es probable que, desde el presente, las malas lenguas caratulen a las viajeras militantes como señoras aristócratas, símbolos de un feminismo de ricas que se arrojaban a probar aventuras en las grandes ciudades, con viajes de coleccionistas y objetos suntuarios al estilo de los rancios conquistadores, o de iniciación cultural dentro de los cánones de una elite. Al contrario, se podría pensar que ellas ofrecían una perspectiva distinta e imponían un modelo que se encontraba lejos de lo convencional. No cabe duda de que administraban recursos económicos y relacionales que les permitían otras correrías más cercanas al modelo de su época y de su comunidad de pertenencia. Mejor dicho: disponían de un habitus cultural y social, como el sociólogo Pierre Bourdieu denomina al conjunto de esquemas generativos a partir de los cuales los sujetos perciben el mundo y actúan en él. Esos contactos con las capitales no servían para un interés personal, mezquino y acumulativo. Todo lo contrario, las relaciones las llevaban directo a los escritos que luego ponían al servicio de quienes los quisiesen. Con sus aportes aparecían los discursos gestados desde una coyuntura histórica y permitían destapar cabezas con la misma rapidez y eficacia con que se descorcha una botella de champagne. Hacían lo que hacían sin titubeos ni escondrijos.
Pero, a la vez, y como nadie es de bronce, seguramente entre bambalinas armarían juegos de poder, ejercerían arbitrariedades y exclusiones, levantarían posiciones eurocentristas y de un centralismo porteño. No obstante, ello no ensombrece la labor estratégica y la apuesta desafiante de haber sido mensajeras, de haber tendido un puente entre mundos feministas en contextos y condiciones tan desiguales. Pudieron apropiarse de escritos y pensamientos y “versionaron” las obras de gran vuelo filosófico porque estaban empeñadas en su difusión. La travesía por ese “mundo letrado” no era para ellas una experiencia desconocida, ya que se vinculaba de manera directa con sus propias historias, familiarmente unidas al universo artístico y cultural.
Respecto de la forma concreta que tomaron esos pensamientos y convicciones, cuenta Leonor Calvera: “En panfletos, en hojas sueltas, en boletines se iban esbozando las grandes lineamientos del nuevo feminismo. En papeles mimeografiados, en páginas escritas a máquina y luego fotocopiadas. Artículos, pequeñas antologías, encuestas mínimas, conferencias, epistolario… A mitad de camino entre el boletín y la hoja suelta y la decantación del libro, la revista ofrece condiciones óptimas para exponer ideas, hacer propaganda y unirse colectivamente… Llega a su expresión más plena en la edición de libros”. (8)
Por lo tanto, se sentían hermanadas en la lucha feminista desatada en los distintos continentes. Quizás para las viajeras militantes no representaba un punto de inflexión en el que sus aconteceres y pareceres se sostuviesen en el marco de relaciones asimétricas entre regiones, lenguas, culturas y clases. De igual modo, no solo “tomaban conocimiento” sino que además tomaban parte. Leían y prologaban, accedían a los libros y a la vez traducían, traían y los hacían circular; es decir, llegaban al saber y lo reproducían con gestos de apropiación, hacían para sí y también para otras.
Mientras el modo clásico de la intervención política se restringía a la agitación colectiva, del tipo de “poner el cuerpo en el espacio público”, en estas mujeres, en cambio, el compromiso se encarnó a partir de la práctica del oficio de escritoras, editoras, cineastas, académicas, periodistas y traductoras. Concebían la política de otra manera, desde su especificidad, desde un ámbito particular, con el ánimo de globalizar ideas y hacer rodar obras que alimentaban y dinamizaban la vida cultural de entonces.
ADELANTADAS A SU TIEMPO
Con la dinámica del proceso periodístico-cultural, al estilo de las publicaciones Time y Le Monde, los medios de comunicación hacían lo suyo: las conectaban con el afuera y enfatizaban su nuevo rol, el de “lectoras persuadidas”. Tal vez las mujeres de ese presente fueran pensadas como consumidoras de bienes culturales dentro de la lógica de un mercado editorial en expansión. Apuntaban a un público inquieto al que se le ofrecía distinguirse, capaz de apreciar las novedades estéticas y la apertura cultural. El desembarco de los nuevos emprendimientos editoriales y los cambios en las estrategias periodísticas promovieron una sacudida en la comunicación escrita. Para desencadenar primicias resultaba primordial un número de plumas femeninas con amplitud de pareceres que escribieran y firmaran en las publicaciones más encumbradas de ese ciclo.
Hasta entonces, la mayoría de las periodistas trabajaban en revistas femeninas tradicionales y en los suplementos culturales de los diarios en carácter de colaboradoras free lance. A partir de ese momento, se incorporaron no solo por su capacidad de adaptación a nacientes parámetros sino también por su identificación con el proyecto que auspiciaban. Así, ciertos medios gráficos de la época acompañaron el proceso de modernización de las mujeres en su avance por conquistar nuevos dominios tanto en el terreno político, intelectual como sexual. Los medios de comunicación, en especial la prensa gráfica, con los límites impuestos por el mercado en una etapa de florecimiento del consumo de masas, supieron ser voceros de estas nuevas expresiones que justamente emergían más como un fenómeno inducido por la onda expansiva del feminismo internacionalista que por la radicalización del nuestro.
Cabe recordar que la influencia del MLM suponía gestos soberanos también para aquellas que posiblemente no se reconocían dentro de la oleada del activismo pero que en sus vidas cotidianas y amorosas ponían en práctica los llamados del feminismo que se habían esparcido sorteando todo tipo de murallas. Así, hasta las publicaciones más tradicionales –las que estaban al servicio de patrullar el régimen del orden– debieron remozarse. Es cierto que el mercado exigía ese registro para multiplicar el margen de lectoras. Otra de las novedades que se registraron a lo largo del período fue el caso de las periodistas corresponsales en semanarios de información general y política: Primera Plana, Siete Días, Panorama, Confirmado, entre otras tantas.
El reconocido diario La Opinión representó una experiencia de periodismo avanzado y modelo de la década de los 70, ya que allí se alojaron muchas luminarias de la prensa escrita. La escritora Tununa Mercado y Felisa Pintos habían constituido una dupla en ese medio gráfico que resultaba más que imprescindible para el feminismo porteño que emergía a la intemperie y con cierto altruismo, en un escenario político de pasmosa rigidez en cuanto a los presupuesto emancipatorios feministas. Ambas trabajaban acaloradamente, contra reloj, frente a sus máquinas de escribir Olivetti y con sus grabadores en los bolsillos; iban detrás de las noticias de último momento. Así recuerda Felisa su experiencia: “Cuando se inauguró La Opinión, escrito por periodistas políticos y culturales, no necesariamente generaron un mercado para lectoras con interés en las luchas feministas. Fui secretaria de redacción de la sección La Mujer, que constaba de dos páginas (a veces más), donde imprimí mi criterio cercano al feminismo militante que empezaba a desarrollarse con fuerza y definición política”. Ella y Mercado lograron conformar un espacio disponible para reflejar todas las contiendas tanto locales como internacionales. Reproducían artículos de Betty Friedan, Germaine Greer, Susan Sontag y Angela Davis, entre otras. Por su parte, Tununa Mercado, en 1971, había vuelto de Francia con un espíritu libertario. Su feminismo era de palabras, de lecturas dirigidas a despertar esa conciencia. Apenas ingresó al diario se creó un pacto entre ambas para aprovechar los subterfugios que les interesaban. No fue solo un compromiso con ese feminismo explosionado de Simone de Beauvoir como una rectora de la liberación, sino también con una posición política de denuncia de otras temáticas.
Mercado trae a su memoria esa vivencia de un protagonismo periodístico transgresor: “Nosotras íbamos a meter gato por liebre. Eran estrategias que nosotras urdimos en la relación con un diario que se creía muy masculino con gente así, tan brillante. Yo empecé a crear un sector de notas en donde entrevistaba a psicólogas, sociólogas, pedagogas y de pronto podía entrar ese sesgo que nosotras queríamos marcar como feministas. En ese momento era muy difícil pensar en esos términos”. (9) Demás está decir que eran conscientes de que estaban inaugurando un costado nuevo dentro de la llamada “prensa femenina”.
Hasta este momento había tres temas básicos que históricamente el periodismo les reservaba a las lectoras: moda, cocina y vida cotidiana. De este modo, una y otra, sin descuidar esos tópicos pero intentando “ideologizarlos”, se propusieron reflejar a una mujer moderna, libre de prejuicios y dispuesta a romper el estatus burgués, pasado de moda. Tanto los escritos como los criterios de teóricas y ensayistas extranjeras disponían de una claridad de pensamiento ostensible que, por supuesto, generaban debates en el interior de los grupos feministas locales, cuyo espacio elegido para pronunciarse públicamente era esta sección a cargo de la dupla Tununa & Felisa.
En líneas generales, las contribuciones partían de la boca y de la pluma de María Elena Oddone, Mirta Henault, Isabel Larguía, Otilia Vainstok, María Luisa Bemberg, entre pocas. Ellas fueron siempre apasionadas y eficaces en su hacer, aunque algunas escribían textos o columnas propias. Más que nada las entrevistaban para que dieran sus puntos de vista sobre determinados sucesos o sobre la actualidad de la mujer. Fundamentalmente, se hacía referencia a lo que acontecía en Buenos Aires más que a lo que pasaba en el exterior. Por esa razón, ambas periodistas funcionaban como portavoces imprescindibles de aquellos acontecimientos que se suscitaban en las correrías de estas mujeres. Por ejemplo, el dúo le hizo una entrevista a Henault y también reseñó su libro Las mujeres dicen basta, editado en 1972. Con un tono picaresco, Mirta secretea que “eso fue posible porque Jacobo Timerman, el entonces director de La Opinión, estaba de viaje y como él era machista no hubiese salido de otra manera. Ellas eran muy jugadas en publicar temas de mujeres”.
Al hablar de periodismo femenino resulta imposible olvidar el advenimiento de la revista Claudia (1957-1973). Dicen las buenas lenguas que fue la primera en protagonizar una prensa de mujeres para mujeres, con un estilo propio por fuera de lo estandarizado. En realidad, el secreto de Claudia consistía en proponer una actualización de la agenda temática. Respecto de este punto, opinaba la periodista Gabriela Courrèges: “La aparición de la sexualidad en el cerrado y pacato temario de la mayoría de las revistas para la mujer no se inspiraba tanto en el propósito de las editoriales de jerarquizar sus publicaciones como en una contestación de los sondeos de opinión: las mujeres se psicoanalizaban; la sexualidad era un tema que vendía”. (10) Tal como ella dice, las publicaciones de esos años no hicieron más que replicar las marchas y contramarchas de nuestra sociedad sacudida por una diversidad de innovaciones que socavaron sutilmente las costumbres, los estilos y las modas. El activismo feminista pudo sacar su fruto y armar atajos en un campo donde siempre se libran batallas ideológicas cuando la legitimidad de la palabra queda en manos tanto del discurso médico como jurídico. En esta oportunidad, sin demasiadas estrategias de comunicación, ellas presentaron sus propios debates, tal fue el caso del aborto voluntario como una cuestión inaugural. (11)
DE MUJERES Y DE LIBROS
Durante la década de 1970, la Argentina formó parte de esa fiebre revolucionaria que atravesaba océanos y continentes y que convulsionó la vida social y política. Eran momentos de notables producciones intelectuales, además de la ya mencionada expansión de la industria editorial, que provocó una mayor apertura y actualización de temáticas sobre nuevas identidades porque, simultáneamente, asomó un público ávido de novedades, con un perfil diferente.
Para tener una idea de lo que Buenos Aires representaba como centro promotor por excelencia de toda novedad editorial, está el ejemplo de la publicación de El segundo sexo –aparecido en Francia en 1949. Primero, se tradujo al alemán y después al inglés. La periodista Vanina Escales rastreó su recorrido en nuestro país: “En 1954, la Argentina fue la responsable de su lanzamiento. Hubo una primera edición de la editorial Psique. Tres años después, lo publicó en dos tomos Leviathán y luego la editorial Siglo XX”. Por cierto, la capital porteña aseguró su difusión por todo el mercado iberoamericano. Tanto es así que, durante la sangrienta dictadura de Francisco Franco, miles de españolas se iniciaron clandestinamente en su lectura a través de nuestra edición local.
Las palabras de Gregorio Schvartz, librero y fundador de sellos emblemáticos, sirven para entender las causas que lo llevaron a publicar El segundo sexo, previo a la caída del peronismo, en un libro de dos tomos (poco frecuente para la época), escrito por una mujer que, a su vez, analizaba la condición de subordinación de sus pares: “En esa etapa, empecé a editar ensayos sociales y filosóficos básicamente. Si bien no era muy importante nuestra editorial, me sorprendió que me aceptaran para publicarlo. Lo mío fue una quijotada, una corazonada como decimos los porteños, aunque Simone ya era una figura de estatura y yo intuía su importancia fundacional”.
Entre tanto, los textos que inauguraron nuestra senda en dicha temática eran pocos y no todos recién salidos del horno. Entre ellos, La mujer en la vida nacional, de Fryda Schultz de Mantovani (Nueva Visión, 1960) y La mujer en el mundo del trabajo, de Elena Gil (Libera, 1970). Es preciso aclarar que las iniciativas provenían solo de las empresas editoriales o gráficas, también unas pocas emprendedoras apelaron a recursos propios para crear sus editoriales, como estrategas decididas a no tolerar más derrotas. En líneas generales, se mostraban dispuestas a acompañar el proceso de cambiarlo todo y en el menor tiempo posible, ya no solo con palabras sino con hechos.
Con el fin de reconstruir la lucha por el derecho al aborto voluntario, vale considerar los primeros textos que abonaron esa dirección: la revista Sur y los títulos Para la liberación del segundo sexo y Las mujeres dicen basta. La primera vez que el aborto apareció como tema de preocupación femenina se plasmó en papel y sucedió en la primavera de 1970 en la revista Sur. Luego de un tiempo, se reprodujo con la aparición de Para la liberación del segundo sexo, prologado por la científica Otilia Vainstok (12). Ambas fueron las primeras obras en trasladar los colosales argumentos que asomaban en los feminismos centrales, por caso la disputa por el aborto legal llevado a cabo por el MLM en Estados Unidos e Inglaterra. En esa dirección, el advenimiento de estos textos sobre temáticas de mujeres, escritos y prologados por mujeres, presumía sentar una posición relacionada con las polémicas medulares, a la par de las corrientes internacionales. Incluso, impulsó una fugaz intervención pública que, aunque efímera, estuvo mejor integrada al accionar político que al académico.
Las mujeres dicen basta se incluyó en esta terna para no contrariar la sabiduría del proverbio que aconseja que “no hay dos sin tres”, y nos referiremos a él unas páginas más adelante. Sin duda, inauguró el ensayo de cuño feminista y marxista en la Argentina. Lamentablemente, por más que se haya concebido al son de un futuro posible y al alcance de las manos, los temas de sexualidad, anticoncepción y aborto no fueron tratados a la altura de lo deseable por tratarse de una gesta novedosa aún.
Por lo pronto, el afán “por cultivar musas” partió, como dijimos, de Victoria Ocampo, Otilia Vainstok y Mirta Henault. En fin, queda todavía por desentrañar si las preciosistas eligieron la ocasión o la ocasión las eligió a ellas. Lo cierto fue que las condiciones históricas no proporcionaban el tiempo justo de maduración para que esa trilogía feminista modificase algo de la brutalidad que implica el aborto clandestino.
SUR, PAREDÓN Y DESPUÉS
Una perla encontrada en el fondo del mar –por su interés temprano sobre la temática en cuestión– fue Sur, prestigiosa revista literaria de trascendencia nacional e internacional, fundada y dirigida por Victoria Ocampo, en 1931. Esta traductora, editora y gran mecenas de la cultura se autoimpuso el objetivo de que los números 326, 327 y 328 se fusionaran en un solo tomo y salieran a la calle como una revista especial denominada “La Mujer”. Esta publicación afrontó las cuestiones urgentes de las mujeres desde diferentes ángulos ideológicos y de la heterogeneidad de sus pares. Probablemente, como el proyecto era tan ambicioso, haya sido ayudada por su círculo más íntimo. Es sabido que Ocampo tuvo una entrañable amiga, María Rosa Oliver (13), también viajera impenitente pero, antes, gran escritora, que visitaba Nueva York, como era su costumbre, y que también lo hizo en el álgido 1970, cuando el MLM hizo visibles sus luchas en cuanto al derecho a decidir a interrumpir un embarazo. (14)
En este valioso ejemplar sobresale un sondeo de opinión realizado por la misma editora, con el objetivo de aportar un panorama aproximado sobre la situación y el pensamiento femeninos de esa década. Un pie de página servía de aclaración al cuestionario. Era obligatorio responder por escrito sin la intervención de entrevistadoras a fin de conservar el anonimato y lograr una mayor sinceridad en las respuestas. La consigna propuesta consistía en profundizar el rol de las mujeres en el mundo con respecto a la búsqueda de respuestas contundentes sobre preguntas simples y, al mismo tiempo, fundamentales. Para ello, fueron entrevistadas 74 residentes en la Ciudad, en el Gran Buenos Aires y en algunas provincias, con una población de jóvenes que oscilaban entre los 15 y los 35 años.
Todas se desempeñaban en actividades diversas: las había antropólogas, abogadas, fonoaudiólogas, dietistas, profesoras, maestras, periodistas, asistentes sociales y estudiantes universitarias de disciplinas varias. Tampoco las obreras fueron dejadas de lado, junto a un número importante de vendedoras y oficinistas, una cosmetóloga, una modista y un ama de casa. Con sus más y sus menos, a ese conjunto se parecía el universo femenino que la escritora había armado en su cabeza y puesto a rodar en esa edición en concordancia con los cambios que prometía el MLM en Estados Unidos, Italia, Francia e Inglaterra. Evidentemente, la escritora cuya figura se hizo reconocible por sus gafas blancas, seguía con atención los impulsos embestidos por sus congéneres en Occidente.
Los ítems elegidos fueron los usuales de cualquier sondeo y, más aún, de aquellos que se hicieron a puro olfato casero: trabajo, religión, política, educación, soltería y matrimonio, igualdad con el hombre, imagen de sí misma. De alguna manera, supo leer a la luz de su momento histórico y publicó esta encuesta donde se incluía la anticoncepción y el aborto. Los hechos posteriores le dieron la razón. Tan desprejuiciada resultó que ella misma se propuso ser la primera en contestar las preguntas del sondeo de opinión y sus respuestas aparecieron en el prólogo de la revista. En cuanto a “la sexualidad y los preceptos”, el ítem era presentado de la siguiente manera:
1. En el caso de que una mujer soltera espere un hijo y no pueda casarse ¿Qué solución le parece mejor?; y 2. ¿Cree que las leyes que rigen el control de la natalidad o el aborto deben estar en manos de la Iglesia o de los hombres que gobiernan, o bien de las mujeres protagonistas de este problema que, sin embargo, hasta ahora no tienen voz ni voto en algo que les concierne por encima de todo?
Ambas preguntas disparaban una información importante para desglosar. Primero, usaba la denominación “control de la natalidad” para nombrar seguramente los métodos anticonceptivos. Por esos años en Buenos Aires faltaba una difusión más acabada de temas inherentes a las sexualidades. En cuanto a la práctica abortiva, era ilegal (del mismo modo que en el presente) pero, sin duda, conocida por todas las consultadas sin excepción. Nadie se negó a contestar. Además, muchas se acreditaban para sí el rol de ciudadanas y justamente por esa condición pedían el derecho también a interrumpir su embarazo. El destino de fecundar, como en otras cosas de la vida, puede ser subvertido. Si nos atenemos al texto, Ocampo planteaba “que no tenemos voz ni voto en algo que nos concierne”. En realidad, nos alertaba que todavía esa demanda de carácter individual no se había trasladado a una exigencia política del conjunto de las mujeres. Tal vez, al no seguir las enseñanzas del poeta Antonio Machado en aquello de “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, no se había transitado lo suficiente como para configurar un “nosotras” en la lucha por el aborto legal.
Aunque sin tirar demasiado de la piola, está claro que hubo una inclinación de la balanza: el 39 por ciento de las encuestadas consideraban que no proseguir un embarazo quedaba en manos de las mujeres, mientras que un 14 por ciento reservaba esa decisión a la pareja. Frente al resultado de los datos obtenidos, Victoria no quedó del todo conforme: “Si bien algunas se inclinan por el aborto, otras tantas no contestan. Sin profundizar demasiado, llama la atención el hecho de que en la realidad ocurra precisamente lo contrario”. Y agregaba que “las estadísticas disponibles acerca del aborto clandestino, con sus cifras abultadísimas, corroboran nuestras palabras”.
En principio, su información partía de la realidad local pero sin aportar mayores puntas para un rastreo de las fuentes invocadas que permitiese localizar esos registros. Ahora bien, en dirección a lo forjado por el ideario feminista de otras latitudes, en especial el anglosajón, y al igual que sus pares argentinas, Victoria Ocampo proponía que el aborto fuese libre y gratuito. En este sondeo de opinión, a diferencia de la práctica abortiva aquí sí había respuestas unánimes acerca de la necesidad de una educación sexual. De ahí que su optimismo la autorizara a proyectar: “No es aventurado entonces formular la hipótesis, a la vez una expresión de deseo, de que las hijas de las encuestadas, correctamente guiadas e informadas, tal vez logren vivir y asumir de un modo más adulto y libre de tensiones su sexualidad”.
No cabe duda de que Victoria se reunía con mujeres preciosistas a la usanza británica del five o’clock tea, que era una anfitriona excepcional con sus invitados de prestigio internacional, como Rabindranath Tagore, Waldo Frank o José Ortega y Gasset y, al mismo tiempo, que le gustaba la compañía de las chicas osadas con ánimo coloquial. Incurrir en cuestiones de un filo tenso era parte del dominio de la escena pública en su totalidad.
Volviendo a la consulta: en ella asomaban otros puntos predominantes como picos de un iceberg: el matrimonio como un ideal de la realización femenina, la fidelidad conyugal y las experiencias sexuales previas al casamiento.
En el segundo tramo del cuestionario, las mismas preguntas hechas a mujeres anónimas ahora estaban dirigidas a figuras con una trayectoria pública, conocidas de tertulias y cenáculos porteños por tratarse de escritoras, actrices, periodistas, científicas, pintoras, profesoras y cineastas, es decir, celebridades escapadas del severo tutelaje patriarcal. En un redondeo de cifras, Ocampo conquistó 49 respuestas, un récord para la época. Las elegidas fueron las excepcionales que brillaban por su propio colorido y por su voz en alto.
La escritora Mirta Arlt expresó: “Las leyes deben estar en manos de quienes manifiestan probada capacidad para no considerar a la mujer como la incubadora primera y más funcional de la humanidad”. Mientras, la psicóloga Eva Giberti dijo: “No creo que las mujeres no hayan tenido ni voz ni voto: son ellas quienes se someten al aborto y son sus actoras principales. Tenemos el derecho a decidir acerca de los abortos aunque estemos limitadas por imposiciones sociales, culturales y legales. También tenemos derecho a recibir asistencia profesional, responsable y legal sin necesidad de recurrir a maniobras peligrosas. Pero antes que ello tenemos derecho a ser informadas acerca de la anticoncepción”. Por su parte, la fundadora del Movimiento Feminista en 1906, Alicia Moreau, declaraba: “El aborto es una consecuencia no querida, no ha habido cálculo previo. La mujer lo elige porque no está dispuesta a asumir todas las responsabilidades, limitaciones y compromisos que significa un hijo. No creo que la ley pueda aceptar el rechazo de una responsabilidad de esa índole”.
A su vez, la escritora Marta Lynch afirmaba: “Hasta ese momento y después, de todas maneras, el aborto debe dejar de ser tabú para entrar en la categoría de una operación quirúrgica más, tanto más simple cuanto más francamente se la encare. Nadie se espanta cuando el jardinero troncha yema y ramas para que la planta crezca mejor”. Y entre tanto, la destacada poeta Alejandra Pizarnik resolvía la cuestión de esta manera: “Esta pregunta hace referencia a un estado de cosas absurdo. Cada uno es dueño de su propio cuerpo, cada uno lo controla como quiere y como puede. Es el demonio de las bajas prohibiciones quien, amparándose en mentiras morales, ha puesto en manos gubernamentales o eclesiásticas las leyes que rigen el aborto. Esas leyes son inmorales, dueñas de una crueldad inaudita”. Por último, María Luisa Bemberg demandaba una posición más enérgica frente al reclamo de los derechos: “La mujer no tiene voz ni voto en algo que le concierne vitalmente por su propia culpa, por su milenaria mansedumbre y pasividad. La mujer se siente inferior al hombre y prefiere que sea él quien mande en su casa y en el mundo”. (15)
Si bien estos testimonios no tenían una intención precisa de salir a defender en público el derecho al aborto legal, igualmente pueden ser enlazados con las históricas campañas feministas llevadas a cabo bajo el pronunciamiento del “Yo aborté” de esos años, en Estados Unidos, Francia, Bélgica, Inglaterra e Italia. Seguro que ninguna de las entrevistadas intentaba visibilizar la práctica abortiva mediante la confesión de su propia experiencia personal. Pese a ello, se vislumbra en estos dichos una suerte de desahogo al sentar posición ante la oportunidad brindada por una ocasión tan coyuntural como fue ser consultadas por la revista Sur.
Por último, otro dato sabroso y oportuno: este sondeo de opinión permitió adquirir una visión más aproximada de cómo se vivía la vida cotidiana y cultural porteña como así también de cuáles eran los ideales de emancipación femenina. Además, evidenció las condiciones de sometimiento por parte de las mujeres tanto a nivel social como religioso. Si bien para muestra, tal como reza el dicho, solo basta un botón, lo cierto es que no ha sido interés de Victoria Ocampo representar unánimemente a todas las mujeres en su conjunto. De todos modos, y por su intento, solo resta decirle ¡chapeau!
EL SEGUNDO SEXO EN LA ARGENTINA
En noviembre de 1972, surgió otra novedad dentro del ensayo nacional: Para la liberación del segundo sexo, libro con prólogo de Otilia Vainstok, también responsable de seleccionar los artículos escritos por teóricas y activistas feministas estadounidenses de arrolladora trascendencia internacional. En su desahogada introducción Vainstok reconocía que Rita Arditti, una bióloga argentina especializada en bioética, también participó del libro. Arditti vivía en Estados Unidos y, juntas, concibieron la idea de presentar al público argentino los principales debates del movimiento feminista norteamericano. Casi todas las autoras de este libro reivindicaban, a pesar de sus diferencias, la conquista por la despenalización del aborto. Probablemente, las circunstancias no habían madurado tanto como para que la decisión de interrumpir voluntariamente un embarazo tomase la trascendencia que adquirió con el tiempo en nuestro país. No obstante, fueron estas amazonas las que tiraron la primera piedra con suficiente garra como para derribar a Goliat.
Por lo pronto, en los textos recopilados para preparar este ensayo, surgieron preguntas que se repitieron en la publicación respecto de la elección de abortar. Por ejemplo: ¿por qué la atención se centra casi exclusivamente en la responsabilidad de la muchacha?; o bien ¿cómo ha ocurrido que el mito de los sentimientos de culpa después del aborto se haya expandido tanto y sea fácilmente aceptado por las propias mujeres?; o ¿esa aflicción es inducida también por los médicos? Mientras, otras autoras subrayaban la magnitud de valoración del control sobre sus propios cuerpos y la negativa a someterse a juicios ajenos a su voluntad; sin que faltara a la cita la convocatoria a una huelga de vientres. En resumen, la pujanza original de los escritos que componen Para la liberación del segundo sexo sirvió de faro y de dique de contención a las tantas indignadas que buscaban escapar de la opresión por el cuestionamiento de ese lugar apartado en el que se las había mantenido a lo largo de la historia.
En cuanto a Vainstok, su prologuista, había sido una entusiasta observadora del clima de resistencia de los movimientos sociales del Norte, en particular del feminismo y de los negros por la conquista de los derechos civiles. Evidentemente, durante su estadía en el exterior habrá participado o presenciado intervenciones de un alto voltaje desempeñadas por aquellas díscolas feministas. En efecto, su obra puso a disposición de las ávidas lectoras argentinas los detalles en torno al agitado clima de batalla en el que se habían sumergido las estadounidenes por sancionar una ley sobre el aborto voluntario. A partir de su apuesta militante en el MLM, Vainstok presentaba el siguiente cuadro de situación: “Esperamos que el conocimiento de estos escritos feministas norteamericanos aliente a las mujeres argentinas para analizar su condición dentro de nuestra sociedad”. (16) Hablaba también de las características del feminismo del Norte, de esa época que incluyó a las estudiantes, amas de casa, empleadas, obreras, blancas, negras, chicanas y portorriqueñas. Todas trabajaban en torno a la opresión en que vivían y elaboraron sus propias estrategias de intervenciones públicas.
En su introducción el libro desarrolla la categoría de sexismo para abordar la diferenciación clásica entre los estereotipos binarios femeninos y masculinos. De esta manera, deriva en “la exigencia de la legalidad del aborto, de la educación sexual en las escuelas y de la instrucción sobre el uso de métodos anticonceptivos para que todos cumplan dos funciones. Por un lado, reclamar el derecho de la mujer a decidir si desea o no tener hijos, lo cual le permite optar por una carrera o por la acción política. Por el otro, señalar la opresión sexual y psicológica que ejerce el sistema patriarcal”. (17) Vainstok manifestaba una abierta admiración por aquellas activistas comprometidas en la lucha por la liberación de sus congéneres. Evidentemente, durante su estadía habrá participado o presenciado intervenciones de gran efervescencia. Esta científica no perdía de vista que en el país del Norte la investigación académica se integraba a la acción política, promoviendo resultados transformadores tanto en lo privado como en lo público.
Por último, queda pendiente hablar de Ediciones de la Flor. El título atrapante de la publicación lo ideó Daniel Divinsky, a quien le sobraba imaginación para apostar a que este libro se divisara como la continuación del de Simone de Beauvoir. De acuerdo con el testimonio de Kuki Miller, responsable ejecutiva de la editorial junto con Divinsky, el preparado y la cocción de Para la liberación del segundo sexo fue más o menos el siguiente: “Nosotros siempre estuvimos abiertos a proyectos innovadores, sea en la literatura como en el ensayo, por más que no hubiese un público cautivo. Si no me equivoco Otilia tardó más de un año en darle forma a su idea inicial. También fue la que se encargó de conseguir el material, relacionarse con las autoras y pedir la autorización correspondiente para ser reeditado”. Miller cuenta que en realidad el libro no constituyó una ganancia económica ni un éxito comercial, aunque esa no era su intención ya que el objetivo consistía en contribuir a instalar la problemática. En fin, tampoco se llevaron a cabo presentaciones ni críticas en la prensa gráfica, con excepción de la que realizó La Opinión. Asimismo, llama la atención que aún hoy se conozca en escasos circuitos esta publicación de vanguardia respecto a debates que no están saldados y a otros que establecieron genealogías y devinieron guías para la acción inmediata del movimiento feminista en nuestro país una década más tarde.
Entre los artículos elegidos se encontraban nombres glamorosos que aún están presentes en el legado feminista. De una u otra manera, ellas, con sus plumas y protestas radicales, todas integrantes del MLM estadounidense, contagiaron el fermento de estallido contra la tiranía del régimen heteropatriarcal y su anhelo de inminente destrucción del orden.
LAS MUJERES DICEN BASTA
Firmado por las feministas Mirta Henault y Regina Rosen, el 4 de agosto de 1972 apareció en las librerías de Buenos Aries el primer libro publicado por Ediciones Nueva Mujer, bajo la responsabilidad económica de Pedro Sirera (editor de la obra completa del historiador Milcíades Peña). Su título tenía la contundencia de un eslogan sumamente famoso en Estados Unidos: Las mujeres dicen basta. Cuando el historiador se suicidó, su oficina quedó vacía. Su viuda, Regina Rosen, decidió ocuparla y la invitó a Henault para que la acompañase. Allí, juntas, empezaron a leer la correspondencia que Peña recibía. Llegaban revistas, libros y publicaciones de todas partes del mundo y muchas de ellas reproducían textos de teóricas feministas. Históricamente, el trotskismo internacional –en especial el estadounidense y el francés– dudaba de que su ejercicio intelectual y su lucha fueran concebibles si no se ampliaban las fronteras de sus debates. En ese contexto, se pensó la cuestión del compromiso revolucionario combinado con una articulación progresiva de temáticas, lecturas y referentes ya fuera del movimiento feminista como del de las minorías sexuales. Razón por la cual estas dos intrépidas exploradoras ligadas también al trotskismo, descubrieron el arca de Noé, que estaba al alcance de sus manos. Tanto una como otra tenían afinados sus oídos para escuchar el llamado de sus pares feministas a intervenir en el combate.
Las mujeres dicen basta contiene tres capítulos: el primero, “La mujer y los cambios sociales. La mujer como producto de la historia”, escrito por Mirta Henault; el segundo, “El trabajo de la mujer nunca se termina”, de la canadiense Peggy Morton; por último, “La mujer”, de la argentino-cubana Isabel Larguía. A decir verdad, los artículos y libros que desfilaban en el Buenos Aires de entonces no siempre partían de escrituras de pluma propia. Aunque sí hubo una excepción: el primer capítulo de este libro representó un ensayo sin habérselo propuesto como tal. En esos años, Henault cuenta que “la habían invitado a integrar un grupo de estudio sobre imperialismo y países dependientes que compartía con el economista Jorge Schvarzer. Él fue quien le acercó la obra de Mitchell. Le dijo de manera profética: esto te puede interesar”. Este documento le otorgó a esta viajera militante la posibilidad de pensar la lucha de las mujeres por fuera de los contenidos teóricos del marxismo. Le cambió su mirada ideológica y política. De acuerdo con sus palabras, ella tenía muchas cuentas pendientes con las ideas revolucionarias y esta psicoanalista británica ponía el dedo en la llaga con sus duras críticas a la misoginia de las izquierdas. En verdad eso era lo que estaba buscando. Se hizo feminista de la noche a la mañana. Por supuesto, ya estaba preparada para ese cambio de paradigma. Lo cierto fue que Henault se despidió de todos sus compañeros de grupo y se volcó de lleno al activismo feminista. Ese mismo recorrido lo hicieron todas las militantes de las izquierdas europeas y estadounidenses, sin excepción. “Hablan primero de la revolución y luego de nuestros problemas”, acusaban sabiamente las activistas del Norte. Y no se quedaban atrás al declarar que la mayor revolución que se estaba produciendo no era en absoluto la del proletariado, sino la de las mujeres. En nuestro país, su caso fue una cabal muestra de ello.
Las mujeres dicen basta empezó a rodar y Sirera se encargó de su distribución. No lo presentaron en las librerías ni tampoco lo hicieron circular por las redacciones de los medios gráficos para que fuese reseñado. En realidad, Henault acota que “las únicas personas que lo difundieron fueron nuestras amigas que trabajaban en La Opinión, a diferencia del resto de los periódicos y de las revistas literarias más elocuentes de la época que cerraron bien el pico”. Así fue que ese diario, en un artículo titulado “Tres ensayos de interpretación crítica sobre las luchas de la liberación femenina”, del 18 de enero de 1973, hizo la reseña acompañada por una entrevista realizada a la autora. Sin esfuerzo, este libro circuló de forma tan natural como la vida misma.
Ambas comenzaron a tomar impulso cuando le enviaron una carta a Larguía, instalada en Cuba. Isabel, una rosarina de pura cepa, había emigrado en la década de 1950 a Francia y luego, tras el triunfo de la revolución caribeña, se trasladó a ese país de ron y revoltijos. Al poco tiempo, conoció a John Dumoulin, un norteamericano doctorado en Harvard, que también se radicó allí. Inmediatamente, entre ellos venció el amor tanto como la revuelta en la isla. Con el tiempo, en 1969, la pareja Larguía-Dumoulin publicó en la revista Partisana una versión de su estudio con el título “Contra el trabajo invisible”. El concepto explicaba la invisibilidad de la actividad socio-económica femenina y su raíz en las labores domésticas como así también su reproducción en la fuerza de trabajo. Ambos sospechaban que esa idea novedosa y significativa que permitía explicar lo que aún era inexplicable rodaría por el mundo apenas fuese conocida. Ese texto de Larguía-Dumoulin, en Las mujeres dicen basta obtuvo una repercusión insospechada, al tiempo que se sellaba una amistad a la distancia.
En simultáneo, Mirta y Regina proseguían sus lecturas con la misma tenacidad que las hormiguitas obreras y, de tanto revolver, encontraron en la revista estadounidense Leviathan un artículo de Peggy Morton: “El trabajo de la mujer nunca se termina”. Entonces, lo editaron en forma de extracto sin que la autora se haya enterado. Recuerda Henault que “fue Regina quien tradujo a Morton al castellano”. Las mujeres dicen basta centró su estudio y discusión sobre cuestiones relacionadas con el mundo de las mujeres en la vida cotidiana y familiar como así también su inserción en la producción industrial. Transitaban en la misma dirección en que las europeas y estadounidenses.
No obstante, no dejan de asombrar las ausencias en relación a las sexualidades, a los métodos anticonceptivos y al aborto voluntario. Está visto que Henault, en su ensayo “La mujer y los cambios sociales”, no hizo cruce alguno. Solo se aproximó a la cuestión cuando enumeró los logros conseguidos por las cubanas después de la Revolución, en 1959. Así, citaba de manera fugaz las conquistas en torno al derecho de interrumpir un embarazo y las prevenciones necesarias, de modo “que los anticonceptivos son libres sin restricciones y el aborto es legal”. Mientras, Morton consideraba al control de la natalidad y el aborto como medidas reformistas y planteaba que “serán eventualmente concedidas, ya que no amenazan las necesidades básicas del propio sistema. Pero debemos verlas no como la prueba de que estas demandas sean reformistas, no debemos organizarnos en torno a ellas sino considerarlas nuestra primera victoria. La resistencia general de la clase gobernante para concederlas debe hacernos conscientes de su naturaleza de doble filo. Por una parte, la propia familia podría funcionar mejor si el control de la natalidad y el aborto a solicitud estuvieran al alcance de todas las clases. Por la otra, la existencia de la familia como tal se ve intimada en la medida en que no cuestiona el dilema medular del capitalismo, la familia nuclear”. (18)
En cambio, Larguía disparaba gruesos dardos contra la revolución sexual por su efecto adverso a los cambios sociales: “En la vida política actual se plantea como principal la liberación sexual de la mujer, desenfatizando la lucha de clases. Se manifiesta con extremada fuerza en una parte de los movimientos feministas y de la nueva izquierda, inspirándose en ideólogos como W. Reich que sitúan la problemática humana en las formas autoritarias de relación sexual y no en la opresión de sectores sociales que les dan origen”. (19) Todas estas caracterizaciones iban a contramano del nuevo orden de cosas que el tono de época exigía. Por un lado, las temáticas del aborto y los métodos anticonceptivos constituían un núcleo revulsivo de lo político en momentos en que las activistas armaban fogatas para la quema de sus corpiños. Por el otro, tanto sus editoras como sus autoras eran feministas de fuste, resistentes al tiempo. Anteriormente, Mirtha Henault y Regina Rosen habían probado suerte con la salida de un folleto, La mitología de la femineidad, del chileno Jorge Gissi, donde el aborto tampoco fue invitado.