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CAPÍTULO PRIMERO
MONUMENTOS PREHISTÓRICOS

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Índice

...Antes que una voz tan solo diera

El nacimiento al mundo

Y la tierra arrancara del profundo

Abismo de los mares...

(Milton.—El Paraíso perdido.)

vocamos las noches de la Prehistoria, el nacimiento del planeta, la hora divina en que, según el Génesis, «Dios, viendo que era buena su obra, descansó»; la hora caótica en que, según la Geología, o por el agua o por el fuego cristalizó el mundo terrestre.

La vista natural nada distingue entre las sombras infinitas; pero los ojos sobrenaturales del creyente, del geólogo y del poeta, han proyectado, en las negruras angustiosas, claridades de fe, de ciencia y de mito.

Porque allí donde el mísero cuerpo humano duda y flaquea, allí está prepotente el alma, encendiendo en las sombras sus luminarias fulgurantes...

Hasta la aparición del hombre, la Historia, que es archivo de la Humanidad, está increada. Pero la Religión, la Ciencia y la Poesía son tres hadas hermanas que aguardan al que va a nacer, rezando, meditando y cantando junto a la cuna...

APARICIÓN DEL HOMBRE EN LA TIERRA.

TEORÍAS DE LOS MÁS CÉLEBRES GEÓLOGOS.

AHASVERUS Y TOPSIUS.

¿Cuándo aparece el hombre en el planeta?

La autoridad de Carlos Vogt lo señala, como es sabido, en el período diluvial. «Hasta ahora—dice en su famosa obra Prelecciones sobre el hombre—no se ha encontrado huella alguna que suponga su aparición más antigua; por todas partes sólo hemos hallado pruebas de la aparición del hombre después del gran período glacial, después del terreno glacial de la península escandinava, de Inglaterra, de Suiza..., etcétera, etc.»

El geólogo español Sr. Vilanova, en su Manual de Geología y en las interesantes conferencias que sobre «El hombre fósil» dió en el Ateneo de Madrid, sostiene la simultaneidad del origen del hombre y del período cuaternario.

Prehistoriadores tan insignes como el P. Laurent, como Veiht, como Vorizio, afirman que la historia de la creación cabe dentro de la cronología bíblica. Otros no menos prestigiosos, como Carpenter, Prestwich, Delesse, Milne, Edwars, Lartet y Quatretages, defienden una cronología independiente del Génesis y anterior a él en miles de años.

Pero esta confusión de teorías racionalistas o católicas, acrecentada hasta el mareo por el caos de hipótesis modernas—las cuales, ordenadas y resumidas por sir John Luboock en su reciente obra El hombre antes de la Historia, nos abruman, pero no nos persuaden,—mantienen el problema en pie.

Tras de sus afanosas incursiones por el espeso bosque bibliográfico, el investigador moderno se halla en perplejidad idéntica a la en que se encontraron los sorprendidos por las Listas de Manatón o por Los fósiles, de Boucher de Phertes.

Nada hay cierto; todo es hipótesis. Escriturarios y geólogos disputan a lo largo de los siglos como un grupo de ciegos a lo largo de rutas infinitas. Diríase que el Tiempo, único juez inapelable en la vida como en la muerte, se resiste a ser enjuiciado por ese prisionero suyo que llamamos Humanidad.

Hasta los testimonios materiales—cortes de tierras, cavernas huesosas, hachas, uñas, pedazos de arcilla cocida, trozos de grafito..., etcétera,—son, en lugar de pruebas definitivas, alegatos que se incorporan a esta dialéctica secular. Los períodos geológicos, que antes eran como las lucecillas del camino, hoy, tras las exploraciones de E. Martel revelando el mundo subterráneo y creando la nueva ciencia espeleológica, apenas si dan luz en estas jornadas. Y la Prehistoria, noche del planeta y noche de la Humanidad, se ofrece a los espíritus melancólicos como una evocación de Ahasverus en su avatar, que no acabará nunca, y a los espíritus escépticos, en aquel perfil de cigüeña con anteojos, que llamó Eça de Queiroz «el sabio Topsius, miembro del Instituto imperial de excavaciones históricas».

Que se trate del hombre bíblico o del hombre darwiniano; que se acepte el período terciario o el cuaternario, en ningún caso la cronología humana deja de ser lo que es: tinieblas.

¿Qué antigüedad asignar al hombre? ¿En cuál región terrestre apareció primero? ¿Cuáles huellas señalan sus primeros pasos?

Las tres hadas que se disputan al recién nacido—Religión, Ciencia y Poesía—han tejido con oro de ilusiones tres evangelios diferentes. La Biblia y sus exégetas de todos los tiempos nos hablan del Paraíso terrenal, situado entre el Eufrates y el Tigris, y de Asia, «cuna del género humano».

La Geología y sus patriarcas más ilustres señalan, unas veces, continentes desaparecidos, como la Atlántida, otras, las capas de acarreo de la Florida; otras, las praderas flotantes del Nilo; otras, las cuevas subterráneas del canal Sodertel, en Finlandia. Es decir, que las interpretaciones geológicas sobre el lugar de aparición del hombre son tantas, no ya como continentes actuales y desaparecidos, sino como naciones vivas y muertas.

La Poesía, por su parte, más rica de invenciones y de emociones, ha repartido los tesoros de sus leyendas, donando una leyenda a cada raza y un poema originario a cada idioma. Ahora es el Ramayana; ahora las tradiciones incas; ya es Walmiki; ya son los Nibelungos. ¿Qué pueblo no se cree el mayorazgo de la Humanidad? ¿Qué idioma no se juzga el precursor o el heredero directo del precursor?

El último Congreso de Prehistoria celebrado en Tolosa, de Francia, después de discutir el misterio de la cronología humana con la solemnidad, la ciencia y la dialéctica de un Concilio, no solamente dejó sin formular un dogma o cuando menos una teoría, sino que, al intentar fijar la talla del hombre de las cavernas—en vista de hachas, huesos, púas, vasijas y diversos fósiles de excavaciones recientísimas,—hubo de repetir al mundo expectante la sentencia atribuída a Sócrates por Plutarco: «Sólo sé que no sé nada.»

La revista contemporánea L’homme préhistorique vino a decir lo mismo en un artículo de su redactor-jefe Marcelo Baudouin.

La Geología encuentra en Álava huellas características de la «Serie terciaria» en el sistema eoceno inferior o numilítico de las cuevas y peñas del castillo de Marquínez, en los bancos de conglomerados de Páriza y Ajarte y en los páramos y mesetas de La Guardia, y de la «Serie cuaternaria» en los depósitos diluviales de la llanura de Vitoria.

La aparición del hombre se acusa en las grutas, cavernas y simas de Arrate, de Basocho, de Laño y de Marquínez. Hay huellas de trabajo humano en las cuevas de los Gentiles, de Basocho; hornacinas, huesos y cerámica en las de Laño, y sepulturas en las de Marquínez. En la monumental Geografía del país vasco-navarro, al estudiar la geología y paleontología de Álava, expone D. Vicente Vera muy curiosas observaciones sobre el particular.

Y en la parte de dicha obra «Obispado y fueros», encomendada al sabio erudito Sr. Carreras Candi, se dice que «en los tiempos ante-romanos, una raza autóctona pobló el territorio de las actuales provincias vascongadas, cuyas huellas aun hoy se descubren por su lenguaje y escrituras característicos y también por la fisiología».

«De los períodos prehistóricos—continúa el citado Sr. Carreras Candi—se han hallado diversidad de objetos y armas de piedra, semejantes a los encontrados en las demás regiones de España.

»Su cultura artística, de tanto relieve en las cuevas santanderinas de Altamira y del Castillo, no ha dejado rastro de esta índole en la provincia de Álava. Merecen, sin embargo, un lugar en la reseña, las esculturas de la cueva de Marquínez, por la rareza de estas obras de arte, si bien su antigüedad parece menor que la de aquellas pinturas.»

ESCULTURAS PREHISTÓRICAS.

¿Qué esculturas son estas de las cuevas de Marquínez? Son figuras toscas y sin relieve apenas, más que labradas, como arañadas en la piedra. Ofrecen la rigidez del primitivismo, la casi ausencia de curvas y la actitud hierática.

La desproporción de cabeza y tronco les da un sello de primitiva ingenuidad. Una de ellas, los brazos sobre el pecho, tiene la verticalidad de una momia. La otra, sentada sobre un caballo, apoya su diestra en el pescuezo.

Esculturas prehistóricas de Marquínez.

Ambas, como arañadas en el bloque de un gran peñasco, despiertan en el visitante honda emoción, y su ingenuidad ruda y toscos trazos nos hablan de hombres fabulosos, gigantescos, que cubiertos de pieles y los cabellos en desorden, penetran en la cueva dando gritos y esgrimiendo las hachas de pedernal.

¿Qué antigüedad se asigna a estas esculturas? ¿Son de los aborígenes o de los invasores? Los eruditos alaveses D. Sotero Mantelli, don Ricardo Becerro de Bengoa, D. Miguel Rodríguez Ferrer y D. Ladislao Velasco, no dilucidan la cuestión. El Sr. Amador de los Ríos, que tan prolijamente abogó por considerar el monumento megalítico de San Miguel de Arrechinaga, en Vizcaya, «cual misterioso lazo que uniendo, dentro del suelo vascongado, en indestructible cadena, las edades prehistóricas con los tiempos históricos, perpetúa y transmite hasta nuestros días la memoria de aquellos hombres a quienes fué dado acaso el asentar su planta por vez primera en sus encrespados valles y montañas», no menciona las esculturas de Marquínez.

Solamente el Sr. Carreras Candi, en su monumental Geografía del país vasco-navarro, sostiene que esas tallas de la piedra son esculturas protohistóricas, inclinándose a que los hombres que las trabajaron fueron los primitivos, los primeros habitantes del suelo alavés.


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