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CAPÍTULO II
MONUMENTOS CELTAS

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El dolmen tal vez fué al mismo tiempo túmulo y altar, porque para los celtas la muerte no era el fin de la vida, sino el comienzo de la oración a sus dioses.

(Joaquín Costa.—La poesía popular española y Mitología y Literatura celto-hispanas.)

os estudios, tan admirables como desconocidos, del glorioso polígrafo español no esclarecen, es cierto, el vasto enigma planteado a los historiadores más ilustres por la invasión celta; pero, en sus relaciones con la Poesía, con el rudo espiritualismo de aquella raza, acaso es la obra de Costa única y más útil al poeta y al artista que los estudios de Humboldt, de Arbois de Jubainville y de Carnoy.

Sabido es que los modernos historiadores consideran la época celta como absolutamente histórica, esto es, como sometida a las disciplinas del archivo y del documento.

Como quiera que nuestra misión se reduce sencillamente a catalogar monumentos y en modo alguno a investigar problemas históricos, damos por admitido que la invasión celta está bajo la potestad científica y consideramos los monumentos de aquella raza, no prehistóricos, sino históricos.

Acerca de la antigüedad de aquella invasión, como de casi todas las primitivas, en cada historiador hay una cronología diferente. Mil ochocientos, mil setecientos, mil quinientos años antes de Jesucristo, la fijación exacta de una fecha que en cualquier caso es hija de una hipótesis, no puede en modo alguno detenernos.

Los celtas invadieron la Península y ocuparon con otros el territorio que hoy es Álava.

¿Qué civilización traían? Pueblos llegados de la Umbría romana, según unos, y de las Galias, según los más, no eran ya simples hordas desorganizadas que, cubiertas de pieles y manejando la quijada bíblica, corrían la tierra, sembrando entre los aborígenes el espanto y la muerte.

Eran pueblos ya patriarcales, con régimen de tribus, con sacerdotes, con caudillos, con jerarquía familiar y social. Sabían armar naves y construir habitaciones, organizar la guerra y la caza, explotar las minas y los bosques; tenían sus dioses y sus héroes, su mitología y su tradición. No eran hordas, sino hombres.

¿Qué rastro dejan en el territorio de Álava? Examinando el curioso mapa de los «Dólmenes y vía romana» que trae la ya citada Geografía del país vasco-navarro, podemos ver que hubo numerosos dólmenes celtas, algunos de los cuales, como los de Arrízala y Eguílaz, se conservan al cabo de treinta siglos.

Estos dólmenes, que, como afirma D. Joaquín Costa, así eran piedras tumulares como aras de sacrificio, se marcan en el mapa de esta manera (V. pág. 31):

Dos, que existían por los años de 1879 en los cerros de Capelamendi y Escalmendi, a tres kilómetros de Vitoria, y que sirvieron al Sr. Becerro de Bengoa—guiado falsamente por las etimologías, dice el Sr. Carreras y Candi—para suponer la existencia de una batalla entre galos y celtas.

Otros cuatro, también ya desaparecidos, que había en Zuazo, cerca de las tierras de Guillarte.

Otro, que ya tampoco existe, que se descubrió en Laminoria, junto al pueblo de Cicujano.

Y otros dos, los que se conservan, verdaderamente notabilísimos, y celtas sin ninguna duda histórica: el de Arrízala, tan cuidadosamente estudiado por el Sr. Baráibar en dos leyendas publicadas por el semanario Irurac-bac, y el de Eguílaz, muy prolijamente descrito por el Sr. Apraiz en su conferencia «Los dólmenes alaveses».

Sobre el dolmen de Eguílaz, descubierto en 1831 al abrirse la carretera de Vitoria a Pamplona, escribe el Sr. Amador de los Ríos: «En una pequeña colina, conocidamente artificial, hiciéronse catas a fin de buscar piedra para el afirmado de la carretera que se empezaba a abrir; dió esta operación por resultado el hallazgo de una enorme peña, que, levantada por los trabajadores, ofreció una gran cavidad, llamando vivamente la atención de los mismos.

»Encendió, no obstante, el descubrimiento, más que la curiosidad, la codicia de los que lo hicieron, deslumbrados por la idea de que habían tropezado con un tesoro; y sin respeto a lo que pudiera significar diéronse a revolver los objetos allí escondidos, excitados cada vez más por aquella esperanza.

»Grande fué sin duda el desplacer de los descubridores al convencerse de que sólo existían en aquel hueco numerosos esqueletos, los cuales hubieron de pagar su desencanto siendo despedazados y esparcidos sobre el montículo.

»La noticia del hallazgo llegó entretanto a oídos de personas entendidas, y pudo averiguarse que los expresados esqueletos aparecieron todos colocados en dirección al Oriente y vueltos hacia la entrada del sepulcro; mientras se fijaban las dimensiones de éste y se determinaba su construcción, si es lícito expresarse de esta suerte, poniéndose al par en claro que no eran solamente esqueletos lo que el ya reconocido túmulo encerraba.

»Era éste por extremo sencillo, ocupando el centro del montículo indicado; formábale un cuadrángulo como de tres metros de largo por dos de ancho, compuesto de seis grandes piedras, sin labra alguna; la mayor, asentada al Norte, era silícea, y calizas las otras cinco.

Dolmen de Eguílaz.

»Elevábase en el exterior, todo descubierto, a unos tres metros cincuenta centímetros, presentando al interior sobre cuatro metros; el grueso de las piedras no excedía de 0,75 metros, siendo de una sola pieza la cubierta.

»Entre los rotos esqueletos se habían encontrado hachas de piedra, lanzas y cuchillos de cobre, con algunas puntas de flechas silíceas, que los primeros descubridores, y aun después la Comisión provincial de Monumentos, calificaban en 1845, diciendo que eran «corazoncillos pequeños con dientes muy finos de pedernal durísimo». Al lado de estas armas halláronse también número no escaso de piedrecitas de mármol verde claro, «a manera de anillos de forma irregular, con cuatro caras o facetas».

»Como se ve, el túmulo de Eguílaz es un verdadero dolmen sencillo, tal como han descrito este linaje de monumentos los cultivadores de la arqueología céltica.»

La escrupulosidad característica del Sr. Amador de los Ríos lo lleva a largas y confusas disertaciones acerca de si el dolmen es efectivamente celta o si es aborígen, y si puede incluirse entre los monumentos históricos o entre los prehistóricos. Pero modernamente se ha fallado el pleito en el sentido de que habiendo ya una bibliografía de la historia céltica, y siendo el monumento celta, no hay duda de que el dolmen de Eguílaz ha de incluirse entre los monumentos históricos, que es lo que respetuosamente hacemos.

Dolmen de Arrízala.

Cuanto al dolmen de Arrízala, llamado por los naturales «sorguiñeche», esto es, «casa de las brujas», se conserva mucho mejor que el de Eguílaz, y es bastante más pequeño. No tiene más que cinco piedras, todas calizas, y la de la cubierta es estriada, y ofrece en los rebordes como un labrado sin relieve, producido por instrumento más rayador que penetrante.

Sea cualquiera el combate erudito que se entable en torno de los celtas, de su cronología y de su civilización, lo que nadie discute ya es que entrambos dólmenes, el de Arrízala y el de Eguílaz, son monumentos celtas, de los pocos, poquísimos que se conservan hoy en todo el mundo.



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