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II. Cercanías de Shababula, Confederación Cañari, actual Ecuador. 1491. —¡Wichacura!

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“Es Wichaq Kuraq”, pensó, aunque solo lo imaginó y no lo dijo, limitándose a presentarse de buen modo ante su hatun apu9, quien había recibido a su vez las órdenes del apusquirantin10 que comandaba la expedición de refuerzo.

—¡A su orden, señor! —dijo con firmeza.

Durante el último año, Wichaq había experimentado la dureza de la guerra. Varias cicatrices cubrían su cuerpo, pero su energía seguía siendo enorme. Había ascendido a huaranca camayoc, un grado de oficial capaz de tener mil hombres bajo su mando. Estaba siendo una costosa guerra; sin embargo, en sucesivos combates luchó con los ejércitos de los cañaris, logrando vencerles y así acercarse a sus principales ciudades, Hatun Cañar y Shababula. Ahora venía el asalto final, aunque se rumoreaba que si lograban hacer caer la primera línea defensiva, podían aspirar a pactar con el rey Dumma, señor de Shabalula, quien esperaba cerca del campamento incaico en su fortaleza del río Sangurima. Los cañaris eran una sociedad que se organizaba en varios reinos o señoríos independientes que dominaban pequeños territorios, pero que formaban una confederación para ciertos asuntos, como la defensa ante invasiones externas. Dumma había asumido el mando supremo de las fuerzas cañaris y, junto a su ejército, era el único que se interponía entre las tropas incaicas y las ciudades principales.

Wichaq vio que su amigo Huamán y otros altos oficiales fueron llamados a la tienda del hatun apu. Les saludó con la mirada, antes de que el superior se dispusiera a dar sus órdenes.

—Al amanecer cruzaremos la quebrada que nos separa del pucará enemigo –dijo Rumi, su hatun apu al mando, devolviéndolo de sus reflexiones a la realidad—. Deberás comandar a tus hombres en la vanguardia y ser los primeros que rompan las líneas enemigas. Los demás les seguirán. Tú, Huamán, comandarás tu batallón junto al de tu colega.

—La quebrada es espesa en vegetación y difícil de atravesar —dijo Wichaq—. ¿Cómo nos seguirán los demás?, ¿cómo pasaremos inadvertidos? Será como una trampa para mi escuadrón.

—Además, el enemigo está en altura. Seremos presas fáciles si nos detectan —añadió Huamán.

—No podemos rodearla, los cañaris tienen cubierto el camino y los otros accesos —respondió el apu, intransigente—. Tienen que pasar con sigilo y romper la línea de vigilantes que está en esa quebrada, que es mucho menor a la cantidad que está en otros lugares. Antes de que las tropas cercanas logren auxiliarlos, ya habremos pasado a miles por ese sitio y atacado los muros de la fortaleza. ¿Entendido?

Wichaq se rascó la cabeza con preocupación.

—Entendido, señor. ¿En qué momento comenzaremos?

—Antes del primer sol. Cuando Inti esté a punto de asomarse por la sierra, los oficiales despertarán a las tropas.

A lo lejos y con buena vista, se podía ver la fortaleza enemiga en una colina como una mancha borrosa. El frente estaba lleno de antorchas y soldados patrullando, así que no sería fácil ejecutar el plan, recayendo el peso sobre el batallón de Wichaq.

—Tranquilo —le dijo Huamán al salir de la tienda del apu Rumi—. Ya tenemos experiencia en este tipo de cosas. Para mañana al mediodía tendremos esa maldita fortaleza tomada y a Dumma arrodillado pidiendo clemencia.

—Eso espero, Huamán. Que los dioses te escuchen.

El muchacho se paseó por las tiendas de sus soldados. Los veía comer o descansar en silencio, así que aprovechó de comentarles sobre la situación. Valientes, asintieron sin reparo ni miedo en sus miradas. Wichaq, satisfecho, fue a preparar sus armas para luego descansar en la tienda. Después de mordisquear una galleta de quinua seca, seleccionó su equipo. Por su versatilidad, eligió de armamento principal el hacha de bronce que le había obsequiado su padre antes de partir. Limpia, pulida y afilada con una piedra, la dejó a un costado de la estera donde dormía envuelto en ropa de lana. Preparó también su daga lluki, pequeño instrumento cortante de filo redondeado pero efectivo y sigiloso en caso de combate cuerpo a cuerpo. Su casco chuku de madera con anillos de cobre también resolvió llevarlo, pues a pesar de que a veces estorbaba la visión, sintió que era mejor proveerse protección por si las cosas se ponían muy feas. Finalmente, alistó su armadura de cuero con placas de bronce en pecho y espalda, y su escudo de madera con cuero; ambos le habían salvado la vida en anteriores ocasiones durante la guerra, en especial contra las flechas.

—¿Puedo pasar? —preguntó una suave voz de mujer desde afuera.

Wichaq le hizo una seña y la joven entró. Alegre y voluptuosa, la muchacha llegó con una canasta llena de distintas frutas. Lo besó en los labios, pero al ver el trozo de galleta a medio comer en el suelo, lo reprendió.

—No puedes comer solo esas galletas secas. Toma, aquí traigo algo que te dará energías: chirimoya, piña y algo de esta otra fruta que tanto te gusta; también algo de agua.

El joven amaba las paltas, como conocía a ese fruto verde oscuro de consistencia tan sabrosa. El emperador, al conquistar esos territorios, había bautizado la fruta con el mismo nombre con que se conocía al pueblo que habitaba: Los Paltas. Aficionado de ella, pedía con frecuencia que le llevaran de esas frutas verdes para comer. Yumé —la muchacha que lo acompañaba— era de ese pueblo, hija de uno de los grandes señores, quien fue tentado por el rey Dumma para unirse a él; sin embargo, Los Paltas rechazaron la oferta y pusieron sobre aviso a los incas. Como muestra de buena voluntad, el jefe entregó soldados y gente que sirviera al ejército incaico, entre los cuales iba una de sus muchas hijas. La muchacha, algo mayor, cayó en los encantos de Wichaq apenas lo conoció; ya sabía leer su mirada y sus emociones.

—¿Qué te perturba, querido? —apremió al verlo apesadumbrado.

El joven quechua miró con aires de tristeza sus armas, pensando en lo innecesaria que era la guerra a veces.

—Iremos a luchar al amanecer. Estaré en la vanguardia, pero tengo un mal presentimiento.

Yumé lo abrazó y besó con cariño, confortándolo. Wichaq sintió la tibieza de esas suaves manos en su pecho, como si quisiera percibir sus latidos. Por un momento se convenció de que las cosas podían salir bien, y también notó el fuego de la ilusión en su corazón.

—Me quedaré contigo esta noche, hasta que partas al amanecer. Ya verás que los dioses estarán de tu lado.

El inca cerró los ojos y se perdió entre las mantas de lana de su lecho, las palmas tibias de Yumé, y sus preocupaciones se perdieron entre los sonidos de la noche y la piel morena de la muchacha palta.

Vitacura, Curaca de la Piedra Grande

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