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Introducción

Una mujer se detiene en la esquina de una calle en espera de la señal de cruce peatonal. Viste informalmente, pero luce atractiva: concurre a una cita a ciegas. Lleva un bolso de mano con un pequeño computador en el interior. El computador está apagado, pero el teléfono, ubicado en uno de los compartimentos del bolso, está encendido. Aunque ella no lo sabe, su teléfono se comunica con el computador. Y toda la información que el computador y el teléfono se comunican tiene que ver con ella. La cita a la que acude fue agendada por una plataforma virtual que establece afinidades, correspondencias fuertes (matches) entre cualidades de candidatos posibles. En el lugar al que acude, la esperan. El hombre que la espera no sabe quién es ella, pero ambos confían igualmente en la plataforma.

El semáforo sigue en rojo. Es más largo que lo habitual debido a la hora de la mañana: es una hora punta. En horas punta el semáforo extiende la duración de ciertas luces hacia un sentido y la disminuye en el otro. Es otra plataforma.

A medida que pasan los segundos, el teléfono mejora la georreferenciación de la mujer en esa esquina. Es ella, pues acude a una cita siguiendo un recorrido que el mismo sistema de referenciación le sugirió. Está todo allí, en su historia. Si alguien lo quisiera, podría comprobarlo, estableciendo que coinciden el día, la hora, el lugar y la razón. Especialmente este último aspecto: hay una razón por la que ella está ahí a esa hora, ese día, en esa época del año. No es ella ese punto luminoso en una pantalla que nadie observa, es cierto, son sus aparatos electrónicos, pero esos aparatos son ella.

De pronto, la luz cambia. Ella da un paso y su zapato se apoya en la calzada sobre la línea blanca del cruce. Todo este recorrido se le ha hecho un poco interminable. Ella cruza hacia el otro lado de la vereda y del otro lado de la vereda otro grupo hace lo propio en sentido contrario. Todos ellos son puntos luminosos en una pantalla que nadie observa. Algunos prefieren el running a la lectura, la natación al béisbol, el blanco y negro al color. Otros siguen dietas, otros son activos en redes sociales, otros apenas las conocen.

Ninguno de ellos se siente observado, mucho menos vigilado. Se sienten libres y creen haber tomado sus propias decisiones. Como la mujer que ahora se acerca a la vereda de enfrente y da un paso sobre la solera, avanza y descubre su reflejo en la vitrina. Ella decidió estar allí, acudir a aquella cita. Lo mismo que el sujeto que la espera nervioso en el café y que la busca entre la multitud.

El match (o correspondencia) es de un noventa y cinco por ciento. Tienen razones para estar optimistas.

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Actualmente, el número de personas que busca pareja en sitios web es relevante. Según el Pew Research Center, tres de cada diez adultos en Estados Unidos ha usado alguna vez una aplicación de citas, lo que varía según la edad y la orientación sexual. En términos porcentuales, sin embargo, solo el 12% de este universo ha llegado al matrimonio o a mantener una relación sentimental estable.1 Por otra parte, un estudio de 2012, realizado por equipos de psicólogos de ese mismo país, llegó a la conclusión de que “los algoritmos no pueden predecir si dos personas serán compatibles”. Pese a ello, los hombres gastan mucho menos tiempo en visitar los sitios de citas que las mujeres y, por otro lado, la etnia y la clase social siguen siendo significativos. 2

¿Es artificial un matrimonio o una relación si se ha visto mediada por un algoritmo informático? ¿Vale menos una relación si entre las partes ha mediado una máquina? La respuesta a las dos preguntas es no. Sin embargo, no podemos dejar de reconocer que el medio que propició los encuentros, hayan acabado estos o no en relaciones más o menos estables, condicionan nuestra respuesta. Tampoco podemos dejar de reconocer que no pensamos en términos de azar cuando las relaciones se forman a partir de encuentros fortuitos, cuando estos son, digamos, naturales. Pocas personas se detienen a pensar en que sus propias relaciones surgieron como fruto de condiciones que no se controlaron: la época, el lugar de nacimiento, la educación recibida, la edad, el nivel social; por nombrar algunos. En otras palabras, cada una de las parejas que se ha formado lo han hecho siguiendo un patrón que se repite. Y si se repite, si hay un patrón, entonces es —o sería posible— darle la forma de un algoritmo. Por lo mismo, el algoritmo es tan artificial y natural como nosotros mismos.

En general, los sitios de citas ofrecen y combinan alguno de los siguientes tres elementos: 1) acceso, 2) comunicación y 3) encuentro (Finkel et al., 2012). Estos tres elementos son los mismos que hicieron posible que en la era pre Google las personas se buscaran, se conocieran y se comprometieran.

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Un día, se dice usted, las máquinas acabarán con nosotros. Pero, ¿será efectivamente así? Un algoritmo al interior de una plataforma generó las condiciones para que Elisa se encontrara con Eduardo en un café que les quedaba cercano a los dos. Se encuentran y entablan una conversación. Quizá algún día se casen, quizá tengan hijos, quizá esos hijos, en el futuro, escriban poemas, cuiden ancianos o incendien supermercados. Nada de esto es especialmente importante para la plataforma.

Piense en esto: los seres humanos somos un insumo que cierto programa computacional generó para que a su vez estos mismos seres construyeran máquinas que, llegado el momento, van a prescindir de ellos. Las máquinas son el estado final deseado. No es un problema que las máquinas carezcan de emociones, de hecho, esa es la ventaja que ellas tienen. Las emociones son un lastre del que es necesario deshacerse, pues los humanos son solo una etapa intermedia hacia la inteligencia plena, esto es, la de las máquinas inteligentes. Solo inteligencia, nada de emociones.

En efecto, un algoritmo nos construyó para que nosotros construyéramos su máquina o, dicho de otro modo, el software nos hizo para que nosotros produjésemos su hardware. Somos el medio entre este y aquel. No somos ningún fin. Ella, la máquina, es el fin. Y es esto, precisamente, a lo que más tememos: que por fin el hombre encuentre a su depredador.

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Nada que temer es un libro que se mueve a contracorriente. Es fruto de una reflexión que arranca de una actividad manifiesta: el temor a las herramientas que creamos. Ya en el Tao Te King (s. VI a.e.c.) se lee:

Cuanto más cortantes sean las armas

tanto más rodeado de tinieblas estará todo el país.

Cuanto más hábiles artífices haya,

más aparatos perniciosos se inventarán.

(Toynbee, 1985, 29)

En el siglo V a.e.c., aparece Prometeo Encadenado atribuida a Esquilo, personaje trágico cuya rebeldía le impondrá un castigo sin término, consistente en yacer anclado a una roca, donde cada día un águila devoraría su hígado (el asiento de las emociones para los griegos de la era clásica), el cual volvería a crecer, para ser devorado otra vez por el águila y así sucesivamente. ¿Cuál había sido el pecado de Prometo? Robar el fuego de los dioses, lo que —en palabras de la historiadora de arte Olga Raggio— equivalía a robar su “poder creativo del taller de Atenea y Hefesto.” Para la misma autora, esta techné, en la visión de Platón, poseía un estatus superior al de los instintos naturales propios de la physis (Raggio, 1958). No resulta aventurado afirmar que el desarrollo de la técnica ponía al ser humano por encima del resto de los animales, pues le otorgaba la posibilidad de valerse de los medios que iba hallando en su entorno. Lo importante para nosotros es que esta posibilidad parecía despertar la desconfianza de los dioses y su propensión al castigo de las faltas. Si bien los seres humanos en todo eran iguales a los dioses, había algo que los diferenciaba y ese algo era el fuego, la técnica, el saber.

El mito griego tiene múltiples ramificaciones. De paso, sus orígenes pueden rastrearse al mito sumerio de Enki, de donde habría llegado a los griegos, importado, probablemente, desde Asia. También es probable que desde los mismos sumerios, el relato hubiese irradiado hacia distintas zonas de Oriente Medio, donde habría sido recogido y modificado para (re)aparecer en la Biblia hebrea bajo la doble denominación de Adán y Eva. Según el libro del Génesis, el mandato divino prohibía comer el fruto del árbol que se hallaba en el medio del jardín. Pero Eva, la mujer de Adán, confía en la serpiente que le hace ver que comer de aquel fruto no le acarrearía la muerte: “«Ciertamente, no morirás», dijo la serpiente a la mujer. «Porque Dios sabe que cuando comas de él, tus ojos serán abiertos, y serás como Dios, conociendo el bien y el mal»”.3

Es probable que el bien y el mal se hallen referidos al aspecto moral (lo que, de paso, les habría provocado la vergüenza de verse desnudos, como se sugiere en Génesis 3, 7), pero también que apunten a la posibilidad de conocer el bien y el mal en función de aquello a lo que puede dar lugar el conocimiento. Conocer, en este sentido, sería equivalente a comprobar que el bien y el mal surgen de lo que hacemos con lo que sabemos. Baste pensar para ello en que las primeras armas fueron herramientas, instrumentos de labranza en último caso, cuya modificación fue dando lugar a diseños más adecuados al combate con otros hombres, que a la siega, la siembra o las labores de pastoreo.

Sin embargo, la misma creación del hombre y la mujer puede interpretarse como instrumentos acerca de los cuales su creador desconfiaba. Y es aquí donde esto empieza a ponerse interesante. La relación entre el creador y lo creado suele proyectar una sombra de duda no solo en el que crea, sino también en aquellos que en adelante se valdrán de lo creado. Para efectos de este trabajo, no vamos a pensar en el creador y en el usuario como elementos escindidos o separados el uno del otro, sino como dos versiones indistintas, quedándonos con lo que realmente importa: la desconfianza frente a lo creado. Los humanos somos, para decirlo en términos míticos, una tecnología de la divinidad. Y la divinidad, en tanto creadora, tendría que desconfiar de su criatura. Así fue cómo, finalmente, desconfiando de ella, decidió castigarla por entrometida o desterrarla del Jardín del Edén.

Nuestra tarea, entonces, consistirá en desandar el camino para saber si lo que llevó al artífice —según los decires remotos— a desterrar a su criatura, es lo que nos llevará a nosotros a desterrar a la nuestra.

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Es cierto que los seres humanos no crean sus mitos para crear nuevas realidades, sino más bien para completar las existentes. No podemos ver algo y dejarlo en paz, debemos interpretarlo y esta interpretación la hacemos por medio del lenguaje. Ahora, este lenguaje pone de manifiesto anhelos y temores. La suma de todos ellos está contenida en un corpus literario que se ha ido tomando las estanterías de las librerías en todo el mundo, a lo que debemos añadir la prensa, las mismas redes en todas sus formas y la investigación académica. Nosotros nos valdremos de todos estos escenarios para desmenuzar esta región del mundo de modo de poder hacernos una idea acerca de él.

Esperamos poder esbozar un sistema de referencias que nos permita mostrar a nuestros lectores lo que se conoce como tecnofobia, concepto que iremos aclarando a medida que avancemos en el texto, pero que sintetiza una de las ideas centrales de nuestro trabajo. Por contrapartida, nos esforzaremos por dibujar un panorama que atempere lo que para nosotros es una sobrevaloración de las amenazas, sin dejar de poner en evidencia que la humanidad, su naturaleza más íntima, no cambia y que, por lo mismo, nunca será tan temible la creación como el creador.

Otra consideración importante es el foco de nuestra exploración. La tecnología no es un sendero, es más bien un follaje que crece en todas direcciones. Hay tecnologías que engendran otras. Sin la telefonía hubiese sido muy difícil dar con internet y la Web. Sin el desarrollo en electricidad y magnetismo, no hubiese habido teléfonos. Sin las matemáticas —otra tecnología— de los siglos XVII al XIX tampoco habría sido posible realizar avances en física y, sin esta, en termodinámica. Un follaje, como decimos, tan imbricado, es fruto también de un crecimiento en el que el avance es cada vez más dependiente del modo y extensión en que se producen otros avances, ya sea en regiones próximas o alejadas. Ahora bien, en el marco de este campo tan vasto, nos centraremos en las tecnologías de la información, visitando en particular ese espacio que aunque virtual es cada vez más real y que se conoce como ciberespacio.

En consecuencia, en los próximos capítulos el lector podrá enterarse no solo de las posibilidades que plantean todos estos campos tan pródigos y de qué modo nos sentiremos amenazados por ellos, sino cómo, y a pesar de tantos diagnósticos errados o predicciones equivocadas acerca del futuro, ellos se mantendrán igual de apocalípticos y terminales para nuestra especie. Esperamos responder, entonces, a las siguientes preguntas:

•¿Es posible detener o atrofiar el desarrollo tecnológico?

•¿Estamos sembrando las semillas de nuestra propia destrucción?

•¿Tiene sentido cósmico impedirlo?

Procuraremos dar respuestas útiles a todas ellas y, en el camino, recoger unas cuantas lecciones que vale la pena tener en cuenta. No es esta la primera ni la última vez que nos enfrentamos a esta clase de interrogantes; ya otros han recorrido y examinado las huellas en busca del rastro que lleva a la certeza. Pero, qué es la certeza sin la salvedad. Es un hecho que los seres humanos han creado herramientas que nos quitan el aliento, pero también lo es que no siempre crean lo que quieren y que no siempre quieren lo que crean.

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El libro se encuentra estructurado en cuatro capítulos. En el primero, abordamos nuestra condición natural a través del lenguaje. En el segundo, la aparición de la tecnología como instancia mediadora entre nosotros y el mundo que nos rodea. En el capítulo tercero abordamos las dimensiones humanas del ciberespacio. En el capítulo cuarto nos proponemos responder a las tres preguntas que aparecen más arriba, de manera de saber si tendremos que vivir con miedo o no. El epílogo es una sugerencia acerca de lo que debemos temer, probablemente, más que a nada en el mundo.

Nada que temer

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