Читать книгу Nada que temer - Cristian Barría Huidobro - Страница 7
ОглавлениеY aquí se acaba el cuento.
—SHAKESPEARE. Como gustéis, II, VII.
El ser humano es el animal que cuenta historias, según nos informa la tradición. Pero esta, pensamos, es solo la mitad del asunto. La otra mitad es tanto o más importante que la primera: a saber, el ser humano es el animal que cree las historias que le cuentan. Es cuestión, pensamos, de simetría. Si nuestra naturaleza hubiese sido diseñada de tal manera de descreer de cualquier narrativa que pretenda acceder a la mente, las historias sencillamente no existirían. Para nosotros es difícil concebir algo así, aunque para efectos prácticos formulamos enunciados con la finalidad de que sean oidos y, lo fundamental, creídos.
El lenguaje no es materia de nuestro trabajo, pero aun así podemos especular acerca de él para avanzar en lo que sí nos ocupa. Piense por un momento nuestro lector en un diálogo tan simple como el siguiente:
HOMBRE—. Vi al oso subir por la ladera y meterse en la caverna.
MUJER—. Cuándo.
HOMBRE—. Hace un momento. Lo que me tomó verlo y bajar hasta aquí.
MUJER—. ¿Crees que siga allí?
HOMBRE—. Espero que sí porque si no está allí, podría estar aquí, muy cerca de nosotros.
Centrémonos en la mujer. Ella no ha visto al oso, pero lo imagina. Es inevitable que lo haga, tal como usted también lo ha hecho. No podemos dejar de representarnos lo que nos dicen, pues nuestro cerebro ha sido entrenado para ello. O yendo un poco más lejos, no necesitamos que nos muestren algo para que lo veamos. El animal que cuenta historias carecería de resonancia si al frente no tuviese al mismo animal dispuesto a creerlas. Esto —qué duda cabe— es una gran ventaja en relación a nuestros depredadores, porque tenemos la capacidad de ver lo que no está allí. Como resultado, escribe Steven Pinker en El instinto del lenguaje, el homo sapiens ha transformado el planeta:
Arqueólogos han encontrado los huesos de diez mil caballos salvajes al fondo de un barranco en Francia, que corresponden a manadas acorraladas sobre el acantilado por grupos de cazadores paleolíticos hace diecisiete mil años atrás. Estos viejos remanentes de una colaboración e ingenio compartido pueden darnos alguna luz acerca de por qué tigres dientes de sable, mastodontes, enormes rinocerontes lanudos, y docenas de otros grandes mamíferos se extinguieron por la época en que los humanos modernos irrumpieron en sus hábitats. Aparentemente, nuestros ancestros acabaron con ellos (Pinker, 2007, 3).
El homo sapiens no solo sobrevivió a un medio hostil, puesto que luego de sobrevivir predominó. Y este predominio, decimos, no hubiese sido posible sin el lenguaje. Su arraigo en nuestra naturaleza es tan hondo que no podemos imaginar la vida sin él, aunque sepamos que de no haberse desarrollado, el mundo no sería como lo vemos, al menos no para nosotros. Sin embargo, el lenguaje en ocasiones es ambiguo, en ocasiones inentendible (como ocurre con las jergas de abogados o médicos) y en ocasiones embustero. Si en el diálogo que hemos propuesto más arriba, la historia que contara el hombre hubiese sido falsa desde el comienzo y si el hombre no confesara a la mujer su falsedad, entonces esta no tendrá descanso posible y no dejará de prever un encuentro con el animal en cualquier momento. En otras palabras, no habrá desahogo para ella y será presa de la ansiedad.
Quizá el poder del lenguaje pueda medirse de un modo negativo, esto es, por la capacidad que tiene de hacernos creer que lo que no está allí sí lo está. Así, mientras más poderoso este efecto, más robusto es el lenguaje. Por el contrario, si a plena luz del día, bajo un cielo azul y sin nubes exclamamos “mira, qué bello día”, el lenguaje se habrá cerrado sobre sí mismo, al hacer que encaje perfectamente lo que decimos con lo que vemos. Nuestros problemas entonces comienzan cuando no hay manera de hacer que lo que decimos encaje con lo que vemos, de manera que lo dicho se abre a espacios que no son los acostumbrados, lugares sin ubicación a los que no tenemos cómo llamar. Por ejemplo, si preguntamos a nuestra esposa “¿has visto mis llaves?”, la respuesta siempre será clara, algo del tipo, “sí, en la encimera”. Eso es algo concreto. Hay identidad entre lo que digo y lo que veo. Pero si en la escena previa, la del oso, resulta que todo fue un invento del hombre para asustar a la mujer, pero la mujer de pronto exclama, “querido, creo haber visto pasar la sombra de un oso”, los límites del lenguaje se disipan, rebasando los de la realidad —la que vemos justo allí (como las llaves en la encimera). Y si fue un invento, ¿cómo hizo ella para ver lo que no estaba? ¿Qué son esos elementos que vemos aunque no estén? No son pocos: amor, espíritu, ideas. ¿Por qué no acabamos nunca de definirlas? ¿Será acaso porque —pese a que las entendemos— no las vemos?
El lingüista David Everett vivió entre los indígenas del Amazonas llamados Piranhã (pronúnciese pira-há), que constituyen una tribu de cazadores recolectores con especiales habilidades lingüísticas. Everett estudió su lengua y basado en sus hallazgos escribió una tesis doctoral que terminó y defendió en 1983, en Brasil. Uno de sus libros se llama No duermas, hay serpientes.4 Al comienzo del mismo nos propone el siguiente diálogo entre los nativos de la tribu:
—¡Mira! Ahí está Xigagai, el espíritu.
—Sí, puedo verlo. Nos está amenazando.
—Todos ustedes. Vengan a ver Xigagai. ¡Rápido! Está ahí, en la playa.
(Everett 2008: XV).
Cuando Everett llega a mirar lo que todos ven, él no puede verlo. Cuando su hija de seis años le pregunta qué es lo que todos están mirando, él le contesta que no lo sabe, que no ve nada. Dos décadas después de esa mañana de verano, Everett escribe, “Nunca pude probar a los Piranhã que la playa estaba vacía. Tampoco pudieron ellos convencerme de que había alguna cosa, mucho menos un espíritu” (Everett, 2008, xvi).
Es curioso el lenguaje, pero más interesante aun es que se trata de una ventaja adaptativa que, a diferencia de otras, nos permitió dominar la biosfera. El punto, en consecuencia, es este: el lenguaje es una capacidad que se abre en todas direcciones y que nos permite ver especialmente lo que no está, incluso lo que no es. Que se expanda en todas direcciones, significa que sus posibilidades y combinaciones son infinitas. Que nos permita ver, incluso lo que no es, es lo que nos importa. En este punto debemos centrarnos. Para lo que vemos, el lenguaje es un complemento irreemplazable. Pero la parte que a nosotros nos interesa es aquella en que en efecto vemos lo que no está allí. Como Xigagai.
El deber hacia lo desconocido
Una de las características más importantes del lenguaje oral (que es la fase que deseamos explorar ahora) es que no lo vemos. Lo escuchamos, pero no lo vemos. Derek Bickerton, un destacado lingüista inglés, lo dice de una manera bastante divertida: “Abro un nuevo libro sobre evolución humana, me voy al índice y encuentro la entrada ‘lenguaje: ver discurso’. Y entonces me veo gritando, «Tú no ves un discurso, idiota»” (Bickerton, 2009, 3). Es cierto, no vemos lo que decimos, al menos en el campo de nuestro interés (que trata sobre ver lo que no está). Si yo le digo que en el futuro las máquinas irán a dominar a los humanos de tal manera que nos harán creer que somos nosotros los que las dominamos a ellas, usted va a generar una imagen mental para ello, pero no va a ver ese futuro ya que está en el lenguaje; de hecho es lenguaje, más aún, un lenguaje solidariamente anclado al presente. Pese a ello, usted se sentirá estremecido. Por alguna razón, quizá propia del lenguaje, no importa qué tan lejos esté el futuro, nosotros inevitablemente estaremos en él. Bastará que lo digamos o que otro lo diga por nosotros y la magia ocurrirá.
Ahora bien, uno de los rasgos más curiosos en la lengua de los Piranhã es que carece de números, de historia y de conexión con el futuro. Tampoco tienen nombres para los colores ni para izquierda o derecha. En consecuencia, su forma de vida, la valoración que hacen de su mundo, de su entorno, es distinta de la nuestra. Everett buscaba, inicialmente, convertirlos al cristianismo. No lo consiguió. ¿Dónde estaba ese dios del que les hablaba, que no lo veían? A Xigagai sí lo veían, pero a aquel dios suyo, a ese no lo veían por ningún lado. No consiguió convertirlos. Pero ellos sí lo convirtieron a él. Eventualmente, Everett perdió su propia fe.
Lo que decimos, la práctica reiterada de aquel decir, configura nuestro mundo. Y, como expresábamos más arriba, nuestra lengua marcará al mismo tiempo los límites de ese mundo. Es como si dijéramos que somos todo lo libre que pudiésemos desear ser adentro de él, mas no podremos aspirar a ir más allá.
Demos otro paso. Nuestra vida posee las formas del lenguaje que hablamos. Con este lenguaje pensamos, valoramos y construimos nuestra realidad. Para simplificar, digamos que esa realidad tendrá un pasado, un presente, un futuro. El tiempo es esencial en nuestra estructura de pensamiento. No obstante, ¿qué pasa en el caso de los Piranhã? ¿Existen el futuro o el pasado remoto si el lenguaje no los expresa? En nuestro caso, cualquier fisura en la línea temporal (o del espacio) despertará nuestras sospechas. Piense en cómo reaccionaría usted si alguien le dijera, «Te lo dije mañana.» o «¿Quieres que vaya para acá?».
Pero dejemos esas estructuras por un momento, para acercarnos un poco más a nuestro objetivo. Pensemos en el ensueño. Cuando queremos recordar el pasado, decía Henry Bergson, debemos hacerle, por decirlo de algún modo, un espacio en nuestro plano consciente. Debemos retirarnos, dar un paso atrás, hacerle lugar. Más aún, escribe: “debemos tener el poder de valorar lo inútil, debemos tener la voluntad de soñar” (Bergson, 1988, 83). Pero, insiste, “si todo nuestro pasado se halla oculto a nuestra vista, inhibido por las necesidades del presente, hallará el impulso para traspasar el umbral de nuestra conciencia en todos los casos en que renunciemos a que la acción efectiva se interponga, por así decirlo, en la vida de los sueños” (Bergson, 1988, 154). En el ensueño, entonces, habría un pie forzado, un empuje proveniente del pasado, que se abre paso entre el tejido de lo situacional o inmediato, que se apodera de nosotros. La preeminencia, entonces, la tiene el entorno, lo que sucede en nuestra inmediatez. Es aquí donde ejercemos nuestra condición, si no humana, cuando menos vital: la de reproducirnos. En el gran negocio de la vida, la reproducción de la especie lo es todo, por lo mismo importará que abarquemos completo el trayecto que nos lleva desde el nacimiento hasta la reproducción y la crianza, cada vez que nos pongamos a la tarea de saber por qué lo que ocurre es así, tal como lo vemos y experimentamos, y no de otro modo. Nuestras armas, como la memoria, la duda, la capacidad de predicción en lo inmediato, nos sirven para completar este círculo que va del nacer no directamente al morir, sino al de terminar la crianza.
Veamos, si usted ha comprado este libro es porque ha asistido a charlas sobre tecnología, sobre redes sociales, sobre big data, sobre la banca digital. O, precisamente, porque no ha asistido a ninguna. Muy bien, lo haya hecho o no, el punto es que invariablemente habrá alguien que plantee escenarios futuros. Algunos de esos escenarios le harán sonreír, otros le causarán pánico. Nada de eso ha sucedido y es probable que nada de eso suceda. Los seres humanos tenemos una enorme capacidad para elucubrar futuros, pero al mismo tiempo una capacidad muy baja de predecirlos con certeza. Podemos predecir el futuro inmediato. Tome usted un lápiz, levántelo con su mano y enseguida diga lo que va a pasar si lo suelta. Esta capacidad de predicción es la propia de nuestra especie y sirve para sobrevivir. Es la predicción de sucesos inmediatos. No pasa lo mismo cuando los sucesos son de mediano y, ya no digamos, de largo plazo. ¿Por qué? Porque es mayor el número de variables que nuestra capacidad de procesarlas. Y no solo la nuestra, en términos de capacidad cerebral, sino que las posibilidades de construir una máquina que realice cálculos que predigan lo que va a pasar. Los cálculos pueden ser demasiados y el tiempo que tardemos en resolverlos puede exceder la edad del universo, es decir, en lo que a este le resta de vida. Puede darse también la paradoja de que mientras la máquina calcula, el suceso se dé, sus efectos se propaguen, luego desaparezcan y recién entonces nuestra máquina obtenga la respuesta.
En consecuencia, ¿existe alguna alternativa a construir una máquina que calcule las condiciones del futuro y nos diga, por ejemplo, cuándo tendrán lugar las próximas revoluciones políticas, de la moda o musicales? Sí, la hay y consiste en crear nosotros mismos ese futuro. No preguntarle a nadie, no esperar a que ninguna máquina lo haga, sino que declararlo nosotros mismos. Y esto lo venimos haciendo hace mucho tiempo ya, tanto como quepa imaginar. En todo caso, no antes de que inventáramos el lenguaje.
Les llamamos profecías. Ellas no expanden el lenguaje, lo emplean para expandir las —más bien limitadas— posibilidades de la realidad. En todo caso, esas posibilidades no debieran obligarnos a nada, sin embargo, nos sentimos movidos, afectados por ellas. Así, la frase del poeta alemán Friedrich Hölderlin “el hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”,5 no debiera leerse en contradicción con el interrogante nietzscheano de El crepúsculo de los ídolos: “¿cómo podríamos hacernos un deber hacia lo desconocido?” (Nietzsche, 2003, 50). No debiéramos sentirnos obligados por lo que no conocemos, sin embargo lo experimentamos. Lo mismo ocurre con el pasado, nos sentimos obligados por él, con independencia de cuán alejado de nosotros esté. De allí que, en ocasiones, determinadas autoridades públicas pidan perdón por hechos acaecidos años, décadas o siglos antes de que ellos nacieran y que, en su momento, afectaron a personas, comunidades o sociedades, en algunos casos transformadas, en otras extinguidas. Por contrapartida, también nos sentimos obligados por acontecimientos que sucederán cuando ya no estemos, aun cuando no sepamos de qué manera vayan a suceder. Quizá esto último sea lo de menos. Si es cierto, como suele especularse, que algún día las máquinas gobernarán nuestras decisiones y ya no seremos libres, deberemos preguntarnos ¿es ese el mundo que queremos para nuestros hijos?
Aquí es donde comienza todo.
*
Es muy probable que Tomás Moro escribiera su célebre Utopía pensando en un mundo mejor. No fue el primero en hacerlo. Ya Platón había plasmado su propia idea de un mundo mejor (o al menos una ciudad mejor) en su República. Hay poco menos de dos mil años entre ambos autores y Moro llegó a saber mucho menos sobre Platón y su tiempo que nosotros. Pese a ello, al redactar su obra más conocida, ingresó al mundo de las letras por la misma puerta que el griego, la de los ensueños. Su creación se hallaba más allá del tiempo y del espacio. Se habrá abierto paso a la fuerza entre sus ocupaciones cotidianas, como diría Bergson. Así, curiosamente, para hacerle un lugar, la llamó “Utopía”, del griego “oú” sin y “το′πος” lugar. El mismo Platón se había referido en sus obras Critias y Timeo a un lugar semejante, al que llamó “Atlántida”. Esta idea de un lugar legendario destinado, en cierto modo, a forzar la realidad para que revele sus aspectos más puros (y crudos), es eso, un recurso literario, un tropo en último término. En el caso de la Atlántida, ella cobró vida propia e inspiró el trabajo de filósofos y escritores como Tomás Moro.6 Como hemos hecho notar con anterioridad, estas influencias se propagan de manera no-lineal en alas del lenguaje, dando lugar a una estructura más parecida a la de un follaje que a la de una línea recta. Así fue como la palabra utopía dio origen también a su contraria, la palabra distopía, también proveniente del griego, “δυσ” mal y “το′πος” lugar. Más adelante nos referiremos a las distopías, de momento nos centraremos en la creación de Moro. No olvide el lector que nuestra idea es hacer visible la trama en que nos hallamos atrapados por el hecho de ser creadores y porque en tanto creadores estamos llamados a desconfiar de nuestras criaturas, estableciéndoles prohibiciones, fijándoles límites o, sencillamente, expulsándolas de nuestros paraísos.
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Tomás Moro nació en 1478 y siempre fue un hombre de letras. Asistió a Oxford, de donde su padre lo retiró para enviarlo a Londres a realizar estudios de leyes. Contrajo matrimonio con Jane Cult en 1505. “La joven pareja se estableció en Bucklesbury, donde fueron visitados dos veces por Desiderio Erasmo, quien, como camarada humanista y cristiano, preocupado por la reforma de la iglesia y la sociedad, le dedicó [a Moro] su Elogio de la locura (1509).”7 El matrimonio duraría pocos años a raíz de la muerte de Jane, luego de lo cual Moro vuelve a casarse, esta vez con una viuda, Alice Middleton.
Una serie de circunstancias lo llevan hasta el círculo íntimo del rey Enrique VIII, quien lo nombra canciller en 1529. Una de esas circunstancias tenía que ver con el hecho de que Moro no era sacerdote. De hecho, fue el primer laico en ejercer ese puesto, lo que se habría debido a que en esa condición iba a resultar un obstáculo menos para el rey Enrique, empeñado en divorciarse de Catalina.8
Figura 1. Tomás Moro por Hans Holbein.
Fuente: Wikipedia (2020).
Nuestro autor empieza la redacción de su obra en 1510, la que es finalmente publicada por Erasmo en 1516, en la ciudad de Lovaina, Bélgica. Recordemos que Moro será nombrado canciller en 1529, de manera que Utopía se hallará referida, antes que a lo que le tocó vivir, a la época misma; de allí que su idea de sociedad recoja y confronte lo que para él eran las deficiencias de un mundo como el suyo, ya fuera transformándolas para bien o aboliéndolas. Ejemplo de ello es la abolición, en Utopía, de la pena de muerte por robo, la prohibición de los juegos de apuestas o el uso de soldados mercenarios. El esquema, entonces, considera una primera parte o Libro I —diálogo del consejo—, con las objeciones al estado de cosas y una segunda o Libro II —sobre Utopía—, con la propuesta de un modelo de sociedad.
No nos es posible saber hasta qué punto Moro jugó con la credulidad de sus lectores, pero el hecho es que el rey de Utopía se llamaba Hythloday (en español, Hitlodeo), lo que en griego viene a significar “el que habla sinsentidos”, en tanto el río Anhidros (que riega la isla con sus aguas) significa “sin agua.” Como haya sido, ironías de más o de menos, el lugar se estructuraba de un modo tan funcional como puede estarlo un hormiguero. Moro describe tanto la forma (de luna creciente) como las dimensiones (320 kilómetros en su parte media) de la isla, el número de ciudades (54), dividida cada una en cuatro partes iguales, con la capital situada justo en el centro. Es interesante notar que toda la calidad de vida, como la llamamos hoy, lleva aparejada cantidades más o menos proporcionadas, de manera que las casas, las ciudades y hasta el total de la isla, contienen números claramente definidos de instalaciones e individuos que deben mantenerse constantes. Si, por ejemplo, llegase a haber individuos de más, está previsto que se formen colonias hacia el interior de la isla. Si faltan ciudadanos, se los invita a regresar a las ciudades. Si hay de más en una ciudad, entonces se los puede redistribuir entre otras. Las puertas de las casas no tienen cerraduras y estas no les pertenecen a sus moradores porque no existe la propiedad privada. Más aún, las casas se ocupan de manera rotativa en ciclos de diez años. Los hospitales son gratuitos, las relaciones prematrimoniales son castigadas, lo mismo que el adulterio. El divorcio se halla legalizado al igual que la eutanasia. Los desplazamientos por el interior de la isla están restringidos (son necesarios los salvoconductos) y la esclavitud es parte también del contrato: cada familia puede tener hasta dos esclavos.
Es difícil saber si Moro creía en que algo así pudiera organizarse alguna vez. Si bien algunas de las costumbres de Utopía podían resultarle absurdas o imposibles de concretar, había otras con las que no necesariamente debía simpatizar. Señalar las cualidades de un lugar al que se denomina ideal llamándolo “no-ideal”, es una buena manera de decir que aspiramos todo el tiempo no solo a lo que no podemos obtener, sino a lo que no sería posible mantener aunque lo obtuviéramos. Si bien sería posible diseñar reglas comunitarias, ellas no van a funcionar si no están todos los miembros de esa comunidad dispuestos a cumplirlas. Y es muy posible que si nosotros nos damos cuenta de que los acuerdos totales son tan utópicos como la ciudad de Moro, entonces él también lo sabía.
Las ciudades ideales son —para todos los efectos— sociedades ideales. Y tanto la República de Platón como la Utopía de Moro pasan por alto, al menos en apariencia, el inconveniente de que las piezas del tablero, o sea los individuos de esas sociedades, piensan todo el tiempo y suelen tener también sus propios planes. Así, tanto para Platón como para Moro, el orden perfecto de una sociedad sin fisuras demandaba un tipo fijo de componente, cuya voluntad, en razón del modelo, debía ser abolida. Y así fue: esta es la razón de que Utopía fuese la descripción de un lugar en el que los habitantes han dejado de ser humanos. (Una novela de raíz utópica podría estructurarse del modo siguiente: “Esa mañana, luego de oír el despertador, se levantó, tomó desayuno, cogió sus cosas y se fue al trabajo. Por la tarde regresó cansado. Repítase lo mismo por las próximas trescientas páginas.)
El ideal de Moro no podía realizarse, pero siempre podía formularse como una realidad en tanto el margen de imposibilidad fuese sustituido por otro margen: el de la credulidad. El autor solo crea las condiciones, el que cree es el que lee. Este es el mayor logro de cualquier artesano de sociedades perfectas: el hacer que sus lectores las crean posibles. Hoy ya nadie recuerda los paisajes del país de Moro, pero no es ir demasiado lejos el pretender que las personas asocian la palabra a un imposible. Algo similar ocurre con la especialización del trabajo en la visión de Marx y Engels, estructura que en el esquema de ellos nos obligaría a dedicarnos a una sola actividad, que es como nos dicen ellos sucede en el mundo real “capitalista”, sin embargo, “en la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, [resulta] cabalmente posible que yo pueda […] por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar…”.9 A diferencia de Moro, Marx y Engels no dejan caer una isla —como Utopía— donde no la hay, sino que proyectan su “ciudad ideal” sobre un fondo real, oportunamente añadido por el lector (una plaza, un parque, una calle de su barrio). De esta manera, el lector ve esta ciudad ideal, del mismo modo que los Piranhã veían a Xigagai, es decir, proyectada contra el fondo de lo real. Everett y su hija pequeña veían la playa. Los Piranhã, en cambio, veían proyectado sobre ella a Xigagai. Pese a las diferencias, el medio que obra la magia es el mismo, el lenguaje. La idea de fondo también es la misma: ver lo que no está allí.
“Nada existe” escribió Virginia Woolf, “a menos que yo lo escriba.” No andaba descaminada; a partir del momento en que ella —o cualquier escritor— nos relata una historia, nuestra disposición natural es a creerla. Piense en ello por un momento. Quienes proponen que somos meras entidades de una simulación, de un programa computacional que corre en algún lugar, nos llevan una ventaja cierta: no tenemos manera de probar que no es así.10 Aunque la propuesta sea un tanto enrevesada, no deja de tener relación con nuestra capacidad de creer incluso —o especialmente— lo que no es posible. En principio, los supuestos dualistas de la filosofía de la mente nos dicen que ella, la mente, es independiente del sustrato desde el cual emerge (es decir, nuestro tejido cerebral). Sin embargo, para algunos pensadores “No es una propiedad esencial de la conciencia que ella deba implementarse en una red neuronal biológicamente basada en carbono al interior del cráneo: procesadores de silicona al interior de un computador podrían, en principio, hacer la magia también”.11 Si esto fuera así, entonces podría haber —¿dentro de cien años, dentro de cien mil?— un futuro que se ha dado en llamar posthumano, una especie, para todos los efectos, de última utopía. Una utopía de frontera. La pregunta, entonces, no es tanto si será posible o no, la pregunta es si estaremos dispuestos a creerlo o no.
Pero no nos adelantemos. Entre aquel momento y este habrá pasos intermedios. Preguntémonos ahora si es razonable que despertemos sin miedo.
Despertar sin miedo
Al despertar por la mañana, usted no se siente el personaje de la novela que estuvo leyendo antes de dormirse o de la serie de televisión que estuvo mirando. Nuestra sistema perceptivo conoce bien la diferencia. Si no fuese así, no habríamos sobrevivido a nuestros depredadores. Esta es la razón de que despertemos todo el tiempo siendo nosotros mismos y no otro. Por otra parte, nuestro cerebro parece concedernos un espacio para que cada cierto tiempo juguemos a ser otros o a espiar las vidas de otros, incluso en su intimidad. Sin embargo, esta concesión parece estar sujeta a una regla básica: lo que importa está allá afuera —o adentro de nosotros— en forma de sensaciones y si algo pudiera amenazarme, entonces suspenderemos la regalía, dando prioridad a lo real.
Qué duda cabe de que a veces el sistema falla. No solo en la literatura los seres humanos hemos explorado las posibilidades del ensueño (como en Don Quijote o Madame Bovary), también lo hemos hecho mientras caminábamos o atravesábamos una avenida. El ajuste no es instantáneo —ni mal que nos pese— permanente entre el ensueño y la amenaza real, de allí que el engaño, destinado a distraer nuestra atención, sea, según Sun Tzu, el dominio supremo en el arte de la guerra.
Pese a ello, resulta a todas luces evidente que el sentido de realidad es predominante en nosotros. Si bien resulta efectiva la posibilidad de padecer engaños, también es efectiva nuestra capacidad de precavernos frente a ellos, para lo cual la naturaleza nos ha dotado de una contramedida bastante eficaz: la duda.
La duda metódica nos conduciría al escepticismo, que es una manera de suspender una decisión hasta no tener pruebas fehacientes y ciertas sobre sus consecuencias, ya sea para otros o para nosotros mismos. La duda instintiva, por su parte, es la desconfianza.12 La desconfianza no tiene como propósito conocer la realidad desde todos sus ángulos, es solo un rechazo a dar un salto al vacío sin que importe mucho por qué o para qué. En el escepticismo hay una necesidad ineludible por conocer, por saber qué tan hondo es ese vacío, por qué está ahí, por qué no allá, quién lo excavó, para qué, con qué fin.
Ahora bien, independientemente de la forma que adopte, la duda está presente en todos nosotros. Es importante insistir en esto: piense el lector cuánto tiempo hubiésemos sobrevivido en un medio hostil, si a todo hubiésemos respondido cándidamente, si jamás hubiésemos sospechado un doble juego o una doble intención. No es que solo hubiesen sobrevivido los tramposos, es peor aun porque ni los tramposos hubiesen sobrevivido a ellos mismos.
En Not born yesterday, el científico cognitivo Hugo Mercier plantea que lejos de comportarse los humanos con credulidad o candidez frente al discurso político (en particular), ellos son bastante más desconfiados y robustos frente al engaño que lo que se suele creer. Tomando en cuenta “La lógica de la evolución” escribe, “es esencialmente imposible que la credulidad sea un rasgo estable” (Mercier 2020, 46). La credulidad, en último término, no es adaptativa. La duda sí lo es.
Lejos de ser crédulos, los humanos se hallan dotados de mecanismos cognitivos dedicados que les permiten evaluar cuidadosamente la información que reciben. En vez de seguir ciegamente a individuos que gozan de prestigio, o a la mayoría, pesamos numerosas señales antes de decidir qué creer, quién es el que sabe, en quién confiar, y qué sentir. Los múltiples intentos de persuasión de masas que hemos presenciado desde el alba de la historia —desde demagogos a publicistas— no son prueba de la credulidad humana. Por el contrario, las reiteradas fallas de estos intentos dan cuenta de lo difícil que es influenciar a las personas en forma masiva (Mercier 2020, 14).
Quizá no hayamos notado que siempre que se habla de “la gente” o de “las personas” no nos sentimos incluidos. Si no siempre, al menos no todo el tiempo. La gente es un concepto que propone una entidad inexistente, si vamos a aceptar que somos individuos únicos e irremplazables. Si no lo fuéramos, entonces la gente sería la entidad per se. Sin embargo no lo es. Por lo tanto, cada vez que se habla de la credulidad de la gente, se habla de la disposición a creer de cierta entidad (la gente) de la que usted no necesariamente se va a sentir partícipe.
Los procesos eleccionarios suelen barrer bajo la alfombra este detalle, que es el que hace que una persona a la que se elige para un cargo acceda a él por mandato de un algo, no un alguien. El supuesto de que la mayoría decide de manera abierta e informada es una verdad a medias. Cada vez que se elige una autoridad, los que eligen dan un salto al vacío. Y este hecho deviene un problema con el que las sociedades han debido lidiar desde que se elige a los representantes para ejercer cargos públicos. Hubo una época en que estos se elegían entre una asamblea que participaba directamente del proceso. En ella, Temístocles debía escoger entre Alcides y Belisario. Los conocía a ambos. Los veía habitualmente en el mercado. Sabía de sus cuitas, infidencias y deslices. Eran viejos conocidos. Pero como el tamaño de los estados creció, así también lo hicieron las asambleas, hasta el extremo de volverse meras abstracciones. A raíz de esto, los modelos de elección de autoridades que funcionaban para las ciudades, debieron transformarse. Ya no fue posible la elección directa. A partir del siglo XVIII, particularmente en los Estados Unidos de Norteamérica, la elección se hizo —y debió hacerse— de manera indirecta. Ese pequeño prefijo que usted lee allí, ese in, es el que hizo nacer a la “gente” como la conocemos hoy. Es a esa “gente” a la que se engaña (cuando se la engaña), no al individuo. Es difícil engañar directamente a alguien. No lo es tanto si se hace de manera indirecta.
Por lo mismo, cabe insistir en nuestra pregunta: ¿es realmente engañado el individuo? Dicho de otro modo, ¿es posible engañarlos a todos sin engañar a nadie en particular?
La investigación de nuestra historia como especie nos dice que confiamos o no en las personas según sus gestos faciales, según lo que nos dicen de ellas y según lo que sabemos de ellas, esto es, según lo que sabemos fehacientemente de ellas. La mayor parte de nuestra historia como especie la pasamos viviendo en clanes de no más de ciento cincuenta personas. Si usted cuenta a sus conocidos de hoy, las personas que conforman su círculo de relaciones, es probable que llegue a un número mucho menor. Como sea, la evolución nos preparó para eso. “El efecto neto sobre las elecciones presidenciales que tiene el envío de volantes, llamados telefónicos grabados, y otros trucos similares es cercano a cero. La supuestamente poderosa maquinaria de propaganda Nazi difícilmente afectó a su audiencia: ni siquiera logró que a los alemanes les gustaran los nazis. La pura credulidad predice que la influencia es fácil. No lo es” (Mercier, 2020, xvi). Y la explicación es que el paso que va de lo individual a lo masivo, no es directo, aun cuando la teoría política nos diga que hay fidelidad en la intermediación y, por lo tanto, el resultado final refleja la opción individual. Eso es cierto, pero no más allá de los límites de un pizarrón.
No confiamos en quienes no conocemos, no tan fácilmente. Quizá estemos dispuestos a votar por una autoridad en quien confiamos los destinos de la ciudad, de la región, del estado, incluso del país. Pero, ¿le confiaríamos a nuestros hijos?
Si bien no debiéramos despertar con miedo, tampoco debiéramos hacerlo como si no hubiese que tomar precauciones. Mercier llama “mecanismos de vigilancia abierta” al conjunto de dispositivos cognitivos de que disponemos para filtrar mensajes. Estos mensajes son los que recibimos en cada momento del día. La suma de todos ellos es lo que conforma nuestro mapa de riesgos. Por tanto, nos movemos todo el tiempo en relación a un contexto, a un marco de referencia que se mueve con nosotros constantemente. Las sucesivas actualizaciones de la información irán afinando ese marco, lo que nos permitirá adoptar mejores decisiones (no necesariamente libres de errores). Lo que interesaba a nuestros antepasados en esta permanente actualización era la situación de nuestros depredadores: ¿Dónde estaban? ¿Qué pasaba si aparecían frente a ellos? ¿Deberían correr a perderse o permanecer inmóviles como estatuas? La respuesta venía dada por lo que habían visto hacer a otros. O por lo que cada uno de ellos había vivido. Con toda seguridad no olvidaban que hay mil maneras de estar vivo, pero una sola de estar muerto, de manera que no podían equivocarse cuando se hallaran en el borde, el límite que separa la victoria de la catástrofe. Nosotros somos hijos de los que decidieron lo correcto. Los que se equivocaron, no dejaron descendencia. A veces es mejor huir corriendo, a veces es mejor huir quedándose. Si todos corren, ¿correremos también nosotros con ellos?
Las cosas han cambiado. Acabamos con nuestros grandes depredadores. Pero otros los fueron sustituyendo. Por último, luego de exterminados o anulados aquellos, quedó entre nosotros el mayor de todos los depredadores: nuestro semejante. De haber sido crédulos como nos dicen todo el tiempo que somos —a juzgar por los resultados de las encuestas de opinión y de los actos eleccionarios—, no estaríamos aquí.13 Si estamos aquí, es que tal vez no lo somos tanto.
En definitiva, no somos tan confiados ni tan crédulos como nos hacen creer quienes proponen a la “gente” como el elemento central de nuestras sociedades. La vigilancia que ejercemos sobre el entorno o las medidas de protección que adoptamos, son las que nos mantienen con vida, ello, con independencia de que seamos proclives a satisfacer nuestros deseos de manera inmediata, aunque ello nos reporte un costo mayor que si postergamos esa satisfacción.
No es de extrañar, por lo tanto, que un rasgo sobresaliente de nosotros los humanos sea la valoración que hacemos de lo malo. Más adelante veremos de qué manera el pesimismo, en la era de los medios masivos, se ha transformado en una industria, es decir, una actividad de la que es posible obtener rentas. La profesionalización del pesimismo abarca todos los medios de expresión imaginables, sin embargo, ello posee una raíz que es propia de nuestra naturaleza. En definitiva, ¿por qué somos tan expeditos a la hora de ceder a las tentaciones de la fatalidad? Si lo pensamos detenidamente, todo parece indicar que la exageración de lo malo es un rasgo que otorgaría ventajas evolutivas. Basta pensar en un simio extremadamente crédulo y confiado para comprender que de haber existido, no habrá llegado muy lejos. Las señales del entorno pueden movernos a engaño. En El tigre que no está, Michael Blastland y Andrew Dilnot, nos proponen un escenario en el que un antepasado nuestro, cazador de la sabana africana, marcha junto a un pastizal a plena luz del día. De pronto, mientras avanza, una sombra llama su atención. Cree haber visto algo que se movía entre los hierbajos, pero no está seguro. Es poco probable que sea un león y es muy probable que se trate solamente de la acción del viento en el pastizal. Eso crea sombras y nos hace ver algo donde no hay nada. Casi todo el tiempo es así. Sin embargo, piensa el cazador, si me equivoco y hay un tigre donde creo que no hay nada, podría perder la vida, es decir, podría perderlo todo. En cambio, si me largo ahora mismo de aquí, puedo pasar hambre esta tarde, pero aun así seguir con vida. Los muertos no sienten hambre. Mejor me largo (Blastland, Dilnot, 2010).
Esto, a juicio de los autores, el hecho de tener que sobrevivir como criterio decisional, distorsiona nuestra realidad, especialmente cuando se trata de pensar estadísticamente. Esta es la razón, dicen ellos, de que no seamos estadísticos por naturaleza y de que el aprendizaje de esta disciplina se nos presente todo el tiempo cuesta arriba. Ahora, decimos nosotros, es esta la manera de entender la preeminencia de lo malo por sobre lo bueno. Y es este, precisamente, el tema de otro libro: El poder de lo malo. En él, John Tierney y Roy Baumeister, sostienen que, en efecto, nuestro cerebro ha sido cableado por la evolución para enfocarse en lo malo antes que en lo bueno. ¿Le parece que tiene sentido?: “Nos sentimos devastados por una sola palabra de crítica, pero indiferentes a una cascada de elogios. Vemos el rostro hostil entre la multitud y pasamos por alto las sonrisas de amistad” (Tierney, Baumeister, 2019, 1-2). El problema con esta garantía de protección incondicional de que nos ha dotado la evolución, son sus consecuencias a gran escala. Recordemos que muchas de nuestras respuestas al medio tienen que ver con adaptaciones que, en referencia a la especie humana, solo recientemente se ha vuelto urbano. Por cientos de miles de años hemos sido cazadores recolectores. Nuestros ancestros evolutivos han realizado tareas semejantes por millones de años. Solo muy recientemente nos hemos trasladado a vivir en ciudades. En la escala evolutiva, esto sucedió ayer por la noche, de manera que nuestras armas de supervivencia siguen funcionando —por decirlo de algún modo— en un entorno al que todavía no terminan de adaptarse. Esta es la razón de que el efecto que Tierney y Baumeister denominan de negatividad, traiga consigo consecuencias que no son tan simples como quisiéramos.
Cuando no apreciamos el poder que tiene lo malo para nublar nuestro juicio, tomamos terribles decisiones. Nuestro sesgo de negatividad explica las cosas grandes y las pequeñas: cómo es que los países se involucran en guerras que a la postre resultan desastrosas, por qué los vecinos discuten y las parejas se divorcian, cómo es que se estancan las economías, por qué los candidatos a un puesto de trabajo lo echan todo a perder en la entrevista, cómo es que las escuelas les fallan a sus estudiantes […]. El efecto de negatividad destruye reputaciones y lleva a las compañías a la bancarrota. Promueve el tribalismo y la xenofobia. Divulga falsos temores […] Envenena a la política y elige a los demagogos (Tierney y Baumeister, 2019, 2).
Es decir, las consecuencias de una herramienta de supervivencia mal calibrada por la evolución en el marco más estrecho de la historia reciente, acarrean consigo desastres así en lo grande como en lo pequeño. En dos palabras: exageramos lo malo, minimizamos lo bueno. Y esto nos afecta. Por contrapartida, el beneficio de lo malo radicaría, según los autores, en el aprendizaje que nos otorga. Si nunca nos pasaran cosas malas, no aprenderíamos nada. “Entendido de la manera adecuada, el poder de lo malo puede sacar lo mejor de cada uno de nosotros” (Tierney y Baumeister, 2019, 4). Esta es la razón detrás del impacto diferenciado que producen una buena y una mala impresión en nosotros. Adivine usted cuál de los dos es mayor. El impacto de lo malo no solo es mayor en términos conductuales, sino que también lo es en el lenguaje.
Unas pocas peculiaridades lingüísticas impresionaron también [a los autores]. Los psicólogos describen generalmente los estados emocionales mediante pares de opuestos: feliz o triste, relajado o ansioso, satisfecho o molesto, optimista o pesimista.14 Pero cuando Baumeister revisó la investigación psicológica dedicada a buenos y malos eventos, se dio cuenta de que faltaba algo. Desde hace mucho tiempo los psicólogos han sabido que las personas pueden sentirse afectadas por un único evento. El término que lo denota es trauma, pero, ¿cuál es su opuesto? ¿Qué palabra describiría un estado emocional positivo que tenga una duración de décadas, como respuesta a un único evento? (Tierney y Baumeister, 2019, 7).
No lo hay. No hay una única palabra que se oponga a trauma. Y es que un solo evento negativo puede aguarle la fiesta a cualquiera. Hay relaciones matrimoniales que se destruyen por un solo acto de infidelidad. No importa cuánta devoción haya habido antes ni cuánta posiblemente pudiera haber después, ese solo acto puede acabar con todo. ¿Cuáles serían los opuestos, se preguntan los autores, de palabras como “accidente” o “riesgo”? Incluso, señalan, la mayoría de las personas no puede nombrar un antónimo para “disgusto”.
Como consecuencia, entonces, el optimismo o las buenas noticias, no venden. Nada nuevo hasta aquí. Lo que sí es nuevo es que recién estamos descubriendo que lo anterior es cuantitativamente cierto, no solo en los hechos, sino en el lenguaje mismo. Tenemos una inclinación natural a apreciar más lo malo que lo bueno y lo sabemos como consecuencia de investigaciones científicas recientes. Pero hay más: el efecto de negatividad no se detiene frente a las señales de peligro que van quedando atrás. Sigue. Se prolonga. La sensación de riesgo o de disgusto puede hallarse en el origen de toda clase de conflictos, desde los que involucran a una pareja, hasta los que pueden involucrar a países enteros.
La tecnología no está libre de estos malos presagios. Los pesimistas, los alarmistas, los tecnófobos, están en todas partes. Para ellos, el apocalipsis es inminente. Una historia universal del pesimismo, incluidos los malos presagios, ocuparía varios volúmenes. Y no ha dejado de escribirse. En lo que sigue veremos algunos ejemplos asociados a nuestro tema. Por lo pronto, no perdamos de vista que no hay determinismo tecnológico, que como humanos poseemos una enorme capacidad para inventarnos enemigos y males y que poseemos, del mismo modo, una naturaleza que permanece constante o fiel a sí misma. “Debiéramos ser escépticos”, nos propone David Nye, “acerca de quienes sostienen que las personas pueden ser fácil o radicalmente alteradas por el hecho de mirar la televisión, usar internet, adquirir un teléfono móvil o comprar alguna máquina inteligente” (Nye, 2006, 222). Proponemos que nada se halla más lejos de la realidad. La tecnología ofrece nuevas y variadas formas, a veces asombrosas, de canalizar nuestra humanidad. Por ella, por sus tubos, cables, espacios aéreos y hasta por el vacío, circulan nuestras pasiones más antiguas, las mismas que llevaron a Moro a crear un lugar sin lugar llamado Utopía, y a su rey a ordenar que le cortaran la cabeza.
Síntesis
Los humanos poseemos una enorme capacidad de fabulación y ensoñación que se ve exacerbada por el lenguaje. Vimos que lo que decimos influye en lo que hacemos, por lo tanto si somos el animal que cuenta historias, somos por extensión el animal que cree lo que le cuentan. Quizá como consecuencia de esto, somos también el animal que desconfía de lo que oye, pues conocemos la diferencia entre el decir y el hacer. No somos crédulos pero tampoco somos invulnerables. Relatos míticos, leyendas, cuentos, novelas, películas. Todos ellos ponen en ebullición nuestros miedos e inseguridades. Sabemos, asimismo, que poseemos una tendencia natural hacia la exaltación de lo malo y lo negativo y que cuando esa tendencia se sale de control, nuestro mundo se complica. En esta dimensión, el apocalipsis de lo cotidiano funciona como una droga que debemos ingerir cada mañana para funcionar el resto del día. Pese a todo, la buena noticia es que ya lo sabemos. Contra lo que pudiera pensarse, la tecnología —a la que solemos atribuir todos los males posibles para todos los futuros posibles— no nos ha hecho más curiosos ni más crueles, solo nos ha hecho, si cabe, más fieles a nuestra propia naturaleza de narradores y oidores más o menos desconfiados. El depredador ha mutado, ya no es el tigre ni el león dientes de sable el que nos acecha, ahora es otro humano como nosotros el que reviste la amenaza mayor. De allí que la demonización de la tecnología por sus mismos creadores (los humanos), pueda acabar con ella: luditas, alarmistas, tecnófobos y una larga serie de intelectuales y líderes de opinión, reinventan nuestros miedos tribales, olvidando que —así como el pez no elige sus escamas— el hombre no escoge acompañarse de herramientas. El futuro de lo humano tal vez se esté moviendo en la dirección de las herramientas, hasta el extremo de que probablemente sean ellas el medio y el modo que tengamos de trascender.