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Capítulo 1

Sociedad y pensamiento como negocio: el papel del creyente en la sociedad contemporánea1

Hace algunos años, en el aeropuerto de Madrid-Barajas, un joven ingeniero se acercó a mí y me preguntó qué es lo que puede ofrecer la Iglesia a sus hijos. La pregunta provenía de una buena persona que pensaba en su familia y consideraba a la Iglesia como proveedora de valores y bienes para sus hijos. Después de responder lo que consideré que era oportuno en aquel momento, me quedé pensando en el sentido de la pregunta.

Las personas hoy consideran a la Iglesia católica —y por lo general a las demás comunidades de fieles— como una institución que ofrece bienes y servicios, a la manera de un «spa» espiritual. Constatar que nuestra sociedad contemporánea, al menos en Occidente, juzga la realidad bajo categorías económicas no es ni bueno ni malo, es simplemente una realidad que no podemos ignorar.

Nuestro punto de partida, por tanto, para considerar el papel que la fe pueda tener en la sociedad actual debe analizar una ­dinámica social con una fuerte conceptualización económica, pero que es al mismo tiempo fruto de la interacción de tres distintas esferas: la política, la económica y la sociedad civil (Taylor, 2007, p. 578). Cada uno de estos sistemas de pensamiento y de desarrollo para y en la sociedad tiene una lógica y una dinámica que interactúa con los otros dos.

Algunos autores afirman la autonomía de las esferas económica y política; señalan que la sociedad civil es simplemente fruto de la educación o de la filosofía social que nos ha sido inculcada. Sin ánimo de limitar la realidad a una serie de conceptos, podemos observar desde el principio que estos sistemas no solo se influyen unos a otros sino que también cambian por instituciones y lógicas que no son ni políticas ni sociales ni económicas.

La panorámica cultural en nuestros días

Benedicto XVI, por ejemplo, dirigió tres importantes discursos a estas distintas esferas que interactúan en nuestra sociedad contemporánea. En su discurso en Westminster Hall, con ocasión de su visita pastoral al Reino Unido, el pontífice subrayó la importancia de la libertad de conciencia que, además, debe ser respetada por los gobernantes. En el evento estaban presentes el primer ministro de entonces, Gordon Brown, y dos ministros anteriores: Tony Blair y Margaret Thatcher. The Guardian, una publicación que en pocas ocasiones defiende la enseñanza tradicional de las religiones organizadas, publicó al día siguiente un artículo donde afirmaba que el imperio británico había caído aquel día. En realidad, Benedicto XVI hacía un discurso importante. La Iglesia anglicana nació bajo el reinado de Enrique VIII, cuando las autoridades políticas reconocieron que la autoridad moral de Gran Bretaña era el rey y no el papa. En cambio, el día del discurso en Westminster Hall, las autoridades políticas del reino que representaban a la población británica se habían ­reunido allí porque, en definitiva, reconocían que la autoridad moral del reino era el papa y no el rey. Un círculo se había cerrado en la historia.

Además, Benedicto XVI pronunció un segundo discurso crucial para la interacción de los sistemas sociales que estamos analizando. En su famoso discurso de Ratisbona, en la universidad que acogió al joven profesor Joseph Ratzinger, se dirigió a la academia para subrayar la incompatibilidad entre la fe y la vio­lencia. Para él, la racionalidad con la cual comprendemos la realidad fue siempre una fuente de maravilla para el hombre. Lo sorprendente no es que con la física o con las matemáticas podamos medir y pronosticar el mundo natural en el que nos movemos, sino que aquello que contemplamos con nuestros sentidos esté en sintonía con lo que comprendemos con nuestra capacidad intelectual. La fuente de racionalidad natural y humana es la misma, el Creador del hombre. La violencia, en cambio, es siempre irracional, niega esa afinidad humana con la verdad, crea mundos que destruyen tanto lo humano como lo natural. Para Benedicto XVI, el discurso de Ratisbona fue un momento amargo en su pontificado; en general, los medios de comunicación ignoraron el contenido central del discurso para enfocarse en una cita del Corán, libro sagrado de la religión musulmana, donde el emperador bizantino Miguel VIII Paleólogo critica una cierta actitud en su conversación imaginaria. No obstante las opiniones de los medios, un grupo de intelectuales del mundo islámico escribió a Benedicto XVI para agradecerle haber expresado aquello que ellos mismos deseaban manifestar en público desde hacía tiempo.

El tercer discurso con el cual el romano Pontífice se dirigió a la dinámica social no reflexionaba sobre el papel de la fe en el mundo político ni en el florecimiento de la sociedad civil. En su plática pronunciada en el Collège des Bernardins de París, el Papa habló del desarrollo cultural de la humanidad. Curiosamente, el tercer gran discurso de Benedicto XVI no repercutió en aquello que consideraríamos más importante, es decir, en la dinámica económica. Para Benedicto XVI, reflexionar sobre el sentido de la cultura cristiana era considerar que un Dios que no tiene poder en este mundo puede ser desconocido, ignorado o incluso negado. La creatividad con la cual los benedictinos y otras órdenes monásticas a lo largo de la Edad Media cultivaron la escritura, la música y la poesía, era la manifestación de que la fe se convierte en cultura cuando es capaz de generar belleza; y esta última no es más que la expresión de la verdad y del bien en esplendor. A mayor belleza, mayor bien y verdad unidos; de ahí que la naturaleza, al recibir un influjo positivo del hombre, se convierta en una belleza mayor, en la expresión de una verdad y un bien que la excede. Porque finalmente, como enseña la fe cristiana, por la encarnación de Cristo el hombre tiene acceso al mundo sobrenatural. La fe parecería, por tanto, tener un papel no solo real sino fundamental en el florecimiento de la sociedad auténticamente humana.

Estos y otros discursos de Benedicto XVI han fundamentado el interés que tiene la Iglesia católica en el desarrollo de la sociedad contemporánea en sus tres esferas: la política, la económica y la social. No obstante, ese papel es reconocido y se convierte en algo legítimo especialmente cuando se entiende como algo necesario al hombre actual. Entre otros autores, Charles Taylor (2007, p. 578) ha establecido una serie de características de aquello que nos permite definirnos como hombres en la sociedad occidental. En Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna (1989, p. 438), el filósofo observa que la sociedad acepta como verdaderos los principios democráticos, lo que se puede promover con libertad personal y aquello que se ofrece en el libre mercado.

En tanto institución, la Iglesia no es una democracia, y por tanto su tradición y su origen no son democráticos. Afirmar el papel de la fe frente a la democracia y sus instituciones no significa negar el concepto original y la misión espiritual de la Iglesia; supone buscar transmitir una realidad profundamente humana que desde hace 2,000 años ha procurado afirmar valores que desarrollan al hombre precisamente cuando intenta realizar una obra que lo excede por completo, algo que trasciende sus ­propias capacidades y límites, que nació antes que él y que permanecerá cuando él muera.

Los valores culturales dominantes: democracia, libre mercado y sociedad civil

Lejos de reducir al hombre a una simple parte de un gran mecanismo, estos valores perennes e inmutables lo elevan y le exigen alcanzar horizontes siempre mayores. El Massachusetts ­Institute of Technology (MIT) invitó a la clausura de su curso al Chief ­Executive Officer de una de las más grandes instituciones de tecnología de Silicon Valley, en California, la famosa compañía Apple de Steve Jobs.

En su presentación, Tim Cook subrayó la importancia de la tecnología, pero también el hecho de que esta no basta en sí misma; su función debe ser para y con la humanidad, para quienes son ciegos o autistas, y por tanto requieren de la tecnología para relacionarse con el mundo. Debe tratarse de una tecnología relacionada con el ser humano, y no confundir la conectividad con la comunicación. En su conferencia, afirmaba que el encuentro que cambió profundamente su vida fue el que acababa de tener con el papa Francisco. Le resultaba sorprendente que el Pontífice estuviera tan informado sobre los cambios tecnológicos y le parecía que había reflexionado largamente sobre el impacto que pueden tener en nuestras vidas.

Parece que también en nuestra sociedad democrática, donde se afirma que todos tenemos el derecho a informar sobre nuestra vida y a saber sobre la vida de los demás, la fe igualmente tiene un papel. La relación humana jamás es autor referencial, ­considera siempre a los demás. La auténtica comunicación humana no consiste solo en estar conectados mediante la tecnología, sino en su función respecto de la necesidad humana. La Iglesia católica y Apple están de acuerdo en este punto: el desarrollo tecnológico es bueno, pero no por sí solo, sino que debe considerar además las necesidades del hombre y no únicamente sus deseos.

De acuerdo con Charles Taylor (2007, p. 573), los ciudadanos de Occidente buscan afirmar en toda ocasión su libertad personal; por tanto, «aquello que es promovido libremente por la sociedad civil es necesariamente positivo y bueno». No es una casualidad que grandes organizaciones internacionales tengan respeto, aprecio y medios económicos fruto de su acción solidaria en beneficio de la naturaleza y de los más desfavorecidos. Resulta difícil pensar que una organización como Greenpeace sea una institución fundamentada en un error. Si algún valor se promueve con éxito en la sociedad civil, significa que es bueno.

Este principio está tan firmemente arraigado en nuestra sociedad contemporánea que con dificultad se puede criticar. Recuer­do hace algunos años, mientras caminaba por una avenida en Washington con el rector de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, casualmente una joven voluntaria de esta institución —que busca proteger la naturaleza— nos abordó y con gran seguridad nos pidió que firmáramos en beneficio de su misión, porque finalmente en su opinión «ambos estamos tratando de salvar al mundo, solo que de distinta manera». En realidad, la Iglesia no tiene una finalidad estrictamente social, porque su misión es sobrenatural, espiritual y divina. Al mismo tiempo, la Iglesia ha afirmado de muchas formas su interés y preocupación por la justicia, la pobreza y la inequidad. La contribución de la fe a la sociedad civil no está en su promoción de una justicia social, más o menos vinculada con la acción del Estado. Por el contrario, la fe tiene un papel en la sociedad civil en la medida en que recuerda que aquello que es atractivo para el hombre y que lo hará ­realmente florecer es lo que respeta su verdad, como ser hecho a imagen y semejanza de Dios.

De hecho, la sociedad actual promueve iniciativas que, con plena libertad, son erróneas porque niegan la unidad que el cuerpo y el alma tienen en el hombre. Al asegurar que el cuerpo es un instrumento que poseemos y que podemos cambiar a capricho, negamos una parte fundamental de nuestra humanidad. De ahí se deriva una concepción equivocada de la maternidad, del respeto al propio cuerpo, del ser hombre corpóreo y de la manipulación genética, del juicio que alcanza la corporeidad ajena y la vida humana. Sin embargo, tal vez un punto que se olvida —y que recientemente Daniel Miller puso de ­manifiesto— es que el uso que hacemos de la materia que alcanzamos es expresión de nuestra humanidad. Recordar que el orden exterior en que vivimos es reflejo del orden interior en que existimos puede llevarnos a recuperar un justo respeto por nuestro cuerpo, y nos permite relacionarnos con los demás de acuerdo con nuestra máxima capacidad humana de querer y respetar a los demás con el cuerpo. A las numerosas iniciativas que consideran la libertad humana se une la gran responsabilidad de quienes saben que la vida es un don divino, y que los otros tienen idéntica capacidad para vivirla al máximo o para desperdiciarla.

Aparte de la democracia y sus instituciones, y de la sociedad civil y sus iniciativas, el tercer paradigma de pensamiento que me gustaría subrayar para referirme al ser humano que florece en nuestra sociedad contemporánea es el libre mercado. De hecho, para Taylor (2007, p. 575) el libre mercado caracteriza en gran medida nuestra afirmación de lo que es bueno y malo para cada uno de nosotros. «Aquello que se vende en el mercado, se vende sencillamente porque es bueno», si puedo venderlo es porque tengo una gran habilidad y capacidad de transmitir algo que desarrolla al hombre.

Si por el contrario, algo no vende, «es simplemente porque es nocivo o poco atractivo y por tanto poco humano» (Taylor, 2007, p. 576). El libre mercado se puede entender de diferentes maneras: es un sistema económico o una categoría de pensamiento económico que en general se opone a la acción reguladora del Estado; pero también puede ser una fuente de organización social.

Para los filósofos clásicos, nuestra concepción económica de la sociedad sería sorprendente. Para ellos, el mundo económico era fundamentalmente privado, lo cual no significa, como podemos pensar hoy, que se refería solo a la administración de la riqueza. La economía consistía en la administración de la propia casa, en particular la esposa, los hijos, los esclavos y también las propiedades personales. Para los griegos, la economía era una enseñanza social para quienes no estaban interesados en la política.

El punto importante es que cada ciudadano del mundo clásico se preocupaba por la política, y la economía era la base necesaria para interesarse en aquello que era verdaderamente elevado, la persecución de una sociedad completa capaz de crear un ambiente donde el individuo pudiera florecer plenamente.

Esto significaba que la esfera política estaba llamada a buscar, ante todo, el bien del hombre, en dos sentidos: un bien para el cuerpo, que era la salud; y un bien para el alma, que era la justicia. La economía debía procurar el bien material del hombre, la salud; de lo contrario, la polis tenía que intervenir y garantizar los medios necesarios para la salud de los ciudadanos, como eran los hospitales y los médicos.

Los romanos adoptaron este concepto griego de bien común material y, en los primeros siglos de la era cristiana, los médicos ofrecían servicios gratuitos a los enfermos que no podían pagar un médico (Brown, 2012, p. 180). En cambio, el bien espiritual del hombre, la justicia, se obtenía gracias a la educación del individuo, fruto de una base económica mayoritariamente familiar, y después con la educación recibida en las academias. No obstante, si un individuo, por el motivo que fuera, no era capaz de vivir la justicia, el gobierno de la polis debía ayudarlo con la participación de la policía y el uso de las cárceles para garantizar que se mantuviese dentro del bien espiritual que le correspondía.

Por tanto, hoy los pensadores clásicos se sorprenderían de ver que en nuestros días, altos representantes de la esfera política, e incluso gobernantes, no provienen de un ambiente político, sino de uno económico, donde la mentalidad que gobierna la sociedad es sobre todo crematística y procura una finalidad específica, medida en general en términos de riqueza.

Los griegos consideraban a la sociedad como una realidad no teleológica, es decir, sin una finalidad específica; esta consistía simplemente en organizar un ambiente adecuado para el ­florecimiento humano. No se trataba de generar más riqueza, obtener más tierra o gozar de mejores infraestructuras, sino simplemente de generar una sociedad orgánica en beneficio del hombre. En un organismo, cada órgano por lo general tiene una función algo diferente de los demás, pero finalmente beneficia a todo el cuerpo. De acuerdo con los filósofos clásicos, la polis era esta realidad orgánica donde cada sistema tenía una voz que contaba en favor del bien común.

En nuestra sociedad contemporánea, los sistemas se unen en momentos muy puntuales; por ejemplo, cuando los poderes del Estado aparecen en público en una ceremonia religiosa, como la presencia de Néstor y Cristina Kirchner en los Te Deum que se cantaban en la catedral de Buenos Aires, al menos hasta el nombramiento del cardenal Jorge Mario Bergoglio. Otro ejemplo es la participación del cardenal de Nueva York en la cena de beneficencia de los candidatos a la presidencia, donde un alto prelado aparece en público rodeado de personalidades de la política. La Iglesia no necesita publicidad porque su lógica no es económica; no es una institución económica. Sin embargo, la Iglesia debe contar con momentos públicos donde pueda expresar su realidad en la esfera pública; ignorarlo sería desconocer el mundo real, afirmar que el Dios de los cristianos es un Dios que no tiene nada que decir a la sociedad actual, que puede ser desoído, desechado o incluso negado.

Entre los muchos filósofos que han estudiado y sugerido criterios de comprensión para esta interacción social forjada en sistemas, me gustaría poner de relieve a Jürgen Habermas. Por muchos motivos, pero sobre todo por su sinceridad intelectual, este pensador alemán ha dedicado un esfuerzo considerable a comprender las raíces de nuestra sociedad contemporánea, dedicando una serie de críticas a los modelos clásicos.

Es importante señalar que la posición de Habermas es problemática para un cristiano. En primer lugar, porque ha promovido una ética del discurso donde la narrativa de la propia elección existencial es lo que marca la ética social que debemos seguir. Difícilmente podríamos construir una sociedad fundamentada en valores relativos, el riesgo es muy alto, porque lo que personalmente podemos desear, aunque sea un grupo mayoritario en una sociedad, puede ser contrario a la dignidad de otros o ser nocivo para las generaciones futuras.

No obstante, Habermas propone una serie de reflexiones muy atractivas para comprender que la interacción de los sistemas económicos, sociales y políticos puede ser fácilmente manipulada. La esfera pública que tiene en sus manos las ideas que generalmente aceptamos y compartimos, no es un ambiente ­público político que procura el bien común para el hombre del que hablaban los filósofos clásicos. La esfera pública contemporánea es, para Habermas, un ambiente económico con intereses privados, con un origen en motivaciones personales y fundamentado en la búsqueda de un bien relativo y personal. Sin embargo, esta esfera pública privada se ha desarrollado según un esquema racional que debe ser respetado y comunicado a las sucesivas generaciones como un bien para la sociedad. Habermas estaba fuertemente convencido de su aguda observación de la realidad social del hombre; afirmó que esta explicación dejaba fuera una moral impuesta desde fuera, que se fundamentara en algo que era incomprensible para la naturaleza humana, en algo religioso o espiritual.

Este pensador no es un hombre de fe, y en su sistema, la fe, la religión y la trascendencia no tienen un papel estrictamente necesario. Pero es un filósofo de profunda sinceridad intelectual. El 11 de septiembre de 2001, cuando cayeron las torres gemelas de Nueva York, declaró que su sistema no era capaz de explicar la existencia del mal. El mal que ese atentado expresaba no tenía una finalidad política y no finalizaba racionalmente en un bien privado. Era un mal que su teoría no podía explicar.

A raíz de la muerte de su amigo Max Frisch, en abril de 1991, Habermas se dirigió a una iglesia de Zúrich donde tendría lugar el funeral. La compañera de Frisch había decidido que en el funeral no se presentara ningún sacerdote y que no hubiera ninguna oración. Entre los participantes había sobre todo intelectuales, como el mismo Habermas, y muchos de ellos no tenían una especial inclinación a creer en la religión ni en Dios. Para nuestro filósofo, asistir a una despedida de ese tipo, celebrada dentro de los muros consagrados de una iglesia, no tenía más significado que el de una derrota. La necesidad de asistir a una iglesia para un funeral era el fracaso de la sociedad contemporánea que no había encontrado un mejor sustituto para ese momento definitivo que es morir. Habermas pensaba que habíamos de buscar una mejor solución para nuestro adiós definitivo. El evento del 11 de septiembre le hizo cambiar de opinión: no era posible y esta vez no era tampoco deseable, ignorar o negar la realidad espiritual del hombre, y para poner de manifiesto su deseo de comprender, deseó confrontarse con Joseph Ratzinger en una memorable entrevista.

En definitiva, este suceso nos permite comprender que los sistemas de pensamiento, así como también los sistemas sociales, presentan en algunas ocasiones pequeñas fallas que dan lugar a nuevos ajustes. El sistema económico en el que se desarrolla la sociedad contemporánea vivió una crisis importante en los primeros años del presente milenio, que llevó a muchos a ­interrogarse sobre el sentido de dejar el sistema en manos de sus exponentes, y a considerar cuál podría ser la mejor organización hacia una mayor transparencia y responsabilidad. A veces exigiendo al gobierno justificar su posición, especialmente en el caso de países desarrollados, o en ocasiones buscando a toda costa evitar la acción estatal, especialmente en el caso de naciones pobres donde el gobierno puede verse afectado por una corrupción institucional.

De igual manera, el sistema político presenta algunas fallas, no solo porque el presidente de Estados Unidos, como algunos jefes de Estado en el mundo, proviene de las esferas económicas —como hemos visto antes— sino sobre todo porque actualmente están alcanzando el poder algunas personas que provienen de la sociedad civil. Algunos grupos políticos que llegan efectivamente a gobernar la esfera política provienen de movimientos sociales nacidos del desconcierto y el malestar de la sociedad, formados en blogs y desarrollados por las redes sociales. Estos grupos crecen hasta convertirse en auténticos partidos, aunque no sea fácil encuadrarlos por completo como asociaciones políticas tradicionales. Es el caso de Podemos —en España— y del Movimento 5 Stelle —en Italia.

La efectiva elección de líderes sociales dentro de la esfera política debe hacer reflexionar a aquellos que procuran un desarrollo de políticas públicas centrado en el largo plazo y en una sociedad cada vez más deseosa de información y transparencia en el gobierno. Por último, podemos observar también una especie de crisis social, donde se promueve una serie de antivalores de forma desconsiderada, en beneficio de una gran libertad personal, donde se pone en tela de juicio la educación familiar y el sentido mismo de la familia, donde los desequilibrios económicos generan desempleo voluntario —como es el caso de muchos países desarrollados— o involuntario —en países subdesarrollados—, que en ambos casos lleva a una disminución de la dignidad del hombre que actúa en sociedad.

Si la fe tiene un sentido social, o si se puede decir que creer es buen negocio, no es por el sentido de la fe en sí misma, que no tiene finalidad política, económica o social, sino espiritual. No obstante, la fe no puede ignorar el desarrollo de esas esferas; hacerlo sería desaparecer de ellas y alejarse en definitiva del mundo; no por una acción positiva, contemptus mundi, como hacían y hacen de manera ejemplar muchos religiosos en beneficio de un testimonio de vida que nos recuerda que algún día hemos de morir y seremos juzgados por Dios. Ignorar el desarrollo y la interacción de las esferas sociales que hemos descrito sería, en definitiva, alejarse del mundo por una acción pasiva, dejar que la religión y la fe, la cultura cristiana y la realidad espiritual de la Iglesia caigan en el ámbito de lo privado, de lo no esencial, del pasatiempo, de aquello que podría ser desconocido, ignorado o negado sin mayor dificultad.

La responsabilidad creativa del creyente en sociedad: las start-ups

Para esto la Iglesia tiene muchos caminos. Sus fieles, que son empresarios, políticos y pensadores, lo saben. En este momento, por la limitación de espacio disponible, me gustaría tomar un camino de reflexión para promover, de manera positiva, una posible solución. No es la solución sino una entre muchas posibles, pero que tiene sentido.

Una de las mejores formas de encontrar soluciones a problemas específicos es preguntar a los que han tenido tiempo y oportunidad de pensar sobre la sociedad en que vivimos. Usualmente, las preguntas son muy generales y las respuestas, en cambio, pueden arrojar mucha luz en beneficio de una solución llena de sentido común.

El filósofo y teólogo suizo, Martin Rhonheimer (2009), interesado en la sociedad y el papel de la fe en la misma y que fundamentó una teoría del comportamiento moral humano, sostenía que el gran reto de la Iglesia en nuestros días consiste en distinguir la responsabilidad de los fieles laicos y los ministros ordenados.

Los fieles laicos que han recibido el bautismo, y con él el sacerdocio real, están llamados a santificar el mundo con su trabajo y su vida de contemplación; por lo tanto, las esferas económicas, políticas y sociales son, al mismo tiempo y esencialmente, también religiosas. Por su parte, los fieles de la Iglesia que además del bautismo recibieron el sacramento del orden —como ­diáconos, sacerdotes y obispos— tienen una misión diferente: administrar los sacramentos y servir a la comunidad que les ha sido confiada, de acuerdo con su tarea pastoral específica.

Otra perspectiva, menos teológica, de los problemas más importantes de nuestro tiempo ha sido expresada recientemente por Kevin Majeres, médico psiquiatra, instructor de la Universidad de Harvard. El Dr. Majeres explica que los problemas más importantes de nuestro tiempo son la falta de concentración, las distracciones y la ansiedad. Vivir en un mundo lleno de ansiedad es un gran reto, porque no es fácil superarla serenamente. Cualquiera que sea la perspectiva que adoptemos para observar la sociedad en que vivimos —teológica, filosófica o médica—, hemos de pensar que lo interesante es observar la sociedad desde un determinado punto de vista, el cual fijamos de acuerdo con la historia de nuestra vida, con lo que somos y lo que hacemos. Por lo tanto, y para ser coherente con lo que acabo de mencionar, me parece que un punto de vista interesante para comprender la sociedad es contemplarla desde la perspectiva del empresario, de la persona que trabaja en una sociedad con categorías económicas y que juzga para comprender con estos mismos paradigmas el mundo que, como he dicho, no es ni bueno, ni malo, solo una realidad que no podemos ignorar.

El mundo económico busca desarrollar la sociedad y crear nuevas ideas e iniciativas para ser más competitivo, pero también para hacer una sociedad más humana, como veíamos con el ejemplo del CEO de Apple. Estas ideas e iniciativas nacen dentro de la empresa, cuando se tiene por ejemplo una oficina de desarrollo o de investigación creativa. En los últimos años, de acuerdo con el Foro Económico Mundial, este desarrollo se ha dado gracias a una serie de iniciativas dentro de las organizaciones llamadas start-ups, conformadas por un grupo de personas, generalmente muy jóvenes, que constituyen un equipo de trabajo para generar nuevas ideas e iniciativas, las cuales pueden ser adoptadas por organizaciones más grandes y con mayores desafíos. Cuando una empresa no tiene medios humanos o económicos para afrontar el cambio, siempre puede contratar a una start-up.

En Alemania hay más de 46,000 empresas de este tipo ofrecen sus servicios a grandes organizaciones y se desarrollan con mucha frecuencia también en esferas, no solo económicas, sino sociales (social entrepreneurship) o incluso políticas. Observar que el motor de desarrollo del sistema económico son las start-ups nos permitirá considerar si se originan en una realidad humana, y no solo económica, para proponer cómo y por qué se pueden aplicar a otras esferas, como la política, la social e incluso la religiosa.

El informe del Foro Económico Mundial subraya que hay tres grandes tipos de start-ups. En primer lugar, las que ayudan a grandes multinacionales a resolver un problema secundario a su objetivo económico; es el caso de Lufthansa, la aerolínea alemana, que presentaba un déficit en el nivel de atención al cliente, pero no podía distraer a la dirección de su objetivo central: el servicio de transporte de personas. Los directivos de la aerolínea llamaron a diferentes grupos de jóvenes a trabajar dentro de la compañía durante algunos meses para generar soluciones a este problema específico, algunas de las cuales fueron aceptadas, y otras rechazadas. Algunos de los jóvenes fueron contratados por Lufthansa y otros continuaron trabajando en sus propias start-ups fuera de la compañía. El beneficio que obtuvo Lufthansa fue muy significativo, y el aprendizaje de los jóvenes fue fundamental para poder colaborar en el futuro con otras compañías, generando una sinergia que desarrolla el sistema económico de una manera cada vez más consistente.

El segundo grupo de start-ups nace cuando no existe un problema específico en la compañía que las solicita. De hecho, algunas empresas no tienen un problema concreto que afrontar, sino que desean generar nuevas ideas, ser más competitivos y cambiar el clima de la organización hacia una dinámica de colaboración más abierta y más sencilla. Así, se contratan estas compañías para producir nuevas ideas y generar pequeñas propuestas concretas para un cambio de la cultura organizacional.

La empresa que más start-ups de este tipo ha acogido dentro de su organización en los últimos años es BMW. La compañía alemana de automóviles ha conseguido una serie de colaboraciones con estas empresas emergentes que permitieron crear nuevos diseños, pequeñas soluciones, sistemas de atención a los empleados y clientes, entre otros. Después de algunos meses de trabajo, estos grupos de jóvenes pueden ser contratados por BMW o, por el contrario, seguir su paso hacia otra compañía donde comparten su experiencia y ganan más en beneficio de todo el sistema. Lo que es notable de este modo de trabajar es la apertura de las compañías a la novedad y a las nuevas ideas. Además, la confianza en que los jóvenes pueden aportar algo —a pesar de su inexperiencia y a veces demasiada seguridad en sus propias ideas— permite al empresario reflexionar sobre su propia actitud hacia el cambio y hacia sus más antiguos colaboradores.

Por último, también hay un modelo de start-ups donde no se da una colaboración cercana con los grupos innovadores. Simplemente se invita a un grupo de jóvenes a conocer la organización y ofrecer una visión más general, si no superficial, de los problemas de la compañía. Es muy útil y positivo para las relaciones públicas de las empresas, pero al no haber un compromiso de apertura real ni una posibilidad efectiva de contratación al final del proceso, el Foro Económico Mundial observa que este modelo ha sido menos efectivo que los demás.

En conclusión, ciertamente parecería una aventura arriesgada abrir las puertas a perfectos desconocidos para mostrarles los problemas de la empresa, y que personas con menos experiencia sugieran soluciones a los directivos de la organización. No es fácil que un gobierno lo haga; tampoco sería fácil que una institución como la Iglesia católica lo hiciera de una manera natural. No obstante, la realidad es que las start-ups, por lo menos en lo que se refiere a grupos religiosos, ya existen; fueron creadas —y lo seguirán siendo— por los fieles deseosos de un mayor dinamismo en las instituciones que quieren y respetan, o por fieles creativos que de manera natural desean resolver sus problemas de atención pastoral, por ejemplo, y quieren saber cuándo está el sacerdote libre o dónde está la iglesia más cercana para ir a rezar o asistir a una ceremonia. En la medida en que crezcan las start-ups, el interés y la facilidad de acceso a los bienes espirituales de la Iglesia se desarrollarán. A condición de que sea una medida natural y en beneficio de los fieles, pueden marcar su futuro dinamismo. Y esto porque finalmente son la expresión de la libertad de quien se mueve dentro de la conectividad de la sociedad actual. Los modelos de desarrollo económico se aplican a sistemas no económicos, no con el deseo de desvirtuar la realidad de las otras esferas, sino porque las categorías de nuestra civilización son económicas. En la medida en que una empresa, una institución de beneficencia o una organización religiosa permitan y generen estas iniciativas, irán al ritmo de la dinámica social. Olvidarlas, ignorarlas o criticarlas sería escapar de un orden de crecimiento que es fruto de la creatividad humana, de querer usar la tecnología para el hombre y con el hombre. Sin embargo, en ese amable reconocimiento de estas iniciativas, cualquier institución, incluida la Iglesia, debe observar atentamente que la dinámica social no debe marcar el sentido y la finalidad de la institución, solo facilitar su expresión y mejor comprensión al servicio de sus fieles, que son a la vez ciudadanos, electores y clientes.

Pienso que las start-ups son una apertura hacia la juventud. Tal vez lo más atractivo de este modelo es la capacidad de colaborar con jóvenes, que son rebeldes ante las reglas, pero que llevan consigo la esperanza del cambio. Es difícil cambiar la realidad desde la realidad misma; la economía no siempre puede mejorar con solo reglas económicas, a veces cuentan las intervenciones políticas, otras las presiones civiles. De la misma manera, en la medida en que haya una participación entre las diferentes esferas —con o sin start-ups que, como he dicho, son un camino— se alcanzará una mayor comprensión mutua. En cualquier caso, los jóvenes sabrán encontrar soluciones a problemas antiguos, a condición de escucharlos con prudencia y seriedad. Por esto, creer es un buen negocio, no porque la fe nos facilite la vida; es más, casi siempre la complica un poco. Pero la fe permite tener un sentido de respeto hacia los demás, que efectivamente nos permite escucharlos. En esa colaboración obtendremos soluciones, beneficios y un buen negocio económico que, como hemos aprendido, no se refiere solo a la riqueza sino a la familia, a la empresa y a la sociedad como realidades humanas.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Brown, Peter (2012). Through the Eye of a Needle: Wealth, the Fall of Rome, and the Making of Christianity in The West, 350-550 AD. Princeton: Princeton University Press.

Habermas, Jürgen (2006). Storia e Critica dell’opinione ­pubblica. Bari: Laterza.

Miller, Daniel (2008). The Comfort of Things. Cambridge: Polity Press.

Rhonheimer, Martin (2009). Changing the World: The Timeless of Opus Dei. Nueva York: Scepter.

Taylor, Charles (2007). La edad secular. Cambridge, MA: ­Harvard University Press,

Taylor, Charles (1989). Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna. Cambridge, MA: Harvard University Press.

1 Conferencia pronunciada en el IPADE en enero de 2016.

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