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4. La “vaga pero poderosa” idea de dignidad humana: entre la filosofía y la religión

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No siempre se ha entendido la idea de dignidad del mismo modo y hoy en día perduran las divergencias en cuanto a su significado. Desde el primer vistazo a la idea de dignidad saltan a la vista algunas dualidades esenciales. Por un lado, las declaraciones de derechos nos hablan de la dignidad inherente a los seres humanos, sin embargo, a la vez nos conminan a hacer todo lo posible para garantizar la dignidad de todas las personas. Stephen Pinker nos dice que “leemos que la esclavitud y la degradación son moralmente erróneas porque arrebatan la dignidad. Pero también leemos que nada que se haga a una persona, incluyendo su esclavitud o degradación, puede arrebatarle su dignidad” (Pinker, 2008, op. cit., en Waldron, 2009: 211, nota 5). Otra de las dualidades de la idea de dignidad estriba en considerarla la base de los derechos o pensar que es el contenido de estos.

Históricamente la dignidad era un predicado que diferenciaba, destacaba a algunos, no se atribuía por igual a los seres humanos. Consistía en una idea de respeto asociada a una excelencia o virtud de algún tipo, por nacimien­to o merecimien­to. Dignidad era un término de separación, de jerarquización. En los escritos de Cicerón encontramos dignitas como un término que alude a un estatus y en ocasiones asociado al honor o a un lugar honorable. Era un término social, dentro de una constelación de valores y virtudes morales. Aunque en algún momento este autor atribuye un significado a la dignidad que hace que se convierta en una cualidad humana, atribuible solo a los seres humanos. En una aproximación a los estoicos (Rosen, 2010: 11/12).

Puesto que no siempre se ha entendido la idea de dignidad del mismo modo, hoy en día seguimos encontrando serias divergencias en cuanto a su significado. Pongamos que aceptamos una concepción de los derechos humanos como unos derechos con un contenido moral, aunque con una forma muy jurídica de “derechos subjetivos exigibles que conceden libertades y pretensiones específicas”, diseñados para ser traducidos en términos concretos en la legislación democrática; para ser especificados, caso a caso en las decisiones judiciales y para hacerlos valer en casos de violación (Habermas, 2010: 11 y ss.).

Podríamos interpretar entonces, con Habermas, que la nueva categoría de los derechos humanos reunifica dos elementos que se habían separado antes, en la desintegración del derecho natural cristiano, y que se desarrollaron posteriormente en direcciones opuestas. Por un lado, la moral internalizada y justificada racionalmente, anclada en la conciencia individual, de cuño kantiano; por otro lado, los derechos positivos, promulgados, coactivos, que asientan las bases de las instituciones del Estado moderno y la sociedad de mercado. La idea de dignidad humana, para Habermas, se convertiría así en el eje conceptual que permitiría hacer la conexión entre estos dos elementos. Para llegar a este punto sería necesario partir del medievo, de la individualización de los seres humanos, creados a imagen y semejanza de Dios y enfrentados a un juicio final que juzgará sus acciones como personas únicas e irreemplazables. Sería el primer paso para un proceso que tiene un hito fundamental en la escolástica española y en la subjetivación de los derechos naturales por contraposición al derecho natural objetivo. Grocio y Pufendorf son peldaños importantes y necesarios, y Kant culmina este camino (Habermas, 2010).

El cristianismo igualó a todas las personas en la consideración de hijos de Dios. Sin embargo, esa igualdad era una igualdad especial que se derivaba del respeto a las leyes procedentes de la divinidad. En los escritos de los teólogos católicos se pone mucho énfasis en la idea de dignidad como valor intrínseco, pero un valor intrínseco con ciertas peculiaridades. Así, Tomás de Aquino deja claro que la dignidad es el valor de ocupar el lugar que a cada uno le corresponde dentro del diseño que Dios hizo en la creación y que está revelado en las Escrituras y se conoce a través de la Ley Natural (9). Este discurso de la dignidad como valor intrínseco permea toda la doctrina de la iglesia católica y no impide que la dignidad esté claramente vinculada a la desigualdad a través del respeto a la jerarquía eclesiástica y social. El Papa León XIII deja claro en el siglo XIX que la dignidad consiste en el respeto al rol que corresponde a cada uno en la jerarquía social en la cual unos son más nobles que otros, la sociedad marca diferencias en “dignidad, derechos y poder” y en Arcanum Divinae Sapientiae (1880) clarifica sin contemplaciones la desigualdad de varones y mujeres dentro del matrimonio “La mujer porque es carne de su carne y hueso de su hueso [no su de ella sino del varón] debe estar sujeta a su marido y obedecerle” (Rosen, 2010: 49). La asunción de un rol de subordinación será lo que confiera a las mujeres su dignidad, su valor intrínseco como seres humanos. La dignidad está vinculada a la subordinación en el caso de las mujeres, pero no solo de las mujeres, la dignidad no estaba en absoluto vinculada a una idea de igualdad en un sentido de igualdad de derechos o de soberanía democrática. El discurso católico ha variado ligeramente en la actualidad, ahora se pone el énfasis en la dignidad de las mujeres, siempre que no cuestionen sus roles. En la carta Mulieris Dignitatem (1988) de Juan Pablo II aparece el rechazo a la subordinación de las mujeres a los varones, sería, dice, algo en contra de los derechos de las mujeres, aunque queda meridianamente claro que ha de mantenerse la dignidad de la “diversidad específica y originalidad personal” de los dos sexos:

“… en nombre de la liberación de la dominación masculina, las mujeres no han de apropiarse para sí mismas características masculinas contrarias a su originalidad femenina. Existe un miedo bien fundado a que tomen este camino, las mujeres no “alcanzarían su realización” sino que deformarían y perderían lo que constituye su riqueza esencial” (cit. en Rosen: 53).

No se alejan demasiado de estas ideas las que podemos encontrar en el discurso de la Declaración de El Cairo sobre los Derechos Humanos en el Islam (Conferencia Islámica, 1990) en donde se deja claro que las mujeres tienen igual dignidad que los varones, pero no quedan tan claras las cuestiones acerca de la igualdad de derechos, la remisión a la sharía parece indicar que la dignidad es una buena coartada (Rosen, 2010: 12; MacCrudden, 2008: 264). No parecen ver las religiones mayoritarias incompatibilidades entre la dignidad humana y una sociedad humana fuertemente jerarquizada, patriarcal y dividida según roles asignados en función del sexo-género.

Tampoco hay que olvidar el papel de un filósofo declaradamente católico como Jacques Maritain en la redacción y elaboración de la declaración de la DUDH de 1948. A él debemos el rol central que desempeña la dignidad en la declaración, nos dice McCrudden que para Maritain la dignidad era un hecho, un estatus ontológico o metafísico en la misma medida que era un título moral, y a Maritain se debe la presencia de la dignidad en la política internacional de la posguerra mundial que sostenía su visión de los derechos humanos, que McCruden sitúa más cercana a una idea esencial de promoción del bien común que a un individualismo ético radical (MacCrudden, 2008: 662).

En la obra de Kant, se discute acerca del término que se traduce como dignidad, Würde, que para muchos estaría mejor traducido como valor, y que aparece sobre todo en los Fundamentos para una metafísica de la moral (Rosen, 2010: 20). El imperativo categórico kantiano define los límites de una esfera que ha de quedar fuera del alcance de los otros. La dignidad infinita de cada persona exige que los demás respeten la inviolabilidad de esa esfera de voluntad libre (Kant en La fundamentación de la metafísica de las costumbres). El valor absoluto inherente a nuestra personalidad moral se configura como la base de nuestra autoestima, a la vez que es el pilar de la exigencia a las demás personas del respeto hacia una misma y la base de la igualdad entre todos y todas.

Desde el punto de vista de Manuel Atienza, “la dignidad constituye en cierto modo el fundamento de todos los derechos” y configura este autor una concepción de dignidad que parte de una interpretación de Kant en la que el significado de la dignidad se aleja de una idea de autonomía liberal y podría ser entendida de manera que precisamente justificaría poner límites al ejercicio de esa autonomía “una decisión tomada libremente por un individuo podría ir en contra de su dignidad o de la dignidad de los otros” (Atienza, 2017).

En palabras de Stephen Darwall, la dignidad en Kant tiene más que ver con la forma en que exigimos respeto de los demás a través de las demandas de la “segunda persona”, que con una noción de valor inapreciable de nuestra capacidad moral. Elizabeth Anderson busca el puente entre una idea de dignidad por encima de cualquier precio y una concepción de dignidad como rango o, dicho de otro modo, el puente entre las más frecuentes interpretaciones kantianas de la dignidad y la reconfiguración jurídica de esta idea que nos presenta Jeremy Waldron (Waldron, 2012: 220/221).

A día de hoy sigue en pie la fractura insoldable entre quienes definen dignidad como una vinculación a una moral heterónoma y quienes adoptan un significado de dignidad vinculado a la idea de autonomía moral. La gran paradoja de los ilustrados y de los epígonos de la ilustración es la generalización de un concepto de dignidad procedente de las diferenciaciones de estatus de las sociedades jerárquicas, con la finalidad de igualar el estatus de las personas y de universalizar esa igualdad.

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