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Mitos por derrumbar

Por décadas, quizá siglos, se ha dicho que ser amable es síntoma de debilidad, y en este libro se busca probar, entre muchas cosas, todo lo contrario. No obstante, para empezar a derrumbar el mito basta ver de dónde procedía y quiénes lo profesaban: bárbaros, conquistadores de nuevas tierras mediante la violencia, terratenientes que despojaban a campesinos propietarios, entre otros. En resumen, épocas y personas en las que la agresión era quizá la única salida u opción de acumulación de riqueza.

La ecuación es simple: en pasados siglos la herramienta de supervivencia no era otra cosa que la agresividad y la violencia y, en el mejor de los casos, la rudeza.

Tras alejarnos cada vez más de dicha época bárbara, han sido muchos los teóricos, estudios científicos, experimentos de campo y similares que se han dedicado a probar que la realidad opera a la inversa y que los que están del lado contrario, que quizá sea la agresión, no son solo débiles, sino posiblemente bastante tontos. Basta mirar a quienes en la tele vociferan tras un atril, pocos coinciden con sus prácticas. ¿O debemos mencionar a algún político norteamericano?

Muchos dirán que siguen siendo personas con poder y dinero, que sus comportamientos no afectan sus finanzas, y en parte quizá tengan razón, una personalidad agresiva posiblemente no reste capital a sus fortunas, algo que podría ser discutible, pero tampoco trae más personas a su círculo social o empresarial, lo que sí resta fructíferas alianzas y respaldo en los momentos de dificultades.

Y este fenómeno no se remite exclusivamente a figuras públicas. El maltrato en el hogar es también un síntoma, en el mejor de los casos, de haber perdido el control; en el peor, de problemas mentales1, que requieren de ayuda profesional. En cualquiera de las situaciones, dicha carencia de amabilidad es síntoma de dificultad, nunca de fortaleza.

Por ende, ser amable en situaciones de estrés habla de un cerebro sano, bastante evolucionado, y no como se ha vendido históricamente: un padre que castiga con violencia es un padre que educa.

Una realidad que va más allá de la hogareña, pues “la letra con sangre entra”, el viejo precepto educativo, también es un adagio de épocas trascendidas que solo habla de atraso y subdesarrollo ya superado, y con logros tangibles que dicen que en una educación bien diseñada la amabilidad logra mejores resultados.


Una muestra de esta labor es la que realiza la organización Every Opportunity, que ha diseñado propuestas para que los maestros abandonen el hosco trato de antaño y pasen a una relación más amable que, inclusive, tenga impacto en el aprendizaje2.

Para resumir, hasta finalizado el siglo XX quizá era válido, y hasta bien visto, un trato fuerte en cualquier instancia. Hoy son muchos los especialistas y centros académicos que proponen lo contrario, como lo veremos más adelante, como una forma no solo de comportarse, sino como un factor de éxito futuro. Para ponerlo en pocas palabras: Limitaciones = agresividad, inteligencia = Amabilidad.

Una sociedad que se cree buena

Antes de rescatar las enseñanzas acertadas, es necesario hablar sobre otra que no lo es tanto. Es común escuchar en la sociedad frases como: “Soy bueno porque no le hago daño a nadie”, lo cual, si se analiza, habla más de una comunidad estática, o hasta parasitaria, que no produce soluciones.

La pregunta de partida para tal explicación es bastante simple: aquellos que se consideran buenas personas por no dañar a otros, ¿a quiénes consideran malas personas? Es común ver que la respuesta, en esas mismas comunidades, es también simple: se define como “malos” a ladrones, políticos corruptos, asesinos, entre otros.

¿Qué diferencia se percibe entre ambas definiciones? Una básica: al parecer, las buenas personas lo son simplemente “por no hacer”, las malas personas, en cambio, sí se distinguen por “hacer”. Así las cosas, uno de los dos, en el mejor de los casos, se queda corto, y creo que ustedes ya empiezan a deducir cuál es.

Muchas veces nos preguntamos: ¿Por qué una sociedad no funciona? Y aquí podría estar uno de los motivos, y es que los malos actúan, mientras los buenos, al parecer, son estáticos y solo esperan o “son buenos de espíritu”. Con estas características, simplemente, el progreso de una sociedad es inalcanzable.

La ecuación es simple, individuos que no actúan terminan por conformar una sociedad parasitaria que solo se alimenta de un Estado protector, o de una nación y sus recursos, pero que no denuncia el crimen, no participa en la elección de candidatos que la beneficien y, lo que es más perjudicial, se muestra ajena al combate de la corrupción o, lo que es peor, la protege. ¿Se les parece esta descripción a algún país?

Así las cosas, la fórmula debe sufrir cambios o lo que es mejor: disfrutarlos. Para hacerlo debe llevar lo que podría definirse como simples “buenas intenciones” de las “buenas personas” a hechos, actos demostrables y “contagiables”.

Aquí lo primero que debe aclararse es simple: esta transformación debe darse gracias a que lo que se contagia, en todos los casos, son actos y no intenciones. Esto quiere decir que vivimos en la sociedad del buen pensar, sin embargo, muchas de esas intenciones no pasan de ser eso, deseos, y aquí entramos de lleno en el título de este apartado, se debe dar ejemplo mediante acciones visibles que se transmitan.

Hasta el momento, los anteriores podrían verse, quizá, como lugares comunes, pero, ¿qué tal si exploramos preceptos que son considerados por la mayoría como correctos y que no lo son tanto? Derrumbar el saber popular puede ser un llamado a la polémica, a pesar de ello: hablemos de la sabiduría de las abuelas.


El contagio de la amabilidad

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