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Tema 1. Sobre el concepto de cultura política… en contexto

Objetivos: a) determinar la importancia de la cultura política para la vida cotidiana y la comunidad, y b) realizar un acercamiento al tipo de cultura política existente en Colombia. De esta forma, la temática es tratada de manera situada, esto es, en su circunstancia sociohistórica concreta.

Texto

Cultura política súbdito-parroquial y violencia en Colombia

«La única alternativa a todo lo que tiene que ver con la vida social es la participación» (Saramago, 2010, p. 417).

Introducción

Los procesos electorales ofrecen siempre la oportunidad de reflexionar en torno al concepto de cultura política, el cual está relacionado con la actitud del ciudadano frente al sistema político, su papel protagónico dentro de este, su valoración de la actividad política, así como con el conocimiento que tiene del funcionamiento y la importancia de las instituciones. En el caso colombiano, el desinterés y la abstención del ciudadano por la actividad política; la reelección reiterada de las mismas castas gobernantes sin ideas programáticas de sociedad; la persistencia de los vicios electorales y la fácil manipulación mediática del electorado se explican por la ausencia de una formación política y cívica del ciudadano que no comprende su rol ni el funcionamiento del régimen político del país.

El objetivo del presente artículo es considerar algunas ideas sobre el concepto de cultura política, enfatizando, en un primer momento, sobre las dos palabras que lo componen: cultura y política, respectivamente. En un segundo momento, se busca una definición abarcadora para el concepto, deslindándolo de la llamada cultura cívica, y, por último, se pone de presente que de los tipos de cultura política definidos por Gabriel Almond y Sydney Verba (1963), la cultura súbdita y la parroquial siguen jugando un rol importante en la población colombiana, la cual ha sido, en parte, responsable de la violencia que Colombia ha padecido como sociedad en las últimas décadas.

Metodológicamente es preciso aclarar que las teorías de Aldmon y Verba en este artículo son usadas solo como «caja de herramientas» para leer la realidad nacional. Igualmente, sus contenidos pueden ser resignificados a la luz de otros autores y/o concepciones más ajustadas a nuestra realidad histórica y prácticas políticas.

1. Los conceptos de cultura y política

Si bien el concepto cultura política aparece como campo disciplinar en la ciencia política norteamericana con los dos politólogos nombrados, una aproximación a este implica, entonces, definir sumariamente qué entender por cultura y, luego, qué por política, para posteriormente desarrollar los otros objetivos propuestos.

En primer lugar, el concepto de cultura ha sido trabajado por las ciencias sociales en general, pero para lo que concierne aquí resulta suficiente recordar que su origen se remonta a la expresión colere, que significa cultivar; es decir que inicialmente la palabra se relaciona con la agricultura y con el proceso que la hizo posible: el sedentarismo. La palabra también se relaciona con cultus, como culto y adoración. Así las cosas, el lugar —y es algo que suele ser olvidado— aparece ligado a la cultura desde sus inicios, no solo el lugar donde se cultiva, sino en los sitios de adoración. De ahí que estas relaciones permiten conectar la cultura con el espacio y la relación del espacio con la identidad. Posteriormente, con Cicerón la cultura pasó a ser «cultivo del espíritu», noción que hizo carrera, pero que con el tiempo llegó a adquirir un sesgo elitista, donde la cultura era relegada a ciertos grupos sociales privilegiados (Cruz Vélez, 1986).

La cultura ha tomado otros dos sentidos importantes: el primero, el derivado de Hegel como «espíritu objetivo», tal como es retomada en la sociología de Karl Manheim, esto es, como lo producido por el hombre en su diálogo con el cosmos: ética, derecho, estado, ciencia, arte, etc. En alemán, la palabra para para designar esta acepción es Kultur, y hace énfasis en el «mundo objetivo». El segundo, la cultura entendida como formación, capacidad, crecimiento continuo de la persona, extensible a los pueblos o comunidades. La palabra alemana para esta acepción, equivalente a la Paidea de Werner Jaeger entendida como «formación del espíritu» (Jaeger, 2006, p.15), es Bildung. Aquí el énfasis está puesto en el aspecto subjetivo, en el aprendizaje.

Ya en el siglo XX, con los aportes de la antropología, la sociología y los estudios culturales, el concepto se hizo mucho más complejo, pues cada disciplina hizo múltiples aportes para una mejor comprensión de este. Y también, en el mismo siglo XX, debido a la nueva realidad global y los problemas relacionados con el pluralismo y la influencia de los medios de comunicación sobre la vida cotidiana de millones de personas en el globo, la cultura pasó a ser un campo en disputa, un significante vacío, una guerra por el significado. La cultura debió ser comprendida como producción, circulación y consumo, como un campo configurador de las relaciones de poder y de comprensión de la realidad misma (Geertz, 1988).

Para nuestro interés, podemos utilizar una definición que hermane los dos sentidos recién mencionados: como «espíritu objetivo», esto es, ciertas producciones objetivadas del hombre y como ciertos aspectos subjetivos, entre ellos, formación, valoraciones, actitudes, expectativas. Podríamos, entonces, definir la cultura como un conjunto de normas o pautas de comportamiento, reglas de acción, creencias, costumbres, valores, ideales, rituales, prácticas, símbolos y mitos, etc., transmitidos generacionalmente, que le dan identidad y estabilidad a una comunidad específica ubicada tiempo-espacialmente y que dotan de sentido el mundo del sujeto, para el que orientan sus acciones frente a distintos aspectos y objetos del sistema social. Ahora, esto no implica que la cultura sea estática, sino todo lo contrario: esta es afectada, por ejemplo, por la globalización y los medios de comunicación, donde muchos de estos elementos son «objeto» de disputa, de apropiación y resignificación, con lo que empieza a formar parte de la lucha política como «elemento» clave en la lucha por la institución de lo real y lo social.

La cultura es, por una parte, costumbres, creencias, prácticas reiteradas, pero también es, por otra, un conjunto de ideales, valoraciones, utopías, actitudes y comportamientos. Es esto lo que la hace dinámica. De la cultura dependen nuestras prácticas sociales, y dentro de ellas, las políticas.

La política, por su parte, es un subsistema social encargado de la organización y gestión del poder. Es el ámbito de la gestión de la vida en común, como ya pensaba Aristóteles, lo cual implica la toma de decisiones y la ejecución de las acciones encaminadas a satisfacer las necesidades de la población. La política es la administración de la res publica, de la cosa pública, de lo común. Esa «organización» del poder implica una relación de dominio y sujeción legítimas, para decirlo con Max Weber (2007), donde intervienen gobernantes y gobernados en un cúmulo de distintas relaciones de mando, subordinación y codependencia. Es un subsistema que influye profundamente en la vida de los asociados en las comunidades políticas y que tiene efectos reales sobre la vida cotidiana.

Hay que decir que la política es un arte, una techné, una manera de saber hacer, que busca la gestión adecuada de la vida humana como contenido, justamente para permitir su producción, reproducción y potenciación (Dussel, 2009). En este sentido, la política es política de la vida o biopolítica, lo cual siempre ha existido. Aquí yerra Foucault cuando sitúa la biopolítica en la modernidad, pues desde que existe «sociedad», hay gestión de la vida, hay contención, cierta represión instintiva, reglas del poder o de distribución de los recursos para la población asociada y el control del tiempo libre o el ocio.

2. El concepto de cultura política

Hechas las anteriores aproximaciones conceptuales, se puede intentar un concepto de «cultura política», que debe incluir aspectos objetivos y subjetivos o, si se quiere, estáticos y dinámicos, o más bien, cierta dialéctica entre estos elementos.

La cultura política sería un haber, una posesión, una tradición, una herencia, un conjunto de prácticas dentro del campo político; sería, además, la manera como la población percibe o se representa diferentes objetos y dimensiones de ese mismo campo. Almond y Verba la definieron como el estudio de las orientaciones específicamente políticas, «posturas relativas al sistema político y sus diferentes elementos, así como actitudes relacionadas con la función de uno mismo dentro del sistema» (Mejía, 2009, p. 108). Esas orientaciones frente al campo político pueden ser cognoscitivas, afectivas y evaluativas. La primera se refiere a un saber, un conocimiento que se tiene del sistema político, entendiendo sistema como un conjunto de elementos, interconectados, interactuantes, no aislado como mónada, sino en acción recíproca con el medioambiente (Vargas, 1998). La orientación afectiva hace alusión a orientaciones de tipo emocional, irracionales, etc., a mi juicio, muy propias del fanatismo político que alimenta los nacionalismos y el patriotismo. Por último, orientaciones del sujeto dentro del sistema político, donde hay reflexividad, crítica, juicio, ponderación, etc., de tal manera que el agente puede valorar, sopesar, elegir y actuar racionalmente.

Para el caso colombiano, podríamos preguntar ¿tienen nuestros ciudadanos orientaciones cognoscitivas, afectivas y evaluativas frente al sistema político? ¿El voto de opinión, por ejemplo, a cuál de las tres orientaciones corresponde? ¿No fue el apego al bipartidismo una orientación meramente afectiva? ¿Tiene el ciudadano de a pie una orientación cognoscitiva frente a la política, esto es, sabe qué es, cómo funciona, para qué sirve? ¿Puede el ciudadano enjuiciar (evaluar) críticamente el desempeño de los políticos y de la actividad política en general? Son preguntas claves en momentos de efervescencia electoral en Colombia.

Almond y Verba (1963) hablaron también de tres tipos de cultura política: la parroquial, la súbdita y la participativa. ¿Qué entender por cultura parroquial? Son prácticas políticas determinadas por la tradición; en el caso colombiano, la adscripción hereditaria a un partido, como ocurría en época de la Violencia, como un apego a la tradición, al uso, al pasado. Esta cultura se basa en la autoridad, y es proclive a la inmovilidad del sistema social y político. ¿Qué entender por cultura súbdita? Es la basada en relaciones de subordinación y dependencia, muy propia del gamonalismo regional y de sus relaciones con la población rural en la provincia colombiana. Por último, la cultura participativa, que en teoría sería la ideal, alude a una cultura crítica, reflexiva, donde el ciudadano es activo dentro del campo político. Esta tipología la debemos entender como conceptos-tipo en el sentido de Max Weber (2004), pues son categorías que intentan dar explicación de ciertas realidades, ciertos objetos. En la realidad, estos tipos ideales no se dan puros, pues en un análisis empírico de una cultura política cualesquiera pueden encontrarse mezclados.

La concepción de estos autores, su clasificación y su preferencia específica han sido tildadas de conservadoras, y han tenido muchas críticas por tomar el modelo norteamericano y buscar ante todo la estabilidad y el statu quo (García, 2006). Veamos, ahora, un deslinde necesario que debemos hacer aquí entre cultura política y cívica, en lo cual nos apartamos también del clásico estudio de Aldmon y Verba.

La cultura cívica o civismo es también un comportamiento sedimentado, pero que alude a un conjunto de costumbres, reglas y normas de una determinada sociedad, específica, histórica, concreta culturalmente. Es la variable educativa y pedagógica sobre el mit-sein (Heidegger), vivir-con, compartir un horizonte de sentido en comunidad, conviviendo y posibilitando la coexistencia. En el caso colombiano, el paradigma de civismo está representado por las políticas del alcalde de Bogotá (1995-1997; 2001-2003) Antanas Mockus, cuando en su periodo de gobierno impulsó pedagogías para mejorar la cultura ciudadana y el comportamiento de los bogotanos en la capital de la República.

Ahora, ¿con qué «objetos», con qué temas tiene que ver entonces la cultura política? Expongamos algunos ejemplos:

a. Con la representación o los imaginarios que el ciudadano tiene de la política, de su importancia en la esfera social, y de la forma como esta se relaciona con su vida diaria y la vida de la comunidad.

b. Con las apreciaciones que el ciudadano tiene de su rol, de su papel en la conformación de ese subsistema social. Esto implica tener en cuenta el poder del pueblo, la comunidad, el poder constituyente primario, el poder de la soberanía popular —o como quiera llamársele— y la importancia de su participación política.

c. El conocimiento y las apreciaciones en torno a las instituciones, los partidos, el sistema electoral; el papel que estos desempeñan en la sociedad y las necesidades que estas satisfacen.

d. El conocimiento que tienen en torno a la organización del Estado, el tipo de Estado, la filosofía política que orienta la constitución; la democracia, los derechos, los deberes, la organización de los poderes públicos, la forma de defender sus derechos.

e. La conciencia que tiene el ciudadano sobre su papel censurador, a través del voto o la revocatoria del mandato; esto es, la conciencia del ciudadano sobre la relación de dependencia del político y de su cargo como representante, de su poder derivado.

f. La percepción del ciudadano sobre la actividad política misma y el accionar de los políticos.

g. El entendimiento que tienen de conceptos como legitimidad de la autoridad y gobernabilidad.

h. Y muy importante, con el conjunto de prácticas concretas dentro del sistema o régimen político.


La cultura política, pues, sería un conjunto de prácticas políticas, reflexionadas, críticas y evaluativas, encaminadas a hacer de la gestión de lo común una actividad transparente, ética y al servicio del bien común.

3. La cultura súbdito-parroquial y violencia en Colombia

En un libro de 1963 titulado Estructura histórica, social y política de Colombia, del injustamente olvidado sociólogo Fernando Guillén Martínez, republicado recientemente, se dice al analizar nuestra cultura política:

Apoderarse de los empleos del gobierno, ese es el lema popular por excelencia […] Los alcaldes deben su empleo a los gobernadores de provincia, estos a los congresistas o al presidente, el presidente se apoya en la maquinaria de sus subalternos para mantener el auge de los empleados de su partido. Desde Bogotá, hasta la última aldea de la República, se crea una solidaridad, partidista, feroz e irresponsable, que es la condición mecánica para la conservación de los empleos. Y lo más curioso del caso consiste en que los panegiristas de tal sistema, por espacio de siglo y medio, lo han cubierto de alabanzas. (Guillen, 2017, pp. 148-149)

Pues bien, esta es la exacta descripción de una cultura súbdita, de subalternos, es decir, un tipo de creencias y actitudes heredadas de una cultura semifeudal, hermética, vertical, proveniente de los nobles españoles y que los criollos trasplantaron, así como sus enfermedades venéreas, al Nuevo Mundo. Esta cultura súbdita es la herencia de un feudalismo entendido no como modo de producción sino desde un punto de vista sociológico, esto es, como proceso de socialización. Esta cultura súbdita, al determinar prácticas reiteradas en el tiempo, se convierte en un híbrido: una cultura súbdito-parroquial.

En efecto, el destacado historiador argentino y medievalista de renombre José Luis Romero sostiene, en su libro La Edad Media, que el feudo propiciaba un doble vínculo: el del «beneficio», donde un señor recibe la tierra, signo del honor, el prestigio —pero también el «medio de vida»— de otro señor, y le reconoce su propiedad, a la vez que jura lealtad, o lo que estrictamente se llama vasallaje. Gracias a esta relación, «el vasallo era automáticamente enemigo de los enemigos de su señor, y amigo de sus amigos» (2002, p. 48). Pues bien, este modelo de socialización y de relación de dependencia creó una cultura vasalla, súbdita, servil, que se reproducirá con sus propias dinámicas en el Nuevo Mundo, donde, paradójicamente, no existió feudalismo en el sentido europeo, si bien se configuraron prácticas análogas en el proceso de señorialización que invadió la península en el siglo XVI, justamente a causa del mal llamado «Descubrimiento de América», y con la derrota de la burguesía peninsular en Villalar.

En la América hispánica, ya a partir del siglo XVI, con el proceso de europeización u occidentalización, la unidad de socialización fue, primero, la encomienda, donde el amiguismo entre el encomendero y el cacique los benefició a los dos, lo que excluyó, y en detrimento, a los encomendados. Fue un acuerdo de jerarquías que los españoles supieron aprovechar muy bien para tener dominio sobre la población indígena y sobre sus recursos. El cacique, por su parte, conservó sus privilegios. De ahí proviene la denominación peyorativa, tan frecuente en nuestro vocabulario político, de cacique político, es decir, del gran elector, o de señor electoral, que aporta votos en las regiones o en los pequeños pueblos gracias al señorío y a las relaciones de «beneficio» y «vasallaje» que lo vinculan con su población leal y sometida. El segundo modelo de socialización en América, que sustituyó a la encomienda, fue la hacienda, o la «casa grande», como la llamó el brasilero Gilberto Freyre. En ambos casos, encomienda y hacienda, el señor está en el centro, y los siervos bajo su cuidado. En analogía, equivale al gobierno del mundo con Dios en el centro, el alma que gobierna al cuerpo (luego cuerpo-social en la metáfora biológica de Hobbes), o a la figura del monarca que está en el centro del reino, tal como aparece en el pensamiento político de Santo Tomás. El Aquinate lo expresó claramente: «El rey ocupa en su reino el lugar que el alma ocupa en el cuerpo y Dios en el mundo» (1994, p. 63). Pues bien, ya Aristóteles había hablado del gobierno de la hacienda que incluía el gobierno de los esclavos, carentes de razón. Ambos modelos explican la constitución social aristocrática que se da en el Nuevo Mundo, la cual tiene sus fundamentos intelectuales en el modelo aristotélico-tomista aplicado en estas tierras, pues fue la escolástica la que sustentó entre nosotros la «casa grande» o hacienda (Gutiérrez, 2001, p. 121). De tal manera que el señor tuvo el «tutelaje» sobre el siervo o, posteriormente, sobre el representado político en la democracia en la posindependencia, lo que en la práctica implica que el ciudadano sea tratado como «menor de edad».

La hacienda terrateniente generó, en estricto sentido, no solo un modelo de socialización basado en la lealtad, la dependencia, la subordinación, el mimetismo, el solapamiento, la simulación y el tutelaje, sino que desplazó esas orientaciones subjetivas hacia el sistema político, específicamente, hacia el sistema de partidos. Es decir que todo el conjunto de expectativas del siervo en ese sistema social se desplazó y se reprodujo ya en los partidos políticos. De tal manera que si acudimos a los tipos-ideales acuñados por Aldmon y Verba, ya en nuestra vida republicana y durante el siglo XX, encontramos una cultura política en Colombia mayoritariamente súbdita y parroquial, basada en la sumisión y en la tradición, esto es, una cultura tradicional «que se comprende a partir de sus continuidades» más que por «sus rupturas», debida a una «cultura tradicional católica» (González, 2005, p. 227). En últimas, podemos decir que a partir de esas dinámicas se genera una cultura sustentada por lo que el sociólogo Gabriel Restrepo llama «imaginarios de virreinato», que permiten explicar el «carácter formal y no real de la democracia» (1994, p. 175).

La cultura política súbdita es acuñada por el modelo de la hacienda. Esto se puede explicar claramente desde los aportes del mismo Guillén Martínez, quien en su clásico libro El poder político en Colombia sostiene que la hacienda «implica ciertas normas esenciales para el desarrollo de las actitudes y las formas de conducta de los individuos, en orden a la obtención del prestigio, el poder, la riqueza y la seguridad vital» (1996, p. 231), es decir, que genera orientaciones del sujeto dentro del sistema político hacia ciertos «objetos» o «elementos», lo que origina una cultura política que se traduce en prácticas concretas que buscan asegurar su supervivencia, sus beneficios o la «seguridad vital» mencionada. De ahí que las prebendas electorales, la venta del voto, la búsqueda del ascenso social, etc., son «bienes» que se persiguen en la actitud cotidiana del ciudadano y en su relación con el sistema electoral. Y estos imaginarios son los que explota el político profesional, esto es, el que según Weber vive de la política, frente al electorado considerado como subordinado, necesitado e irreflexivo. Es lo que sucede en las regiones, los municipios y en las zonas donde impera una cultura menos letrada políticamente, sin que la sociedad urbana o gran parte de ella deje de ser vista de la misma manera. De ahí se deriva la concepción de lo público considerado como fortín, como botín, para el enriquecimiento particular de una casta, sin atender a la búsqueda del bien común o bien general. Es, pues, la perversión del telos de la política.

Esa cultura súbdita se manifiesta de la siguiente manera: a) la prevalencia de una actitud paternalista del político sobre el ciudadano subordinado, b) el aprovechamiento de la carencia de estatus del ciudadano no empoderado frente al político, c) la persistencia de solidaridades y lealtades históricas de subordinación heredadas y reproducidas, d) la promesa del ascenso y la movilidad social por medio del acceso a la torta burocrática del Estado, y e) la concepción de la actividad representante como un derecho señorial y no como un mandato social para la obtención de servicios sociales, entre otras. Todas esas prácticas se reproducen porque el acceso al poder es un privilegio de unos pocos, quienes ven la política como un club familiar, para usar la expresión de Julio Sánchez Cristo, lo cual reproduce una cultura de «señores y siervos», esto es, una cultura feudal, cerrada, hermética y excluyente (Fajardo, 2017, p. 114).

Lo que queda por aclarar es ¿cómo está emparentada este tipo de cultura política mayoritariamente súbdita con la violencia que ha azotado al país, en campos y ciudades, en las últimas décadas? Lo primero que hay que decir es que esa cultura ha generado un remedo de democracia, esto es, una democracia simulada o rastacuera, que ha pervertido sus objetivos, con lo que se ha convertido esta institución en un simulacro. En segundo lugar, se ha generalizado una cultura de la perversión de los valores, donde la ética por lo público, tanto del político como del ciudadano, ha desaparecido como ideal social. Esta ha sido sustituida por la cultura del «avivato», del aprovechado, que no considera el esfuerzo como un valor a perseguir, sino que, todo lo contrario, produce un ciudadano que considera el «enriquecimiento sin causa», fácil, como un valor civil. Se genera, asimismo, una mentalidad proclive al fraude. En tercer lugar, del modelo de asociación de la encomienda y de la hacienda, que actúan hoy como sedimento o mentalidad en muchas partes de Colombia, tanto rurales como urbanas, «se obtienen las bases sociales, políticas y económicas para establecer una estructura institucional de dominio resistente al cambio y sumamente eficaz, que confirma la estratificación cerrada del tipo de castas» (Fals, 2008, p. 84). Es decir, se origina una cultura política estática, resistente al cambio, impermeable a los valores modernos. En ese sentido, Colombia —con excepción del cada vez más creciente voto de opinión urbano, producto de una orientación evaluativa del ciudadano frente al sistema político— sigue pareciéndose a una gran finca, donde el político es el capataz, el patrón, y los ciudadanos son los aparceros o dependientes, que solo tienen opciones de movilización verticalmente por medio del mimetismo social y el sistema de lealtades preestablecidas o heredadas de los caciques políticos regionales.

En su ensayo «Estratificación social, cultura y violencia en Colombia», Rafael Gutiérrez Girardot ha expresado bien las consecuencias sociales de este tipo de cultura:

Una república democrática como gran mentira, una aristocracia de recién venidos, muchos de los cuales ostentaban como pergaminos el engaño y la pedantería […] una educación para semialfabetizar, una estratificación social degradante para la mayoría de los colombianos, una cultura tímida y producida en la oscuridad de los dogmas reinantes, en suma, un simulacro de realidad que desconoce la realidad inmediata de la población engañada y paciente. (Gutiérrez, 2011, p. 123)

¿Qué produce una sociedad señorial o parroquial como la descrita? Produce inevitablemente exclusión, falta de expectativas y frustración social, caldo de la violencia en Colombia. No hay que olvidar que fue la exclusión política y social provocada por el modelo pactista de privilegios entre liberales y conservadores durante el Frente Nacional el que originó las dos guerrillas más poderosas de Colombia, en la actualidad una desmovilizada, las Farc-EP, Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo, y la otra cada vez más empoderada, el ELN, Ejército de Liberación Nacional. Ese «pacto de élites», como lo llama Darío Villamizar en Las guerrillas en Colombia: una historia desde los orígenes hasta los confines, generó que los enunciados «partidistas liberales-conservadores desaparecieran de los programas y plataformas políticas de aquellos grupos guerrilleros que continuarán o que emergerían a partir de 1959, para dar paso a contenidos revolucionarios, reivindicativos, sociales y de liberación nacional» (Villamizar, 2017, 187). Así pues, fue la república señorial, de cuño católico, vertical y excluyente, la que originó esa violencia guerrillera, que incubó en las siguientes décadas otras violencias, entre ellas, la paramilitar. De ahí se alimentaron el narcotráfico, el terrorismo, los desplazamientos, los secuestros y un largo etcétera. Es el «círculo dantesco» de la violencia en Colombia, como lo llamó el pensador colombiano Darío Botero Uribe (2001), y el comportamiento o práctica producto de esa «cultura de la violencia» según el cual como «todo está corrompido», hay «necesidad de amoldarse a la corrupción» (p. 336).

Perspectivas

La cultura política debe entenderse también como una «forma de conciencia social» que «informa la manera de comprender y practicar la vida política de la comunidad» (Palacios, 2004, p. 329). Por eso, el reto en Colombia es, por medio de los procesos educativos, de la enseñanza de la Constitución como manda el artículo 41 de la carta, de una labor pedagógica de los intelectuales orgánicos y de una avanzada desde la universidad y los colectivos sociales, etc., crear una cultura crítica, reflexiva y evaluativa. Esto es, una cultura política que enfatice la ética de lo público, el papel de las instituciones, la labor que cumplen, la labor del político como mediador o representante, el activismo permanente del ciudadano que utilice los canales de la democracia participativa, entre otras medidas. Solo así se derrota y se supera la cultura súbdita y parroquial imperante aún en el escenario político colombiano.

En el anterior sentido, es necesario tener en cuenta, con Robert Dahl (1999), que:

Las perspectivas de una democracia estable en un país se ven potenciadas si sus ciudadanos y líderes defienden con fuerza las ideas, valores y prácticas democráticas. El apoyo más fiable se produce cuando estos valores y predisposiciones están arraigados en la cultura del país y se trasmiten, en gran parte, de una generación a otra. En otras palabras, si el país posee una cultura política democrática. (p. 178, énfasis agregado)

Así, mientras no exista cultura política, la sociedad colombiana seguirá reproduciendo la corrupción, el engaño, la estafa y la simulación políticas; mientras no se luche contra las formas de ignorancia que promueve el sistema político mismo para mantener sus privilegios, se seguirán reproduciendo maneras verticales, miméticas, oportunistas, paternalistas, encomenderas y coloniales de la política como actividad, lo que perpetuará la desigualdad, el oportunismo, la resignación y la indiferencia que caracterizan la sociedad colombiana.

Sería oportuno terminar este artículo diciendo lo siguiente: puede afirmarse, a pesar de las muchas discusiones al respecto, y de la aparente contradicción, la existencia de una cultura de la violencia en Colombia. Eso es patente en la reproducción de los odios, su movilización, el resentimiento arraigado, las prácticas cotidianas, etc., de tal manera que una cultura política participativa y crítica debe acompañarse por un arduo trabajo de cultura de la paz que rearticule el tejido social y fomente el valor constitucional de la convivencia, faro de la filosofía política que alumbra al Estado colombiano. Finalmente, no está de más recordar este sexteto de recomendaciones, hechas en la década de los noventa del siglo pasado, justo cuando se llevaban las negociaciones con las Farc-EP en el Caguán, que sirven de insumo para la superación del conflicto en Colombia:

1. El papel de la sociedad civil debe consistir en primer término en no permitir que cualquier arreglo o pacto redunde en beneficio del sistema gamonal-clientelista-corrupto.

2. Evitar que un presunto acuerdo político signifique la consolidación de la descomposición social y la intolerancia.

3. Que se busque una solución viable a la cuestión social, especialmente reconocer el derecho de los campesinos a la propiedad de la tierra y, en consecuencia, realizar una reforma agraria integral con formas cooperativas, sociales, comunitarias y personales de tenencia de la tierra.

4. Admitir que la paz no es el resultado de ningún acuerdo sino la construcción de un ambiente social de tolerancia, de respeto al distinto y de justicia social.

5. Desvalorizar el lenguaje agresivo de ambas partes y favorecer una cultura crítica que analice los problemas con objetividad.

6. Que se propenda hacia la creación las bases de una sociedad democrática, especialmente, los desarrollos de la cultura que favorezcan la integración social, la superación de la discriminación y la educación para todos con niveles de calidad adecuados. (Botero, 2001, pp. 347-348, énfasis agregados).

Como puede verse, muchos de estos aspectos que están en el acuerdo de La Habana van marchando, pero muchos otros están en construcción, y otros, en claro peligro de perderse. Es deber de la ciudadanía, por medio de la participación, como recomendaba ese genio de las letras que es José Saramago, luchar porque lo pactado se cumpla y se materialice, para así hacer realidad la utopía de la paz en Colombia.

Actividad

Lea el texto y tome notas personales sobre los distintos conceptos.

Investigue qué son las cátedras de paz que se vienen implementando en algunas regiones del país.

Reflexione sobre cómo las cátedras de paz pueden contribuir al incremento de la cultura política en la universidad.

Escriba un ensayo de 1500 palabras sobre la importancia de la cultura política para la democracia.


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