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Tema 3. La soberanía popular y el totalitarismo

Objetivos: a) situar a Rousseau dentro de las teorías contractualistas y, a partir de un análisis de su concepto de voluntad general, determinar si es posible o no considerarlo un precursor (teórico) del totalitarismo; b) realizar un acercamiento al concepto de soberanía y pensar en su importancia para los sistemas políticos.

Texto

Rousseau, la voluntad general y el totalitarismo

Presentación

«Para que el pacto social no sea un formulario vano, implica tácitamente el compromiso, único que puede dar fuerza a los otros, de que quien se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo» (Rousseau, 1985, p. 168).

En el libro Teoría general de la política, el jurista, filósofo y politólogo italiano Norberto Bobbio (2009) caracteriza a un autor clásico como aquel que siempre es actual, «por lo que cada época, es más, cada generación, siente la necesidad de releerlo, y al hacerlo lo reinterpreta». Y entre ellos, se refiere a Rousseau con el siguiente interrogante: «¿democrático o totalitario?» (p. 145). Es decir, en términos de Bobbio, Rousseau no solo es un «autor clásico» porque a) es un intérprete autorizado de su época, b) construyó teorías-modelo para comprender la realidad, sino que también lo es porque c) siempre podemos volver a él, reinterpretarlo o reinterrogarlo. Pues bien, esto último es lo que se busca en este escrito. Aquí no se opta por la primera opción de Bobbio, esto es, si Rousseau fue democrático, pues esta es la teoría que se generalizó en Occidente, gracias a la influencia de la Revolución francesa, sino que vamos a optar por escudriñar, partiendo de los conceptos de voluntad general y soberanía, si se puede hablar o no de un Rousseau totalitario.

Para abordar la cuestión, se divide el escrito en dos partes. En primer lugar, se analizan los conceptos de voluntad general y soberanía, y se exponen sus características; en la segunda, se examina y se establecen relaciones entre esos dos conceptos con el totalitarismo, y se determinan sus puentes. Finalmente, se harán, como colofón, unas consideraciones en torno a Rousseau y el significado de El contrato social.

1. Rousseau, la voluntad general y la soberanía

Rousseau pertenece a la tradición contractualista, esa tradición que se remonta a la antigüedad, por ejemplo, en los sofistas, donde a Protágoras se le atribuye el establecimiento del nomos (leyes o costumbres) por convención, esto es, por contrato (Calvo, 1986); esa misma tradición que Nietzsche, en 1887, en La genealogía de la moral, calificó de «fantasía» cuando aludió al carácter irreal e imaginario del contractualismo: «Quien puede mandar, quien por naturaleza es “señor”, quien aparece despótico en obras y gestos, ¡qué tiene él que ver con contratos!» (1997a, p. 111) . Pues bien, Rousseau tiene tras de sí el contractualismo de Hobbes y de John Locke principalmente, entre los más populares y conocidos en la época. Sin embargo, su concepción no es exactamente igual. En Rousseau el contractualismo tiene otros sentidos, otras connotaciones, otros supuestos. Frente a Hobbes, por ejemplo, la concepción de la naturaleza humana es diferente: para Hobbes el estado natural es un estado de guerra permanente, mientras para Rousseau, como buen precursor del romanticismo, el estado de naturaleza es la bondad misma del hombre, una bondad corrompida, precisamente por la civilización de la época, por la técnica, el progreso y el materialismo naciente de la clase burguesa en ascenso y cuyas consecuencias eran palpables ya con la Revolución Industrial. Con todo, el esquema formal de Rousseau es el mismo que el de otros contractualistas: hay un paso del estado de naturaleza al «estado civil».

En el estado de naturaleza el hombre es bueno, es puro sentimiento (muchos han hablado aquí del buen salvaje, de la influencia de Tomás Moro, de su utopía y del deseo de realizarla en México de Vasco de Quiroga, una concepción que habría surgido de la teoría del buen salvaje alimentada por los cronistas de América y su texto e interpretación en Europa a partir del siglo XVI). De este estado se pasa al estado civil, se llega al pacto social. Rousseau, como sus contemporáneos, y aunque por razones diferentes, también llegó a la conclusión de que el hombre no podía permanecer en este «estado feliz», no por la guerra permanente ni por esa especie de antropología política negativa de Hobbes, sino debido a causas naturales: diluvios, erupciones volcánicas, terremotos, variaciones climáticas bruscas (Rodríguez, 1985, p. 145; Bloom, 2006) Esas catástrofes lo obligaban a juntarse con otros hombres y a vivir en comunidad, lo obligaban a «sumar sus fuerzas» en pro de la necesidad de vivir. Pero si el hombre en la naturaleza es libre e igual, en el estado civil estas características no serán enajenadas o cedidas, sino simplemente transformadas. Y para el paso de un estado al otro es necesario el contrato, el pacto. Por eso, el problema principal que tiene que resolver el contrato social es:

Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común a la persona y los bienes de cada asociado, por lo cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes. (Rousseau, 1985, p. 165, énfasis agregado)

Esa unión de «cada uno a todos» es lo que forma la voluntad general, el pueblo, el cuerpo político, la comunidad política. Y en adelante, ese pueblo, esa comunidad política, solo se obedecerá a sí misma, se dará a sí misma la ley, los derechos y las obligaciones. En ella, lo natural del hombre (el sentimiento, el instinto, los bienes, la libertad y la igualdad) se transformarán, se cualificarán. Por eso, en el estado civil, en estricto sentido, la libertad y la igualdad se mantienen, pero potenciadas, garantizadas, así como ocurre con los bienes. A su vez, el instinto se transformará en justicia, y los apetitos del hombre serán «controlados» por la razón. Dice Rousseau (1985):

Solo entonces, cuando la voz del deber sucede al impulso físico y el derecho al apetito, el hombre, que hasta entonces no había mirado más que a sí mismo, se ve obligado a obrar con arreglo a otros principios y a consultar su razón antes de escuchar sus inclinaciones […] Podría agregarse a las adquisiciones del estado civil la libertad moral, única que hace al hombre verdaderamente dueño de sí, pues el impulso de simple apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad. (pp. 168-169, énfasis agregado)

Aquí, en el estado civil ha sucedido algo cualitativo, significativo: el hombre se ha vuelto moral, ha adquirido la moralidad, como sostiene Jean Jacques Chevalier (1997) en su ya clásico libro Las grandes obras políticas: desde Maquiavelo hasta nuestros días. Y por eso hay libertad e igualdad legítimas, morales. Y eso constituye la legitimidad del contrato social. En este mismo sentido, es necesario aludir a algunas de las características de la voluntad general, en especial, resaltar dos cosas. La primera, que ella no es la simple suma de las voluntades particulares, pues aquí no se busca el interés particular, egoísta, sino el bien común, el interés general; la segunda, que en la voluntad general el hombre se convierte en ciudadano y súbdito, es decir, él es el que manda y él es el que obedece, se manda y se obedece a sí mismo, lo que equivale a decir que como todos no han dado más de lo que reciben, se mandan y se obedecen a sí mismos. Esto no es otra cosa que la autolegislación kantiana. Es, de hecho, la aurora del imperativo de Kant. No olvidemos que Kant llamó a Rousseau el «Newton de la moral», y que el «obedecerse a sí mismo» de Rousseau —la ley— se traspasó a la ley que la razón se da a sí misma, esto es, el fundamento de la razón práctica, lo que la hace posible. En los escritos recogidos en castellano como la Filosofía de la historia de Kant (1964) se dice:

No será posible otra voluntad que la del pueblo todo (y puesto que todos deciden sobre todos, cada uno decidirá sobre sí mismo), puesto que nadie estará dispuesto a injuriarse a sí mismo […]. Con respecto a un pueblo, lo que éste no puede decidir sobre sí mismo, tampoco puede decidirlo el legislador. (pp. 64-167)

Son, pues, las mismas palabras de Rousseau. Por otro lado, tenemos que referirnos al segundo concepto fundamental para poder escudriñar los aspectos totalitarios del pensamiento de Rousseau: la soberanía. Esta se asimila con la voluntad general:

La soberanía, o poder del cuerpo político sobre todos sus miembros, se confunde con la voluntad general, y sus caracteres son los mismos de esta voluntad: es inalienable, indivisible, infalible, absoluta. (Chevalier, 1997, p. 140).

Es decir, la voluntad general es la soberanía misma, es, ante todo, un poder. Este concepto, como es bien sabido, fue propuesto en el siglo XVI por Jean Bodin (o Bodino) en sus Seis libros de la República de 1576, si bien algunos teóricos de la política lo sitúan en la Edad Media. Sin embargo, su caracterización, su definición, es típicamente moderna, y está relacionada con el surgimiento del Estado en la modernidad, a partir, justamente, del siglo XVI, en el cual se está empezando a consolidar el Estado de la mano de la burguesía, tal como puede verse, en el caso de Maquiavelo, en la tesis doctoral de Max Horkheimer de 1930 titulada Los comienzos de la filosofía burguesa de la historia (1995)2.

El libro de Bodin fue una respuesta a las matanzas de la Noche de San Bartolomé de 1572. En él, se teorizó la soberanía para poner de presente la necesidad de someter bajo La República (ciertamente no en el sentido de la modernidad, sino como cosa común, pública) los conflictos religiosos. De ahí la necesidad de una soberanía fuerte: absoluta, indivisible, simple y perpetua, encarnada en el príncipe, en el monarca (Chevalier, 1997). Estas características de la soberanía son las que aparecen en El contrato social de Rousseau.

Es a partir del «Libro ii» de El contrato social, publicado en 1762, donde Rousseau aborda el tema de la soberanía. En primer lugar, la soberanía es inalienable, es decir, que no se puede ceder. Rousseau sostiene que solo el poder se cede, la voluntad no. Esto quiere decir que la soberanía siempre pertenecerá al pueblo, en lo cual hay un rechazo a la democracia representativa, a la irresponsabilidad absoluta del legislador y del gobierno, quienes no son más que comisarios del pueblo, sus funcionarios, tal como sostiene Rousseau en el «Capítulo VII» del «Libro II» y en el «Libro III». Por lo demás, aquí no hay cesión de los derechos a un gobierno, ni hay contrato de sumisión como en Hobbes. En segundo lugar, la soberanía es indivisible. Esto reafirma el hecho de que la soberanía es una, compacta, que no se puede dividir, lo que implica el rechazo a la teoría del gobierno mixto creada por Polibio y retomada por Maquiavelo en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio. En este aspecto, Rousseau sigue a Bodin y a Thomas Hobbes. Sin embargo, Rousseau tiene en cuenta a dos teóricos cercanos: a Montesquieu y a John Locke. Ellos habían expuesto ya (con diferencias) la teoría de la división de poderes —que a mi parecer tiene sus orígenes precisamente en la teoría del gobierno mixto—. Por eso también Rousseau se refiere a esos poderes, sin embargo, estos «poderes» no implican una división de la soberanía, sino una emanación de ella. La emanación es una irradiación de la soberanía misma, en la cual esta no se desdibuja, ni se divide, ni se des-hace en partes. Eso le permitió a Rousseau burlarse muy gráficamente de la división de poderes y de la teoría del gobierno mixto:

[…] hacen del soberano un ser fantástico y formado de piezas ajenas; es como si compusieran a un hombre con varios cuerpos, de los cuales unos tendrían ojos, otros brazos, otros pies, y nada más. Dicen que los charlatanes del Japón despedazan a un niño a la vista de los espectadores; luego echando al aire todos sus miembros unos a otros, vuelve a caer el niño vivo entero. Tales son aproximadamente, los juegos de manos de nuestros políticos; después de desmembrar el cuerpo social con una prestidigitación digna de feria, vuelven a juntar las piezas no se sabe cómo. (Rousseau, 1985, p. 174)

En el «Capítulo iii» del «Libro II» se pregunta Rousseau: «¿Puede errar la voluntad general?» La respuesta es negativa: «La voluntad general es siempre recta y tiende siempre a la utilidad pública». Esto quiere decir que la voluntad general, que la soberanía no se equivoca, sino que tiene la verdad, la justicia y la rectitud; es, como se llegó a pensar del papa, infalible. Rousseau también acude a la mayoría, pues esta siempre tiene la razón. Asimismo, se refiere en esta parte al engaño del pueblo y, a mi parecer, se adjudica ese engaño a la existencia de facciones en el interior del pueblo. Es decir, las fracciones buscarían imponer sus intereses particulares, privados, desdeñando y pasando por encima del interés público y del bien común, de ese bien que siempre guía a la voluntad general, pues sería imposible que el pueblo mismo buscara el mal para sí, que buscara autoperjudicarse. Dice Rousseau (1985): «Para tener el verdadero enunciado de la voluntad general, importa que no haya sociedad particular dentro del Estado» (p.176); esto es, en terminología moderna, que no haya partidos, intereses distintos, diversos y variados.

Por último, la soberanía es absoluta. Esto quiere decir que por encima de ella no hay otro poder, y que el Estado necesita un poder universal, una capacidad para someterlos a todos, lo cual, en últimas, significa que el pueblo se somete absolutamente a sí mismo, se da sus leyes, no obedece a nadie más que a sí mismo. Por eso, es necesario que todos se sometan a la voluntad general, que no quede nadie por fuera, que «el que se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo», como dice en el epígrafe que abre este escrito.

Para Rousseau la voluntad general se expresa en la ley, la cual no puede ser particular, sino general y abstracta: la soberanía da la ley. Y como el pueblo rara vez sabe lo que quiere, es necesario que alguien lo haga por él. Dice Rousseau:

¿Cómo una multitud ciega, que a menudo no sabe lo que quiere, porque no suele saber lo que es bueno para ella, ejecutaría por sí misma una empresa tan grande, tan difícil, como es un sistema de legislación? El pueblo por sí mismo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve por sí mismo […] el público quiere el bien que no ve. Todos necesitan guías. […] He aquí la necesidad de un legislador. (1985, p. 183, énfasis agregado)

En Rousseau encontramos, pues, el típico temor al pueblo, la típica desconfianza en su juicio, sus capacidades, en últimas, en la necesidad de una especie de tutelaje. Esto es lo que ha llevado al rechazo de la democracia y a la legitimación del aristocratismo, del gobierno de los mejores. De hecho, sabemos que Rousseau consideró la democracia como impracticable. Él optó por la aristocracia como su forma favorita de gobierno, si bien sostuvo que la monarquía o la democracia, por ejemplo, podrían ser adecuadas, pero dependían de condiciones específicas, entre ellas, la extensión del territorio y el número de pobladores, así como su riqueza. En este caso —refiriéndose a las formas clásicas de gobierno, y de cuál sea la mejor— no hay en Rousseau fórmulas ni sentencias definitivas.

Esa desconfianza en el pueblo —que recuerda a Nietzsche (2000a) cuando decía, con Voltaire: «Cuando el populacho quiere razonar todo está perdido», en el capítulo «Ojeada sobre el Estado» de Humano demasiado humano— hace necesario un legislador, el cual debe ser una especie de hombre cualificado, especial, una especie de vidente que sabe lo que el pueblo requiere; debe ser una especie de Dios: «Para dar leyes a los hombres harían faltas dioses» (1985, p. 184). Rousseau está pensando en Solón, Licurgo o Moisés, por ejemplo. El legislador también es «en todos los aspectos un hombre extraordinario en el Estado. Si debe serlo por su genio, no menos debe serlo por su función» (p. 184). Aquí es necesario recordar nuevamente que el legislador no es un representante del pueblo, pues la soberanía no puede ser representada; es, por decirlo así, un funcionario de la voluntad general, su voz misma, que no puede legislar para intereses particulares, sino buscando el bien común, el bien general que solo la voluntad, lógicamente, querrá darse a sí misma.

Por otro lado, si bien la legislación corresponde al pueblo, y si la ley es general y abstracta (como se asumió después en todas las legislaciones occidentales), es claro que la aplicación de la ley sí recae sobre objetos particulares, sobre asuntos determinados, por eso se necesita el poder ejecutivo. El gobierno, dice Rousseau, es:

[…] cuerpo intermedio establecido entre los súbditos y el soberano, encargado de la ejecución de las leyes y del mantenimiento de la libertad, tanto civil como política […] No es más que una delegación, un empleo en el cual simples oficiales del soberano ejercen en su nombre el poder de que los ha hecho depositarios, y que puede limitar, modificar y retirar cuando le plazca […] Llamo, pues, gobierno o administración suprema, al ejercicio legítimo del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado al hombre o al cuerpo encargado de esta administración. (1985, p. 198)

En Rousseau, pues, el soberano es el pueblo, no el rey o el príncipe. Por eso la soberanía nunca sale del pueblo ni es representada; solo puede ser delegada, pero siempre retomada por la voluntad general, por el pueblo mismo. Esto es lo que mutatis mutandis ya se encontraba en la teoría del jesuita Francisco Suárez, quien, de hecho, a mi parecer, tenía una concepción mucho más realista del contrato —eso sí sustrayéndole su carácter teológico—, cuando concebía al individuo siempre dentro de la comunidad, y cuando sostenía que el pueblo, la comunidad política, siempre conservaba el poder, y podía recuperarlo frente a un gobierno que le impusiera leyes injustas, gravosas o que se hubiera convertido en tiranía. Esta teoría tuvo mucha influencia en la Independencia de América Latina a partir de 1808, cuando la soberanía —debido a la invasión de España por Napoleón— es retomada por el pueblo, reapropiada, recuperada, pues nunca había sido alienada totalmente a España (Dussel, 2007).

Para finalizar esta parte, es preciso decir que hemos abordado los conceptos de voluntad general y soberanía (que, como se vio, terminan confundiéndose), y se ha hecho mención sucintamente a otros temas necesarios para pasar al siguiente apartado donde abordaremos los aspectos totalitarios del pensamiento contractualista de Rousseau.

2. Rousseau: ¿un pensamiento totalitario?

Para rastrear el tinte totalitario del pensamiento político de Rousseau, específicamente el contenido en El contrato social, voy a partir de la caracterización que se ha hecho de la voluntad general y de la soberanía. Para ello es preciso decir lo siguiente.

En estricto sentido, la voluntad general fue el concepto de Rousseau que más influencia tuvo en Occidente. Eso es claro también en los siglos posteriores. La pregunta es ¿por qué? La respuesta es sencilla. El pensamiento de Rousseau atizó la Revolución francesa y se convirtió en tema de debate de los autores de la época, entre ellos, los federalistas norteamericanos y los próceres de la Independencia latinoamericana. En ambos casos, la teoría empoderó al pueblo y se convirtió en un arma de este contra el Antiguo Régimen, esto es, contra el feudalismo aún reinante y contra las monarquías, ya fuera la francesa, la inglesa o el imperio monárquico español. Rousseau fue el abuelo de las revoluciones, su inspirador. De esa manera se dio comienzo a la era burguesa, esa que Hegel describió primero y magistralmente en su Filosofía del derecho.

La voluntad general de Rousseau es la misma soberanía popular presente en el constitucionalismo occidental de hoy. Esa soberanía es, en realidad, la inversión de la teología política tal como lo observaron el tristemente célebre constitucionalista del nacionalsocialismo Carl Schmitt y su mentor, el devoto pensador español Donoso Cortés. Y es esa inversión porque sencillamente la soberanía se desplaza del rey, legitimado divinamente, al pueblo, legitimado secularmente. Como ha dicho el citado Chevallier: de «el Estado soy yo» de Luis XIV se ha pasado a «el Estado somos nosotros», esto es, podríamos decir, del absolutismo monárquico al absolutismo del pueblo, pero, al fin y al cabo, a un absolutismo que nos puede recordar de nuevo a Thomas Hobbes. En este sentido tiene razón el filósofo italiano Antonio Negri cuando en Imperio, su primer libro exitoso mundialmente, sostuvo: «Como modelo de soberanía, el “absoluto republicano” de Rousseau no es realmente diferente del Dios en la tierra de Hobbes, el absoluto monárquico» (Negri y Hardt, 2001, p. 116). Aquí ya estamos entrando en el terreno que nos compete en este escrito. Ya podemos decir: la soberanía de Rousseau es totalitaria. Veamos por qué.

Frente a la ilusoria creencia rousseauniana de que la voluntad general o la soberanía es inalienable, lo que hemos visto en la práctica constitucional y en las experiencias democráticas posteriores es la imposibilidad práctica de la democracia directa. Más bien, a partir de ese postulado, el de Rousseau, se han intentado mecanismos de participación democrática que han resultado en una mezcla de democracia directa y democracia representativa. Basta pensar en los mecanismos de participación ciudadana como el referendo o el plebiscito, los cuales no son totalmente formas directas sino mediadas por el poder judicial, el ejecutivo y los parlamentos mismos.

Hay que decir que tanto la democracia directa pregonada por Rousseau como la representativa, donde la voluntad general es representada, terminaron en el totalitarismo, ya fuera abierto o disimulado. En el primer caso, en el de la democracia directa de Rousseau, se acudió a los plebiscitos como formas de perpetuar populismos, dictaduras o gobiernos autoritarios. Eso fue lo que dio origen a la conocida expresión bonapartismo para recordar a Napoleón III en Francia. Esa democracia directa se ha convertido en la dictadura del pueblo sobre las minorías, sobre las diferencias. En el segundo caso, el de las democracias representativas liberales, que luego evolucionaron hacia democracias sociales, la historia no ha sido diferente.

Las democracias sociales encarnadas en el estado de bienestar llegaron también al autoritarismo, a un mayor control y disciplina de la sociedad; se convirtieron en sociedades panópticas que combinaron individualización y totalización del sujeto mismo bajo el Estado, interviniendo, además, en todas las esferas de la vida, tal como sostuvo Foucault. Con el pensador francés podemos leer este gradual aumento del control desde la modernidad misma; por ejemplo, en el siglo XVIII con la gubernamentalidad como control de la vida de las poblaciones, unida a la anatomopolítica y a los discursos sobre el hombre de las ciencias humanas. La biopolítica, como política de la vida, de hecho, llegó a convertirse en tanatopolítica, esto es, en su contrario, en una política de la muerte, tal como lo ha mostrado Roberto Esposito (2007) partiendo de los análisis de Michel Foucault.

Norberto Bobbio llega, por otros medios, a describir cierto tipo de dictadura: la de los técnicos; en pocas palabras, la «esclavitud sin amos» de la que habló entre nosotros Nicolás Gómez Dávila. Es la dictadura de la tecnocracia unida a la dictadura del mercado, a su totalitarismo sobre los cuerpos y las subjetividades. Para Bobbio eso fue posible gracias a la participación que se le dio al ciudadano en las democracias modernas y a la necesidad de intervenir en la sociedad, lo cual implicó más intervención del Estado, mayor planificación y conocimiento en las distintas áreas de intervención. La participación ciudadana elevó las demandas al Estado, y este tuvo que responder con una burocracia experta, profesional y técnica que tomaba decisiones y hacía proyectos y planes sin contar con los ciudadanos que, por lo demás, no entendían mucho de los complejos temas de las agendas de los gobiernos. Bobbio, en su libro El futuro de la democracia, fue consciente de que la complejidad de la sociedad creaba una dictadura de los técnicos, donde no todos podían decidir, lo cual contrariaba los supuestos que Rousseau le había dado a la voluntad general (Bobbio, 2005). En estricto sentido, esa es la dictadura anónima sobre la sociedad que impera hoy bajo el esquema neoliberal, donde el sujeto está sometido al sistema, pero no tiene ni idea de por qué ni de las decisiones que los gobiernos o los poderes transnacionales les imponen.

Es decir, del estado de bienestar, que para algunos ya era dictatorial por regular cada vez más aspectos de la vida, se ha pasado al totalismo del mercado, a la dictadura de la economía, esa nueva teología de las sociedades actuales. Es claro que todo esto corresponde a la evolución interna misma del liberalismo económico y de la democracia liberal, y es cierto también que se opone al deseo de libertad e igualdad que siempre animó al pensamiento de Rousseau, pero también es evidente que en este proceso evolutivo la voluntad general ya no es la que decide; todo lo contrario, deciden sobre ella, como ocurre actualmente en la propia Europa. Así, pasamos de una soberanía inalienable a una soberanía diluida por la globalización o secuestrada por el poder económico. Esta sería una especie de totalitarismo atenuado que se disfraza de democracia.

Si pasamos a la segunda característica de la soberanía, esto es, a su indivisibilidad, el asunto se complica aún más. Esa característica le ha permitido a Rousseau oponerse a la teoría de la división de poderes y al gobierno mixto. En realidad, contra Rousseau, y como se vio después en la evolución del constitucionalismo europeo, la división de poderes no es incompatible con la soberanía del Estado. Los tres poderes que teorizó profundamente Montesquieu no implican un fraccionamiento del Estado; más bien, siguen el principio expuesto ya por Jhon Locke de que el poder controla el poder. Esa fue la forma como el liberalismo buscó limitar el poder del monarca en Inglaterra, y que sin duda vio claramente el autor de Del espíritu de las leyes. Los tres poderes clásicos están para que se controlen unos a otros, para que colaboren armónicamente en el cumplimiento del deber del Estado, esto es, en sus múltiples funciones. No se trata de que se obstruyan, sino de que trabajen armónicamente en pro del bienestar social, del mantenimiento mismo de la vida en sociedad. Lo que hay que advertir, más bien, es que el pensamiento de Rousseau en este punto ha dado pie a que se materialice la sentencia de ese genio de la política y la sociología que fue Alexis de Tocqueville, en su clásico La democracia en América, según la cual: «La tiranía de los legisladores es, actualmente, y lo será todavía durante muchos años, el peligro más temible. El del poder ejecutivo llegará a su vez, pero en un periodo más lejano» (Tocqueville, 1985, p. 122).

En efecto, el ejecutivo, en los sistemas presidenciales, en las dictaduras, los totalitarismos, etc., ha hecho su propia tiranía. No hay duda de que Hitler y Stalin fueron tiranos. Es obvio que los teóricos griegos —que rechazaron, como los medievales y los modernos, la peor forma de gobierno, esto es, la tiranía— no alcanzaban a imaginar los alcances de un tirano en las condiciones actuales, pero las figuras se corresponden. Y lo que precisamente han querido hacer los Stalin y los Hitler, cuando creen que han encarnado la soberanía popular misma, esto es, que son el pueblo mismo, ha sido imponer un poder sobre los otros, es decir, han buscado minar la división de poderes y evitar todos los controles que los parlamentos y el poder judicial ejercen en contra suyo. Por esa razón, los tiranos del totalitarismo del siglo XX quisieron burlar el derecho e imponer el propio, buscaron ponerse por encima del derecho o por fuera de este, lo cual se materializó en la sentencia de Schmitt de que soberano es el que dice «el estado de excepción». En conclusión, la crítica de Rousseau a la división de poderes, basado en la presunta indivisibilidad de la soberanía, es proclive al totalitarismo, y así lo ha demostrado la experiencia histórica.

Si revisamos la tercera característica de la soberanía de Rousseau, también vemos su compatibilidad con el totalitarismo. La infalibilidad de la soberanía tiene varias consecuencias. No olvidemos que es en esta misma parte de El contrato social donde Rousseau se opone a los partidos. De donde podemos decir que en el pensamiento del ginebrino no hay cabida para lo que en ciencia política se ha llamado el «sistema de partidos». Como la voluntad general es una, indivisible, no admite partidos que representen los diversos intereses de la sociedad, de los distintos grupos y de los movimientos. Así se evita la desintegración de la voluntad general. En pocas palabras, en Rousseau no hay cabida para el pluralismo y la diversidad; es más, desde Rousseau no podríamos leer temas tan importantes para las sociedades actuales como el multiculturalismo o la interculturalidad. Esto implica que Rousseau piensa en una voluntad general homogenizada, portadora de una sola forma de ver el mundo, de una sola cosmovisión, de una sola verdad. Por eso su interés en evitar las fracciones, las facciones, los partidos políticos. Como lo ha mostrado el sociólogo de la política Maurice Duverger (1976) en su libro justamente titulado Los partidos políticos:

El pluralismo democrático lleva a deformar el interés general, por una lucha entre intereses particulares, a sacrificar el interés del pueblo entero a las disputas entre los objetivos especiales de tales o cuales fracciones […] conocemos la desconfianza de los hombres de 1789 respecto a los cuerpos intermediarios; no es dudoso que no habrían admitido el pluralismo de los partidos. (p. 287)

La inexistencia de partidos en una comunidad política lleva al partido único. Y el partido único en los sistemas totalitarios, ya sea el del nazismo o el soviético, han representado la intransigencia ideológica, el dogmatismo y el fanatismo. Y por paradójico que suene para los demócratas seguidores de Rousseau, el partido único está fundamentado teóricamente en el autor de El contrato social. Rousseau es el teórico del unanimismo político, una especie de dogmatismo y fanatismo ideológico que atesora la verdad. Podríamos decir, sin exagerar, que en Rousseau la comunidad política crea una dictadura de la verdad misma. De tal manera que solo hay espacio para una verdad, la de la voluntad general, la del pueblo, una verdad que siempre tiene la razón y que no admite la oposición, pues esta siempre estará equivocada. No olvidemos que la voluntad general siempre es recta y justa; por lo tanto, los demás, las minorías, no tienen verdad y justicia en sus demandas. En Rousseau se materializa lo que el ya citado Tocqueville llamó «la dictadura de la mayoría».

El hecho de que la soberanía popular sea absoluta lleva en verdad, al totalitarismo del Estado o, más bien, de aquellos que en la práctica han querido ser el pueblo mismo, la nación misma. Tal es el caso de Hitler. Cuando el líder se convierte en el Estado, cuando cree representar los intereses generales, se ha producido una usurpación de la voluntad general. Los partidos comunistas han sido expertos en identificarse con el pueblo; los líderes políticos también. En este caso, el legislador de Rousseau —al cual hicimos mención arriba— se ha convertido en lo que el pensador colombiano Darío Botero Uribe (2001) llama, en El poder de la filosofía y la filosofía del poder, el hombrepueblo. Nos dice el filósofo colombiano:

Los jacobinos en la Revolución francesa —Robespierre— y los bolcheviques en la Revolución de Octubre —Lenin y Stalin— representan el hombrepueblo, una traslación semántica desde el sujeto colectivo al sujeto individual. Solo cuando se absolutiza al pueblo, el líder es el pueblo y el sujeto colectivo es negado, jamás se le consulta. Esa transmutación de sentido del individuo a la colectividad y de la colectividad al individuo, por extraño que parezca, es un juego usual en el mundo político. (p. 156)

En realidad, partiendo del propio Rousseau, podemos decir que, en la práctica, los legisladores con quienes soñó (Moisés, Licurgo, Solón) se convirtieron en los Hitler, Stalin, Lenin, Robespierre y otros tantos tiranuelos más. Ellos, que representaban la soberanía popular misma, la voluntad general, terminaron acumulando un poder omnímodo, pletórico y absoluto. Y por fuera de lo absoluto no hay nada. Ya conocemos sus consecuencias… Y un poder absoluto no admite la limitación del poder. Por eso hay que eliminar a la oposición, y eso fue lo que hizo Stalin, y eso fue lo que hizo Hitler cuando eliminaron a todas las camarillas que le pudieran disputar el poder, entre ellas, la de Röhm, una camarilla unida por sus lazos homosexuales, tal como documenta Hannah Arendt (2004) en su libro Los orígenes del totalitarismo.

En el libro La civilización unidimensional: actualidad del pensamiento de Herbert Marcuse, en un capítulo titulado «La URSS como estado totalitario», con base en teóricos como Althusser, Aron, Rupnik, Hermet, Weber, Orwell, Morin, Foucault, entre otros, se ha hecho una caracterización del totalitarismo en los siguientes términos:

La administración de la vida, el monopolio de los medios ideológicos, el autoritarismo, la negación del individuo, la mentalidad religiosa, el burocratismo, la existencia de un partido único, etc., se materializaron todos, sin excepción, en el régimen soviético, de lo cual se colige, sin duda alguna, que ese Estado fue un Estado totalitario. (Pachón, 2008a, p. 132)

Podríamos medir a Rousseau con este mismo rasero, y comprobar que su teoría de la voluntad general, totalitaria y dogmática, cumple con casi todas las características mencionadas; entre ellas, una que es preciso resaltar aquí, y a pesar de El Emilio: la negación del individuo. Esta es una nota definitoria de todo totalitarismo: la mistificación y fetichización del todo sobre la parte, del colectivo sobre el individuo, tal como en Rusia, Alemania y, por supuesto, de todo totalitarismo que ve un peligro en la individualidad.

Colofón

Resumiendo podemos decir que las características de la soberanía —inalienable, indivisible, infalible, absoluta— llevan, por varios caminos, a formas totalitarias: la democracia directa convertida en mecanismo para legitimar gobiernos carismáticos, populistas, autoritarios; o la democracia representativa —como imposibilidad de esa inalienabilidad de la voluntad general—, que arribó a un totalitarismo disimulado totalmente tanatopolítico, una sociedad donde precisamente la voluntad general no es la que decide, tal como se denuncia hoy en Europa por los movimientos «indignados»3. Igualmente, la voluntad general posibilita (y posibilitó) la dictadura de las colectividades con el correlativo sometimiento del individuo al pueblo, al Estado y al partido que creen representarla. Por su parte, el partido único de Rousseau favorece la eliminación del pluralismo ideológico, la diversidad de intereses y, lo más grave aún, de las minorías políticas. Por otro lado, la voluntad general implica una dictadura de la verdad, que, en la práctica, en el siglo XX, llevó al control de la opinión pública y de los medios de información y comunicación. Ese monopolio de la verdad ha permitido a los totalitarismos la expansión de la ideología y la imposición de formas únicas de ver el mundo y la organización del Estado. Y, por último, el culto al legislador de Rousseau favorece que el hombre-pueblo —como sostuvo Darío Botero Uribe— usurpe la soberanía popular. En estricto sentido, el hombre-pueblo favorece el culto a la personalidad, ese culto, de mentalidad religiosa, que enarbolaron las seducidas masas de los totalitarismos y los fascismos del siglo pasado. Es todo esto lo que permite vincular al bienintencionado Rousseau con el totalitarismo.

Para finalizar, es justo decir, en favor de Rousseau, que El contrato social no fue la obra que el propio autor consideró como más importante. De hecho, es solo una parte de una obra mayor que proyectaba, pero que no terminó. Esto es claro en la advertencia del libro cuando dice:

Este pequeño tratado es parte de una obra más extensa, emprendida en otro tiempo sin haber consultado mis fuerzas y ha mucho abandonada. De los diversos trozos que se podrían sacar de lo hecho, este es el más considerable, y me ha parecido el menos indigno de ser ofrecido al público. El resto ya no existe (énfasis agregado).

Y creo que esto es notable en los resultados finales del libro, en su pesimismo, pues allí la democracia aparece —como ya se dijo— impracticable; los legisladores como iluminados y dioses y, por ello mismo, inexistentes; los pueblos europeos como inaptos para la democracia, con excepción de Córcega. En fin, como lo anota Allan Blomm (2006): «No creyó que el hombre pudiera volverse enteramente social» (p. 548). En esto su visión sobre la civilización, expuesta en sus dos Discursos, nunca lo abandonó, nunca varió. Hay que decir, entonces, que la historia le hizo una mala jugada a Rousseau y, precisamente, El contrato social se convirtió en su libro más conocido y famoso, por encima de sus Discursos y de su obra educativa. Fue un libro que influyó en Europa y en América, que influyó en el marxismo de Marx y en los no tan marxianos, un libro que también ha servido para abanderar la causa de la libertad en diferentes partes del mundo y que es —como todo clásico, según decía Bobbio— un interlocutor válido para nuestro tiempo.

Actividad

Lea el texto y realice un mapa conceptual.

Investigue qué mecanismos tiene la Constitución colombiana para garantizar el ejercicio de la soberanía popular.

Reflexione sobre cómo las dinámicas del mercado global pueden limitar el ejercicio de la soberanía popular.

Escriba un ensayo de 1000 palabras donde explique por qué la teoría de la soberanía popular de Rousseau sigue siendo importante para los procesos democráticos y los sistemas políticos.


2 En este texto dice Horkheimer (1995): «La política es para Maquiavelo la tarea más noble del pensador tan solo en la medida en que el Estado es la condición para el desarrollo burgués de las fuerzas del individuo y de la colectividad» (p. 26).

3 Estas consideraciones no implican culpar a Rousseau del fracaso de la democracia moderna. A ese fracaso se hubiera llegado también por otras vías, por otros caminos. En realidad, como se vio a comienzos del siglo pasado, en la década de los treinta, la democracia tenía una lógica interna que desembocaba en el totalitarismo. Eso es claro en el nazismo, tal como lo mostraron algunos miembros de la Escuela de Fráncfort.

Política para profanos

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