Читать книгу Legalidad e Imaginación - Daniel Alejandro Muñoz Valencia - Страница 13
IV. FICCIÓN E INCONFORMIDAD
ОглавлениеSueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y los deseos y fantasías de desear mil.
(VARGAS LLOSA, 1990, p. 11)
A lo mejor yerro, pero me late que algunas personas, al no encontrar otras formas de conjurar la insatisfacción, hallaron en la escritura un modo de hacerle frente, que no de deshacerse de ella. El ejercicio literario, en tal sentido, es un signo de rebeldía contra las efectivas circunstancias. Da cuenta de la insatisfacción de quien lo lleva a cabo frente a la vida misma, tal como la vive. Kafka, por ejemplo, llegó a decir que él consistía en literatura, y eso ya es bien diciente.
El trato con la literatura es una forma de insubordinación. No es gratuito que Martha Nussbaum haya advertido en ella algo subversivo. Sus palabras son muy certeras:
Sostendré a lo largo de este ensayo que […] la literatura y la imaginación literaria son subversivas. El pensamiento literario es, en modos que aún han de especificarse, el enemigo de cierta clase de pensamiento económico. Hasta ahora solíamos considerar la literatura como algo opcional: como algo genial, valioso, entretenido, pero que existe al margen del pensamiento político, económico y legal, en algún otro departamento de la universidad, más bien de orden secundario. […] la novela es una forma moralmente controvertida, que expresa en su misma forma y estilo, en sus modos de interacción con el lector, un sentido normativo de la vida. Insta a los lectores a advertir esto y no aquello; a ser activos de ciertas maneras y no de otras; les guía, en definitiva, hacia ciertas posturas de la mente y el corazón y no a otras (1995, p. 49).
Los hombres siempre estarán sujetos a poderes que, en virtud de los avances técnicos, se revelan cada vez más deplorables. La inevitable degradación a que nos vemos sometidos por esos poderes puede ser combatida de formas muy diversas. La más estéril y envilecedora, a mi juicio, es la rebelión de tintes absolutistas que, inevitablemente, produce daños irreparables a quien la encarna, cuando no supone su propia eliminación. La más inteligente, me parece, es de una sencillez pasmosa, creo que mortífera, y no es otra que la fabulación capaz de ponernos en frente nuestra propia ignominia, de mostrarnos lo abominables que somos. Me late que es más efectiva, menos catastrófica. Como forma de lucha contra quienes deberían ser nuestros sirvientes, pero se creen nuestros amos, diría que incluso es rentable. Vargas Llosa, en tal sentido, observa con agudeza:
Por sí sola, [la ficción] es una acusación terrible contra la existencia bajo cualquier régimen o ideología: un testimonio llameante de sus insuficiencias, de su ineptitud para colmarnos. Y, por lo tanto, un corrosivo permanente de todos los poderes, que quisieran tener a los hombres satisfechos y conformes. Las mentiras de la literatura, si germinan en libertad, nos prueban que eso nunca fue cierto. Y ellas son una conspiración permanente para que no lo sea en el futuro (1990, p. 20).
Antes insinué que en un mundo de personas plenas, con todo al alcance de la mano y sin desventajas de ningún tipo, difícilmente tendría algún sentido la actividad fabuladora. Se precisan individuos inconformes, descontentos, para que florezca esa forma sutil de denuncia que es la ficción. Si lo que he venido diciendo sobre la literatura de imaginación tiene algún fundamento, no será difícil conceder, ahora, que las descripciones de la literatura, en no pocas ocasiones, son la mejor censura. Una censura que, por la vía de la lectura, activa su poder corrosivo, y que en el humor encuentra un aliado imponderable. Porque cualquier insubordinación tiene siempre un dejo cómico, que en todo caso no supera el de quien quiere someter.
Las ficciones literarias, fruto de la actividad fabuladora del hombre, gozan de una potente fuerza descriptiva, que no meramente replicadora, en el sentido de que muestran lo más íntimo de nosotros: lo que queremos alcanzar y lo que no podemos recuperar. Vargas Llosa y Kundera, como claros exponentes del ejercicio literario, han señalado con tino y acierto, en ese orden de ideas, las cartas que se juegan en las novelas. La literatura, por lo demás, no deja de excitar la imaginación para la vida pública, para buscar mejores formas de convivencia: sobre esto, Rorty y Nussbaum han hecho observaciones que, aun siendo discutibles, no se pueden soslayar. Una forma de rebelión, en últimas, es lo que podemos estar examinando.
Una forma de rebelión en la que, no obstante, lo decisivo es el esplendor estético. Harold Bloom, el célebre crítico norteamericano, se lamenta constantemente en sus escritos del prestigio que han adquirido ciertos patrones de identificación de la literatura. Puntualmente, se queja de aquellos que eclipsan la primacía estética para poner en primer lugar la ideología. De esta suerte, sólo admite tres criterios de grandeza en la literatura de imaginación: el esplendor estético, el poder cognitivo y la sabiduría (BLOOM, 2009, p. 12). La obra que no esté a la altura de esas exigencias no puede aspirar a la permanencia. En efecto, para él un texto no es literario por las reivindicaciones ideológicas que haga, que bien puede contenerlas, sino por su sentido artístico. La aparición de nuevas obras literarias, en tal sentido, va a estar determinada por la literatura misma, y no por las ideologías de turno o por las reivindicaciones del momento. Dice Bloom: “Poemas, novelas, relatos, obras de teatro, nacen como respuesta a anteriores poemas, relatos, novelas u obras de teatro, y esa respuesta depende de actos de lectura e interpretación llevados a cabo por escritores posteriores, actos que son idénticos con las nuevas obras” (2015, p. 19). Si, por ejemplo, alguien pudiera escribir la novela, dejarían de escribirse novelas. Como nadie puede escribir el poema, siguen apareciendo nuevas obras. La fuente de la literatura, en este orden de ideas, es la misma literatura, y no algo externo a ella. Una obra no se puede legitimar como literaria, pues, por su sentido político o por su valor ideológico. El escritor puede tener objetivos sociales, pero el valor literario de su obra no puede estar determinado por ellos.
En contraste con las tesis de Martha Nussbaum, por ejemplo, Bloom afirma que la literatura no puede ser un programa de salvación social. Podemos tratar con obras literarias para llegar hasta lo más recóndito de nosotros mismos, hasta toparnos con lo más íntimo, pero no necesariamente por eso vamos a comportarnos mejor. Es posible que un individuo afirme que después de haber leído tal libro ha cambiado su concepción de la vida, por ejemplo, pero tal metamorfosis no pasa de ser una mera contingencia. Hay individuos que, pese a su trato con las obras más excelsas de la cultura, no dejan de ser unos cabrones.