Читать книгу Legalidad e Imaginación - Daniel Alejandro Muñoz Valencia - Страница 7
INTRODUCCIÓN
ОглавлениеCon este texto no pretendo ser la voz de nadie. Cada cual debería hablar únicamente en su propio nombre y, por tanto, aquí solo estará mi voz. No hablo, pues, en nombre de ninguno de los miembros del apartheid que todos los días ven mis ojos: desplazados, desempleados y, en general, gentes privadas del goce de derechos básicos. Es inmoral arrebatarle a otro la voz. Tampoco quisiera usar el tono ácido de Jeremy Bentham para deplorar los “derechos naturales”, si bien mi propósito es revisar críticamente la postura que defiende la existencia de los mismos. A lo mejor no se trata de un “disparate sobre zancos”, pero el asunto, por lo menos, amerita una revisión.
En este trabajo se conjugan dos apuestas: una de orden teórico y otra de orden ético.
En términos teóricos, el propósito consiste en exponer una caracterización de los derechos, desde la perspectiva juspositivista, que destaca la artificialidad que los constituye. Para el efecto, hago un cotejo entre las ficciones literarias, esos artificios carentes de eficacia operatoria, y las prácticas jurídicas, cuyo sentido viene de una plataforma artificial que construyen sus propios participantes. No hay en esto ninguna originalidad de mi parte: trato, simplemente, de darle buena apariencia al positivismo jurídico. Son tres, a mi juicio, los autores del canon juspositivista: Hans Kelsen, H. L. A. Hart y Luigi Ferrajoli. Hay más, por supuesto, pero el canon lo han construido ellos1.
Desde el punto de vista ético, parto de la base de que una sociedad moralmente decente es aquella en que los poderes legales priman sobre los poderes ilegales. En una sociedad de este tipo hay mejores condiciones para la realización de los derechos, pues la censura de la violencia criminal es una condición de sentido de la efectividad de los mismos. Doblegar la lógica salvaje de la guerra, pues, es la finalidad de someter los poderes de todo tipo a vínculos y límites.
La apuesta de orden ético, a la sazón, no está desligada de la apuesta de orden teórico: el positivismo jurídico, a mi juicio, es la teoría que se muestra más compatible con el garantismo. Los derechos subjetivos como expectativas merecedoras de tutela, por un lado, y una comunidad que se niega a la legitimación social de la ilegalidad, por el otro, son los ejes de este escrito. La efectividad de las leyes del más débil depende de que impere el garantismo, y para esto hace falta que la legalidad sea un valor compartido. Muchos insisten en que el positivismo jurídico está fuera de onda, pero ese es el modelo teórico que uso para explicitar las condiciones de sentido de los derechos.
La noción de “sujeto titular de derechos”, más que de un patrón de corte universalista, pende de las fábulas que muestran nuestros deseos y carencias, que muestran el dolor y la humillación a los que vivimos expuestos. No somos portadores de derechos en virtud de una esencia o naturaleza intrínseca, sino por razón de una reacción imaginativa ante las contingencias históricas que nos revelan los riesgos que enfrentamos en la convivencia. De esta suerte, para considerar importantes los derechos no hace falta apelar a un dato ahistórico que todos compartimos, pues basta con identificar imaginativamente la posibilidad de padecer dolor y humillación, aunque, ciertamente, no todos los derechos se configuran en virtud de esa contingencia. Esta, que es la tesis central, la expongo en la tercera parte del texto.
La premisa fundamental del trabajo es la de que los derechos no van a perder su importancia por el hecho de no estar aferrados a algo sólido. No hay que ir muy lejos en su “fundamentación” para llegar a la conclusión de que merecen tutela. De esta suerte, pueden resultar más persuasivas las ideas objetivadas en las ficciones literarias que las exposiciones de los filósofos profesionales y las arengas de los políticos. Las obras literarias muestran nuestro sino de tal forma que muchas veces no resistimos la tentación de tomárnoslas en serio, a sabiendas de que son artificios carentes de eficacia operatoria.
El goce de los derechos está supeditado a que actuemos como si los actos en que estriban acciones como conferirlos y garantizarlos fuesen actos no carentes de sentido. Tales actos valen si asumimos que la legalidad, herramienta que se precisa para su garantía, depende de una práctica social que opera en virtud de suposiciones compartidas por sus cultores, y no en virtud de un poder más grande que ellos.
Esas suposiciones obligan a los agentes de la legalidad a actuar como si ciertos actos, socialmente identificables, fuesen actos productores de derecho. Tales actos, por ejemplo la expedición de una sentencia o la promulgación de una ley, tienen sentido en virtud de que actuamos como si los elementos en que se fundan (ciertas normas jurídicas) formaran parte del derecho. La circularidad es inevitable: al margen de ciertas suposiciones, la práctica jurídica no funcionaría.
Los actos que empiezan a dar forma a los ordenamientos jurídicos, y los que ayudan a consolidarlos, tienen talante jurídico sobre la base de que nosotros se lo atribuyamos. Sin esa suposición nuestra, bien podrían significar otra cosa. Pero tienen el sentido que tienen (el de actos productores de derecho) porque nosotros les damos esa calidad. A esta cuestión dedico la segunda parte del texto.
El ejercicio que quiero analizar, consistente en hacer la suposición de marras, es análogo al que hacemos al leer ficciones literarias. Nos tomamos en serio la literatura de imaginación, lo que nos cuentan en ella, porque efectuamos la lectura suponiendo que lo que ahí “pasa”, en efecto, tiene lugar o puede tenerlo, aunque no en términos materiales. Si no damos crédito a los hechos narrados, si la ficción no es persuasiva (y esto no depende de su “verdad”), la lectura es impensable. Así como se precisa la suposición de los usuarios del derecho para que la legalidad funcione, para que los actos jurídicos tengan sentido, se precisa la suposición del lector para que la ficción, que carece de eficacia operatoria, “ocurra”. No digo con esto que haya una equivalencia entre derecho y literatura: el racionalismo literario es bastante superior al racionalismo jurídico. Con todo, pueden señalarse semejanzas entre ambos campos categoriales.
El trabajo, según lo anterior, podría resumirse de la siguiente manera: nada pierden los derechos con ser entidades artificiales y no atributos intrínsecos de nuestros vecinos, y no dejará de funcionar la legalidad por basarse en una suposición y no en un burdo ejercicio de poder. La artificialidad de los derechos no desdice de la dimensión pragmática de los mismos, y esta se ve reforzada cuando la legalidad es un valor compartido.
Las ficciones que resultan del ejercicio literario, que la imaginación hace posible, me interesan en un doble sentido. Por una parte, como artificios en los que se objetivan ideas, como las de dignidad o libertad, que dan pie a la concepción del “sujeto titular de derechos”. En este punto, quisiera resaltar el papel defensivo de la imaginación: la fuga hacia lo imaginario como un recurso para enfrentar las insuficiencias de la vida. Y, por la otra, como elaboraciones humanas que tienen sentido en virtud de las suposiciones de los lectores, que, cuando se acercan a ellas, actúan como si lo allí narrado tuviera lugar, aunque no en términos materiales. De esto me ocupo en la primera parte del trabajo.
Me propongo, pues, explorar el sentido de enunciados como “tengo derecho a la salud” o “tengo derecho a la educación”. Mis conciudadanos, en especial una vecina, dicen algo así todos los días, y con qué seguridad. Diría, en este punto, que es la tradición juspositivista la que más ha hecho para que tales enunciados puedan ser considerados enunciados con sentido. El juspositivismo ofrece los fundamentos para una práctica jurídica que quiera tomarse los derechos en serio. En esto, claramente, le lleva la delantera a la reconstrucción antihartiana del sistema jurídico emprendida por Dworkin, quien hábilmente usó la fórmula retórica para titular una de sus famosas obras. Con todo, el aparataje conceptual básico para concretar tal objetivo en la práctica se debe a la tradición juspositivista, aquella que debemos a figuras como Kelsen, Hart o Ferrajoli.
En las dos últimas partes hago lo siguiente: en la cuarta parte planteo un contrapunto entre la utopía y el pillaje, con el propósito de mostrar los extremos entre los que oscila la reivindicación de los derechos. En este fragmento del texto hago consideraciones políticas que sirven de base a la apuesta ética arriba mentada. Para el efecto, acudo a dos figuras notables de la literatura: al banquero anarquista de Fernando Pessoa y a Michael Kohlhaas. Del primero desconocemos el nombre, pero sabemos que es banquero y que es anarquista. El segundo es un personaje del romántico alemán Heinrich von Kleist, cuya historia es comentada por Rudolph von Ihering en La lucha por el derecho. Cierro el texto, en la quinta parte, con la que, desde mi punto de vista, es la mejor presentación del positivismo jurídico: la que debemos a Luigi Ferrajoli. Partiendo de la base de los cuatro postulados juspositivistas: la legalidad de los actos, la positividad de las situaciones, la materialidad de los sujetos y la positividad de las normas, sugiero que es esta teoría la que mejor respalda las tesis garantistas, es decir, aquellas que pugnan por no dejar que la inefectividad de las garantías de los derechos, un rasgo muy notable de nuestra época, acabe por convertirlos en desvaídas entelequias.
Una advertencia final: no está el lector ante un escrito caracterizado por el rigor de los tratados. Hay aquí una apuesta teórica seria, pero también digresiones: la lógica, en algunos pasajes, cede ante la lúdica, y en ello hay deliberación por parte de quien escribe. La no sistematicidad del texto, a mi juicio, no excluye el rigor: la literatura, aparte de la teoría del derecho y de las consideraciones políticas, forma parte de la estrategia para resolver las preguntas planteadas. Por la forma como concibo el derecho, en cuyos orígenes hay algo de magia, no puedo hacer transacciones en este punto con los lectores. La mezcla de conceptos y de pasajes lúdicos puede dar la sensación de burla y de inconexión, pero en todo caso puede ser vista como una imitación del irracionalismo de diseño que parece gobernar nuestras prácticas jurídicas.