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PRIMERA PARTE LA FUERZA DESCRIPTIVA DE LA LITERATURA
ОглавлениеCon una novela usted puede entretener los ocios de un policía e incluso imaginarse que usted es un ladrón; con un poema sobre una rosa se puede conmover a un talabosques y apartarlo de su vicio. Con la sátira sucede que todo el mundo se horroriza, ve lo malo, y está dispuesto a cambiar, es cierto, pero a su vecino. La sátira tercera de Juvenal fue escrita contra las molestias, la corrupción y los inconvenientes de vivir en la ciudad de Roma; dos mil años después Juvenal es leído en las escuelas de esa ciudad, pero Roma sigue siendo la misma o es ahora más inhabitable; en el siglo dieciocho el doctor Samuel Johnson adaptó esta sátira a la ciudad de Londres, con el mismo resultado; y si quiere un caso de actualidad, el mayor escritor satírico de la lengua inglesa, el irlandés Swift, también en el siglo dieciocho, señaló las atrocidades que las autoridades británicas cometían en su país e incluso llegó a proponer comerse fritos a los niños para aliviar la miseria de Irlanda; tenga la seguridad de que el actual primer ministro, señor Heath, se sabe su Swift de memoria.
(MONTERROSO, 1992, pp. 49-50)
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En esta parte del trabajo quiero enfrentar una pregunta que ha ocupado, sobre todo, a gentes que se dedican a la literatura, bien porque la estudian, bien porque la hacen: ¿por qué los hombres inventan ficciones? Esta pregunta, cuya respuesta puede ser sentimental, pero también juiciosa y razonada, me parece que obliga a considerar otra: ¿qué papel desempeña la imaginación en la vida humana? Para responderlas con algo de juicio, quisiera discutir una tesis no exenta de controversia, pero que, desde mi punto de vista, puede defenderse sin sentir pena: la literatura de imaginación, es lo que quiero aventurar, tiene una fuerza descriptiva. Las descripciones que genera la literatura, en tal sentido, no son descripciones en sentido lato. Se trata, más bien, de artificios que tocan la intimidad humana y que, por eso mismo, nos describen.
Antes de desarrollar el planteamiento, con algo de detalle, valdría la pena hacer una aclaración. Si bien la palabra “literatura” puede ser empleada en varios sentidos, y hacerlo sin la debida cautela conduciría al extravío, aquí voy a usarla para referirme a las obras de ficción. John Searle, al respecto, hace una precisión que estimo pertinente:
Algunas obras de ficción son obras literarias, otras no lo son. En la actualidad la mayor parte de las obras literarias son de carácter ficticio, pero de ninguna manera todas las obras literarias son de ficción, la mayoría de las caricaturas y las bromas son ejemplos de ficción, pero no son literatura; “A Sangre Fría” y “Ejércitos de la noche” son calificados como literatura, pero no como obras de ficción. Debido a que la mayoría de las obras literarias son de ficción, es posible confundir la definición de ficción con la de literatura, pero la existencia de ejemplos de ficción que no son literatura y de ejemplos de literatura que no son de ficción, es suficiente para demostrar que esto es un error. Incluso, si no existieran tales ejemplos también sería un error puesto que el concepto de literatura es diferente del de ficción. Así, por ejemplo, “la biblia como literatura” indica una actitud teológicamente neutral, pero “la biblia como ficción” es una alusión tendenciosa (1996, p. 160).
Pienso, a la sazón, en un fragmento preciso, restringido, de aquello que hoy llamamos “literatura”. En tal sentido, quisiera usar la expresión ficciones literarias para evitar equívocos que den al traste con la claridad deseada. Voy a ocuparme, pues, de los productos de la actividad fabuladora del hombre. Si decidiéramos usar un concepto amplio, podría considerarse, por ejemplo, que los Ensayos de Montaigne son literatura. Aunque se trata de un producto excelso de la cultura, tal texto no es de orden ficticio. Puede ser considerado literatura en sentido amplio, pero no es ficción o, para usar el giro de Harold Bloom (2015), literatura de imaginación. Los Diálogos de Platón serían un caso discutible, aunque si admitimos que no contienen una fábula, también habría que descartarlos como ficción. En cualquier caso, al comparar esas dos obras con Don Quijote de la Mancha, quizá las dudas quedan despejadas. La obra de Cervantes es la ficción por excelencia, mientras que los textos de Platón y de Montaigne no cumplen con los requisitos para ser considerados literatura de imaginación.
La forma como se construye la ficción literaria, usando redes de enunciados en que unos determinan a otros, hace que en no pocas ocasiones sea difícil escindirla de la forma como discurre nuestra vida. De esta suerte, si consideramos fuera de contexto las frases que emiten los personajes, esos egos experimentales, de las obras literarias, advertiremos un innegable parecido entre ellas y las que, cotidianamente, usamos para la comunicación con nuestros vecinos. Consideremos, por ejemplo, el siguiente caso:
–Durante todo el camino –dijo Baranowicz– estuve pensando si debía decírtelo. Al fin y al cabo me da pena que te vuelvas a tu casa. Probablemente no nos volveremos a ver, y tampoco me escribirás.
–No te olvidaré –dijo Tunda.
–No prometas nada –dijo Baranowicz.
Cualquier lector, en principio, concedería de buen grado que se trata de una conversación que puede tener lugar en el curso de su vida. Después de haber compartido algún tiempo, dos personas tienen que separarse y cruzan las palabras citadas. El punto es que tal cosa tiene lugar en una novela y, por la forma como la misma está construida, el lector resulta persuadido y, en la lectura, hace como si tal conversación se hubiese producido, aunque no en términos materiales. Voy a lo siguiente: el autor de la obra de ficción, que es quien gobierna la composición de la misma, determina lo que pasa mediante una serie sucesiva de simulaciones, sin perjuicio de eventuales entendimientos divergentes del lector.
Si ahora digo que al inicio de una novela de Joseph Roth (2009, p. 10) se narran las circunstancias de Franz Tunda, teniente del ejército austriaco, que había caído en manos de los rusos en agosto de 1916 y que pudo huir gracias a los oficios de un polaco siberiano (Baranowicz), en cuya casa se albergó haciéndose pasar por hermano suyo, y que ese polaco, que vivía en el campo, y que acostumbraba ir en marzo a la ciudad, y de ella llevaba algunos periódicos, por alguna contingencia no pudo acudir en 1918 (y, por tanto, Tunda no leyó ningún periódico ese año), en la primavera de 1919 advirtió que había terminado la guerra y, al regresar y comunicárselo a su compañero, tuvo lugar el coloquio citado; si ahora digo esto, decía, el lector estará al tanto de las circunstancias de la novela en que Joseph Roth, el santo bebedor, simula realizar, a través de Tunda y Baranowicz, los mentados actos lingüísticos. Podrían imaginarse, por supuesto, contextos diferentes, como el de cualquier ciudad tranquila del siglo XXI, sin las resonancias de una guerra recién terminada, pero la conversación tuvo lugar en uno como el que acabo de describir.
Dice Searle: “No hay propiedad textual, sintáctica o semántica que permita identificar un texto como una obra de ficción. Lo que hace que una obra sea de ficción, por decirlo así, es la actitud ilocucionaria que el autor asume con respecto a ésta, y dicha actitud es una cuestión de las múltiples intenciones ilocucionarias que el autor tiene cuando la escribe o, de alguna otra forma, la compone” (1996, p. 168). Para simular, a la sazón, hay que tener la intención de hacerlo, y una cosa es hacerlo para simplemente fingir y otra muy distinta hacerlo para engañar. Que el lenguaje sea usado para simular en el primer sentido es lo que hace posibles las ficciones literarias. De esta suerte, aun cuando la trama sea de orden realista, los personajes de la novela y sus actos van a carecer de eficacia operatoria; es decir, los personajes de las obras de ficción no pueden operar en nuestras efectivas circunstancias, pese a que puedan parecerse mucho a nosotros mismos o a nuestros vecinos. Tal circunstancia, sin embargo, es irrelevante para la construcción de la ficción.
Ahora: por qué esas simulaciones persuaden a tantas personas, es un misterio que aquí no se puede resolver, pero esa simple circunstancia sugiere mucho y, justamente porque es relevante para la tesis que quiero aventurar, valdría la pena decir esto: Joseph Roth puede construir su ficción, en cierto sentido, porque, al escribir, no asume los compromisos que en una conversación efectiva, de su propia vida, tendría que asumir. Tales compromisos, en la ficción, quedan suspendidos, como suspendida ha de quedar, para recordar el giro de Coleridge, la incredulidad del lector. En efecto, pese a que Don Quijote no es un sujeto operante en las efectivas circunstancias de la vida, los lectores suspenden cualquier desconfianza en frente de lo que va contando Cervantes. De lo contrario, no dejarían de dirigir reproches al autor de la novela. Lo propio de la ficción, pues, es la no operatoriedad (G. MAESTRO, 2017): las ficciones, en estricto sentido, son la parte no operatoria de la realidad. De esta suerte, quisiera destacar que, a sabiendas de que es una simulación la que las hace posibles, las ficciones literarias se toman en serio en el curso de la lectura, sea o no Joseph Roth el autor. Sólo podemos tomarnos en serio la ficción, pues, cuando suspendemos voluntariamente nuestra incredulidad ante la misma. Tomarse en serio la ficción, por supuesto, no quiere decir que se admita la materialidad de lo narrado en ella.
En este punto, podríamos aludir a las simpáticas observaciones que ciertos lectores dirigen a los autores de novelas que, en sus escritos, traen a cuento eventos que de veras ocurrieron. En un libro, por ejemplo, se narran algunas batallas que, en efecto, se produjeron en la Historia. El autor “cambia” detalles en función de su propósito artístico, y tales alteraciones motivan los reproches de historiadores. Estos pasan por alto que están ante una narración de orden ficticio y que, por tanto, al autor no le interesaba contar con fidelidad lo ocurrido. La obra de ficción, pues, exige suspender esas prevenciones de historiador.
Si uno no considera lo que se viene exponiendo, sobre el talante de las ficciones literarias, seguramente no podrá distinguir la ficción de la mentira. Searle, en tal sentido, observa con acierto: “Lo que distingue la ficción de las mentiras es la existencia de un conjunto de convenciones particulares que le permiten al autor llevar a cabo el acto de enunciar sin tener convicción en el contenido, aun si él no tiene la intención de engañar, proceder como si realmente hiciera afirmaciones a sabiendas de que no son verdaderas” (1996, p. 170). No son mentiras, a la sazón, lo que quiero examinar. Quiero fijarme en las ficciones literarias, que suponen una forma parásita del uso “serio” del lenguaje, y, sobre todo, en la fuerza descriptiva que tienen. Tal fuerza les viene del hecho de que tocan nuestra intimidad. La literatura de imaginación se vuelve universal, justamente, porque toca la intimidad humana. No otra cosa, quizá, es lo que hace que un individuo se convierta en lector. La universalidad del poema, pues, estriba en su contacto con lo más íntimo, con lo más intestino de la humanidad. La universalidad de la literatura de imaginación no estriba en algo diferente. Quizá por eso algún escritor decía que si uno quiere ser universal, debe hablar de su aldea. Al dar con lo más recóndito del bípedo sin plumas, las ficciones totalizan. Espero que, con lo que sigue, la idea gane precisión.