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La esposa
―¡Lo que no puede ser es que por culpa de una becaria imbécil le devuelva un pagaré a mi mejor proveedor! ―dijo bombardeando de saliva la mesa del despacho―. ¡Sí, claro, si no fuera porque me tenéis pillado por los huevos te ibas a enterar tú, mamarracho de mierda! ―vociferó estampando el auricular contra la base con una violencia que casi le lesiona la muñeca.
Andrés Aguilera no solía exasperarse con facilidad. Más de treinta años dedicado a sus empresas habían contribuido a hacerle entender que cualquier situación es remediable, salvo la muerte, pues lo que hoy se manifestaba gris, probablemente mañana sería negro, pero posiblemente pasado se tornara blanco. Así de sencillo era el mundo de los negocios, una verdadera carrera de fondo.
Cuánta gente había visto crecer como la espuma para después darse el batacazo, cuánta, y cuántos amigos había visto subir y subir dentro de sus empresas, hasta quedarse con ellas, asumiendo unos riesgos a veces innecesarios.
Aún recordaba aquella mañana en que Julián fue a verle al despacho. Llevaba el signo del dólar marcado en la frente, como si de una res se tratase, los ojos se le salían de las órbitas, su mirada irradiaba una positividad y una ambición extraordinaria.
―Andrés, tengo que contarte un negocio que me ha salido. Un negocio no, un chollo.
Cuando Julián le explicó aquel negocio mantuvo el silencio durante todo el tiempo, absorto mientras escuchaba palabras repletas de números y entramados financieros que iban deslizando a su alrededor como si fuera Neo en su Matrix particular. Al final de aquella parrafada, únicamente acertó a comentar:
―Demasiado lío ―sentenció, ante la incrédula y desilusionada mirada de su interlocutor.
No pasaron seis meses antes de que aquel infeliz volviera con aquellas contenidas lágrimas en los ojos, pidiendo el último respiro para no sucumbir ante lo inevitable.
―No, Julián, no puede ser. ―Mientras alzaba la mirada para fijarla suavemente en sus ojos―. De veras que es por tu bien. Cuanto antes pares, menos deudas deberás pagar y menos vergüenza pasarás. Hazme caso ―dijo segundos antes de que Julián se levantase con una mezcla de rabia e impotencia en el rostro, yéndose sin mediar palabra.
Pero a él esta crisis no se lo llevaría por delante; no estaba dispuesto. Es más, había tomado demasiadas precauciones como para que le cogiera desprevenido. Es cierto que la crisis le afectaba de lleno, pues el fuerte de su grueso de empresas estaba dedicado al ladrillo y, por mucho que quisiese, sus ventas habían bajado mucho. De la anterior crisis del noventa y tres aprendió que había que diversificar el negocio, siguiendo aquella máxima en bolsa de no poner todos los huevos en la misma cesta.
Dentro de sus empresas había tocado el sector de la alimentación, con siete supermercados de gran tirón en el mercado minorista, sector textil, con diez tiendas de una conocida franquicia en la nación, cuatro empresas pertenecientes a la industria agroalimentaria, tres hoteles, dos agencias de viajes y la pequeña joya de la corona: sus tres huertos solares. A diferencia de otros que habían abarcado demasiado y habían fracasado en el intento, Andrés no quiso saber de todo y morir de éxito. Para cada una de las líneas de negocio contrató a los mejores directores financieros del mercado, o al menos entre los veinte mejores. A su vez, incorporó a sus filas al último gurú de los negocios de la empresa española de la última década, Xavier Ripollet, un auténtico león de los negocios. En los círculos más elitistas de la alta banca y gran empresa era famoso por sus interminables negociaciones, que preparaba con gran minuciosidad, siendo habitual empezar a primera hora de la mañana y terminar de madrugada, varias horas después de la cena, momento propicio para que sus cebos picaran hartos de tanta espera. No era muy dado a mezclar lo personal con lo profesional, siendo sus amigos contados con un dedo de la mano. Por el contrario, tanta negociación le había granjeado innumerables enemigos.
Cuando Andrés se entrevistó con Ripollet por primera vez, tuvo la sensación de ser él su entrevistado. Fue tal el complejo de inferioridad que estuvo a punto de no contratarlo. Se dijo a sí mismo: “si lo contrato se queda con mis empresas en dos días”. Tras varios días de rumia, se decidió a contratarlo. Tenía la certeza de haber tomado una sabia decisión, si bien aún no había disipado de su cabeza ciertas dudas.
Xavier entró sin llamar, como de costumbre, con la prisa marcada en la frente.
―Andrés, tenemos problemas.
―¿Qué ha pasado?
―Han asesinado a Morales.
La cara de aquel empresario curtido en mil batallas quedó totalmente paralizada, cual estatua de cera recién moldeada. Sus sentimientos, imposibles de percibir externamente, variaban entre la tristeza por el amigo fallecido, el miedo por el modo en que había muerto y la impotencia por no haber podido evitarlo.
―¿Cómo ha sido?
―Eso es lo peor ―dijo el economista, titubeando al hablar.
―Mejor no me lo cuentes.
El inspector Adánez vivía en un pequeño piso situado en la calle Sevilla. El piso contaba con todos los requisitos que él requería: amplio, con aire acondicionado y garaje. Así de sencillo se mostraba en sus preferencias para llevar una vida confortable. Si además el piso se encontraba en un barrio conflictivo mejor aún. Era de esa especie de policías que necesita tener el crimen cerca, o al menos la posibilidad de que ocurriera algún hecho delictivo a su alrededor para sentirse plenamente satisfecho. No había pasado suficiente tiempo para sentirse quemado ni para inclinarse por llevar una vida ordenada y alejada del mundanal ruido, como muchos otros compañeros que deseaban intensamente pasar a labores administrativas y disfrutar de sus familias. A veces pensaba que quizá no le atraía ese tipo de vida por no tener familia a la que amar, pero rápidamente llegaba a la conclusión de que tampoco se veía atraído por buscar esa familia.
Solo una vez estuvo a punto de pasar por la vicaría; se enamoró hasta las trancas de una camarera del Hotel don Miguel. Aún recordaba cómo babeaba con tan solo verla. La chica tenía estatura media, marcadas curvas y un cabello precioso; se quedó prendado al ir a tomar una copa. Ella vino a servirle deslizando aquellos rizos negros sobre sus hombros con una sensualidad contenida, elegante. Cuando la miraba fijamente a los ojos, grandes y marrones, como buena andaluza, se quedaba perplejo disfrutando del momento, paladeando la suerte que la vida le estaba brindando al situar su destino junto a semejante belleza.
Fue un noviazgo intenso, lleno de sensaciones y mil aventuras juntos. Durante aquellos ocho meses se olvidó por completo del trabajo, se adentró en un mundo que creía no existía. Se sintió coqueto, juguetón, cariñoso, divertido, sutil, interesante y apasionado. Exhibió lo mejor de sí mismo. Se vendió en todo momento, intentando complacer a su amada en todo lo que se le antojaba. Vivió un sueño hecho realidad. Pero ese sueño se empezó a tornar algo cansino cuando comprobó que no todo lo que estaba descubriendo bajo su coraza era maravilloso. Sintió aflorar en su estómago una punzada extraña cada vez que se sentía lejos de ella, una contracción fuerte que a veces casi le impedía caminar. El psicólogo de la comisaría le diagnosticó una fuerte ansiedad provocada por la continua sensación de que iba a perder el amor de aquella mujer. Adela jamás le había dado motivo alguno para sentir aquella preocupación tan obsesiva, pero era obvio que él no lo podía evitar.
No era especialmente guapo, pero desde luego feo tampoco. De estatura corriente, un metro y setenta y cinco centímetros, con unas facciones muy masculinas, nariz ligeramente prominente, cara definida, pelo oscuro con múltiples canas haciéndose hueco entre las sienes y un cuerpo bien cuidado a base de largas horas en el gimnasio de la comisaría.
Aquella ansiedad se fue tornando en celos que ella no comprendía. Se lo repetía una y mil veces. «Pero cómo voy a querer a nadie si te tengo a ti. ¿Qué más puedo pedir?», le susurraba insistentemente, con una ternura más propia de una madre calmando al hijo celoso del hermano que de una pareja a su amante.
Al final ocurrió lo que suele suceder en estos casos. Tanto insistió en que le iba a dejar por otro que al final fue verdad. O al menos él lo creyó así. Empezó a indagar policialmente hasta que lo averiguó con pruebas suficientemente convincentes para determinarse a acabar con aquel martirio. Cuando la dejó, Adela no daba crédito; no entendía como el hombre que había amado tan intensamente se había convertido en un paranoico obsesivo. Lloraba amargamente de impotencia. ¿Por qué tenía que ser imposible? ¿Por qué? Se gritaba mientras golpeaba con rabia la cara empapada en lágrimas contra la almohada. Alberto se convenció a sí mismo de que su vida estaba predestinada al drama y no luchó ni un ápice por aquella relación, por aquel sueño tan maravilloso que alguien le había servido en bandeja para hacerle sufrir. De nada sirvieron los consejos del psicólogo, pues estaba resuelto a no sufrir más en esta vida.
Cuando llegó al piso lo primero que hizo fue abrir la nevera y comer un trozo de queso; encendió la tele y se quitó los zapatos. Estaba extenuado, ya que había pasado todo el día interrogando a sospechosos y revisando videos de seguridad que pudieran esclarecer algo el caso que tenía entre manos. En Málaga había un alto índice de criminalidad, por lo que un asesinato en una estación de tren no debía extrañar a ningún inspector de la zona. Se sucedían con frecuencia los atracos a sucursales de entidades financieras, robos en los polígonos industriales y en las zonas del centro más transitadas por los turistas. También era territorio abonado para el atraco en estaciones de trenes, autobuses, aeropuerto y paradas de taxis. Los homicidios, generalmente, venían precedidos de un robo en el que al ladrón se le iba la mano a la hora de amedrentar o en la que el atracado exhibía mayor valentía de la aconsejada, quizá azuzado por la ebriedad. Otras veces había asistido a varias muertes en la misma escena, como resultado de una reyerta entre bandas de adolescentes descarriados. Lo que más le intrigaba de este asesinato era la extraña forma de cometerse. En primer lugar, a priori, el móvil no había sido el robo. Fue cometido con una prostituta presente, a la que había dormido y tapado la cara con una bolsa que no se había molestado en hacer desaparecer. Todo ocurrió en una estación de ferrocarril. A pesar de que el primer tren salía a las siete de la mañana, y el crimen se produjo alrededor de las cuatro, existía una alta probabilidad de que algún trabajador de RENFE rondase por allí, por no hablar de las cámaras de vigilancia, apostadas en la parte interior, frente a las taquillas de expedición de billetes. Pero lo peor de todo fue el ensañamiento con el que había sido perpetrada aquella matanza. Le daba náuseas tan solo de recordarlo. Había dejado el cuerpo posicionado en forma de cruz, con los brazos abiertos de par en par. El hombre fue rajado verticalmente en canal desde veinte centímetros por debajo de la nuez hasta el ombligo, y horizontalmente desde un pezón al otro. No contento con aquella atrocidad, había hurgado bajo aquellas hendiduras, dejando esparcidos por doquier diversos trozos de estómago y vísceras.
Al menos Adánez se consolaba con el hecho de que ya se encontraba muerto de un balazo cuando quien quiera que fuese se había dedicado a jugar a forense con aquel infeliz. Aquello le tranquilizaba a la par que le intrigaba. ¿Por qué aquel ensañamiento gratuito? ¿Qué podía llevar a una mente a cometer aquel acto tan desviado de la razón? Por último, lo que más le inquietó, fue una marca hecha con cuchillo en el centro de la frente. Una marca que jamás había visto en su vida.
La comisaría central se hallaba situada al final de la Avenida de Andalucía, la arteria principal de Málaga. El edificio consistía en un moderno entramado rectangular de múltiples departamentos, divididos en cuatro plantas y coronados por un helipuerto en su azotea. El departamento de inspección criminal estaba situado en el ala oeste del edificio y compuesto por seis despachos de tamaño medio caracterizados por un nivel de desorden general elevado, a excepción del despacho del inspector Villanueva, hombre más preocupado de la pulcritud y el orden que del contenido almacenado, según opinión del resto de inspectores.
El despacho de Adánez no constituía una excepción de la regla general. Constaba de una mesa de trabajo con dos baldas de documentos situadas en cada esquina inferior, así como varios montones de expedientes en las esquinas superiores de la mesa, dejando un espacio libre en la franja central. Detrás de la mesa, un armario repleto de archivadores de distintos colores. Entre el armario y la mesa de trabajo, una mesa pequeña donde se apoyaba un ordenador de pantalla plana, con múltiples notas adhesivas fluorescentes pegadas en los bordes.
Cuando Alba Carreter llamó a la puerta, el inspector hablaba por teléfono con el fiscal. Alzó el dedo en señal de espera y le hizo gestos de que entrase, al tiempo que colgaba el teléfono.
―¿Qué se le ofrece?
―Hola, soy Alba Carreter, mujer de Hugo Morales.
―Ah, sí, siéntese por favor. ¿Cómo se encuentra?
―Pues… que quiere usted que le diga… ―balbució mientras se sentaba con los ojos lagrimosos.
―Bueno, intentaremos que esto sea lo más breve posible. No obstante, cuando quiera tomarse un descanso me lo dice.
―De acuerdo. Bueno, en primer lugar, me gustaría saber cómo ha sucedido.
―Si le parece, usted contésteme a las preguntas que yo le vaya haciendo y después le informaremos de todo lo concerniente a la muerte de su marido que le pueda ser comunicado ―dijo con un tono entre severo y condescendiente―. En primer lugar, me gustaría saber si su marido tenía algún enemigo declarado.
―No que yo sepa. Era una persona bastante afable.
―¿Le había notado algún cambio de actitud las últimas semanas?
―Mi marido tenía épocas con menos trabajo y otras con más trabajo. Últimamente tenía mucho, hasta el punto de que se quedaba cenando y llegaba muy tarde.
―¿Sabe en qué estaba trabajando?
―Bueno… él era contable del grupo de empresas Aguilera… no sé si habrá usted hablado con ellos… pero desde luego ellos deben saber lo que hacía.
―Sí, gracias. ¿Sabe si cuando se quedaba a trabajar se quedaba siempre en la oficina?
―Eh… ¿a qué se refiere? sí, claro… bueno, nunca he dudado de mi marido. ―La duda se reflejó nítidamente en la cara de aquella mujer desolada.
―Señora, ¿cuál era su círculo de amistades más asiduo?
―Bueno, aparte de mi hermano y mi cuñada, con quienes solíamos salir una o dos veces al mes, no quedábamos con demasiados amigos… bueno sí, con mi amiga Ester y su marido, esporádicamente y, ahora que lo dice, este último mes hemos salido varias veces con su jefe a cenar.
―¿Con el señor Aguilera? ―preguntó Adánez con cierto escepticismo.
―No, que va, Xavier… Ripoll… Xavier Ripollet, era su jefe directo, un tipo bastante encantador.
―De acuerdo. Y en su casa, ¿ha notado algún elemento raro últimamente?
―No.
―Llamadas extrañas, algún patrón de conducta diferente a lo habitual, algún mensaje de alguien desconocido… no sé… algo diferente.
―Lo lamento, créame que me gustaría ayudarle más que nada en el mundo, pero no he observado ninguna actitud diferente de lo normal, aparte de su obcecación con el trabajo, pero nada fuera de lo común.
―Muchas gracias. Hemos terminado.
―Pero…
―Señora, estamos investigando y aún no tenemos ninguna certeza de nada, por lo que no estoy autorizado a revelarle ninguna información. En cuanto se me autorice, esté tranquila que será la primera en saber qué ha sucedido.
Cuando Alba Carreter cruzó la puerta de la comisaría, una ráfaga de realidad le abofeteó la cara. Caminó sonámbula a plena luz del día sin reparar en los viandantes. De vez en cuando percibía alguna mirada de curiosidad ante las finas lágrimas que le caían por su mejilla. ¿Por qué tenía que ser la vida tan complicada? Se repetía sin cesar. No daba tregua. Su marido no había sido el mejor marido del mundo, pero tampoco el peor. Era cierto que tenía sus defectos, cómo no, pero también poseía una serie de virtudes que ella consideraba indispensables. Se atragantaba solo de pensar en no poder contar con su apoyo día a día. ¿Qué iba a ser de ella?
Caminaba con mucha dificultad, ya que el pecho le oprimía a cada pequeño paso que daba. Mientras lloraba, una mueca de felicidad asomó a su rostro. Lo estaba viendo como si fuera ayer, en el recreo del instituto, con esa melenita bien medida de chico malo, pero aseado. Irradiaba un magnetismo que no pasó inadvertido para aquella jovenzuela. Poco o nada le disuadieron sus constantes escarceos con las drogas, pues, a pesar de que no era una afición santa de su devoción, había pocos jóvenes del instituto que no hubieran consumido alguna vez cannabis. Como un buen melillense, no le faltaba nunca marihuana para echarse un porro a la boca. Aunque pronto Alba serenó a aquel joven que, a la vez que derrochaba optimismo, escondía una triste historia de pobreza y marginalidad bajo su coraza. Su trabajo le costó, pues no se corrige tan fácilmente a un chico educado en uno de los barrios más conflictivos de Melilla. Cuando, al poco de conocerlo, le explicó el cuidado que debía mantener con según qué personajes se paseaban por su ciudad, se quedó boquiabierta. Siendo un crío, durante la feria, por mirar directamente a los ojos a un energúmeno de su barrio, le pusieron un cigarro a escasos dos centímetros del ojo derecho, hasta que un hombre mayor que estaba viendo la escena impidió la tragedia. En consecuencia, las gamberradas que Hugo cometió con posterioridad podían considerarse peccata minuta.
Uno de los momentos culminantes, en el que Alba estuvo a punto de tirar la toalla, fue aquella vez que Hugo destrozó los retretes del instituto con una gigante traca de petardos enormes. El estallido retumbó en todo el instituto y en los edificios adyacentes. A raíz de ello, una larga expulsión del instituto y un mote que le acompañaría siempre, Traku. El ultimátum que su chica le puso sobre la mesa acabó por enderezarle, hasta el punto de convertirse en un hombre de provecho.
Mientras soñaba despierta con encontrar a su marido esperándole con una sonrisa, Alba alcanzó la puerta del edificio de su casa con vacilación, sin atinar con la llave del portal. Residía en la zona de Torre Atalaya, un enjambre de construcciones modernas de pisos situados a las afueras, un barrio relativamente nuevo donde preponderaba la gente de clase media-alta. Alba y su marido vivían en un tercero, pero por temor a encontrarse en silencio ante la mirada de algún vecino durante los escasos treinta segundos que duraba la subida del ascensor, se decantó por subir por las escaleras, haciendo de tripas corazón con el dolor que le afligía.
A la altura del segundo hubo de apartarse para dejar pasar a un hombre que bajaba a gran velocidad. De nuevo se peleó con el manojo de llaves hasta dar con la correcta. Nada más atravesar el umbral de la estancia, se dio cuenta de que algo iba mal.
El piso estaba totalmente revuelto, con todo manga por hombro. A la izquierda, en el salón, todos los estantes del armario del comedor limpios, con su contenido esparcido por el suelo, en donde también estaban los cojines del sofá. Antes de dedicar más tiempo a revisar qué faltaba, fue directa al teléfono, descolgó el auricular y marcó el número del inspector Adánez.
―Adánez al habla.
―Inspector, soy Alba Carreter ―dijo medio sollozando―. Alguien ha desvalijado mi piso.
―Mierda, ¿sabe si se han llevado algo de valor?
―No me ha dado tiempo a comprobarlo, pero puedo decirle con total seguridad que no ha sido un robo común.
―¿Cómo puede saberlo con tanta seguridad?
―Inspector, nada más que en este salón hay aparatos informáticos de gran valor y todo está en su lugar.
―De acuerdo, ¿ha visto a alguien raro a lo largo del día de hoy? ¿Alguien que no fuera vecino?
―No, nadie. Aunque… espere, ahora que lo dice…aggggggg.
―¡Señora Carreter! ¡Alba!
Era la segunda vez en menos de veinticuatro horas que esa mujer le dejaba con la palabra en la boca. Lamentablemente, ni se lo tendría en cuenta ni sería capaz de reprochárselo nunca.