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La anciana del Café Central



La mañana había amanecido soleada y con una temperatura muy agradable. Nada hacía presagiar que los acontecimientos desembocarían en otro asesinato. Los ardores que le habían acompañado durante la noche ya no se marcharían. Adánez reunió al grupo de homicidios para organizar una investigación que se empezaba a complicar. Normalmente, no era muy amigo de grandes dispendios ni excesiva utilización de recursos. Cualquiera del grupo al que se le encargara el caso bastaba para resolver la mayoría de homicidios que se presentaban, si bien este asunto estaba tomando un cariz diferente. No le gustó nada no poder vislumbrar un móvil del asesinato del contable, un robo hubiera sido lo lógico, aunque pudiera ser que la puta no viese que realmente le robaron porque tuviera más dinero escondido. En cualquier caso, no era un robo. Alguien que roba no se molesta en ensañarse tanto. Había una especial brutalidad en el modus operandi que tendía más a la venganza, un ajuste de cuentas. ¿Por qué? ¿Qué estaba escondiendo la aparente vida normal y rutinaria del contable? Debía descubrirlo. En menos de veinticuatro horas, la inocente esposa era asesinada por la misma persona, o eso suponía.

Cuando entró junto con Tomás Gallego en la escena del crimen, ambos vieron rápidamente que el homicida había estado buscando algo. De nuevo el robo parecía lo más plausible pero, en este caso, sería imposible determinar si se habían llevado algo, aunque ya en su última conversación la difunta le dejó claro al inspector que no había sido un robo al uso. Efectivamente, todos los objetos de valor de la vivienda estaban en su sitio, así como al poco tiempo comprobaron que la caja fuerte estaba intacta. El asesino había estado buscando algo. ¿El qué? Averiguarlo era su cometido.

A Tomás Gallego se le conocía en el cuerpo por Vualá, alias que aludía a su especial manera de celebrar sus descubrimientos. Era un personaje excéntrico y muy metódico, algo introvertido y poco sociable. Parecía gustarle más relacionarse con los datos y las pruebas que con las personas, todo ello a pesar de ser relativamente joven, pues contaba treinta y seis años. De figura delgada, piel morena, pelo oscuro, cara angulosa, nariz aquilina, ojos con rasgos hindúes y mirada penetrante. Realmente era un experto descifrando los escenarios de un crimen. En este caso lo tenía muy claro.

―Alberto, no tiene mucha historia el asunto. El asesino entró, revolvió todo el piso buscando lo que fuera, no lo encontró y esperó a que apareciera la mujer para preguntárselo. Ante su negativa la estranguló con el cable del teléfono.

―Se te olvida un pequeño matiz, el hecho de que yo estuviera hablando con ella justo cuando la asesinaron y de que no le diera tiempo a preguntarle nada.

―Tienes razón ―espetó Gallego llevándose la mano a la barbilla―. Aunque pudiera ser que escuchases como le atragantaba con el cable del teléfono, pero eso no quiere decir que la matase en ese momento. Pudo darle tiempo a preguntarle por lo que buscaba.

―Es posible, veremos que dice el forense en cuanto a los tiempos.


Pasaban pocos minutos de las cinco y Javier aún yacía babeando sobre el sofá, roncando una sonata al compás de un documental de La 2 que versaba sobre el Serengeti. De pronto sonó esa deliciosa melodía de Shakira que tanto le gustaba, pero que en aquel preciso instante odió profundamente. Alzó el brazo de forma mecánica, casi sin abrir los ojos, para distinguir, no sin ciertos problemas, a leer en la pantalla del móvil la palabra “canijo”.

“Canijo”, para un malagueño de pro, podía ser cualquiera de sus amigos, pues en la jerga popular era una palabra muy utilizada. En este caso canijo hacía referencia a Roberto, o “Robert”, como solía llamarlo, acortando el nombre con aires anglosajones, influenciado por las series y películas norteamericanas que había devorado a lo largo de su vida. No tenía ninguna gana de coger el teléfono, pero sabía que si no lo hacía sería tildado por su grupo de rajado. La tarde anterior habían dejado un campeonato del Pro Evolution Soccer a medio terminar, en semifinales ni más ni menos, y no unas semifinales cualesquiera. Estaban en liza Brasil, Argentina, Italia y España. Javier jugaba por España, algo retocada en las características técnicas del equipo, Robert por Brasil, David por Argentina y Curro por Italia. El favorito en las apuestas era Curro, un hombre pegado a un mando de PlayStation. Javier descolgó y contestó de mala gana.

―¿Qué quieres pesado?

―Tú qué crees. Vamos para ya.

―Vale, pero terminamos la partida y os piráis que tengo cosas que hacer.

―Bueno, pero nos pondrás algo de picar por lo menos, ¿no?

―Algo os pondré.

Acto seguido, sabedor de que mientras Robert recogía a los otros dos tardaría al menos media hora en llegar, bajó el volumen de la tele todavía más y se recostó de nuevo sobre el sofá para aprovechar los últimos coletazos de siesta.

Javier se consideraba un joven muy normal. Le gustaba salir de marcha, jugar a los videojuegos con sus amigos, chatear por Internet y navegar buscando los archivos y las noticias más insólitas que descargar. Prefería el deporte de salón y mando a distancia que el ejercitado directamente, aunque a veces echaba una pachanguita al fútbol con los amigos. Tenía una auténtica relación amor odio con sus amigos, pero en el fondo los adoraba. Su adoración no iba más allá de la propia dependencia de un joven para con su grupo de amigos. Javier se sentía muy atraído por las mujeres, y en especial por todas aquellas que no fuesen su novia, Anahid, la única a la que amaba con todo el amor inmaduro propio de su juventud. Se habían conocido con tan solo diez años. Aún recordaba aquella mañana de domingo en la que el señor Boani, como todos los domingos, acudió a la cafetería central a desayunar junto con toda su familia. Javier acompañaba a su madre los fines de semana a la cafetería donde trabajaba, ya que esta no tenía con quien dejarle.

Javier había nacido en Almendralejo en el seno de una familia no muy bien avenida. Desde que era un crío pudo percibir que las conversaciones entre sus padres no eran las habituales que escuchaba cuando visitaba las casas de sus amigos. Su padre trabajaba recogiendo la basura. Se levantaba de noche y cuando volvía, al alba, su madre se disponía para entrar en el primer turno de la cafetería. Sus progenitores casi no se cruzaban. Los días laborables prácticamente no veía a su padre, únicamente para cenar, pues cuando volvía del colegio se encontraba dormido. Los fines de semana eran especialmente agrios. Su padre, como casi todos los días, llegaba tras haber rondado todos los bares de la ruta de contenedores, alcanzando una ebriedad considerable. Su madre, sabedora del nivel etílico del marido, procuraba evitarlo para no tener problemas. Pero evitarlo era imposible. Aquel hombre la buscaba con la agresividad propia de la bebida y de la gran falta de amor de aquellas cuatro paredes. Siempre había alguna chispa que encendía la llama, la tontería más inimaginable, pero el hecho es que la llama siempre prendía. La discusión comenzaba y los gritos iban “in crescendo”, hasta el punto de empezar los golpes. Casi siempre él la cogía primero de los hombros, o del cuello, zarandeándola sin ánimo de golpear. Cuando ella se intentaba desasir de aquel blocaje, pues aquellos agarrones le provocaban dolorosos moratones, él le propinaba una bofetada, para comprobar la capacidad de reacción de su dominada. Como la madre se pusiera más brava, entonces los golpes se hacían más duros, hasta el extremo de cerrar el puño. Aquel vil necesitaba poseer y dominar, no quedándose tranquilo hasta comprobar que la fierecilla estaba domada.

Los viernes, cuando Javier se despedía de sus amigos en el colegio, se le iba cambiando la cara. Intuía, con la intuición propia e inocente que puede tener un niño, que su madre no lo pasaba bien durante la semana. Pero jamás podía imaginar que casi todos los días de su vida eran iguales. Para él los sábados y los domingos suponían una auténtica pesadilla. Rezaba con todas sus fuerzas para que las horas volasen. Cuando empezaban los gritos se iba corriendo a su cuarto y se encerraba apretando sus párpados fuertemente, casi estrujándose las sienes con sus manos. A veces, veía como se abría la puerta y aquel infeliz demonio se abalanzaba sobre él con gran violencia. En ese momento se interponía su madre, salvadora, para pasar a ser ella de nuevo el centro de aquellos insaciables ataques.

Una madrugada, sobre las seis, su madre abrió la puerta suavemente y lo despertó. Le dijo con toda la tranquilidad y la sutileza que pudo.

―Cariño, levántate que nos vamos.

―¿A dónde?

―A un sitio maravilloso donde vamos a vivir muy felices tú y yo.

―¿Y papá?

―Papá tiene que quedarse aquí por su trabajo.

Aquel pequeño niño de tan solo ocho años sabía que su madre le estaba mintiendo, y sabía que no debía preguntar más. Se levantó y se dispuso a hacer la maleta. Tres días más tarde, llegaron a Málaga, donde esperaba no volver a sufrir los fines de semana.

Los fines de semana, como no había colegio, Javier acompañaba a su madre a su trabajo, camarera en la cafetería Central. En aquella cafetería siempre encontraba algo con que jugar. Era una de las cafeterías más típicas de Málaga. Combinaba el sabor antiguo de un local que había envejecido sin ningún lavado de cara digno de mención con el encanto de su terraza, dispuesta en plena plaza de la Constitución, donde terminaba la calle Larios, la calle con más solera y más transitada de Málaga. En su terraza se habían sentado desde el turista cansado hasta el artista bohemio buscando dosis de realidad. Comoquiera que aquella calle siempre estaba repleta de familias paseando, nunca faltaba algún niño con el que jugar. De vez en cuando conseguía que su madre le perdiese de vista y se adentraba por el Pasaje Chinitas, un pasaje para él maravilloso, con puertas en forma de arco, vestigios de antepasados árabes.

Una mañana venía de la calle Larios, donde había estado mirando absorto varios escaparates de tiendas de moda y, como cada vez que volvía de una escapada, se paró en el que más le gustaba, el de una joyería inundada de relojes situada a escasos veinte metros de la cafetería. Podía pasarse horas contemplando aquellos pequeños prodigios de la ingeniería. Los había de todas las formas y colores. Los que más le gustaban eran los Sanyo deportivos, con cuantas más esferas y contadores mejor. Estaba observando un reloj nuevo que habían traído hacía pocos días, cuando la vio entrar. Iba de la mano de la que parecía ser su madre, una mujer de unos cincuenta años muy bien vestida y con aires orientales. Era la niña más preciosa que jamás había visto. Tenía una piel demasiado morena para ser española. Javier no sabía mucho de geografía, pero sí sabía que ese moreno que esa niña lucía no provenía de tomar el sol en la playa. Lucía un pelo muy oscuro, liso, de un color negro azabache, unos ojos grandes y redondos con las pupilas de color marrón muy intenso. La boca fue lo que más le impresionó, de unos labios carnosos, sin ser demasiado grandes, adornados por una dentadura literalmente perfecta, con dientes blancos como la leche.

Estuvieron aquellas dos damas largo rato hablando con el dependiente hasta que compraron lo que a Javier le pareció eran unos pendientes de plata. Salieron del local y la niña, dándose cuenta de que aquel jovenzuelo no le había quitado ojo de encima, le dedicó la mejor de sus sonrisas, como la princesa que sonríe saludando condescendiente para con la plebe. Cuál no fue la sorpresa de Javier cuando contempló metros atrás como madre e hija fueron a dar con sus cuerpos en los asientos de una gran mesa situada en la terraza del café. La vida de Javier viró radicalmente. Pasó de odiar los viernes y traumatizarse cada vez que llegaba el fin de semana, a desear con todas sus fuerzas que asomase, contando los días y las horas, hasta que aterrizase el domingo para ver a aquella pequeña princesita.

Uno de aquellos domingos Javier se encontraba hablando con Carmen, una maravillosa anciana ciega que se encontraba siempre sentada en los servicios de la cafetería cobrando el ínfimo canon a los clientes por entrar a los servicios a utilizarlos. Esta cafetería era la única, probablemente, de Málaga donde se cobraba por entrar al aseo. Aquella tradición, muy típica en Francia, no se había instaurado en Málaga. Carmen solía contarle historias de su juventud mezcladas con dosis de fantasía que sabía que a los niños les encantaban. Javier disfrutaba escuchando a aquella anciana que podía ser su abuela explicando cuánta hambre había pasado en la posguerra, qué fue de aquel amor al cual le perdió la pista durante la guerra civil o cualquier otra vicisitud que le hubiera acontecido.

Enfrascada en una de aquellas fábulas con moralejas aleccionadoras para aquel chico estaba, cuando apareció aquella niña preciosa. Se apostó junto a Javier y se dispuso a escuchar. Allí empezó una maravillosa historia de amor entre dos chiquillos que, sin tener nada en común, fueron conociéndose al albur de las narraciones de aquella carismática anciana. Pasaron los años y fueron creciendo entre juegos, en los que hacían de detectives siguiendo los pasos de sus ídolos: Los cinco, de Enyd Blyton. Iban descubriendo auténticas conspiraciones mafiosas de casi todos los comerciantes de Calle Larios, no sin olvidarse de las callejuelas paralelas. Una de esas mañanas, con catorce años de edad, fue Javier quien le declaró su amor. Era un tema que ambos sabían, pero que nunca habían tocado, salvo alguna mañana años atrás en que habían jugado a los matrimonios. Desde entonces, fueron inseparables.

El despertar del vencejo

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