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Prólogo Carlos Skliar* LAS DESVENTURAS DE LA ESCRITURA
ОглавлениеI. La cuestión es la escritura. Lo que ya sabemos y lo que no sabemos. Lo que se da por sentado y lo que nunca se reduce a una lógica previa. La escritura en medio de la educación, como si fuera evidente, como si jamás lo fuera. Las prácticas entendidas como naturales, el artificio de la lengua. Pedir escritura, obtener copias. Enfatizar la importancia de lo escrito, preferir no hacerlo. Predicar sin demasiados ejemplos a la vista. La escritura compartida, la intimidad no revelada.
Escribir y leer se han vuelto acciones –y sensaciones y ejercicios y gestos– tan evidentes, que ya parece no haber margen para volver a pensarlo: didácticas, buenas prácticas, planes nacionales, bibliotecas, cuadernos, pizarras, computadoras, libros, partes de libros, apuntes, párrafos. De pequeñísimos a grandotes. Desde casi el nacimiento hasta la hora de la despedida. Todo parece recubrirse de escritura y de lectura. Y sin embargo: ¿se trata de un envoltorio ya rasgado o de una forma de comunidad?
En términos educativos es difícil, sino imposible, separar cierta moralidad de lo útil, de lo necesario, lo imprescindible, lo esporádico. En términos culturales también lo es. Quizá se trate de adivinar algo de estos tiempos: discernir entre lo actual, la novedad, lo novedoso y lo contemporáneo. En cuestiones educativas parece que siempre vamos detrás de la novedad y lo novedoso; que no coincidimos en definir lo actual –por lo singular, lo contingente, lo rugoso–; que lo contemporáneo sólo aparece como un campo de batallas. ¿Cómo poner la escritura en medio? ¿Qué escrituras? ¿Sólo las aquí y ahora presentes, las breves, las que responden a demandas, las que relacionan la escritura con el trabajo y no con la creación o con la singularidad o con la subjetividad o con la intimidad?
Educar es poner en medio. Poner la escritura en medio es pensar otra cosa distinta al registro, el archivo, la devolución irrestricta de lo aprendido, la escritura como código cerrado de la evaluación. No parece ser útil ni cortés apenas sostener las imágenes de copistas medievales, de escribientes de convento o de escribidores de ocasión. Hay algo más. ¿Pero qué, exactamente?
Voy a alejarme unos pasos de este libro para presentarlo, luego, como se lo merece.
La escritura ya no es lo que era. Lo que no está ni mal ni bien. Sólo se trata de preguntarse si aún vale la pena darle algunas vueltas a qué era la escritura que ahora no es, a qué es esa escritura que ahora está, a qué hacer entre las escrituras. Lo que estaría mal sería encogerse de hombros en señal de que “así son las cosas”. Lo que estaría bien es sería declinar de la idea de que sin escritura nos transformamos en animales dóciles, o en humanos aberrantes, incompletos. Ya sabemos lo que provoca la domesticación a través del lenguaje como estandarte, como bandera.
Una de las preguntas que, creo, valen la pena hacerse es aquella del humanismo vinculado a la escritura –y, claro está, también en relación a la lectura–. Esa pregunta encuentra aquí –por cierto fuertemente inspirada por algunas ideas del filósofo Peter Sloterdïjk– dos direcciones posibles: 1) la vaga noción de cofradía o de comunidad o de amistad que la escritura produce; 2) la aún más sólida afirmación de la escritura como norma. Ambas ideas provienen, en efecto, de la historia del humanismo, pero en diferentes tiempos. En primer lugar podríamos identificar –sin igualar– la historia del humanismo con la historia de la escritura: la escritura como una suerte de carta universal que va pasando de generación en generación gracias a un pacto íntimo y secreto entre emisarios y destinatarios, originales y copias, un vínculo férreo para poder ir más lejos, para no encerrarse, para poder realizar travesías propias y ajenas. Una travesía de ese porte suponía –supone– tanto al escritor como al lector. Y esa es la principal virtud de una amistad que durará siglos. Hay en esta apreciación un eco de aquel Nietzsche que buscaba transformar el amor al prójimo –ese amor tan inmediato, tan religioso, tan mezquino– en un amor por vidas ajenas, lejanas, desconocidas. Y esa transformación nos era dada gracias a la escritura. La escritura, entonces, como invitación a ir más allá de uno mismo, a salirse, a quitarse la propia modorra, un convite –hecho con gentileza y cuidado– para abandonar el relato repetido, la identidad del uno como centro de gravedad y como centro del universo. La imagen es conocida y aún así no deja de ser curiosa y amable: un fantasma comunitario –escribe Sloterdïjk– está en la base de todos los humanismos, una suerte de sociedad literaria devota e inspirada, en fin, una comunión en armonía.
Permanezcamos un poco más en esta imagen, busquemos su contra-cara, o la revelación de un anverso. Antes, mucho antes de la llegada de eso que hoy llamamos –no sin cierta levedad– el Estado, o mejor aún, el Estado nacional, como dice Sloterdïjk, saber leer supondría: “algo así como ser miembro de una elite envuelta en un halo de misterio. En otro tiempo, los conocimientos de gramática se consideraban en muchos lugares como el emblema por antonomasia de la magia. De hecho ya en el inglés medieval se derivó de la palabra gramar, el glamour; a aquel que sabe leer y escribir, también otras cosas imposibles le resultarán sencillas. Los humanizados no son en principio más que la secta de los alfabetizados, y al igual que en otras muchas sectas, también en ésta se ponen de manifiesto proyectos expansionistas y universalistas”.
Subrayemos algunas palabras de este fragmento, por ejemplo: elite, misterio, magia, glamour, secta. Es inmediata la sensación de un mundo partido, quebrado o dividido en función o en virtud o en el privilegio de la escritura y la lectura. Lo que no hace más que devolvernos a la creencia platónica de una sociedad en la cual todos los hombres son animales, lo que no deja de ser cierto, pero algunos de los cuales crían a los otros y los otros serán, siempre, los criados o, dicho de otro modo: los animales que leen y escriben educan a los animales que no lo hacen.
Al alcance de la mano, lo que sigue: el humanismo de los siglos XIX y XX se hizo pragmático, el pragmatismo induce a lo programático y esa sociedad sectaria, mágica, creció hasta volverse en norma para la sociedad política: “A partir de ahí –continúa el filósofo mencionado– los pueblos se organizaron a modo de asociaciones alfabetizadas de amistad forzosa, unidas bajo juramento a un canon de lectura vinculante en cada espacio nacional.¿Qué otra cosa son las naciones modernas sino eficaces ficciones de públicos lectores que, a través de unas mismas lecturas, se han convertido en asociaciones de amigos que congenian?”. Ese humanismo, el humanismo de Estado es el origen de la imposición de la lectura y la escritura obligatoria: los clásicos, el canon, el valor universal de los textos nacionales.
Ya tendríamos a disposición algunos argumentos para desentrañar tanto la vertiginosa actualidad de la escritura como una insistente impotencia. Las ideas del humanismo ya no pueden contra la época actual; no pueden, no tienen lugar, no caben, son anacrónicas. En buena medida porque también la escritura y la lectura se han transformado en mercancías y ya no requieren de lectores o escritores amables o amigos, sino de consumidores. Pero no voy a insistir en ello.
Todo se ha sobrevalorado: la literatura, los textos y el espíritu nacionales, la escritura, la lectura. El mundo ya no está organizado por una sociedad ilusoria construida epistolarmente. Ya nadie cree en la docilidad o en la domesticación de la lectura. Ya nadie hablaría de las buenas lecturas o de las escrituras correctas. Inclusive decir que algo está bien escrito resulta más bien una sorpresa que un evidente eufemismo. La candidez no es de estos tiempos. Sabemos demasiado, estamos rodeados de especialistas que miran cómo se escribe, para qué se escribe, qué se escribe, cómo habría que hacerlo.
No reniego de los estudios que se hacen. Inclusive éste que prologo podría ser un bello ejemplo del bien investigar para sostener lo que no sabemos. En todo caso no abandona las preguntas fundamentales que Sloterdïjk nos deja: “¿Qué amansará al ser humano, si fracasa el humanismo como escuela de domesticación del hombre? Qué amansará al ser humano, si hasta sus esfuerzos para auto-domesticarse a lo único que en realidad y sobre le han llevado es a la conquista del poder sobre todo lo existente? ¿Qué amansará al ser humano, si después de todos los experimentos que se han hecho con la educación del género humano, sigue siendo incierto a quién o a qué educa y para qué, el educador? ¿O es que la pregunta por el cuidado y el modelado del hombre ya no se puede plantear de manera competente en el marco de unas simples teorías de la domesticación y de la educación?”.
Lo único que podríamos responder a este incesante cuestionamiento del filósofo es, precaria y provisionalmente: todavía la escritura y la lectura pueden considerarse como potencias educadoras, pero de un modo mucho más modesto de lo que se ha pensado hasta ahora. Y es modesto porque aún en su potencia deviene poder, selección, norma.
II. Necesito regresar al libro que prologo y lo haré por otro sitio, por otras edades, por otras sensaciones. Una pequeña historia, una historia mínima, si se quiere:
La niña mira a su madre mientras lee. La mira y murmura frases para sí misma. Todo está quieto ahora, en suspenso, como si un largo día no fuera otra cosa que un fin de tarde que nunca desaparece. Cuando la madre hace una pausa, la niña se le acerca y pregunta, con voz de secreto: “Mami: ¿qué estás haciendo?”. “Leyendo”, responde la madre. La niña insiste: “¿Qué es leyendo?”. La madre le muestra el libro a la niña y dice: “¿Ves? Aquí hay historias que todavía no conocemos. Hay que buscarlas. Eso es estar leyendo”. La niña se queda quieta y mientras acaricia el brazo de su madre, le pregunta: “¿Pero: leyendo es en las partes blancas o en las partes negras?”.
Voy a servirme de esta viñeta, para sugerir, indicar, apuntar una pregunta crucial, aunque parezca mal escrita: ¿Qué es escribiendo? Nótese que se trata de una pregunta del todo diferente a aquella de: ¿qué es escribir?, y también de aquella de: ¿qué es la escritura? Sobre ello ya tenemos suficiente información, aún cuando sea ambigua y contradictoria y debamos distinguir, todavía, entre la racionalidad pedagógica y la racionalidad literaria. Sobre esto último volveré a insistir más adelante. Me parece que este libro –que alerta ya desde el comienzo no tratar sobre la escritura, sino sobre el escribir– le da a esa pregunta, así, con la voz en gerundio, una dimensión particular, un estatuto diverso. ¿Qué puede significar escribiendo, qué es estar escribiendo, para estudiantes y profesores en medio de prácticas de transmisión de saberes, valores, conocimientos, materias?
Habrá que buscarle el sentido o el sinsentido a unas prácticas que se sirven de la escritura como lenguaje de formación y que transitan por el escabroso territorio que recorre un laberinto entre la experiencia y la técnica, entre la apropiación y la responsabilidad, entre los compromisos y los deseos.
No hay nada claro al respecto. Lo que sabemos es que se pide la escritura, que es un pedido. Ya sea para relatar lo propio como para responder por un texto ajeno; ya sea para comentar o para definir; ya sea para elaborar como para puntualizar.
No puede dejar de sorprendernos, aún en su aparente habitualidad, esa relación entre escritura y petición. Por varios motivos: en principio porque ello sugiere que lo escrito tiene sólo un valor de respuesta; enseguida, porque me da la sensación que –de ser en efecto una respuesta, o de tener apenas esa propiedad– no sabemos a qué con exactitud –¿a una pregunta escrita, o un texto leído, a un saber entregado, a una información solicitada, a una necesidad de completar una tarde, al puro y fresco deseo de que alguien se exprese con “propiedad”?; y por último: porque si la escritura fuese reducida a un mecanismo de intercambio estrecho, quedaría confinada al ejercicio de su corrección o de su adecuación y, por lo tanto, a la lógica de lo que es apropiado o inapropiado.
Este libro nos ofrece una indicación que no deja de ser inquietante: en esas prácticas la escritura ocurre como devolución de lo leído, y lo leído es, muchas veces el apunte tomado en clase. Y he aquí una posible segunda derivación.
La escritura es petición, sí, pero también es reflejo del dominio o no, de la capacidad o no, de la diversidad o no, de las prácticas de escritura. En este sentido: ¿cómo valorar lo que se ha pedido? No queda más remedio, pareciera, que someterlo todo a la ecuación de lo mal o bien escrito, de lo correcto o incorrecto: el zoológico de los que cometen errores y la jauría de los correctores. ¿Pero dónde estaba, donde había quedado, lo que se ofrece, lo que se da y no tanto lo que se peticiona y evalúa? Quizá sea ésta una tercera derivación.
La escritura es petición, la escritura es constatación, pero también es la sombra o el contorno o la superficie de aquello que se ha entregado. Esa escritura pedida y evaluada no habla tanto de la escritura en sí como de la enseñanza, lo que hace tomar a este análisis una dirección completamente diferente. Es verdad: puedo comenzar por los textos escritos por los demás: compadecerme, incomodarme, asustarme, dar por sentada que así es, irremediablemente, la producción de esta época. Lo que deberíamos hacer, me parece, es no omitirnos. No omitirnos del punto de partida: el modo en que nos relacionamos nosotros mismos con la lectura y la escritura. Pero: ¿en qué consistiría esa omisión? En verdad son muchas omisiones, ninguna de las cuales debe entenderse como acusación sin motivos: nuestra lectura cada vez más escasa, cada vez menos literaria y más mediática; los pactos cotidianos en torno a la brevedad y la fragmentación o reducción de los textos que se ponen juego en las prácticas institucionales; el desprecio por la escritura creativa, ensayada, libre de espíritu; la naturalización artificiosa que supone que buscar es ir hacia los motores de búsqueda; el destierro de las bibliotecas en los confines de los espacios escolares; y, lo que me parece más decisivo y más trágico: cierta destrucción del pasado.
No quisiera apenas sobrevolar por estas cuestiones. Lo haré, sabiendo el lugar que me cabe en este libro singular, precioso. Pero es tanto lo que ofrece, que me gustaría detenerme en un punto en particular: renegamos de los estudiantes porque no escriben con sus propias palabras, porque no se sueltan, porque, porque –como dicen los autores– no escriben de modo “soberano”, no tejen su propio discurso o el discurso enhebrado nos resulta incomprensible. ¿Cómo sería posible hacerlo? ¿Qué permitiría que los estudiantes escribiesen algo que valiera la pena?
Para comenzar, eso querrá decir, supongo, “escribir sus propias experiencias con sus propias palabras”. Pero no estoy muy seguro que sean buenos tiempos para ello, es decir, no tengo la certeza –como sí la tenía una década atrás– que la escritura fuese el modo evidente para ese propósito. Aquellos que transitamos por la vida académica somos reprimidos fuertemente al “escribir nuestras propias experiencias” –en lugar de investigar o estudiar la realidad de otros– “en nuestras propias palabras” –en lugar de adecuarnos a las palabras en boga–. El discutible modelo de la escritura academicista se ha instalado vertical y transversalmente en el mundo educativo como si hubiera algún provecho decisivo en ello. Ensayar, narrar o contar no parecen ser registros amigables en los días que corren. Por lo tanto no podemos decir que la petición sea razonable o, ni siquiera asequible, cuando la atmósfera donde se espera que algo ocurra con la escritura y con la lectura es asfixiante o, al menos, turbia.
Si no se trata sólo de escribir lo que nos pasa con nuestras propias palabras, habrá que ir en la búsqueda de otras experiencias y de otras palabras. Pero eso es literatura, me dirán. Y yo responderé que sí, sin dudas. Pero no sólo.
En la petición por escribir no caben muchas más opciones: o se trata de un pedido arraigado en tradiciones y racionalidades pedagógicas o, por clara oposición, el pedido es literario, esto es: tocar el límite del lenguaje, tocar sus formas, enclavar la metáfora, dar vueltas sobre los instantes. El resto, substancial por cierto, es la lectura.
Si de verdad buscamos respuestas a la pregunta de porqué escribir, hay un duelo que se debate entre su razón pedagógica –tal como he intentado decir hasta ahora– y su razón o razones literarias. No basta con decir que escribir o leer es importante para después, que escribir o leer sirven para el futuro de trabajo o estudio, que escribir o leer garantiza una que otra posición de privilegio. “Escribiendo” es en presente, no en futuro. Si, como lo dice y muy bien este libro, el “punto de fricción” de la escritura pedagógica es con la evaluación, la escritura literaria se orienta hacia otros puntos álgidos, completamente diferentes.
Por ejemplo, hagamos un ejercicio en la búsqueda de algunas pocas respuestas literarias a la pregunta del porqué escribir:
– “Escribir: para no dejarle el lugar al muerto, para hacer retroceder al olvido, para no dejarse sorprender jamás por el abismo. Para no resignarse ni consolarse nunca, para no volverse nunca hacia la pared en la cama y dormirse como si nada hubiera pasado” (Hélène Cisoux).
– “Escribo, para que el agua envenenada puede beberse” (Chantal Maillard).
– “Escribo para que la muerte no tenga la última palabra” (Odysseas Elytis).
– “Escribo porque estoy muy, muy enfadado con todos ustedes, con todo el mundo. Escribo porque me gusta pasarme el día entero en una habitación escribiendo. Escribo porque solo puedo soportar la realidad si la altero” (Orhan Pamuk).
– “Escribo para no quedar en medio de mi carne / para que no me tiente el centro / para rodear y resistir / escribo para hacerme a un lado / pero sin alcanzar a desprenderme” (Fabio Morábito).
¿Es posible imaginar una “didáctica” o una transmisión de la escritura cuyo epicentro se encuentra inexorablemente en la muerte, en la última palabra, el enfado, la dificultad por soportar al mundo, la resistencia, la alteración de lo real, el cuerpo? No: pero es necesario saber que justamente de allí proviene la escritura. La escritura que vale la pena. Y valer la pena no quiere decir que algo o alguien sean válidos. Habría mucho más para decir sobre las raíces pedagógicas y literarias de la razón por la escritura y la lectura. Pero digamos, en este contexto, que se trata de una decisión de territorialidad: ¿en qué plano, con qué horizontes, con cuáles trayectorias y cuáles travesías ponemos en medio la escritura y la lectura?
III. Dije unas líneas atrás: no son éstos buenos tiempos para el lenguaje en general. Ya sé: se me dirá que una afirmación de esta naturaleza no deviene sino de la nostalgia mítica, de una suerte de desconsuelo por aquellas cosas, aquellos gestos, que han desaparecido o están en vías de desaparecer o se travisten de tal manera que ya no es posible reconocerlos en su rostro conocido.
Pero: ¿es una cuestión de época? ¿De su espectacularidad tecnológica? ¿De los dobles nuestros que escriben en las redes? ¿De esta época tan urgenciada de información como perezosa en su búsqueda?
Pareciera ser que estamos afectados por unos dispositivos de información y de comunicación que entorpecen todo el tiempo lo que quisiéramos decir y decirnos. Las palabras suelen perder su transparencia, su forma perceptiva y dan vueltas y se revuelcan, se esconden y naufragan. Un lenguaje de palabras caídas, pisoteadas, como decía el poeta Juarroz. Y en cierto modo habrá que volver a pensar en un lenguaje habitado por dentro y no apenas revestido por fuera. Como la piel, también el lenguaje toma la forma de un latido cardíaco o de una agitación del respirar o de un extraño y persistente movimiento; otras veces, se convierte en muralla, en defensa, en contención. Sería todo un gesto no utilizar el lenguaje solo como recubrimiento o encubrimiento de la vida; ser capaces de un lenguaje como desorden, como desobediencia, como una suerte de rebelión frente a un mundo que cada vez nos obliga a hablar más brevemente y más de prisa. El mundo que nos envejece más de prisa. A nosotros y a nuestras palabras.
Pero también habrá que preguntarse por el lenguaje directo, el lenguaje seco, el lenguaje que no dice más que lo que quisiera decir; un lenguaje acaso sin falsedades, sin tecnologías, sin duplicaciones. Un lenguaje sobreviviente, quizá, de nuestro supuesto dominio o de nuestra incapacidad por dominarlo. Un lenguaje cuya voz deriva de lo que nos pasa. Recuerdo aquí a Claus y Lucas de Agota Kristof: dos niños que viven en el confín de un pueblo durante alguna guerra y se ponen a escribir y a tomar decisiones sobre la escritura por primera vez. En determinado momento se preguntan cómo saber si algo de lo que escriben está bien o mal: “Tenemos una regla muy sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos”. La crudeza con la que los niños asumen su escritura, su lenguaje, no deja de ser también su desnudez, su transparencia, ese intento para que el lenguaje diga algo, algo que por una vez se sienta verdadero.
Es cierto, una vez más: no son estos buenos tiempos para la complejidad y la ambigüedad del lenguaje. Hay un predomino exagerado de la rapidez y la eficacia en la transmisión y por eso, cada vez más, se van apartando algunas formas de expresión poéticas más rugosas, menos “eficaces”. Sin embargo, no hay ningún motivo por el cual ligar el lenguaje a la prisa o a la urgencia o a la inmediatez. También el lenguaje puede ser una forma de detención, una pausa que sirva para habitar un tiempo hondo, que nos vincule más a la intensidad que a lo cronológico. No se trata tanto de una cuestión de géneros ni de generaciones, sino de esa tensión –tan viva, tan obsesiva– entre el lenguaje de la información que exige premura y consumidores y el del lenguaje literario que intenta hacer respirar de otra manera a sus lectores.
Las redes sociales han modificado las formas de escribir y comunicarse y sin duda afectan el acto de leer. Pero por más masivas y ahora “naturales” que se vuelvan esas prácticas, hay algo en el lenguaje que hace que sobreviva a cualquier intento de fijación o moda. Es verdad que uno puede expresarse en 140 caracteres pero también es cierto que lo puede hacer por millones. No hay ninguna razón para asumir una posición definitiva al respecto pues es el carácter contemporáneo el que resuelve la convivencia o no entre lo nuevo y lo anterior. Y no hace falta suicidar formas de escritura y de lectura en nombre de la novedad. Hay un enorme tesoro en el lenguaje y poder encontrarlo es de algún modo una tarea que nos relaciona no solo con el futuro sino, sobre todo, también con el pasado. El escritor holandés Cees Nooteboom en su libro Tumbas sugiere que el pasado es un tesoro que está al alcance de nuestras manos. Se trata de realizar una travesía, de estirarnos hacia un libro, hacia una idea, hacia una palabra, hacia la escritura, hacia otras personas.
Más allá de toda discusión sobre lo nuevo, lo novedoso, lo actual y lo contemporáneo en el lenguaje, aún las preguntas esenciales suponen un temblor siempre presente: ¿Hay algo para decir? ¿Hay algo para escribir? Y en esa tentación al expresionismo y la productividad de la palabra: ¿Hay alguien allí, por dentro de lo que dice, por dentro de lo que escribe? Y aún más: si la cuestión es apenas un problema de quién y qué es lo que emite ¿hay alguien del otro lado que escuchará y leerá? ¿Alguien que, simplemente, desee una detención, una pausa?
IV. Yo no sabía la mayoría de estas cosas hasta que llegó este libro a mis manos. No quiero decir que las ignorara. Pero no las había escrito antes. Las escribo ahora porque leí un libro gigante. “Estrategias de escritura en la formación”. ¿Qué más puedo decir que invitar a la lectura y desear que haya más cofradía?
* Carlos Skliar: CONICET / FLACSO, Argentina.