Читать книгу Horizonte Vacio - Daniel C. NARVÁEZ - Страница 6
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ОглавлениеLe gustaba despertarse temprano y hacer el recorrido pronto. Prefería viajar por la carretera de la costa en lugar de hacerlo por la autopista. La empresa abonaba los desplazamientos por ésta, pero él prefería el viejo camino. Podía deleitarse con el mar, así como con el espectáculo del sol cuando comenzaba a surcar el horizonte para alumbrar un nuevo día. Desde luego había partes del itinerario que eran lentos debido a las curvas y las cuestas, pero así y todo los disfrutaba.
Salió pronto esa mañana, aun era de noche. Condujo por la carretera —una saturada N332— hasta llegar a Benissa, lugar donde empezaba la ruta del día. Allí esperó en una cafetería en la calle Doctor Vicente Buigues, justo enfrente estaba el Super Plus. Desayunó un café con leche y un cruasán. Desde donde estaba sentado observaba el rítmico movimiento de los empleados que estaban dentro del supermercado a través de un gran ventanal. La puerta principal estaba cerrada y ya se empezaban a reunir personas con bolsas y carritos de la compra esperando que a las nueve en punto se levantara la reja metálica. Casi todos eran ancianos. Jukka se deleitaba viendo como cada dos semanas a la misma hora veía las mismas caras, en las mismas actitudes. Una vez dentro los encontraba siempre en los mismos pasillos comprando los mismos productos y llenando los carros con monótona eficacia. Los años de rutina habían producido esta curiosa coreografía. A las nueve en punto la verja se empezó a levantar y los clientes que esperaban fuera iniciaron el ritual de la compra. Jukka pagó su desayuno, salió y se dirigió al supermercado. Una vez dentro saludó a una de las cajeras y preguntó por Vanesa, la encargada. La avisaron por megafonía. Se acercó una chica joven de rostro redondo, con el pelo recogido en una coleta, ojos vivos y amplia sonrisa. Caminaba deprisa y parecía alegrarse de ver a Jukka.
– ¡Hola Jukka! ¿Qué me traes esta semana?
– ¿Qué tal Vanesa? Pues mira, la promoción del mes es para la nueva línea de champú Flaw.
– ¿El anticaspa o el nuevo?
– El nuevo, Flaw Total.
– Vale. ¡Joder, mira que es bueno!
– ¿Ya lo has probado?
– Sí claro. ¿No lo notas?
– Pues no, con esa coleta que llevas…
Vanesa comenzó a reírse y Jukka sonrió. Le encantaban estas conversaciones triviales. Sin mayores razonamientos. Sin segundas lecturas ni cargadas de contenidos. Tampoco tenía que soportar envidias de colegas, ni egos exagerados de recién llegados a una profesión que le quedaba grande, ni intrigas por ocupar un puesto de gestión. En este trabajo cada uno tenía asignada un área y debía cumplir con sus objetivos e incluso superarlos —lo que suponía un incentivo económico— sin pisar a nadie. La competencia, en todo caso, era con otras empresas, otros comerciales y promotores a los que no conocía.
– Si quieres me suelto la coleta —dijo Vanesa sonriendo.
– Anda, déjalo para otro día —bromeó Jukka.
Jukka puso a Vanesa al corriente de la promoción. Debía poner unos stopper en el lineal de los champús para llamar la atención de un posible cliente. A cambio, la encargada del supermercado recibía un talonario de descuentos para cada producto de la empresa. Vanesa aceptó y acompañó a Jukka para seguir charlando con él. Ninguno de los dos tenía interés en el otro más allá de las bromas que gastaba Vanesa. Ella, con veintinueve años, acababa de casarse con el cajero de un banco que estaba al lado del supermercado. Se habían conocido en el bar de enfrente, el mismo donde solía desayunar Jukka. Su carácter extrovertido le hacía bromear y hablar con todos los que entraban en la tienda. Jukka vio que habían retirado una estantería en la zona de los frutos secos.
– Vanesa, ¿hay hueco en ese sitio?
– Sí. Se nos cayó la estantería, se rompió una pieza y la central no nos va a mandar nada. ¿Por qué lo preguntas?
– Tengo unos expositores montables en el coche. Son para el lavaplatos Etching.
– ¡Joder Jukka! ¡No se te escapa una! —dijo riendo—. Venga va, ve por uno y lo pones. Ya sabes. Me dejas la tienda limpia.
– Descuida.
Cuando terminó, se despidió de Vanesa quien estaba hablando con el comercial de una empresa de refrescos. Se dirigió luego al otro supermercado que debía visitar en la misma localidad. La Botiga “El Saladar”, una pequeña tienda que vendía frutas y verduras pero que de manera inexplicable había aceptado comercializar uno de los productos estrellas de la multinacional americana, el refresco Siberian Fresh. Cuando se lo comunicaron a Jukka no se lo creía. “En el último rincón del mundo y llega este refresco con nombre a Guerra Fría. ¡Alucinante!” fue lo primero que pensó. Pero en efecto, la primera visita que hizo encontró una reluciente nevera, suministrada por la compañía a los clientes selectos, llena de botellas de medio litro de un líquido azul que sabía agradablemente a frutas. Jukka cuando vio por primera vez el refresco tuvo un pensamiento siniestro: “Parece limpia cristales. Lo mismo les da por vender anticongelante y la gente lo consume. Si viene de Estados Unidos por fuerza creen que está bueno”. Aunque cuando lo probó, con las reservas de un catador de comidas envenenadas, claudicó: “Está bueno de cojones”.
Llegar hasta la tienda solo lo conseguía gracias al navegador, ya que estaba ubicada en una recóndita calle de una abigarrada zona de urbanizaciones. La insistente voz femenina del dispositivo GPS lo iba guiando por la CV—741 en dirección a Benimeit, hasta que lo obligaba a desviarse e introducirse en un camino que no tenía ni clasificación en la nomenclatura de carreteras. Llegaba al camino de Fanadix, confiando en el buen criterio de la máquina, para luego serpentear entre las colinas que se iban acercando a la costa y que habían sido ocupadas por adosados, chalets y algún pequeño edificio. Todo un ejercicio de atención constante a la hora de conducir debido a las cambiantes de rasante y a las pronunciadas curvas que jalonaban el camino. Llegaba a la calle Urbanización San Jaime, pero debía dar unas cuantas vueltas antes de poder aparcar, ya que la zona estaba llena de chalets con la señal de vado en las entradas y el sitio libre escaseaba. Le llamaba la atención el criterio del Ayuntamiento correspondiente, o al menos el del responsable de urbanismo, ya que a la derecha de la calle por la que transitaba las cuatro calles existentes tenía nombres de comunidades autónomas españolas: Catalunya, Castella i Lleó, Asturies y Castilla La Mancha; mientras que a la izquierda parecía que el responsable de nombrar las calles había estado leyendo Las mil y una noches, ya que los nombres eran más exóticos: Larache, Casablanca, Orán, Amman, Bagdad, Basora. Eso, o es que era especialista en Medio Oriente y mundo islámico.
Tras aparcar debajo de la frondosa sombra que proporcionaba un árbol enorme, se dirigió a la Botiga “El Saladar” donde entabló conversación con el dueño. Nada importante. La carestía de la vida, los impuestos, las facturas, la jubilación que aún tardaría en llegar. Por su parte Jukka escuchaba, asentía, y llegados al incómodo punto del silencio por no saber qué decir. Explicaba la promoción, entregaba el material y poco más. En este caso, además, no había nada que dejar, ya que este mes no había promoción por el refresco. El verano, temporada alta de consumo en la que se entregaron camisetas, gorras y un sorteo —del que no se sabía quien había resultado ganador—, había terminado y esta tienda no tenía ningún otro producto. Jukka se limitó a apuntar que la nevera estaba medio llena y que no había ningún otro producto de la competencia dentro de ella, lo cual era una política que llevaba la compañía a rajatabla. Si se detectaba el empleo de la nevera con otro producto que no fuera el propio automáticamente se retiraba del establecimiento. Jukka se despidió, volvió al coche y marchó al siguiente destino.
Volvió sobre el camino, condujo de nuevo por la N—332 y luego se desvió a la derecha en dirección a Teulada por la CV—740. Llegó a su siguiente visita, de nuevo un Super Plus en la calle Tabarca, pero no encontró al encargado. Avisó al cajero que iba a revisar los productos de Dicker & Stake. El cajero le respondió con una especie de gruñido y un gesto afirmativo. “Como si le digo que vengo a ver una cabra” pensó Jukka. Revisó todo y puso un stopper donde los champús. Salió y se metió en el coche. Condujo a través de la Avenida del Mediterráneo y al final de la misma se desvió a la derecha tomando la CV—743. No le gustaba este tramo del itinerario. La carretera, estrecha, era muy traicionera. Largas rectas y de repente curvas peligrosas a derecha e izquierda, a lo que había que unir cruces, rotondas e intersecciones por las que solían incorporarse los vehículos de manera brusca sin respetar las normas de conducción. Finalmente llegaba a Moraira.
El primero de los supermercados que visitaba estaba cerca de una salida de la CV—743, en la calle Móstoles. Se trataba de un supermercado que ocupaba toda la manzana. En la fachada destacaba un toldo con los colores de la bandera española y un rótulo en letras de molde en el que se podía leer, en letras rojas y amarillas, Super Paco. Construido en los años setenta en un descampado, había resistido el paso del tiempo y en la actualidad había acabado engullido por los bloques de apartamentos que habían proliferado desde los años ochenta en adelante. Por su situación, siempre estaba lleno de gente comprando. A Jukka le constaba, porque se lo habían comentado en un curso de formación, que numerosas empresas del sector habían intentado comprar el local para incorporarlo a su red, incluso una empresa francesa había llegado a hacer millonarias ofertas en varias ocasiones, pero el dueño no pensaba ni por un momento en desprenderse del negocio. Un dueño, que actuaba de encargado a pie de cañón, con el que Jukka sufría cada vez que visitaba la tienda.
Francisco Ramírez, así se llamaba, era de poca altura, alrededor de un metro sesenta. Tenía la cara cuadrada y apenas le quedaba pelo, el poco que tenía estaba cubierto de canas. De mirada viva, sus ojos verdes brillaban maliciosamente cuando bromeaba. Solía acompañar sus comentarios con una sonrisa burlona y un gesto desconcertante consistente en mirar a los lados, como esperando aprobación a sus palabras. A diferencia de otros encargados, le gustaba recibir a los promotores y comerciales en su despacho. En un espacio de apenas seis metros cuadrados tenía una mesa de madera de estilo rústico, una silla de director forrada en cuero y una desvencijada silla de comedor, seguramente rescatada de algún contenedor, para las visitas. Sin ventanas, la única corriente de aire que existía era un destartalado ventilador que estaba sujeto a una de las paredes y que apuntaba siempre hacia su sitio, por lo que el aire pasaba sin efecto alguno por encima de la visita que se encontrara con él. Para acabar de rematar la claustrofobia reinante en tan minúsculo despacho, Francisco Ramírez tenía colocado un retrato de Franco en la pared justo encima de su sillón de director. No se trataba de una foto cualquiera. Como el mismo Ramírez recordaba hasta el aburrimiento, se trataba de: “Un auténtico retrato de Jalón Ángel. Francisco Franco en su Cuartel General. Me avisaron a tiempo antes de que lo tiraran a la basura. Estaba en el almacén de la Delegación de Hacienda de Alicante. ¡Tirar a la basura al Generalísimo! ¡Al Caudillo! Así nos va”. Este relato lo hacía invariablemente a cada visita.
No era el único símbolo de aquella infame época. Junto al sillón, Ramírez tenía una bandera del régimen franquista. Una rojigualda con el escudo de la “época más gloriosa” como solía decir Ramírez, es decir, la que terminó con la muerte del caudillo. A Jukka le indignaba ver el águila de San Juan con toda la parafernalia que la acompañaba. El yugo, las flechas, y el lema “una grande y libre” le parecía fuera de lugar en el momento actual en el que se encontraba la sociedad. Pero siempre han existido los nostálgicos. Con Ramírez las conversaciones empezaban siempre de la misma manera, referencias al Generalísimo, la pervivencia del contubernio comunista masónico, la ocasión perdida por los héroes del 23 de febrero. Luego derivaba en la necesidad de mantener la “casta española”. Momento en el que comenzaba a presumir de su mujer cien por cien española que estaba en casa “ocupándose de la familia como Dios manda”. Le contaba una y otra vez la historia de sus tres hijas, todas con nombres de advocación mariana: Macarena, Lourdes y Rocío; y sus cuatro hijos: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. A lo que Jukka, pacientemente, asentía con una expresión ausente, ya que había escuchado tantas veces la historia que ya no tenía la tentación de reír al escuchar juntos los nombres de evangelistas y vírgenes.
“Cansino”, es lo que se repetía Jukka en su interior ante la verborrea nostálgica e irracional de su interlocutor. De modo que su estrategia era escuchar, desconectando lo máximo posible y aprovechar un momento de respiro, para atacar con la última promoción que llevaba. Así hizo ese día y consiguió únicamente colocar los stopper en el lineal de champús.
Medio agotado por haber tenido que aguantar una vez más la conversación con Ramírez, Jukka volvió a su coche y se marchó por la carretera costera que unía Moraira con Calpe. Era un itinerario corto, pero realmente curioso ya que la mayoría de las tiendas, restaurantes e incluso casas que había en los márgenes de la carretera tenían nombres alemanes, holandeses o noruegos. Le hacía sonreír ver en algunos comercios de esta zona carteles escritos a mano, o impresos, estratégicamente colocados en los que se podía leer: “Se habla español”. Era como estar en un mundo paralelo. En realidad, la gran cantidad de ciudadanos europeos instalados en esa zona era abrumadora. Con un predominio de personas mayores, cada vez más se podía ver a familias más jóvenes ocupándose de los negocios. Incluso habían construido colegios especiales donde se educaba según los modelos de sus respectivos países. Un auténtico mosaico de la Europa actual, a la que se estaban incorporando cada vez más rusos y ucranianos.
Atravesó las calles serpenteantes de La Sabatera, cruzó el paso sobre el Barranc Roig y se incorporó a la carretera que unía Teulada con Moraira en un descenso hacia la costa. Un camino que siempre contaba con un volumen de tráfico generoso, aunque, obviamente, en verano era mayor. Las siguientes visitas estaban muy cerca. La primera de ellas un Super Plus en la calle Les Vinyes.
Cuando entró, no pudo hacer más que sonreír al escuchar la música que sonaba por megafonía, un remix tecno de los que le gustaban al encargado:
Azzurro,
Il pomeriggio è troppo azzurro
E lungo per me.
Mi accorgo
Di non avere più risorse
Senza di te
El encargado, Carlos Celdrán, era un tipo joven, rozando la treintena. Era alto y delgado, con un rostro fino y alargado, tenía unos ojos oscuros vivarachos que brillaban alegremente. Celdrán tenía una melena larga y lacia que le llegaba hasta la cintura. Cuando hablaba solía moverse nerviosamente y normalmente concluía sus frases con un “pim – pam, pim – pam” mientras agitaba las manos como si fuera un Dj. Cuando Jukka le pedía permiso para poner algún tipo de promoción él se desentendía con una frase que era su leitmotiv: “eso ya lo han hablado los jefes ¿no? Pues tú a lo tuyo a poner todo y me dejas la tienda bien adornada. ¡Pim – pam, pim – pam!”. Tal y como esperaba, dejó las promociones previstas y continuó el recorrido.
La siguiente parada era justo en la perpendicular, la Avenida de la Paz. El supermercado era el William’s Market, perteneciente a una pequeña cadena británica que operaba en España. Jukka detestaba las visitas a esta tienda —no por el idioma ya que se defendía en inglés con cierta soltura, aunque la encargada insistía en hablar en español— sino porque ésta, Kathryn Gossiper, llevaba siempre las conversaciones a terrenos personales. Tenía rostro triangular, que llevaba siempre con un exceso de maquillaje, ojos de un azul intenso y cabello tintado en rubio platino, algo entrada en carnes, siempre vestía ropa muy ajustada. Kathryn solía recibir de manera muy educada a Jukka. Apenas él había terminado de explicar cuáles eran promociones y ella había analizado el porcentaje que sobre las ventas tendría resaltar el producto y en consecuencia el aumento de sus ganancias una vez hubiera abonado a los proveedores. Así ocurrió aquel día en el que tras poner la promoción del champú le dejó el talonario de vales.
– Jukka —comenzó a decir ella mientras se esforzaba en hablar español con su acento británico— ¿conoces a algún abogado?
– Pues no. A ninguno. ¿Tienes algún problema? —preguntó con desgana, pues ya sabía que aquello iría a derroteros nada agradables.
– ¿Te acuerdas de que te dije que había echado a mi novio de casa?
– Sí, recuerdo. Fue en la última visita, hace un mes.
– Bueno, pues volvió a por cosas suyas, pero no quería irse y al final un vecino consiguió echarlo. Me dice que tenga cuidado de que me va a pillar por ahí.
– Vamos, que te ha amenazado. ¿Cierto?
– Sí.
– Pues no seas tonta y ve corriendo a la Guardia Civil y lo denuncias.
– Pero si se entera me puede hacer daño.
– ¿Prefieres que te de una paliza? ¿O que te mate?
– ¿Podrías declarar ante un abogado? —le preguntó directamente mientras Jukka pensaba en la clase de lío que iba a meterse.
– Tú ve a denunciarlo y luego todo se andará —vio que no acababa de entender la expresión—. Si llegado el momento necesitas ayuda me llamas.
– Gracias.
Jukka se despidió. Sabía que algo había de verdad, pero mucho de mentira. Ella tenía antecedentes por consumo de drogas, borracheras y escándalo en la vía pública. Se lo había dicho Celdrán cuando al principio de comenzar en este trabajo Jukka le comentó que le tocaba visitar el supermercado de los ingleses que estaba a la vuelta de la esquina. “¡Ándate con ojo muchacho! —le había dicho—. La inglesa es canela fina para meterse en líos. Borracha y hasta las cejas de farlopa. La han trincado varias veces y a punto de acabar en la trena. ¡Con estos ojitos lo he visto yo!”.
Jukka decidió no darle más vueltas al asunto y continuar con su itinerario de visitas. Condujo por la sinuosa carretera de Moraira a Calpe. Era un trayecto plagado de curvas peligrosas en el que Jukka disfrutaba con el cambio de marchas pues le gustaba apurar al máximo antes de entrar en las curvas. Le gustaba sentir como la fuerza centrífuga atraía al coche y parecía arrojarlo al arcén. En ocasiones le daba impresión de que si no mantenía correctamente el control del coche podría acabar zambulléndose en el mar. A mitad de camino paraba obligatoriamente en un supermercado de reciente apertura, el Parduotuve. Era propiedad de Anselm Vagnas, un lituano de mediana edad que acababa de instalarse en Moraira. El negocio lo gestionaba su pareja, Fernando Baradat, al que había conocido mientras este fue a Lituania con una beca Erasmus. Baradat era alto, tanto como Jukka, delgado hasta la exageración. Su rostro escuálido y rectangular quedaba atenuado por unas gafas igualmente rectangulares tras las que se escondían unos ojos marrones que denotaban nerviosismo e inseguridad. Su cabello revuelto aumentaba esta imagen. No obstante, gestionaba el negocio con una meticulosidad excepcional. Cuando en alguna ocasión Jukka le había mencionado a Baradat el orden que llevaba, pues tenía un registro de cada una de las promociones que había llevado y el tiempo que había estado en vigor, el número de clientes que se habían beneficiado en el caso de descuentos, o el número de balones y camisetas repartidos, éste solo acertaba a decir que quizás por haber empezado a estudiar arquitectura —carrera que no había concluido tras iniciar su relación con Vagnas y su huida a este perdido rincón de la geografía española— concebía todo como una suma de espacios compuestos por elementos ordenados cada uno en su lugar. Aquella mañana, como de costumbre, Baradat no tuvo inconveniente en que Jukka dejara el material de promoción. Una vez terminó, nuevo trayecto en la serpenteante carretera, con algo de calor, con más cansancio. Hasta el siguiente supermercado.
En la Avenida de la Diputación siempre realizaba dos visitas. Una, al Super Plus que gestionaba Cristina Peluispe. Sevillana, de estatura media, rostro redondo con una nariz respingona, ojos avellana y media melena rizada, y que hacía años que se había trasladado a la provincia de Alicante. Cuando se casó. El negocio familiar estaba en plena expansión: materiales de construcción. Pero tras los primeros envites de la crisis, abandonaron todo. Su marido se había montado un negocio al que había puesto nombre anglosajón para darle “mayor presencia e impacto”, tal y como le había dicho en una ocasión que coincidieron en el supermercado e intercambiaron tarjetas. Outsourcing. Lo llamativo es que ni él ni su mujer tenían ni idea de inglés. Pero el nombre era pegadizo.
Jukka se desesperaba cuando tenía que visitar este Super Plus. Normalmente las promociones estaban cerradas, puesto que los representantes de ambas empresas las negociaban en la sede de la cadena comercial. Pero Cristina Peluispe parecía gozar haciendo esperar a Jukka y robarle su tiempo. Siempre salía con que tenía que llamar a sus superiores para ver si estaba todo arreglado. Las frases que decía, con un acento cerrado y seco, falto de vida y de gracia, contrariaban a Jukka. Pero no había otra alternativa. Peor le sucedía en la siguiente visita.
Unos metros más adelante estaba una tienda de carácter familiar, La Marina, cuya dueña atendía a la clientela con una mezcla de desprecio y prepotencia. Jukka no se explicaba como Georgia Moreno, que así se llamaba la dueña, no había perdido la clientela. Georgia era de corta estatura, gruesa, pelo castaño y ojos marrones. Tenía un insólito cuello bovino, más ancho que el rostro. Empezaba la jornada —como bien había comprobado Jukka en más de una ocasión— con un generoso trago de una botella de coñac barato que guardaba en el cajón de su mesa. Quizás por el latente estado etílico en el que se mantenía todo el día o simplemente porque era así, Georgia se decía y desdecía varias veces en una conversación. Lo cual, como puede inferirse, no facilitaba nada el trabajo de sus empleados. Trabajadores que, en número excesivo, deambulaban por el interior del supermercado sin saber muy bien qué hacer; hecho que, además, motivaba las broncas más escandalosas, por inapropiadas, que Jukka había presenciado. El simple hecho de mover una caja o poner una botella con la etiqueta ladeada desplegaba por su parte una serie de insultos y amenazas acompañadas de referencias a sus orígenes en este negocio: “¡Con quince años yo me ganaba el pan vendiendo bacalaos y pescadillas! ¡Así que no te hagas el señorito y pon bien la puta caja de naranjas en su sitio!”. Bronca tras bronca había hecho que Jukka tuviera un concepto sobre ella de lo más simple: “Es un ser despreciable”. Tan pronto como pudo le dejó la promoción con los vales y se largó a su siguiente cita.
Supercoop, avenida de Europa. La visita más fácil de todas, puesto que tan solo debía dejar el material al cajero o cajera y ellos se encargaban de ponerlo. Normas de la empresa que así había cerrado el trato.
Jukka miró el reloj. Las dos y media. Todas las visitas del día realizadas. “Hora de comer” se dijo mientras se dirigía al restaurante al que solía acudir cuando iba a Calpe: La Barca. Una terraza con vistas al Peñón de Ifach, junto al puerto, en una zona abarrotada de terrazas y restaurantes, donde el olor a fritura de pescado se mezclaba con las voces de los camareros que promocionaban los mejores fritos, las mejores sopas de marisco, las mejores capturas de la bahía para sus propios locales. Un lugar donde perderse entre multitudes de familias inglesas, alemanas, noruegas o rusas que acudían como una plaga de langosta a la hora de la comida. “Como moscas a la mierda” pensaba Jukka en ocasiones.
Conocía todos los restaurantes de la zona del puerto. A él también lo conocían y sabían su rutina. Empezaba en un extremo del paseo e iba cambiando de uno a otro. Prefería esta zona a la de la playa, más saturada y en verano realmente insoportable pues el olor a bronceador y cremas hidratantes se mezclaba con el de la fritanga generando un nauseabundo aroma. De manera habitual, Jukka solía comer una ensalada y pescado. Lubina, salmón, lenguado, merluza. Iba variando según los días. Excepcionalmente se homenajeaba con un arroz a banda, sólo cuando no tenía visitas por la tarde ya que el alioli de la zona contenía una generosa cantidad de ajo. En esta ocasión ordenó la típica ensalada, salmón con guarnición de verduras al vapor, una cerveza y un botellín de agua. Como ya conocían sus costumbres, el postre lo cambiaba por un café expreso bien cargado. Tras comer le gustaba saborear el café, alargando cada sorbo mientras perdía su mirada en el horizonte azul del Mediterráneo. Momento que solía emplear para reflexionar: “Así he pasado ya los últimos cuatro años. Ya no es que mantenga un perfil bajo, como había tratado de hacer en Burgos, sino directamente ya no tengo perfil. He convertido mi existencia en una rutina predecible. Me gusta. Estoy cómodo”.
Cuando hubo terminado, cerca de las cuatro, decidió hacer la visita que le había encargado Wageman. Lo cierto es que desde que le dio el papel con los datos no se había tomado la molestia de mirar el nombre ni de localizar la dirección. Pensaba que una vez que estuviera en Calpe buscaría la calle e iría directamente. Tampoco es que tuviera muchas ganas por lo que había ensayado una especie de excusa más o menos convincente en el sentido de haber pasado por la dirección en una hora en la que no había nadie o que la persona que buscaba acababa de salir y que una vez que había terminado su jornada no tenía más obligación de permanecer en la ciudad. Excusas muy peregrinas.
Leyó los datos camino del coche: “Helena Härma. Dovela Estudio de Arquitectura. Calle Gabriel Miró. ¡Ah, joder! Wageman no ha puesto el número. Me toca recorrer la calle entera… Vale. El móvil”. En efecto, buscó en Google y apareció la dirección completa del estudio, así como el teléfono de contacto. Pensó en llamar para contar que iba de parte de Wageman y en caso de recibir una negativa poner rumbo a su casa y descansar. Pero se lo pensó mejor no fuera a preguntarle el americano por el aspecto de la tal Helena Härma y la fastidiara con la respuesta quedando en evidencia. Condujo hasta la calle, aunque al ser en el centro no tuvo fácil aparcar. Finalmente lo consiguió y se dirigió a la dirección. Portal abierto. Entresuelo puerta B. Subió y llamó. Abrió la puerta una mujer de figura esbelta, alta, pelo negro, tez blanca y ojos azules. “Una mirada gélida” pensó Jukka. Se apartó un inoportuno mechón de pelo del rostro y miró a Jukka.
– ¿Helena Härma? —preguntó él.
– Sí. ¿Qué quiere?
– Vengo de parte de Peter Wageman.
– Lo siento —dijo ella al tiempo que cerraba la puerta con energía y un atisbo de enfado en el rostro.
Jukka se quedó asombrado y contrariado. Pensó por un instante que bien podía estar a mitad de camino a su casa, o dando una vuelta por la playa, o mil cosas que estaba tratando de inventarse en ese momento para desahogar su frustración. Optó por lanzar un improperio en finés tratando así de no llamar demasiado la atención.
– Haista vittu! —resonó en el rellano del entresuelo. «¡Qué te follen! Ya es molestia tener que venir a buscar a esta tía para que no haga ni caso” comenzó a pensar mientras comenzaba a bajar la escalera. No oyó como se abría la puerta B ni como Helena se dirigía a él.
– ¡Eh, tú! —dijo Helena desde la puerta mientras Jukka se detenía y se giraba para mirar—. Mine vittu!
Se quedaron mirándose fijamente a los ojos. Una especie de duelo esperando la reacción del otro. Jukka fue quien dio el primer paso.
– ¿Estonia?
– ¿Finlandés? —preguntó ella mientras asentía con la cabeza.
Jukka volvió a subir. Tendió la mano.
– Jukka Lehto, creo que hemos empezado mal.
– Helena Härma, aunque bueno, eso ya lo sabes. Por el imbécil de Wageman.
– Vale. Veo que no lo aprecias. Le diré que no te he encontrado.
– Muchas gracias —dijo ella sonriendo—. Mira, tengo mucho trabajo esta tarde, pero me gustaría que pudiéramos hablar con más calma. ¿Te importa que nos veamos en otro momento?
– No, claro que no. Pero aquí a Calpe vengo una vez al mes.
– Bueno, pues mira te doy mi número de móvil y cuando puedas me llamas y nos vemos.
– De acuerdo. Toma el mío —Jukka apuntó su número en un stopper que tenía en el bolsillo del pantalón. Helena se echó a reír cuando se lo dio.
– ¡Qué original!
– Mejor que una tarjeta. Es más visible. Me dedico a esto de las promociones.
– Vale, Jukka Lehto. Nos vemos cuando quieras.
– Perfecto. Ya te llamaré.
Se despidieron y Jukka bajó la escalera. No se dio cuenta de cómo lo miraba Helena. Con curiosidad. Una inquietante curiosidad. Salió a la calle, se metió en su coche, arrancó puso la radio y condujo hasta la Playa de San Juan. “Un merecido descanso” se dijo mientras entraba en el ascensor. No se dio cuenta, pero entró otra persona en el ascensor. Una chica joven, estatura media, rubia, no pudo verle los ojos ya que llevaba unas gafas de sol. Vestía camiseta ajustada, unos shorts vaqueros y sandalias. Llevaba un voluminoso bolso de tela que se veía cargado.
– ¿A qué piso vas? —preguntó cómo era costumbre.
– Diecisiete —respondió ella.
– Vale. Vamos al mismo —dijo Jukka antes de sumergirse en sus pensamientos.
Al llegar y abrirse la puerta, ella tropezó con un vecino que esperaba el ascensor. Dio un traspié y casi cae, pero recuperó el equilibrio y se fue hacia la izquierda por el pasillo que llevaba a las puertas de los apartamentos. Jukka tras saludar al vecino e intercambiar las típicas frases acerca del estado del tiempo, la tranquilidad de la playa en septiembre y algunas cuestiones de la comunidad de vecinos, se dispuso a entrar en su casa. Fue entonces cuando se dio cuenta de algo que había en el suelo. Justo delante de la puerta de los ascensores. Se acercó, lo cogió y se sorprendió al verlo. Un DVD de cine clásico. “Los Nibelungos de Fritz Lang. Edición coleccionista. ¡Joder! Cuánto tiempo sin ver una de estas” se dijo sorprendido. Recordó a la chica que había salido con tanta prisa del ascensor que casi cae. Dedujo que sería de ella, pues el vecino con el que había intercambiado unas palabras no llevaba nada en las manos y, por lo que sabía, su afición era el fútbol. Decidió pues acercarse al apartamento de la chica para preguntar si era suyo el DVD. Recorrió unos pocos metros hasta llegar a la puerta B. No había duda. El apartamento A era el más grande de todos los tipos y pertenecía a una familia de Madrid que venía durante los meses de junio a agosto. El C y el D eran propiedad de un rico industrial de la provincia que pasaba largas temporadas en Suecia. Solo quedaba el B. Llamó al timbre y esperó. Nada. Sin respuesta. Volvió a llamar con el mismo resultado. Jukka no quiso ser pesado. Pensó que a lo mejor la vecina estaba ocupada y no podía abrir. Sabiendo donde vivía ya pasaría a ver si el DVD era suyo. Volvió a su piso. Se dio una ducha. Preparó unos fideos, los comió mientras rellenaba el informe online de la jornada del día. Salió a la terraza con una cerveza bien fría. Apoyado en la barandilla observaba como anochecía. El azul grisáceo de última hora de la tarde fue cambiando a morados y finalmente azul oscuro intenso y negro. En el horizonte las luces de las estrellas comenzaron a confundirse en las luces de los barcos de pesca que acudían cada noche a la bahía. El olor a salitre, llevado por una sueva brisa, llegaba hasta la terraza acompañado del tenue ruido de las olas que se fundía en una melodía de frecuencias con el canto de los grillos. Jukka miraba al horizonte. Sin moverse, sin pensar en nada más que en esa línea inalcanzable.