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Nuevo día de rutina. La ruta más lejana al límite de la provincia. En esta Jukka prefería comenzarla en orden ascendente siguiendo en primer lugar la eterna N—332. Gata de Gorgos, Ondara y El Verger. Desde ahí luego continuaba por la CV—723 hasta Denia. Cuando hacía esta ruta, en lugar de volver a la carretera nacional prefería seguir el camino de la costa que unía Denia a Xábia, atravesando el parque natural del Montgó. Salía de Xábia a lo largo de la carretera del cabo la Nao en dirección a Portitxol, seguir a continuación por la carretera de la Granadella, el camí Vell del Morro del Castell, serpentear por las calles de Cumbre del Sol y finalmente enlazar con la carretera de Moraira a Teulada y de ahí seguir por el camino a Calpe. Solía llegar a tiempo de comer en uno de sus habituales restaurantes.

Lo que se salía de la rutina ese día fue que nada más empezar el recorrido recibió un mensaje en el móvil de parte de Prisca Blanco, la supervisora de la zona, quien una vez al mes acompañaba a los promotores para ver in situ como aplicaban las promociones, como desarrollaban el argumentario que la empresa les explicaba durante el curso de formación mensual. También tomaba nota del tiempo que se empleaba en cada visita, la distancia recorrida optimizando el tiempo y ajustando el kilometraje ya que la empresa corría con los gastos de desplazamiento.

Prisca era de estatura media, escuálida, con un eterno corte de pelo estilo masculino, gafas redondas y profundos ojos negros. Oriunda de Porcuna, su acento jienense estaba cargado de resentimiento. En una ocasión un compañero le contó a Jukka que Prisca se fugó cuando era joven del pueblo debido a que su familia la había comprometido en nupcias con un señorito del lugar. Una manera de medrar en la escala social a costa de la voluntad ajena. Tras recorrer media España llegó a Alicante donde finalmente se instaló. Los infortunios del pasado habían conformado a una persona engreída, de ego desarrollado hasta el absurdo y con una fijación constante por humillar a sus empleados por los detalles más insignificantes. A Jukka no le caía bien, pero era parte de la cúpula directiva y no había más remedio que aguantar sus reniegos. Esa mañana, pues, no había más remedio que aguantar la compañía de Prisca. Lo único positivo era que no iba a efectuar todo el itinerario, por cuestiones de agenda, tan solo estaría con Jukka en Denia.

La visita a los supermercados de Denia fue bien hasta que llegaron a un Super Plus que se encontraba en el Camí de Sant Joan, ya a las afueras de la ciudad. El encargado, Rodrigo Arnaiz, apenas llevaba un mes y medio en su puesto y no conocía al detalle las dinámicas de promociones. Acababa de incorporarse a este trabajo y no estaba acostumbrado a la dinámica del mismo. Tampoco tenía desarrollado el sentido del humor por lo que los diálogos eran de una sequedad y frialdad absoluta. En las dos ocasiones que Jukka había visitado el supermercado había tenido que recordarle que la tienda no era suya sino de la empresa y que si sus jefes habían accedido a que se implementara la promoción él tenía que indicarle donde estaban los productos y proporcionarle un lugar para materiales de merchandising. Nada más. Normalmente esas conversaciones acababan en llamadas telefónicas que Arnáiz hacía a sus superiores y que terminaban con él volviendo cabizbajo e indicando con mirada bovina dónde tenía espacio para un expositor, o para las camisetas y balones. “Espero que hoy el bobalicón este no me entretenga y no me haga ni perder tiempo ni quedar mal delante de Prisca” pensó Jukka. Pero como temía, Rodrigo se enzarzó en una discusión sin sentido acerca del espacio disponible, del agravio que suponía para otras marcas que los productos de Stake emplearan reclamos más vistosos en el punto de venta. Intento de razonamientos acompañados de gestos y actitudes simplonas. Jukka, interrumpió y con tono exasperado dijo lo que tantas veces había repetido: “¿Pero no te enteras de que la tienda no es tuya? Si tus jefes ya han cerrado este trato pues lo aceptas y punto. O te cambias de curro, que hay gente más despierta esperando para trabajar”. Acabó de decir la frase mirando de reojo a Prisca que tomaba notas en su libreta con gesto de comisario político. Rodrigo murmulló algo incomprensible y dejó que Jukka hiciera su trabajo, seguido por Prisca.

Al salir de la tienda, empezó la reprimenda. Los transeúntes se quedaban atónitos al ver como Prisca recriminaba con voz agitada el comportamiento de Jukka. Que si no había tenido respeto, que si había sido prepotente, que si las formas una y otra vez, que si esto y lo otro. Hasta salió la manera en la que conducía. Jukka optó por murmullar un “lo siento no ocurrirá más” para poder seguir con las visitas y salir de Denia cuanto antes, lo que significaba perder de vista a Prisca. Poco le importaba el informe que mandara a los jefes superiores.

El resto de las visitas, un par de Super Plus y una tienda independiente. Sin mayor problema en ninguna supuso que pudiera terminar la ruta. Se despidió de Prisca, quien le recordó una vez más lo importante de la profesionalidad, del comportamiento impecable e impoluto en el trabajo antes de dejarlo.

Jukka llegó a Calpe para la hora de la comida. Se dirigió al restaurante que le correspondía ese día para comer. Sentía una sensación agridulce tras la jornada de hoy. Contaba con que Prisca le echaría alguna bronca para no perder la costumbre. Pero no se esperaba que fuera por una tontada que encima era responsabilidad de otra persona. “Este Rodrigo es un imbécil. A ver si algún día aprender a hacer su trabajo y no jode a los demás. Malabarista, es lo que es. Un malabarista”.

Pensamientos que iba desgranando mientras comía su ensalada y un filete de lubina a la plancha. Cerveza, agua con gas, y café en lugar de postre. Pensamientos que se retiraron paulatinamente al empezar a observar a una pareja que llegó y se sentó en la mesa que estaba justo delante de la suya. Eran ya de cierta edad, entrados en los sesenta. Ella era gruesa. Con pelo canoso rizado. Vestía un pantalón de chándal y una blusa floreada. Gafas de sol oscuras. Él, de apenas metro sesenta, tenía pelo engominado hacia atrás. Canoso. Vestía vaqueros ajustados y camisa negra remangada sobre unos brazos fibrosos y tostados por el sol. Destacaba un viejo tatuaje de un ancla y un nombre que Jukka no apreciaba a leer desde donde estaba. La camisa abierta hasta el cuarto botón dejaba ver una gruesa cadena de oro de la que pendía un grueso crucifijo. Apenas intercambiaron unas palabras entre ellos cuando llegó el camarero. Sin hablar nada se tomaron una crema de bogavante y luego, cuando les trajeron una enorme mariscada, cada uno, con matemática precisión fueron pelando gambas y langostinos. Tenían el ritmo propio de una máquina. En el centro, un centollo esperaba su turno. Fue el hombre quien empezó a manipularlo y a extraer la carne que le iba pasando a su mujer. Un trozo para ella otro para él. “El sentido del amor. A eso se reduce”, pensó Jukka.

Mientras apuraba su café mirando al mar pensó en llamar a Helena, pero no insistió mucho en ese pensamiento. Pensó que lo mejor era hablar con Wageman esa misma tarde y decirle que había encontrado a la mujer y que ella ya le llamaría. Esa sí que era una manera inteligente de quitarse el tema de encima.

El regreso hasta su piso fue complicado debido a una retención por obras en Altea. Si bien esta circunstancia le regaló un momento desconcertante cuando en pleno atasco, con el carril lleno de vehículos detenidos, el conductor que iba delante bajó de su coche, abrió el maletero y sacó una cerveza de una nevera portátil. El mismo conductor le hizo a Jukka el gesto de compartirla a lo que amablemente renunció. «¡Qué cosas!” pensó. Cuando llegó, tras una ducha necesaria, se percató del DVD que había encontrado el día anterior y que había dejado en la mesa del salón, junto al portátil. Volvió a mirar la carátula y esbozó una media sonrisa. Decidió acercarse de nuevo a intentar devolver la película a la vecina. Salió. Llamó a la puerta y escuchó pasos. Se dio cuenta que lo observaban por la mirilla, aunque no abrían la puerta. Puso el DVD delante para que lo vieran al otro lado. Se escuchó el ruido de un par de cerrojos descorriéndose. Finalmente, una cabeza se asomó cautelosamente. Jukka se encontró con unos marrones que le miraban con curiosidad. Una melena rubia platino, un rostro ovalado, de piel muy blanca, en el que llamaban la atención unos labios puntiagudos pintados de rojo intenso. Una nariz ligeramente respingona completaba lo que podía ver. El cuerpo se cobijaba detrás de la puerta como si fuera un escudo y temiendo a algo desconocido.

– Hola buenas tardes —comenzó a decir Jukka educadamente—, soy el vecino del apartamento de al lado, bueno, de la letra E.

– ¿Sí? —dijo la chica con curiosidad aferrándose a la puerta con más intensidad.

– No sé si te acordarás, pero ayer coincidimos en el ascensor y al salir se te debió de caer esto —Jukka le alargó el DVD—. Vine enseguida, pero debías estar ocupada. Hoy he venido en cuanto he llegado del trabajo.

– Gracias —dijo ella.

– Buena película, por cierto —añadió él, aunque se dio cuenta de que la chica no tenía ganas de conversación—. Bien, que la disfrutes. Hasta luego.

Jukka volvió a su piso sin dejar de pensar en la frialdad y falta de interés demostrado por la dueña del DVD. “En fin, todos tenemos rarezas” esbozó mentalmente mientras llegaba a su apartamento. Encendió el ordenador, buscó la plantilla de documento para el informe del día. Se preparó unos fideos como cada día. Al abrir el correo para enviar el informe se llevó una sorpresa. En la bandeja de entrada, junto a la publicidad de siempre, había una notificación de Facebook: Helena Härma le solicitaba amistad.

Recordó que hacía cuatro años que no lo usaba. No es que fuera un fan de las redes sociales, pero lo empleaba para comprobar el impacto que tenían las prácticas de sus alumnos ya que les pedía que estrenaran los cortos que realizaba. Algunos alumnos abusaban de este método y lo buscaban cuando se conectaba para preguntarle asuntos relacionados con las asignaturas, las prácticas, las calificaciones, o simplemente para chatear sobre música o cine. Otros colegas directamente facilitaban sus números de móvil para que los llamaran o les enviaran mensajes. Pero Jukka prefería este método. En ocasiones si notaba que empezaban a ponerse pesados con las conversaciones y las preguntas, o si detectaba que se entraba en una especie de bucle irracional o si alguien empezaba una especie de tonteo virtual desconectaba rápidamente; pero las más de las veces sí que empleaba horas para hablar, compartir videos y referencias a películas de cierto interés. Pero hacía cuatro años que había borrado todos sus contactos, toda su información. No tenía explicación a porque no desactivó la cuenta. Quizás debería haberlo hecho. O quizás no. El caso es que tenía una solicitud de amistad de alguien que acababa de conocer. Jukka entró en Facebook con cierto temor. No tenía ningún mensaje ni foto ni absolutamente nada. Buscó el perfil de Helena antes de decidirse a aceptar la solicitud de amistad. Había unas cuantas fotos en las que aparecía visitando monumentos, comprando libros, y unas cuantas fotos de unos planos arquitectónicos. Revisó los amigos que tenía Helena y se trataba de personas con intereses semejantes. Animado por lo que había visto le dio a aceptar la solicitud de amistad. Automáticamente apareció en la columna derecha, habilitada para el chat, la minúscula imagen de Helena. Indicaba que hacía una hora que se había conectado. En algún momento coincidirían.

Estaba a punto de empezar a comer sus fideos cuando sonó el timbre. No esperaba a nadie. Cuando abrió se encontró a la vecina, la chica del DVD. Se quedó asombrado, entre otras cosas porque ahora pudo ver con detalle que era bastante joven. Apenas veinticinco o veintiséis años. Un metro setenta y cinco calculó Jukka. Los labios armoniosos estaban sin el carmín rojo que los cubría cuando fue a verla antes. Vestía una camiseta morada de manga corta, muy ajustada marcando unos senos pequeños; mallas deportivas ajustadas a unas piernas de contorno perfecto.

– Hola —dijo ella sonriendo y con un marcado acento extranjero que a Jukka le sonó a eslavo.

– Hola —replicó Jukka apartándose un mechón de pelo de la cara.

– Soy la vecina del B. ¿Te acuerdas?

– Claro, hace un rato he ido a llevarte un DVD.

– Es que siento haber sido tan… ¿cómo se dice? ¿Fría?

– No pasa nada.

– Jana —dijo ella alargando la mano— Me llamo Jana Navratilova.

– Encantado. Jukka Lehto —dijo el estrechándole la mano mientras añadía—. Como la tenista. Navratilova. Y con el sonido de nuestra jota.

Jana rio la ocurrencia de Jukka. Sus ojos se iluminaron y su rostro se enrojeció.

– Pues… —dijo Jukka para intentar alargar la conversación, pero fue interrumpido por Jana.

– Jukka. Quería agradecerte lo del DVD. Lo daba por perdido. Si te apetece puedes venir a mi casa y tomamos algo.

– No quiero molestar —dijo él mientras pensaba en que era una manera muy original de agradecer la devolución del DVD.

– En absoluto —replicó Jana—. Es más, insisto.

Fue ahora Jukka el que rio la ocurrencia. Asintió y le pidió un par de minutos para cambiarse mientras ella volvió a su piso. Cuando Jukka llegó, Jana lo invitó a pasar a su vivienda. Lo poco que vio le recordó a su propio apartamento, pero un poco más grande. Sobre todo, la cocina ya que tenía una galería que daba al pasillo exterior. El salón tenía las mismas dimensiones y junto a él estaba el dormitorio principal, lo que sabía por haber visitado hace años un piso similar. El resto de la casa no lo vio, pero sabía cómo era: un dormitorio de tamaño medio y un baño completo. Como en todos los apartamentos, salón y dormitorio principal tenían acceso a la terraza que tenía la misma longitud que la de su piso. Cuando entró Jana lo hizo pasar al salón. Tenía muebles muy sencillos. “Catálogo Ikea” pensó Jukka. Dos sofás de tres y dos plazas, mesa auxiliar, mesa de comedor y cuatro sillas con tapizado azul a juego con los sofás. Mueble modular de color cerezo, en el que destacaba una televisión de plasma, un DVD y sistema de sonido multicanal. En las estanterías había unas cuantas películas. Esto llamó la atención de Jukka quien de reojo intentó leer los títulos. La voz de Jana llamándolo a la terraza le sacó de esta acción. En la terraza había una tumbona, una mesa de plástico de color verde y dos sillas a juego. Varias plantas daban algo de colorido a las toscas paredes descoloridas.

– ¿Quieres tomar algo? —preguntó Jana.

– Si tienes una cerveza estaría bien —dijo Jukka con total confianza.

– Vale —Jana entró y hasta la terraza llegó el ruido de la nevera al abrirse y el tintineo de unas botellas de cristal. Regresó con dos botellines de tercio.

– Gracias —dijo Jukka y bebió el primer sorbo—. No te había visto antes por aquí.

– Pues llevo desde mayo en el piso. Yo tampoco te había visto.

– Debemos tener horarios diferentes, obviamente —Jukka bebió de nuevo— De modo que eres ¿checa?

– Sí —respondió ella bebiendo de su botella—. De una pequeña ciudad a unos ochenta y cinco kilómetros de Praga. Jičín. No te sonará.

– ¡Ah, sí! ¡Claro que sí! Está en la zona del Paraíso Bohemio —dijo Jukka con expresión segura ante la mirada desconcertada de Jana.

– ¿Lo conoces? ¿De verdad?

– Ya te digo. El castillo Trosky, el valle que hay a sus pies, el bosque que hay en las laderas del castillo. Sí lo conozco.

– ¿Y eso a que se debe? —preguntó Jana con interés.

– Cosas del pasado —respondió apesadumbrado Jukka—. No es algo que me apetezca recordar.

– Vale.

– Y tú, Jana. ¿Cómo es que hablas español tan bien?

– Como tú ¿no? No eres español ¿no?

– Sí lo soy. Es una larga historia familiar. Mi abuelo vino de Finlandia a España a mediados de los años 40. Una historia aburrida.

– Vale —Jana bebió y comenzó a mirar el horizonte. Las primeras sombras de la noche ya se cernían sobre el mar y los colores azul oscuro y negro se iban fundiendo—. Estudié español. En la Universidad.

– Lengua y literatura. ¿Filología?

– No. Eran asignaturas complementarias y en una academia privada. Estudié Film Studies… ¿Cómo se dice aquí?

– Cine. Comunicación Audiovisual… más o menos. No hay algo similar.

– Pues entonces eso. Estudié cine.

– Interesante —dijo Jukka al tiempo que sintió una especie de escalofrío—. ¿Trabajas en algo relacionado con el cine?

– No —contestó con pesadumbre—. No tiene nada que ver. ¿Y tú? ¿En que trabajas?

– Promotor de ventas. Voy a supermercados de la provincia, me aseguro de que los productos de la compañía para la que trabajo estén bien posicionados, que se apliquen las ofertas y promociones. Es un trabajo, hasta cierto punto, cómodo.

– Pero estás fuera todo el día, en la carretera. ¿Verdad?

– Sí. Pero me gusta. Me relaja conducir —bebió un sorbo y cambió de tema—. ¿Y esa afición por el cine clásico? Los Nibelungos no es una película que le guste a cualquiera.

– Me gusta ese tipo de cine ¿sabes? Como que era todo muy ingenuo, muy directo y con mucha frescura —Jukka advirtió que los ojos de Jana se habían encendido, su rostro además demostraba entusiasmo en lo que decía.

– Sí, supongo que tienes razón —dijo él con cierta indiferencia.

– Oye, Jukka, ya sé que te acabo de conocer y a lo mejor te suena a tontería o a que soy una pesada, o descarada. Pero… —balbuceó un poco antes de terminar la frase— ¿te gustaría ver la película conmigo? A lo mejor te convences de que es cierto eso que te digo. Si ves como hacían los efectos especiales, la interpretación, los movimientos de cámara tan rudimentarios para la época, el propio tema. Está basado en una leyenda épica…

– Disculpa Jana —cortó Jukka—, en serio me gustaría, pero mañana tengo que madrugar. Tengo que ir a hacer una de las rutas que me toca y tengo que salir temprano. En serio. Me gustaría, pero si no te importa mejor en otro momento.

– Vale —dijo Jana con cierta frustración.

– En serio, me gustaría. ¿Podemos vernos otro día? —preguntó Jukka.

– Pero tendría que ser por la tarde. Tengo un compromiso por la noche —respondió ella mirando hacia el horizonte.

– Sin problema. Cuando llegue después del trabajo vengo a avisarte.

– Mejor me llamas al móvil —le dijo mientras le apuntaba el número en un trocito de papel y se lo daba.

Jukka lo cogió. Sintió un escalofrío al rozar los dedos de Jana. Se percató que, en su mirada, hacía unos instantes viva y alegre, había aparecido como un velo de tristeza o, aún más, de melancolía. Tras despedirse de ella volvió a su apartamento. Terminó el informe que no había hecho antes y comenzó a pensar en el encuentro con Jana, en la breve conversación que le hizo recordar su pasado.

Cogió una cerveza de la nevera, la abrió y salió a la terraza. Por curiosidad miró en dirección al piso de Jana. Se veía luz. Luego, Jukka perdió su mirada en el firmamento. Algunas estrellas brillaban tenuemente, otras, por el contrario, parecía hacerlo con insistente fijeza. Del interior del salón le llegaba la música. Decidió finalizar su día. Se dispuso a apagar el ordenador, pero vio que tenía un mensaje de Helena. Entró en la red social y leyó las pocas líneas que le había remitido justo a la hora en la que había estado hablando con Jana. “Gracias por aceptarme. Un saludo”. Jukka respondió con un escueto “De nada”.

Jukka se acostó. No podía conciliar el sueño. Comenzó a dar vueltas en la cama. Sabía lo que pasaba en estos casos. Los minutos se hacían eternos y las horas pasaban lentamente como movidas por un mecanismo que ralentizaba cada segundo hasta la exasperación. Sin ninguna intención de pasar más tiempo del necesario en vela, decidió levantarse. Sabía el motivo de su desvelo. Jana. No exactamente ella. La situación desencadenada por el DVD le había hecho enfrentarse a un pasado del que quería desprenderse, del que al menos durante cuatro años había conseguido mantener fuera de su mente. Jukka deambuló por su apartamento.

Se detuvo delante de la habitación que estaba frente al salón. La puerta había permanecido cerrada durante cuatro años. Miró fijamente. No estaba seguro, pero se decidió. Abrió la puerta y encendió la luz. Sintió el olor a cerrado que penetraba por sus fosas nasales. Una mezcla de aire estanco, aroma a papel envejecido y plástico. Observó con detalle. Cuando organizó la habitación, el día que se instaló, lo hizo a conciencia, con meticulosidad y detalle. Frente a la entrada, de pared a pared, había una mesa encima de la cual se encontraba un portátil, una lámpara de mesa, un disco duro externo con los cables de conexión cuidadosamente guardados en una caja de cartón. Un atril con unos folios llenos de polvo ocupaba la esquina derecha. Recordaba muy bien lo que contenían los cajones de la mesa: bolígrafos, marcadores, material de oficina, algunas viejas fotografías y una funda de plástico en forma de tubo donde tenía guardado sus títulos de licenciatura y doctorado. Nunca había entendido la costumbre de colgarlos en las paredes como habían hecho otros colegas.

Horizonte Vacio

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