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Capítulo 6 Soledad

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Lo primero que sentí en aquel momento fue el silencio y la soledad. Para mí fue una sensación nueva, fui consciente de que nunca había estado sola, había vivido acompañada constantemente de mis hermanos o de mi madre. Aguanté un rato quieta, esperando a que vinieran a por mí o a estar conmigo. No ocurrió nada de eso, por lo que decidí pasar a la acción.

Me levanté del supercolchón y empecé a cotillear por aquella estancia. En un principio aquello me entretuvo bastante, porque estaba en un paraíso olfativo. La consecuencia de aquella acción fue que la sobredosis de olor a comida me exacerbó aún más el hambre; y el silencio potenció la idea de abandono, por lo que cada vez me ponía más nerviosa. En la semioscuridad encontré la puerta por la que había salido Dani. Estaba totalmente cerrada, solo por el resquicio inferior percibí indicios de movimiento al otro lado. Rasqué un poco en la madera intentando llamar la atención de mi nueva familia humana; aunque no pretendía molestarles, tampoco quería que me dejaran allí toda la noche. Tras insistir un rato, solo obtuve como resultado una voz firme al otro lado:

—¡Quieta, Lola, acuéstate que ya es hora!

No se daban cuenta de que justo era eso lo que yo quería: dormirme y descansar; podía aguantar el hambre —ya me había acostumbrado a eso en casa de Ramón—, pero el cansancio no. Como seguían sin venir conmigo, seguí rascando la esquina de la puerta, quizá aumentando el nivel de energía en mi protesta. Tras conseguir únicamente que Dani hiciera dos o tres intentos más de silenciarme llamándome la atención desde el otro lado, entendí que era imprescindible cambiar de estrategia, pues él no entraba a cogerme y yo tenía claro que no iba a pasar allí sola toda la noche… ¡me daba pánico! Entonces surgió de mi interior algo que ni yo misma sabía que tenía. Hasta aquel momento había gimoteado, había gruñido y había expresado sentimientos vocales hacia mi madre o mis hermanos, pero nunca había emitido un sonido lastimero como el que brotó de mi garganta aquella noche. Al oírlo, yo misma me asusté: «¿era posible que aquel tono de voz saliera de mí?». Lo fui repitiendo, comprobando que efectivamente lo generaba yo y que, además, según lo entrenaba, podía modularlo y subir —aún más— el volumen. En esas estaba, gime que gime, cuando por fin la puerta se abrió despacio y apareció Dani al otro lado:

—Chissssssssst… calla, Lola, que nos echan de casa —me dijo hablando bajito.

¡Me puse contentísima! Por fin me había hecho caso. Empecé a corretear por la habitación demostrando mi alegría, dando saltos al supercolchón y volviendo rápido a sus pies. Él me miró divertido y me dejó hacer un rato; luego me cogió en brazos, me estuvo acariciando y masajeando para relajarme y, sorprendentemente, volvió a dejarme acostada.

—Y ahora a dormir ya, Lola, pórtate bien.

Cuando vi que me volvía a dejar igual que antes y que su intención era irse, me levanté e impedí que cerrara la puerta —casi consiguiendo que me pillara a mí con ella—. El proceso se repitió varias veces: cada vez que él intentaba irse, yo me levantaba y me trababa entre sus pies. Me estaba quedando ya sin fuerzas; pero, si él quería jugar, no iba a ser yo quien estropeara el momento. Finalmente, Dani decidió sentarse a mi lado y acariciarme sin descanso buscando que me durmiera. Fue muy listo, porque no me pude aguantar y, entre arrullo y arrullo, me quedé inconsciente.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que me desperté. Estuve soñando con mi madre: la vislumbré en el patio de Ramón, muy sola, sin ninguno de mis hermanos a su alrededor, y muy triste; pero no intentaba disimularlo como hacía cuando estábamos nosotros. Recuerdo que me impresionó porque nunca la había visto como la soñé aquella noche. Intenté quitarme de la cabeza esa imagen de mi madre y ser consciente de que había sido solo un sueño. Me di la vuelta y, cuando abrí los ojos para comprobar si Dani seguía allí sentado conmigo, descubrí que no era así. Me levanté y busqué a tientas por toda la habitación pensando que igual se había tumbado en otro lado; pero no, efectivamente se había ido y me había dejado otra vez sola. Aturdida por el sueño, me costó un poco más localizar la puerta de entrada a la habitación; cuando di con ella, emprendí el ritual anterior otra vez. Primero rasqué un poco para no hacer mucho ruido. Esperé, y nada, ni siquiera oí su voz desde el otro lado. Decidí entonces pasar del rasquido a los gemidos, y luego a los chillidos. Me costó un poco, pero Dani volvió:

—¡Lola… a callar, que es muy tarde! —me lo dijo algo más enfadado que antes.

Me llamó la atención que se hubiera cambiado de ropa: esta vez vino con un curioso pantalón corto de rayas y con una camiseta de manga corta a juego, estaba diferente, como más despistado. Lógicamente, a mí me daba igual: había venido y eso era lo importante. Yo, como ya había descansado algo, me vi con fuerzas para hacerle los honores y empecé nuevamente a corretear desde el supercolchón hasta sus pies, como la vez anterior; esta vez no se rio tanto y cortó el proceso pillándome en volandas y llevándome con autoridad de vuelta al supercolchón.

Lola, memorias de una perra

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