Читать книгу Lola, memorias de una perra - Daniel Carazo Sebastián - Страница 5

Capítulo 1 Lola

Оглавление

Parece mentira que aún tenga recuerdos de mi nacimiento. Por lo que tengo entendido, vosotros, los humanos, no podéis tenerlos; nosotros, los perros, sí. No sé por qué, pero es así; quizá porque nuestra vida es más corta y la aprovechamos mejor, quizá porque nacemos más desarrollados y conscientes, quizá porque no malgastamos tanto la mente como vosotros… por lo que sea.

El caso es que yo recuerdo que nací, para mí, un día cualquiera; para vosotros los humanos, un 25 de enero de 1997. Lo hice en el seno de una familia humilde. Mi madre vivía en Coslada, una población cercana a Madrid; en concreto, en el patio de una casa baja, cerca de la denominada Cañada Real. Para ella, aquel era su mundo.

Mi madre fue una perra excepcional, o al menos eso decía Ramón, su humano. Por lo visto, cuando era joven la sacaba del patio para que corriera con otros animales —creo que realmente los perseguía— y debía de ser una de las mejores. También creo que, antes de que naciéramos mis hermanos y yo, fue profesora. Reconozco nunca lo he sabido a ciencia cierta, lo deduzco porque a menudo oía a Ramón comentarlo con otros humanos.

—Esta perra ha sido de puta madre. ¡Cómo corría tras los conejos! La envidia de todos. Anda que no me la han pedido veces para que enseñe a otros… Si lo hubiera cobrado, hoy sería rico, ¡ja, ja, ja!

Cuando nacimos nosotros debía de estar retirada, porque casi nunca la vimos salir del patio, y Ramón exclamaba continuamente:

—Ya estás vieja, perra, no vales para nada, solo para comer… ¡Con lo que has sido! A ver si al menos saco unos cuartos de estos cachorros antes de que te vayas.

Por aquel entonces yo no entendía aquellos comentarios, pero con el tiempo —y la experiencia adquirida— sí que los he ido comprendiendo, y eso me ha hecho admirar todavía más a mi madre. En la poca vida que compartí con ella, jamás la escuché quejarse, sino todo lo contrario: a pesar de que Ramón no le expresaba prácticamente cariño, yo creo que ella le quería y sentía admiración por él. Se intuye que debieron pasar unos años muy buenos juntos y que aquello la dejó marcada. Cuando Ramón aparecía por el patio, ella se alegraba: le movía efusivamente el rabo, intentaba por todos los medios agradarle y siempre se mostraba contenta. Daba igual que hubiera venido para —por fin— llenarle el plato de comida, o para cambiarle la raída manta de la caseta por otra igualmente vieja, aunque seca. En las pocas ocasiones en que Ramón la sacó del patio, ella volvía más feliz todavía, y se pasaba las horas posteriores rememorando aquellos días de carreras en el campo y excusando a Ramón porque, seguramente, ya no tenía tiempo de salir tanto como antes.

El caso es que los escasos dos meses que pasé en el patio, con ella y mis hermanos, para mí fueron estupendos.

De mi llegada a la vida recuerdo vagamente un suelo frío e incómodo, el charco sucio donde caí, el calor agradable de la lengua de mi madre aliviando la fría espera mientras salían mis hermanos, y las paredes sucias y desconchadas que limitaban nuestro primer espacio vital. Más tarde me percaté de que eran parte de la caseta de madera descascarillada donde nos guarecíamos los días fríos o lluviosos.

También recuerdo una sensación que experimenté a los pocos minutos de mi nacimiento. ¡Impresionante! Es una pena que vosotros no podáis recordar esos primeros momentos. Yo estaba tumbada en aquel charco producido por las secreciones de mi madre previas a mi salida, me estaba quedando helada y dormida, apagándome. Fue entonces cuando tomé consciencia de que era yo misma la que tenía que reaccionar para poder vivir; era como si me hubieran quitado la cubierta protectora que me envolvía, y había pasado de estar calentita, acolchada y protegida dentro de mi madre a encontrarme expuesta al mundo exterior, tumbada en aquel suelo frío y rugoso. En aquel momento, lo que me hizo no dejarme llevar —y detectar esa necesidad de reacción— fue algo áspero y húmedo que empezó a frotarme. Después, supe que era la lengua de mi madre, que me lavaba y estimulaba para despertarme, porque en aquellos instantes yo ni veía ni oía nada. Sus lamidos evitaron que me durmiera, lo que me habría conducido a una muerte segura. Tanto insistía mi madre en estimularme que chillé para que me dejara en paz, y cuanto más chillaba yo, más insistía ella: me volteaba, me lamía por todos los rincones de mi cuerpo y ponía todo su empeño en empujarme para acurrucarme a su lado. Insistió hasta que cedí y me tumbé pegada su abdomen. Solo entonces me dejó tranquila y pudo concentrarse en la salida de mis hermanos, que esperaban su turno. Reconozco que en aquel momento me asusté un poco, ya que empecé a sentir cómo mi madre gemía y ponía tenso ese abdomen que me daba calor, cada vez más a menudo y con más fuerza. Me daba miedo que me aplastara o que me impidiera respirar el aire que llevaba tan poco tiempo dándome la vida, pero no pasó nada, siempre tuvo cuidado de mí. Y, gracias a aquellas crisis de gemidos y tensiones, fueron llegando mis hermanos, a los que iba reanimando y colocando a mi lado con el mismo mimo que había tenido conmigo.

En definitiva, soy la mayor de cuatro hermanos: dos perras y dos perros. Mi madre, exhausta cuando nos había parido a todos, no se paró a descansar, y siguió ocupándose de nosotros enseñándonos a mamar. Otro gran recuerdo. Estábamos los cuatro aletargados debajo de ella, volvíamos a estar a gusto, calentitos y relajados, y una vez más se dedicó a incomodarnos para que reaccionáramos. Se tumbó de lado y hábilmente nos acorraló para colocarnos esta vez delante de su tripa. No sé lo que me llevó a hacerlo, quizá fue el olor o la búsqueda de su calor corporal. No lo sé a ciencia cierta. El caso es que, inconscientemente, me fui acercando a su piel hasta que descubrí un pezón. Empecé a explorarlo, a olisquearlo y finalmente —por puro instinto— me lo metí en la boca. Inmediatamente, se desencadenaron en mi cuerpo toda una serie de actos reflejos que me llevaron a rodearlo por completo con la lengua y succionar sin saber qué iba a obtener. ¡Qué rico! Un líquido espeso y templado me llenó la boca y, cuando lo tragué, pude notar que me aportaba una espléndida energía. Posteriormente, muchas veces mamé de mi madre —casi hasta que me fui de su lado—, pero ninguna de ellas fue comparable con aquella primera vez, nunca volví a saborear una leche tan espesa y sabrosa como la que se convirtió en mi primera comida. Satisfecha y llena, volvía a quedarme dormida, esta vez con el pezón dentro de la boca, cuando recibí un empujón que me separó de él: uno de mis hermanos me había desplazado para colocarse y comer del mismo. Aquel fue el momento en que, sin ver ni oír nada, se iniciaba mi verdadera relación con ellos. Empecé a percibir sus movimientos, sus golpes, su calor… y supe que, aunque éramos familia, si quería comer, tenía que luchar por ello, por supuesto. Si quería el mejor pezón, el que más leche daba, tenía que ser más rápida que ellos.

Así —entre sueños, golpes y comidas— pasamos nuestra primera noche; porque, como por lo visto hacen la mayoría de los perros, nacimos de noche. Me han contado después que es por un instinto de supervivencia, que es un comportamiento aprendido de cuando vivíamos en libertad y estábamos expuestos a depredadores. No lo tengo muy claro y, además, jamás he tenido un problema de depredadores, por lo que es mejor que deje pasar el tema.

Ya entrado el nuevo día, estaba dormida entre mi hermana menor y mi madre cuando palpé la existencia de Ramón por primera vez en mi vida. Lógicamente, no pude escucharlo, pero puedo imaginar —por lo que le conocí después— cómo fue aquel momento. Mi madre también debía de estar dormida, intentando recuperarse de la larga madrugada. Seguramente, se levantó bruscamente el plástico que hacía de puerta en la caseta que nos vio nacer —dejando entrar el frío de la helada nocturna— y se asomó por el hueco la cara de Ramón.

—¡Joder, si has parido!, ya pensaba que te había pasado algo.

Estoy segura de que mi madre estaba tan cansada del parto que debió de ser de las pocas veces que no permanecía ya sentada en la puerta del patio esperando a su humano, antes de que él saliera de la casa; y eso es lo que debió de preocupar a Ramón.

—Has tenido cuatro —diría él—. Yo pensaba que traerías solo uno o dos. A ver qué hago yo ahora con todos estos, porque aquí la parienta no los quiere.

Entonces —y ahora vuelvo a recordar por mí misma— experimenté otra sensación nueva e inolvidable que, a diferencia de las acontecidas con mi madre, esta sí ha mejorado mucho con el tiempo: tuve mi primer contacto directo con un humano. Sentí que algo me cogía, algo caliente y blando. Mi primer instinto ante aquella amenaza fue escabullirme, no dejarme atrapar, pero lo que me asía tenía la fuerza y la destreza de no dejarme casi capacidad de movimiento voluntario. Y me vi prisionera; noté cómo me separaban del calor de mi madre y mis hermanos, me tumbaban boca arriba y me separaban las piernas; e imagino que Ramón dijo:

—Una hembrita…

La experiencia duró poco. Ramón volvió a colocarme al lado de mi madre, y supongo que manoseó a mis hermanos:

—Un macho… otro macho… ¡Joder, este qué grande!… Y otra hembra.

Ya está. Se acabó. Lo más probable es que echara el plástico tapando la entrada a la caseta de nuevo y nos volviera a dejar en la intimidad familiar. Mi madre, en aquel momento, debió de sentirse muy sola. Era tanto lo que cuidaba ella a Ramón que habría agradecido que él la ayudara a limpiar la caseta y, sobre todo, que le hubiera puesto unas mantas secas que nos permitieran mantener el calor corporal. Ella jamás se lo echó en cara, siempre defendió a su humano y justificó sus actos alegando que se hacía mayor.

Es imposible olvidar aquel primer contacto con la piel humana. La mano de Ramón estaba seca y agrietada, ni siquiera olía bien; aun así, me gustó sentirla y se me impregnó tanto aquel contacto que —aunque por suerte he recibido caricias mucho más agradables en mi vida— siempre recordaré la mano de Ramón.

Lola, memorias de una perra

Подняться наверх