Читать книгу La casa de Okoth - Daniel Chamero Martínez - Страница 7
Оглавление1. La aldea
El 1 de septiembre de 1979, y tras nueve meses de sequía, cayó la primera gota. Días antes, a cientos de kilómetros de allí, sobre el océano Atlántico, el sol calentaba la superficie del mar dando lugar a grandes columnas ascendentes de vapor de agua. Todo ese volumen de agua en estado gaseoso se elevó por medio de corrientes de aire hasta las capas superiores de la atmósfera. Allí, a miles de metros de altitud y debido a la menor temperatura existente, el vapor de agua se condensó dando lugar a pequeñas porciones de agua en estado líquido y formando eso a lo que llamamos nubes. El resto lo hizo el azar, la casualidad, o simplemente el viento.
Durante cientos de kilómetros el viento fue guiando a toda aquella masa de agua hasta el principio de esta historia. Primero fue la costa de Mauritania, le siguieron Mali y Burkina Faso, Benín, y finalmente Nigeria. Una vez en Nigeria, la borrasca atravesó los estados de Níger, Kwara, Kogi, Nassarawa, Benue, Enugu, Emboyi, y finalmente Cross River. Y concretamente en el sudoeste de Cross River y sobre una aldea llamada Okuni, la enorme borrasca comenzó a descargar la lluvia que tan ausente había estado los nueve meses anteriores.
Primero fue una gota. De entre los millones de gotas que componen la lluvia hay una que es la primera en caer. El viento, fuerte y frío, siguió condensando el vapor de agua que conformaba la mayor parte de la borrasca; las pequeñas porciones de agua condensada fueron chocando unas con otras formando lo que llamamos gotas, hasta que finalmente, y debido a su aumento de peso, dejaron de ser volátiles y cayeron por la acción de la gravedad.
Una gota de lluvia al caer tiene un volumen de 0,5 a 6,35 milímetros. Su velocidad de caída varía dependiendo de su volumen y oscila entre los 8 y los 32 km/h.
La primera gota de aquella lluvia que descendió sobre Okuni después de nueve meses tardó exactamente unos seis minutos en caer. A una velocidad de 5,5 m/s comenzó a recorrer los aproximadamente 2.000 metros que la separaban del suelo raso de Okuni. Aquella gota fue perdiendo y recuperando continuamente su forma esférica debido a la velocidad de caída y a la resistencia del rozamiento del aire; de un lado a otro sus frágiles e inconsistentes paredes hacían tambalear su forma durante la caída. Finalmente, a pocos metros del suelo, alguien se cruzó en su camino.
Nazima pasó a dos metros escasos de la trayectoria de aquella gota de agua. Como si el tiempo se hubiera detenido, se quedó contemplando su caída. Mientras la miraba, y durante el exiguo tiempo que pudo hacerlo, la expresión de su cara hizo un par de muecas abrazando la tan esperada lluvia con una sonrisa. Pudo contemplar perfectamente como aquella gota de agua impactaba contra la árida y polvorienta superficie de tierra, formando una perfecta corona de agua y polvo. Nazima detuvo su paso acelerado y estuvo cerca de dejar caer los paños limpios que portaba en sus manos, mientras observaba la marca de aquella gota en la tierra. Pasados unos segundos su sonrisa se hizo extensa, cerró los ojos, y alzando el rostro hacia el cielo dejó que gota a gota la lluvia humedeciera su cara al tiempo que olfateaba el característico olor de la lluvia al caer sobre la polvorienta y necesitada superficie de Okuni.
Sin llegar a ser una anciana y con apenas cincuenta años, Nazima ya era abuela de cinco niñas y un niño. Desde muy joven y por deseo de su madre, se había dedicado a ejercer de matrona de la aldea. Ella misma estuvo en el parto de sus seis nietos, del mismo modo que dio las indicaciones necesarias cuando su única hija, Hafsah, vino al mundo.
Entre las labores de Nazima no estaba solo la de ayudar a parir a las mujeres de la aldea, pues en muchas ocasiones se le consultaba el nombre de las criaturas alumbradas. Era por todos conocido el que Nazima tenía un don para ello, e incluso en más de una ocasión había llegado a predecir el sexo de los bebés sin error alguno. Así fue con su hija Hafsah y con sus seis nietos; dio el nombre y el sexo de cada uno de ellos justo antes de ser alumbrados. De Hafsah no solo intuyó el sexo, sino que también pudo ver más allá de aquello que forma nuestras entrañas y conectar con toda la energía que la constituía; es por ello por lo que Nazima, al sentir el coraje y la fuerza de la selva, decidió poner por nombre a su hija Hafsah, cuyo significado es leona. Lo mismo ocurrió con su primera nieta, a la que llamó Akia por ser la primogénita. La siguieron Zoraya, Badra y las gemelas Kakra y Banji, y por último, el único y deseado varón, Ekón.
Aquel sábado 1 de septiembre de 1979 era un día especial para Nazima. Hafsah, su hija, iba a dar a luz a su séptimo hijo, su séptimo nieto. Era a su casa a donde se dirigía cuando vio caer aquella gota de agua. Hasta ese momento Nazima se había sentido un poco desorientada con respecto al embarazo de Hafsah. No sabía si achacarlo a la inusual y prolongada sequía, pero lo cierto es que era incapaz de presagiar nada acerca de la criatura que su hija llevaba en el vientre. A diferencia de otras veces, en esta ocasión Nazima no tenía claro el sexo del bebé, ni siquiera su nombre. Aquello era tan inusitado que, unido a la sequía, le hizo pensar y temer lo peor. Pero aquellos oscuros vientos de malos augurios no solo pasaron por su mente, pues desde la sequía y durante el embarazo de Hafsah la gente del poblado empezó a hacer conjeturas sobre la criatura que Hafsah llevaba en el vientre.
Fue Jábilo, el curandero de la aldea, el primero en relacionar la sequía con el embarazo de Hafsah. Una mañana Hafsah fue al pozo situado a las afueras del poblado con las gemelas Kakra y Banji, así como con el pequeño Ekón, de tan solo dos años de edad entonces. Eran muchas las veces que Aba, su marido, le había dicho que no cogiese agua del pozo, pues gozaba de escasa salud debido a la sequía, y no merecía la pena desplazarse hasta él teniendo a pocos metros la ribera del río Cross. Aun así Hafsah seguía intentándolo; prefería el agua del pozo a la del río, ya que no le agradaba saber que las aguas que fluían por él eran las mismas en las que los habitantes de los poblados por los que discurría habían lavado sus ropas e incluso hecho sus necesidades. Esa mañana, cuando Hafsah llegó con sus hijos se encontró a Jábilo junto a otros hombres del poblado cerca del pozo. De manera airada, discutían acerca de la sequía y el lamentable estado del pozo. Tacari, uno de los más reconocidos guerreros del poblado, gritaba irritado que alguien había robado el agua del cielo. Lo repetía una y otra vez haciendo aspavientos con los brazos señalando al cielo. Nasah e Iggy intentaban calmarlo aduciendo que no se puede robar el agua del cielo y que la lluvia volvería tarde o temprano. Nasah contaba una vieja historia de su padre que recordaba cómo una sequía de once meses estuvo a punto de acabar con el caudal del río Cross. Relataba los estragos que había hecho en la agricultura y cómo muchas reses habían perecido en aquellos once meses de infortunio. Aun así, terminaba concluyendo que nada de eso había sucedido esta vez, ya que los cultivos estaban cerca del río y el ganado tenía terreno de pastoreo en buenas condiciones para alimentarse. Iggy, que estaba a favor de los argumentos de Nasah, añadió:
–¡Es imposible; nadie puede robar el agua del cielo!
Jábilo observaba atento el debate. En cuanto Iggy terminó de exclamar aquella frase, Jábilo levantó los brazos con las palmas de sus manos extendidas y dijo:
–¡No! ¡No lo es! No es imposible. Haraké sí podría hacerlo.
–¿Haraké? –preguntó Iggy.
–Sí, Haraké.
–¿Haraké? –exclamó Nasah–. Es una leyenda; Haraké no es real.
–¿Quién es Haraké? –preguntó Tacari, el guerrero.
–Una diosa de las aguas –contestó Jábilo y prosiguió–. Pertenece a un mundo subterráneo de grandes poblados situados bajo las aguas. Su belleza y juventud son enormes. Su poder de atracción es tan fuerte que ninguno de nosotros podría escapar de él. Cuentan que sus cabellos son transparentes, y están formados por un agua cristalina y pura. Al atardecer, Haraké descansa a la orilla del río Níger esperando a su amado para llevarlo a las ciudades subterráneas. Puede que Haraké necesite el agua para su cabello y así ser más bella. Quizá esté robándole el agua al cielo.
–Bah, solo son cuentos de curanderos –dijo Nasah.
–Deberías creer en ellos –replicó Jábilo mientras Hafsah se acercaba al pozo con sus tres hijos.
Los cuatro se volvieron a enzarzar en el debate sobre la sequía, pero esta vez con la leyenda de la diosa Haraké como protagonista, hasta que Jábilo detuvo la discusión. Había visto cómo Hafsah se acercaba al pozo cubo en mano. Entonces se dirigió hacia ella:
–Hafsah, ¿a dónde vas?
–Voy a sacar agua del pozo, Jábilo.
–El pozo está seco; no sacarás nada más que lodo de él. ¿Cómo estás? ¿Cuánto tiempo tiene ya tu barriga?
–Cansada, Jábilo; esta barriga tiene tanto tiempo como la sequía que padecemos. Aún me quedan dos lunas para parir.
–¿Y Nazima? ¿Te ha dicho si será niño o niña?
–Mi madre no quiere decir nada. Creo que no lo tiene claro.
–Esperemos que sea otro varón fuerte y sano como Ekón –replicó mientras le sacudía la cabeza al pequeño Ekón.
–Sea lo que sea será bienvenido –contestó Hafsah con un tono cortante.
Hafsah cogió uno de los cubos que portaba una de las gemelas y lo anudó a la cuerda del pozo. Acto seguido lo introdujo en la gran oquedad circular levantada a base de piedras y arcilla que constituía la boca de aquel pozo artesano. Tramo a tramo, fue soltando la cuerda con sus manos, haciendo descender el cubo por el interior del pozo. De pronto, Jábilo la interpeló:
–¿Qué haces? Te he dicho que el pozo está seco; no sacarás nada de él.
Hafsah, aún dolida por el inapropiado comentario acerca del sexo de su futuro hijo, le lanzó una mirada inquisidora al tiempo que le contestaba:
–Bien, si el pozo está seco es algo que veré por mí misma.
Hafsah terminó de bajar el cubo hasta el fondo del pozo; una vez allí sintió como el cubo se llenaba y adquiría mayor peso, con lo que comenzó a recoger la cuerda para hacerla ascender hasta la vasija metálica. Jábilo observaba su esfuerzo y se percató del aumento de peso del recipiente. Con una risa sarcástica, le dijo:
–Eso que subes es barro; has malgastado tus fuerzas.
Cuando el cubo estaba próximo a la superficie y al alcance de la poca luz que entraba por la boca del pozo, Hafsah se detuvo y, mirando el recipiente, sonrió devolviéndole la mirada a Jábilo, para terminar diciéndole:
–¿Barro? Debierais discutir menos y hacer más. Mirad.
Hafsah terminó de aupar el cubo. Estaba completamente lleno de un agua limpia y pura, cristalina, como pocas veces antes la habían visto emanar de aquella sima artificial. Todos quedaron absortos ante aquel hecho. Jábilo no tardó en reaccionar, y señalando el vientre de Hafsah, empezó a exclamar:
–¡Haraké! ¡Haraké! ¡Será una niña, es Haraké!
Nasah e Iggy permanecieron callados; Tacari se unió a los gritos de Jábilo. Hafsah pronto se dio cuenta de lo que hablaban, pues estaba al corriente de todas aquellas viejas leyendas. Nazima, su madre, se las había contado todas. Instintivamente protegió su vientre con su mano y se fue del pozo entristecida. Por el camino, y mientras se marchaba, dejó su mirada clavada en la superficie del cubo que portaba. El agua a cada paso formaba círculos concéntricos que rebotaban en las paredes del recipiente. El cristalino líquido dejaba ver perfectamente el fondo del cubo. Hafsah se sumió en los recuerdos de las viejas leyendas mientras sus hijos corrían y jugaban a su alrededor. Indignada, no paraba de darle vueltas a por qué el hombre siempre daba una explicación mística a hechos simples que brotaban de la naturaleza.
«¿Por qué no pueden pensar que el agua subterránea sencillamente se ha abierto paso por una de las galerías hasta llegar al pozo? ¿Por qué tienen que recurrir a esas estúpidas leyendas y marcar a mi futuro hijo? Sus retorcidas mentes no dan más que para esos juegos de chamanes. Yo te protegeré» se terminó diciendo a sí misma mientras acariciaba su vientre.
Durante los dos meses que restaban hasta el parto la sequía continuó y los rumores acerca de su embarazo fueron creciendo. Hafsah y su madre hablaron del tema y de lo sucedido en el pozo. Acordaron no hacer caso de aquellas habladurías y seguir con normalidad sus vidas; sin duda era lo mejor.
–La sequía no tiene nada que ver con la criatura que darás a luz –llegó a decirle Nazima a su hija.
Pero en su interior Nazima sentía una inquietud desbordante que muchas noches no le permitía conciliar el sueño. Aquel embarazo era el más paradójico de cuantos había vívido. El hecho de no tener ninguna sensación acerca de la criatura le inquietaba; era algo que nunca le había sucedido. Era consciente de que debía apaciguar aquellos rumores sobre su futuro nieto. Para ello utilizó todas sus dotes sociales y sus enormes conocimientos sobre antiguos mitos y leyendas del África negra para deshacer los argumentos sobre la leyenda de Haraké.
Y no solo consiguió darle la vuelta a aquel murmullo virulento que iba de boca en boca, sino que logró que los aldeanos no vieran en su futuro nieto a Haraké, la diosa que le estaba robando el agua al cielo. Con astucia y una estudiada estrategia consiguió que en el vientre de Hafsah todos viesen a la criatura que devolvió el agua al pozo y que repondría el agua en el cielo el día de su nacimiento. Era un plan perfecto; tanto, que Nazima lo ejecutó pasadas cinco semanas de lo acontecido en el pozo. La lluvia llegaría tarde o temprano y ella sabía que era bastante improbable que aquella sequía se prolongase mucho más.
«Igual, con suerte, incluso llueve el día en que la criatura venga al mundo» llegó a cavilar.
Y eso mismo sucedió el 1 de septiembre de 1979, cuando Nazima se dirigía a atender el parto de su hija Hafsah y se cruzó con aquella gota de lluvia en su camino. Cuando vio cómo aquella gota impactaba sobre la sedienta superficie de Okuni supo lo que durante los nueve meses anteriores se le había negado. Iba a nacer una niña y su nombre sería Okoth: nacida bajo la lluvia.
Allí estaba Nazima, con los ojos cerrados, sintiendo cómo la lluvia golpeaba su rostro. Alrededor de ella no tardó en escuchar los gritos de júbilo. Había vuelto la lluvia. El agua caía del cielo cada vez con más intensidad. De pronto, Nazima reaccionó y reanudó su camino hacia la cabaña donde la esperaba su hija Hafsah para dar a luz.
Próxima a la cabaña pudo divisar como un grupo numeroso de personas se amontonaban a las puertas de la misma. Gritaban y vociferaban antiguas canciones Ekoi a Obassi Osaw, el dios del cielo. Aleiah, la mujer que ayudaba a Nazima en los partos, apareció por la espalda de la matrona y, cogiéndole del brazo, le dijo:
–Deprisa, te estaba buscando; ya viene.
Las dos mujeres se abrieron paso entre la multitud bajo la lluvia y accedieron al interior de la cabaña. Aba, el padre de la criatura, estaba dentro; estaba exaltado y no paraba de chillar el nombre de Nazima. Cuando las vio entrar se dirigió rápidamente hacia ellas y comenzó a gritarle a su suegra:
–¡¿Dónde estabas?! ¡Ya viene; date prisa!
Nazima asintió con la cabeza y lo empujó al exterior de la cabaña con las palmas de las manos diciéndole:
–Los hombres fuera; dejadnos con ella.
Nazima cerró la puerta y observó la habitación. Al fondo y tumbada sobre un mullido colchón estaba Hafsah. Su aspecto era preocupante. Estaba empapada en sudor, y a pesar de las grandes contracciones que padecía apenas tenía fuerzas para quejarse. Nazima rápidamente ordenó a Aleiah que acercase el agua tibia al tiempo que le daba los paños que llevaba en las manos a Nmachi, la otra chica que las ayudaría en el parto.
–Humedécelos en agua fría y pónselos sobre la frente –le dijo.
Los gritos de Hafsah eran apagados. Nazima hizo un amago de sacar el ungüento que ella misma preparaba para el dolor. Las fuerzas de Hafsah eran escasas por lo que el dolor era de vital importancia; la necesitaba lo más despierta posible. Se acercó hasta ella y, acariciando sus mejillas, le dijo:
–Todo saldrá bien, Hafsah; te necesito fuerte como siempre.
El rostro de Hafsah desprendía un cansancio alarmante; aun así le contestó:
–Me tendrás fuerte, madre –exclamó mientras agarraba con fuerza uno de sus brazos.
Nazima se arrodilló frente a la ingle de su hija y exploró su bajo vientre con sus manos. Aleiah llegó con el agua tibia y comenzó a limpiarle la zona genital, que desprendía bastante sangrado. Colocaron paños limpios bajo su pelvis. Desde dentro se podían escuchar los cánticos del exterior entremezclados con la generosa lluvia. El dolor se hizo intenso y Nazima exclamó:
–¡Ahora, Hafsah! ¡Ahora, mi leona! ¡Empuja! ¡Tu hija viene!
«Tu hija viene». Aquellas palabras detuvieron el tiempo. Las pupilas Hafsah se dilataron. Su oído se agudizó y sus músculos se tensaron. Su madre había dicho «tu hija». Era la primera vez en todo el embarazo en la que su madre le revelaba el sexo de la criatura. En aquel momento, Hafsah se dio cuenta de que ella misma siempre había sabido que iba a tener una niña. Había hablado con ella cientos de veces, le había cantado todas las noches. Incluso juraría que había escuchado su voz. El sonido de la lluvia y de los cánticos llegó a sus oídos.
Hafsah hizo un portentoso y sobrenatural alarde de fuerza emitiendo un tremendo rugido similar al de una leona. El estruendo de aquel rugido fue tal que acalló los cánticos de los que se agolpaban afuera. Dentro de la cabaña solo se escuchaba el caer de la lluvia. De pronto, el sonido de la lluvia se mezcló con el sofocado llanto de un bebé. Una lágrima cayó por las mejillas de Hafsah. Okoth había nacido.
Nazima sostuvo al bebé ensangrentado entre sus manos, se lo cedió con cuidado a Aleiah y procedió a cortar el cordón umbilical que le unía a su madre. La joven lavó rápidamente a la niña y la arropó entre paños limpios de algodón. Nazima dio órdenes a Nmachi para que se apresurase a traer más paños limpios y otro cántaro de agua tibia. Hafsah sangraba abundantemente; su estado era preocupante. Nazima se acercó al rostro de Hafsah y la besó en la frente diciéndole:
–Has tenido una niña. Una hermosa niña.
–Quiero verla, madre –respondió Hafsah.
Aleiah acercó al bebé y lo dejó entre los brazos de Hafsah, que cansada lloraba sin remedio al ver a su hija.
–Madre, es preciosa. Sabía que eras una niña, nunca has dejado de decírmelo –musitó mientras besaba la frente del bebé.
Acto seguido, le preguntó a Nazima:
–¿Está lloviendo, madre?
–Sí, hija mía; la lluvia ha vuelto con tu niña.
–¿Cómo se llamará?
–Su nombre es Okoth, hija mía. Nacida bajo la lluvia.
–¿Okoth? Qué nombre más bonito, maame (madre). Qué ojos tan grandes tiene mi niña.
–Sí, Hafsah; es preciosa.
–Maame, me siento débil.
–No te preocupes, es normal.
–No, maame, sabes que no. Sabes que no aguantaré. Ahora deja de mentirme y prométeme dos cosas.
–Dime, hija –contestó Nazima triste.
–La primera es que le darás esto cuando cumpla cinco años –pidió Hafsah con llanto sosegado al tiempo que señalaba con de una de sus manos un hermoso pañuelo azul con bordados blancos simulando la lluvia que caía desde un cielo estrellado.
–Lo haré, hija mía –contestó Nazima entre sollozos.
–La segunda es que le hablarás de su madre todos los días, que le dirás lo mucho que la amo. Le contarás que yo siempre estaré con ella. Cada vez que vea una estrella. Cuando mire la luna. Cuando el sol la caliente. Pero sobre todo cuando la lluvia caiga. Dile que su madre está en la lluvia que ella trajo. Dile que nunca se rinda, que luche siempre y que no tema porque nunca estará sola; su madre siempre estará con ella.
–Lo haré, leona mía.
–Maame, no llore. Ahora la tiene a ella, y a mí siempre me tendrá. En la lluvia también.
–Te amo, Hafsah.
–Y yo a usted, maame. Cuide de mi pequeña Okoth.
Los ojos de Hafsah se quedaron abiertos cuando la vida se le fue. De la base de sus pupilas cayó una última lágrima, del mismo modo que había caído aquella primera gota de lluvia. Nazima cerró los ojos de su amada Hafsah y, recogiendo con ternura al bebé, se dirigió a la puerta. Aleiah y Nmachi cantaban suavemente una vieja canción Ekoi.
Cuando Aba supo la fatídica noticia de la muerte de Hafsah no quiso saber nada de la pequeña Okoth.
–Te encargarás de ella –le dijo a Nazima–. Su nombre será Yatima (huérfana).
–No, su nombre es Okoth; así lo quiso su madre antes de morir –respondió Nazima.
–De acuerdo. Ahora solo te tiene a ti –contestó Aba resentido mientras se marchaba sin tan siquiera despedirse del cuerpo de Hafsah.
Nazima abrió la puerta de la cabaña y, alzando a la niña, gritó a los aldeanos que allí se encontraban bajo la lluvia:
–¡Es una niña; su nombre es Okoth!