Читать книгу La casa de Okoth - Daniel Chamero Martínez - Страница 9
Оглавление3. Leyendas
El sol no había acabado de terminar de salir cuando Adwim, como todas las mañanas, corría entre las cabañas de Okuni en dirección a la choza donde descansaban Ekón y su hermana Okoth. Desde que Aalim, el profesor, les obligó a pedirse disculpas mutuamente y a sentarse juntos nació una amistad fuerte y sincera, y los tres niños se hicieron inseparables. Y así lo pensaba el pequeño Adwim mientras corría en busca de sus nuevos amigos.
Ekón descansaba abrazado junto a la pequeña Okoth cuando escuchó que algo golpeaba la puerta de la choza. Abrió los ojos y unos segundos después volvió a sentir el mismo golpe sobre la entreabierta puerta de la cabaña. Se incorporó sigiloso, e intentando no despertar al resto de la familia, se dirigió a la puerta. Cuando estaba próximo a la portilla de la choza percibió nuevamente aquel incesante golpeteo. Eran piedras, pequeñas piedras que empezaban a amontonarse sobre la base exterior de la puerta; así pudo verlo por la pequeña abertura que oscilaba suavemente, a causa de una leve brisa, entre la puerta y el marco. Ekón la abrió y, justo en ese momento, una piedra le golpeó. Tras un párvulo quejido, se echó las manos a la frente. Acto seguido apartó sus manos para ver si había algún resto de sangre en ellas, pero había sido un golpe minúsculo y no le había causado ninguna herida. Escudriñó el exterior de la choza y a pocos metros contempló a Adwim de pie tras un arbusto dispuesto a volver a hacer diana en su frente mientras reía. Ekón rápidamente le hizo un gesto con las manos para que parase y se mantuviese en silencio. Adwim asintió con la cabeza y Ekón le hizo señas para que esperase un momento mientras volvía a meterse en la cabaña. Una vez dentro, se fue abriendo paso entre la luz parda que entraba por una de las ventanas hasta llegar al lecho donde descansaba Okoth. Con una de sus manos tapó la boca de su hermana pequeña mientras con la otra la zarandeaba para despertarla. Okoth se sobresaltó, pero las manos de su hermano impidieron que hiciese ruido alguno.
–Vamos; Adwim ya está fuera esperándonos –le susurró al oído.
Okoth se incorporó y siguió sus pasos cautelosos hasta la puerta, donde lo esperaba Adwim.
–¡Vamos, ya está despierto! ¡Le he visto encendiendo el fuego de su choza! –exclamó Adwim.
–¿A dónde vamos? –preguntó Ekón.
–A espiar a Jábilo; vamos a ver a quién hechiza hoy.
Ekón y Okoth se miraron y sonrieron; les pareció una idea divertida. Los dos echaron a correr tras Adwim.
Cuando llegaron junto a la choza de Jábilo los tres se agacharon y ocultaron tras unas cajas que descansaban amontonadas a escasos metros de la cabaña del curandero. Los niños reían en silencio y se intercambiaban miradas de complicidad. De repente, la puerta se abrió. Era Jábilo, que portaba una especie de amuleto en sus manos. El curandero se puso de rodillas mientras agachaba el torso hacia el suelo al tiempo que susurraba un tipo de oración. Los pequeños contuvieron la risa y Adwim dijo en voz baja:
–Sssh…, creo que está rezando a Obassi Osaw, el dios del cielo.
–¿Y cómo sabes eso? –replicó Ekón.
–Porque cuando sale el sol el cielo despierta y entonces es cuando hay que rezarle a Obassi Osaw, que está en el cielo –contestó Adwim.
–¿Y cuándo se le reza a Obassi Nsi? –preguntó Okoth.
–No sé; supongo que cuando se hace de noche –repuso finalmente Adwim para estallar en una gran carcajada.
–¡Silencio, viene alguien! –lo interrumpió Ekón.
A escasos metros se podía divisar la figura de un hombre que se acercaba a la cabaña del curandero hasta situarse junto a él.
–¡Es Aba, vuestro padre! –dijo Adwim con asombro.
–¿Qué hace padre aquí? –se preguntó en voz alta Ekón.
–Le va a hechizar –sentenció Adwim.
–¡No digas eso! –replicó Ekón.
Jábilo terminó sus oraciones y se incorporó saludando y abrazando a Aba. Ambos mantuvieron una conversación, pero a los niños les era imposible escuchar con nitidez lo que decían. Finalmente, Jábilo invitó a Aba a entrar en la cabaña y la puerta se cerró.
–Parece que son amigos –no tardó en decir Adwim.
–Sí, lo son. Los veo juntos muchas veces, pero no sabía que venía cuando el curandero prepara sus hechizos y medicinas –dijo Ekón.
–Ese maldito Jábilo tiene la culpa de que vuestro padre no le haga caso a Okoth. Seguro que le está robando el espíritu. Deberíamos decírselo a Nazima –declaró Adwim.
Ekón permaneció callado y pensativo, y tras unos segundos se giró hacia Okoth y le dijo:
–Okoth, yo sí te quiero y siempre te querré. Nadie podrá robarme el espíritu y hacer que deje de quererte.
La pequeña Okoth sonrió y contestó a su hermano:
–Y yo a ti, Ekón. Y a ti también, Adwim –añadió.
–Vámonos. Vamos al río –dijo Ekón.
–¿Al río? –preguntó Adwim.
–Sí, al río, vamos a bañarnos –sentenció Ekón.
***
Habían transcurrido casi tres años desde la primera clase en la ribera del río Cross. Durante esos años y desde que Aalim, el profesor, les obligase a sentarse juntos, Ekón, Adwim y Okoth se habían hecho inseparables. Pasaban los días enteros jugando, bañándose en el río, trepando a los árboles o escuchando los cientos de leyendas que Nazima les contaba junto al pozo al atardecer. En cuanto a las clases, Aalim las seguía impartiendo fielmente todos los sábados. Los avances de los niños empezaban a dar sus frutos. La pequeña Okoth destacaba poderosamente por sus constantes avances y su interés desmesurado. Así es que, con casi cinco años, Okoth ya había superado a otros niños de mayor edad y era capaz de leer y escribir. Aquella mañana en que los niños corrían a bañarse a las aguas del río Cross era sábado y Aalim acudiría como era habitual a darles clases junto al río, pero ese sábado era especial. Era 1 de septiembre de 1984; Okoth cumplía cinco años.
Tan pronto como los tres niños llegaron al río, Ekón trepó por uno de los árboles que descansaban junto a la orilla. Fue subiendo entre sus ramas hasta llegar a una de ellas, que se elevaba sobre las aguas. Allí pudo alcanzar una larga cuerda hecha a base de tallos de ortiga y hojas de palmera que caía desde una robusta rama por encima de donde se encontraba. Sostuvo la filamentosa soga por el extremo que colgaba a la altura de su pecho, y sincronizando un movimiento de balanceo se precipitó sobre las aguas del río. La pequeña Okoth, que lo observaba desde la orilla, no pudo reprimir gritar a su hermano:
–¡Cuidado, Ekón!
Adwim no tardó en correr hacia el árbol para trepar y repetir la maniobra que acababa de hacer su amigo.
–¡No debemos bañarnos solos en el río! –gritaba Okoth mientras Adwim emulaba a Ekón.
Ekón y Adwim se tiraron una y otra vez de aquella cuerda que colgaba del árbol mientras Okoth los contemplaba desde la ribera del río. Se podía decir que, aunque temerosa, la pequeña disfrutaba viéndolos tanto como ellos al tirarse desde el improvisado trampolín. Finalmente, y tras un placentero baño, los dos críos salieron del agua y se reunieron con Okoth.
–¿Por qué no te has bañado? –le preguntó Ekón a su hermana.
–La abuela dice que no debemos bañarnos solos en el río –contestó la pequeña.
Ekón y Adwim rieron a la par.
Adwim desenvolvió de entre unas telas una pequeña figura de madera.
–Toma; la he hecho para ti. Feliz cumpleaños, Okoth –le dijo su amiga ofreciéndole la figura.
Okoth se quedó mirando fijamente aquella diminuta y trabajada figura de madera tallada. Una mujer descansaba sentada con las rodillas flexionadas a la altura de su pecho. El pelo estaba bien cuidado y eran numerosos los adornos que Adwim añadió a esa parte a la figura. El rostro de aquella estatuilla era sin duda el de Okoth, pues la redondez de sus pómulos y la forma ovalada de sus ojos no eran muy usuales por la zona. Sorprendida, dijo:
–¿Es para mí? Qué bonita, ¿qué es?
–Es una terracota de Nok; la he hecho yo mismo. La he llamado como tú, Okoth –contestó Adwim.
–¿Qué es una terracota de Nok? –preguntó Okoth.
Adwim sonrió levemente y comenzó a explicar a la pequeña el origen de aquella figura:
–Son figuras de una antigua civilización. Hace muchos años habitaron cerca de aquí. Se llamaban Nok y hacían cientos de estatuas como esta pero de arcilla. Cada una representa algo: hombres, mujeres, dioses, guerreros. Son como amuletos; esta te representa a ti. Espero que te traiga suerte.
–Gracias, Adwim.
–Vaya, ¿y cómo has hecho tú solo eso? –preguntó Ekón.
–El maestro Daren me ha enseñado. Dice que se me da muy bien. Que pronto seré un gran escultor.
–Adwim, el escultor; me gusta. ¿Me harás otra a mí? –volvió a preguntar Ekón.
–Claro; haré una de un gran guerrero. Ekón el guerrero.
Los tres niños rieron. Ekón miró a su hermana y, poniendo la palma de su mano sobre su propio pecho, dijo:
–Felicidades, hermana. Te quiero –terminó de decir mientras posaba la palma de su mano ahora sobre el pecho de la pequeña Okoth.
No pasó mucho tiempo hasta que la vega del río se fue llenando de niños. Era sábado y la hora de las clases se acercaba. Okoth sentía auténtica pasión por aquellas clases, especialmente por los relatos que leían.
Aquel día Aalim no venía cargado de libros como era costumbre en él; en sus manos tan solo portaba un pequeño libro que alzaba al aire para evitar que los niños que se amontonaban en torno a él pudieran alcanzarlo. Una vez todos se encontraron en la ribera del río Cross, Aalim, como era habitual, los dispuso en círculo, situándose él en el centro. Sus primeras palabras aquel día fueron para Okoth.
–Buenos días a todos. Buenos días, Okoth, y feliz cumpleaños. Hoy es el cumpleaños de Okoth. Venga, vamos a felicitarla.
Todos los niños la felicitaron al unísono. Okoth se sonrojó mientras sonreía. El profesor prosiguió:
–Hoy he traído un libro para leer. Lo escribió un hombre hace muchos años y muy lejos de aquí. Ese hombre se llamaba Antoine de Saint-Exupéry y el libro que escribió se llama «El Principito». Habla de un piloto de aviones que se pierde en el desierto y encuentra a un niño que es un príncipe de otro planeta. Hoy Okoth me ayudará a leerlo. Okoth, ven y siéntate junto a mí.
La pequeña se levantó y se situó junto a Aalim, y el profesor continuó diciendo:
–Antes de empezar a leer este cuento quiero felicitar nuevamente a Okoth, pero no ya por su cumpleaños, sino porque es la alumna más aventajada; y por ello quiero que antes de empezar nos cuente cualquier historia que sepa. Adelante, Okoth, cuéntanos tu historia.
Okoth se quedó pensativa; no acertaba a recordar ninguna historia. Su mente estaba en blanco. Su mirada se dirigió hacia la de Ekón, que la observaba con expectación y orgullo, pues su hermana, la más pequeña de todos, era la alumna más avanzada.
Okoth permanecía callada. Los niños empezaron a susurrarse los unos a los otros haciendo la situación más insostenible para la pequeña. Pasados unos segundos, y justo cuando Aalim iba a pasar por alto el ejercicio, Okoth comenzó a hablar:
–Mi abuela cuenta que hace mucho tiempo existió un gigante, un gigante llamado Maka. Sus pies y sus manos eran grandes como árboles. Su cabeza tenía forma de olla y podía dar vueltas y mirar a sus espaldas. Maka tenía unos dientes grandes y afilados, y era capaz de comerse a un elefante de un solo bocado.
»El gigante Maka vivía en las montañas y casi siempre estaba durmiendo. Cuando tenía hambre y sed bajaba de las montañas para comer y beber. Maka comía elefantes y bebía de los lagos y ríos hasta secarlos porque era muy grande. Así que si alguna vez veis que se secan los lagos y no hay elefantes, es que Maka se ha despertado y ha bajado de las montañas para beber y comer.
Tal y como Okoth terminara aquel breve relato, todos los niños comenzaron a reír y a gritar el nombre de Maka. Aalim los calmó y felicitó a Okoth por la fábula que acababa de narrar; sin duda todo un logro para una niña de su edad, pensó el profesor.
–Bueno, ahora vamos a leer el libro de hoy. Empezaré yo y Okoth me irá ayudando –dijo.
Aalim comenzó la lectura de aquel breve libro llamado «El Principito». Los niños no tardaron en quedar fascinados con la historia de aquel pequeño niño en busca de su planeta. Y así transcurrió toda la mañana hasta la hora de la comida, con los niños en silencio escuchando atentamente como Okoth y Aalim leían aquel libro. Cuando finalizaron la lectura arrancaron a aplaudir y hacer preguntas. Poco a poco el profesor fue respondiendo a todos hasta que finalmente los únicos que quedaron junto al río fueron Ekón, Adwim, Okoth y el profesor. Aalim volvió a felicitar a Okoth y le regaló el libro de «El Principito».
–Toma Okoth; nadie más que tú se lo merece. Así lo querría el hombre que lo escribió.
–¡Gracias! ¡Tengo un libro! ¡Mira Ekón, tengo un libro! Gracias, Aalim; lo leeré todos los días.
Los cuatro se fueron andando en dirección a la casa de Okoth, donde seguramente Nazima los esperaba para almorzar. Adwim no paraba de preguntarle acerca de aquella maravillosa historia que acababa de escuchar sobre un niño que resultaba ser un príncipe en busca de su planeta.
–¿Cómo puede un hombre tener millones de estrellas? –preguntó.
–Es solo un cuento. Lo que nos quiere decir Antoine, el hombre que escribió el libro, es que en ocasiones perdemos el sentido de las cosas. Tenía muchas estrellas pero solo sabía contarlas.
–Yo también quiero contar estrellas. ¿Okoth, tú quieres una? –replicó Adwim.
–Sí –contestó Okoth.
–Esta noche contaré estrellas y una será para ti.
–Gracias, Adwim.
–Yo te regalaré otra, Okoth –dijo Ekón mientras todos echaban a reír.
Cuando llegaron a la choza, Nazima ultimaba un fabuloso guiso que desprendía un aroma irresistible.
–Buenos días, Aalim –le dijo al profesor.
–Buenos días –respondió él.
–No sé cómo tiene usted tanta paciencia con tanto niño –agregó Nazima.
–No es para tanto. La verdad es que compensa.
–Bueno, esperemos que sirva para algo –sentenció Nazima.
–¡Mira, abuela, Aalim me ha regalado un libro por mi cumpleaños! ¡Y Adwim una terracota de Nok! ¡Y esta noche me regalará una estrella! ¡Y Ekón otra! –dijo feliz Okoth.
Nazima sonrió y examinó la estatuilla. Las gemelas Kakra y Banji, que ayudaban en las labores culinarias, se abalanzaron rápidamente para ver los regalos que portaba Okoth. Una de ellas, Banji, dijo:
–¡Qué bonita; yo quiero una!
Nazima, que andaba ya escudriñando el libro que Okoth guardaba bajo el brazo, les dijo a las gemelas:
–Sacad la olla y llevadla junto al árbol; hoy comeremos allí –y añadió–. ¿Le ha regalado ese libro a la niña?
Aalim sonrió y dijo:
–Sí, de eso quería hablarle. Los progresos de Okoth son impresionantes. Creo que debería acudir todos los días a la escuela. Yo mismo la recogería y acercaría de regreso.
Nazima se quedó pensativa mirando fijamente al profesor. Dirigió la mirada durante un par de segundos hacia la pequeña Okoth y de nuevo volvió al rostro de Aalim, que expectante esperaba la respuesta de la abuela.
–¿Ha comido? –preguntó finalmente.
Aalim se quedó mudo y finalmente, sonriendo, contestó:
–No.
–Pues hoy comerá con nosotros. Quiero que me cuente eso de la escuela. Vamos niños; hoy es el cumpleaños de Okoth y comeremos junto al baobab. Adwim, tú también.
Los tres niños echaron a correr en dirección al árbol mientras Nazima y Aalim marchaban a paso lento tras ellos.
Kakra, Banji, Ekón, Adwim y Okoth disfrutaron de una deliciosa comida junto a Nazima y Aalim bajo la sombra del baobab. El sol calentaba suavemente y la tarde era apacible. Nazima y Aalim hablaron de Okoth y pronto acordaron la asistencia diaria de la niña a clase bajo la tutoría del profesor, que se encargaría de su traslado diario. Okoth era feliz. Mirando al baobab dijo:
–Abuela, ¿por qué hemos comido aquí?
–Porque hoy es un día importante, y los días importantes debemos celebrarlos en lugares especiales con las personas que nos importan. Por eso estamos aquí junto a este árbol. Okoth, hoy cumples cinco años. ¿Ves este baobab?
–Sí –contestó la pequeña.
–Tu madre, de la que tantas veces te he hablado, nació aquí mismo hace poco más de cuarenta y un años. ¿Y ves esas piedras amontonadas justo a tu espalda?
–Sí, abuela; es donde está enterrada mamá.
–Así es, Okoth; por eso estamos aquí. Por eso es un lugar especial –concluyó Nazima.
–Entonces… ¿mi madre podría estar en este árbol? –preguntó Okoth.
Nazima dejó entrever una conmovedora sonrisa y respondió a su nieta:
–Podría, claro que podría. Tu madre está en todo aquello que desees. Me dijo que siempre estaría contigo, cada vez que veas una estrella, cuando mires la luna o el sol te caliente. Pero sobre todo me dijo que estaría en la lluvia. Y si tú quieres que esté en ese árbol, ella estará en él.
La pequeña Okoth atendía pasmosa a las palabras de su abuela. Sus redondos ojos recogían aquellas palabras con la misma ternura que en su día sintió su madre al pronunciarlas.
–¿Sabéis cuál es la leyenda del baobab? –le dijo Nazima al grupo.
–¡No! –gritaron los niños al unísono.
–¿Queréis que os la cuente? –replicó la abuela.
–¡Sí! –contestaron todos entre risas.
–Bien, acercaos un poco más –dijo Nazima y prosiguió–. Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo, mucho más del que podáis imaginar, este árbol, el baobab, era admirado por todos los seres de la naturaleza. Incluso los dioses estaban cautivados por su belleza. Sus ramas eran fuertes, plagadas de cientos de coloridas flores.
»Cuentan que los dioses estaban tan fascinados con este árbol que decidieron hacerle un regalo. Decidieron que sería uno de los seres más longevos de la Creación.
–¿Qué significa longevo? –interrumpió Ekón.
–Longevo quiere decir que ha alcanzado o puede alcanzar una edad muy avanzada –contestó Aalim.
–Así es; gracias, profesor –agradeció Nazima mientras continuaba–. El baobab aceptó el regalo de los dioses y, orgulloso, comenzó a crecer. Durante años fue haciéndose más alto, fuerte y grande. El baobab no paraba de crecer. Al cabo de los años su altura y su ramaje eran tales que su sombra comenzó a expandirse por toda la Tierra privando de la luz del sol a todos los seres vivos y sumiéndolos bajo una extensa sombra. Orgulloso de su altura, belleza y longevidad, el baobab siguió creciendo y rivalizó con los mismos dioses que años antes le obsequiaron. Les dijo que pronto los superaría en altura y rebasaría el mismísimo cielo. Los dioses enfurecieron y decidieron retirarle su bendición. Pero no solo eso decidieron acerca del baobab. También lo condenaron a crecer al revés, con las flores bajo tierra y las raíces al aire. Y de ahí la extrañeza de sus formas.
–¿Entonces, el baobab llegaba hasta el cielo? –preguntó Ekón, sorprendido.
–Es solo una leyenda –respondió Nazima.
–¿Y qué significa eso? –volvió a preguntar el chiquillo.
–Las leyendas son historias que las personas cuentan de generación en generación; no tienen por qué ser ciertas –intervino finalmente Aalim.
Horas más tarde, ya sin el profesor y con la noche cubriendo el cielo, Nazima interrumpió a los niños mientras contaban estrellas y jugaban a regalárselas los unos a los otros.
–Adwim, no puedes regalarle la luna a nadie. La luna es de todos. No puede pertenecerle solo a una persona.
–Pero yo quiero que sea solo suya –dijo el pequeño Adwim.
–Ella ya tiene la suya. Okoth, ven –dijo al tiempo que de una de sus manos descubría un precioso pañuelo azul con bordados blancos que simulaban la lluvia cayendo desde un cielo estrellado y con una poderosa luna llena presidiéndolo–; este pañuelo es el regalo de tu madre por tu cumpleaños. Así lo quiso ella.
La añoranza por aquella madre a la que nunca había visto pero a la que conocía tan bien hizo mella en Okoth, y de sus grandes ojos brotaron sendas lágrimas en forma de surcos. Nazima, del mismo modo afectada, cogió a la pequeña entre los brazos mientras Ekón y Adwim seguían contando estrellas en el cielo. Ninguno de ellos lo sabía, pero aquella sería la última noche de felicidad durante mucho tiempo en sus vidas. A la mañana siguiente todo cambiaría.